lunes, 27 de octubre de 2014

Auge y caída de las civilizaciones (la historia como movimiento en espiral)

     Claudio Sánchez Albornoz, seguramente el mejor historiador que hemos tenido en España, se preguntaba de esta manera sobre el sentido que la historia pudiera tener: “¿Los pueblos zigzaguean ebrios de azar empujados por su ancestral temperamento? ¿O cumplen una misión suprahumana que podríamos llamar divinal?”. Son preguntas que difícilmente pueden tener una respuesta cerrada: igual que en el principio de indeterminación de Heisenberg, tanto el historiador que pretenda encontrar en la historia solo una sucesión de azares como aquel otro que vea en ella una superposición de acontecimientos que van desbrozando el camino hacia una finalidad que la dé sentido, cuentan con material suficiente para avalar sus tesis respectivas.

     Tal vez el azar y el sentido sean segmentos sucesivos dentro de una misma secuencia histórica. Porque, por un lado, es posible detectar la existencia de no demasiados cauces por los cuales la historia va discurriendo de forma recurrente, dando así expresión a una pulsión de repetición que empuja a los acontecimientos como si estuvieran tratando de encontrar un orden en el que reposar; mientras que, por otra parte, demostradas las insuficiencias de esa estructura en la que los acontecimientos quedaban provisionalmente ordenados, la misma fuerza de la historia empujaría hacia su desestructuración, y, siguiendo la ley del péndulo, desandaría hasta cierto punto lo andado y regresaría a los dominios del azar a la espera de que, de nuevo, vaya surgiendo el impulso ordenador que, en un nuevo bucle de la espiral evolutiva, recoja el antiguo orden con alguna clase de añadido que busque resolver las insuficiencias del pasado.


     Cuando en Oriente Próximo aparecieron las primeras civilizaciones, sus formas de organización política tuvieron, en principio, un ámbito de aplicación restringido al perímetro de las ciudades-estado. A veces, las disputas entre ciudades por el control de los recursos escasos desembocaban en el hecho de que una ciudad dominara sobre otras, pero no, inicialmente, a que las ciudades se unieran en régimen de igualdad bajo un poder político centralizado que diera más eficacia al conjunto. Así ocurrió en Mesopotamia con la civilización sumeria, en la que, en sus orígenes, destacó la ciudad-estado de Uruk entre el 4300 y el 2900 a. de C., que compartía lengua y religión con las otras grandes ciudades sumerias (aunque cada ciudad tenía un dios protector diferenciado), pero eso no impedía que entre ellas hubiera una competencia intensa que, con frecuencia, desembocaba en guerras abiertas. Estas disputas, a menudo brutales, continuaron durante el periodo siguiente, cuando las ciudades-estado sumerias aumentaron de tamaño (tenían ya entre diez mil y cincuenta mil habitantes) y la predominancia de una u otra, y el correlativo sojuzgamiento de las demás, era alternante.

     Hacia el 2350 los acadios conquistaron Sumer, y su dirigente, Sargón, transformó, por fin, las ciudades-estado independientes de Sumer y Acad al incorporarlas a una unidad política mucho mayor: un reino o imperio (el primero de la historia humana) en el que se centralizaba el poder político y militar, y que sirvió para que las rutas comerciales ampliaran su recorrido, así como para que aumentara también el área cultural que se compartía. La nueva capital de ese imperio dentro del cual las ciudades-estado igualaban su estatus fue, al principio, Ur. Tras una crisis que duró dos siglos, y en la que las disputas y guerras entre las ciudades volvieron a caracterizar el periodo, hacia el siglo XVIII a. de C. Hammurabi de Babilonia creó una nueva y más grande unidad imperial en la región, con un grado de integración política sin precedentes. Hammurabi no solo recurrió a la religión para unificar su imperio, sino que emitió también una serie de leyes, el famoso Código que lleva su nombre, válidas en todo su territorio y que abarcaba un amplio abanico de aspectos. Desde entonces, pues, quedó inaugurada una vía evolutiva que conducía desde la simplicidad de las ciudades-estado independientes hasta la complejidad de los imperios, entendidos estos no como sojuzgamiento de unas partes por otras, sino como organización política y social que integraba a las partes en un todo superior.

     Otra de las grandes civilizaciones surgidas al amparo de los avances del sedentarismo y la agricultura fue la de Egipto., cuyas raíces se remontan al menos al año 5000 a. de C. A partir del 3000, aproximadamente, el estado conformaría ya, también, una estructura poderosa y centralizada, encabezada por faraones. Antes, las ciudades habían ido surgiendo teniendo el Nilo a la vista, alrededor, pues, de una estrecha franja de territorio, lo que favoreció que se generara una unidad cultural que al final fue también política.

     Esta evolución tuvo lugar asimismo en la sociedad micénica –la que antecedió, en los mismos ámbitos geográficos, a la de la Grecia clásica–, que en el siglo XIII a. de C. había superado la fase de las ciudadelas y aglutinaba a sus habitantes en reinos territoriales que contaban con hasta cien mil habitantes, lo que dejaba pequeñas a las ciudades-estado típicas del posterior período clásico. Sin embargo, al final de ese siglo, la civilización micénica se derrumbó, como para dar paso a esas crisis que vienen a significar ceder al caos una primera fase de las funciones renovadoras que finalmente suponen el ascenso a un nuevo ciclo de la espiral evolutiva. En esa misma época, al final de la Edad del Bronce (siglos XIII-XII a. de C.), cayeron también las organizaciones imperiales del Oriente Próximo. Resistió solo Egipto, que, sin embargo, también quedó afectado, en la medida en que el comercio internacional, en el que su economía se sustentaba en buena medida, había sufrido un deterioro fulminante. 

     Los nuevos imperios que surgieron en la Edad de Hierro (a partir del siglo XII a. C.) estaban mucho más unificados que los anteriores. Persia, a raíz de que en el 559 a. C. apareciera un príncipe extraordinario, Ciro, se organizó también bajo la forma imperial. Sus sucesores, Cambises y, sobre todo, Darío I, dividieron el imperio en provincias llamadas satrapías, que disfrutaban de extensos poderes, aunque estaban subordinadas al gobierno central, que mantenía una administración única, firme y constante, rápidas comunicaciones entre el centro y la periferia, fijaba los tributos e imponía una moneda y un mismo sistema de pesos y medidas. Asimismo, sostenía una ideología que daba cohesión y justificaba la centralización.

     En Grecia, la evolución hacia la unidad política tuvo que enfrentar dificultades de muy largo recorrido. A finales de la edad oscura (siglo VIII a. de C.) que aconteció desde la caída de la sociedad micénica (siglos XIII / XII a. de C.), la sociedad griega obtuvo grandes avances en su economía, gracias a sus navíos mercantes, cuyo diseño habían copiado de los fenicios, lo que permitió emprender productivas empresas comerciales y también participar en la piratería. Estos avances económicos estuvieron acompañados de un crecimiento demográfico espectacular. Las aldeas fueron convirtiéndose en ciudades. Aquellas comunidades griegas se organizaron finalmente como polis, formadas por un centro político y social urbanizado y los pueblos y aldeas de alrededor. Esas polis eran ferozmente independientes entre sí, aunque, por otro lado, el contraste con otras culturas agudizó la conciencia griega de su identidad común y su peculiaridad como “helenos”, que era el nombre que se daban a sí mismos los griegos; esa identidad común tenía dos especiales modos de manifestarse: el desarrollo de lugares de culto panhelénicos, como el Oráculo de Delfos, y la existencia de festividades panhelénicas, como los Juegos Olímpicos, en los que solo se permitía la participación de griegos y durante los cuales cesaban todas las guerras que hubiera entre ellos.

     El período arcaico de la historia griega (entre los siglos VIII y VI a. de C.) se cerró con las dramáticas guerras que tuvieron lugar contra el Imperio persa, que, según cuentan las crónicas, o tal vez las leyendas, era capaz de reunir a más de un millón de hombres armados, mientras que solo las polis excepcionalmente grandes, como Atenas o Esparta podían poner en pie de guerra diez mil hoplitas; la mayoría de ellas solo podía aportar unos cientos. Mientras duraron los enfrentamientos con los persas, fueron los griegos, por fin, capaces de unirse y formar la Liga Helénica. Y fue el caso que, contra todas las previsiones, los griegos vencieron. Fue aquel un momento decisivo de la historia griega (y de la de Occidente) que marcó la entrada en la edad clásica, en el siglo V a. C., el de mayores logros de la cultura griega y donde floreció la democracia ateniense. Resultado todo esto, por lo tanto, de la fortaleza que los griegos extrajeron del hecho de lograr su unidad para guerrear contra los persas, que fue, sin embargo, precaria y provisional.

     Atenas, la que mejor parada salió de las Guerras Médicas encabezó, después de la victoria, la Confederación de Delos con otras polis griegas. Pero no fue aquella una auténtica oportunidad para ascender en la espiral evolutiva hacia la unidad, puesto que la polis ateniense controlaba los fondos y recursos de la Confederación, y explotaba a sus aliados, que más parecían súbditos. Además de las disensiones internas a esta alianza, el tradicional particularismo griego llevó a Atenas a fuertes disensiones con la otra gran polis, Esparta, que a su vez encabezaba la Liga del Peloponeso. Al final, estalló la guerra entre Atenas y Esparta en el 431 a. C., que se prolongó durante 27 años, y en la que acabó venciendo Esparta, aunque la devastación afectó tanto a los vencidos como a los vencedores.

     La independencia y el particularismo de las ciudades-estado griegas no terminaron al acabar la Guerra del Peloponeso: antes de que pasara una década, cuatro polis que hasta entonces se habían caracterizado por su aversión mutua, Atenas, Tebas, Argos y Corinto, se unieron para oponerse al predominio espartano en la llamada Guerra de Corinto (395-387 a. de C.). A lo largo del siglo IV, las polis principales –Esparta, Tebas, Atenas– no dejaron de competir y guerrear por el dominio dentro del mundo griego. El equilibrio inestable que se mantenía entre los griegos finalmente dio paso al siguiente bucle de la espiral evolutiva a través de la intervención de Filipo II, rey de Macedonia, que unificó Grecia por la fuerza de las armas y la rescató así de su ciclo interminable de autodestrucción. Ocurrió en el 338 a. de C. Filipo estableció entonces una nueva forma de unión entre las polis griegas, la Liga de Corinto, con el objetivo de aunar fuerzas para invadir Asia Menor y someter a los persas.

     Esa tarea la llevaría adelante el hijo y sucesor de Filipo, Alejandro III, que reinó entre el 336 y el 323. Lo que este hizo fue nada menos que transformar el mundo, convirtiendo la cultura griega de un territorio menor en una cultura mundial, a base de difundirla a distancias tan lejanas como los estados actuales de la India, Afganistán y Pakistán. A la muerte de Alejandro, cuando aún no había cumplido los treinta y tres años, el impulso unificador quedó relativamente interrumpido, pues el inmenso reino que había formado se dividió entre sus generales. En el año 275 a. de C. quedaron estabilizados tres ejes separados de poder político y militar: el Egipto de Ptolomeo, el Asia de Seleuco y la Macedonia y Grecia de Antígono. En líneas generales, el mundo helenístico surgido de la unificación griega y de las conquistas de Alejandro fue muy próspero en lo económico, debido al desarrollo del comercio de largo alcance y al correlativo crecimiento de las ciudades (Alejandría, por ejemplo, llegó a contar con quinientos mil habitantes). Surgieron asimismo nuevas formas más centralizadas de organización política, como la Liga Aquea en Grecia y grandes reinos en Egipto y Asia Menor. La vida dentro de la cultura helenística adquirió unos horizontes mucho más amplios, Alejandro había creado un mundo cosmopolita por el que se podía discurrir, comerciar, interrelacionarse de una manera desconocida hasta entonces. Hacia el año 250 a. de C. era posible para un habitante de ese mundo helenístico viajar de Sicilia a las fronteras de la India y encontrase siempre con gente que hablara su lengua y con la que compartía una misma cultura. En ciencia también se lograron grandes avances por entonces.

     Esta vertiginosa transformación del mundo también produjo desajustes: las polis griegas de la época arcaica e incluso de la clásica eran pequeñas comunidades en las que todos se conocían y estaban ligados por numerosos lazos sociales y políticos. La sensación de arraigo en la propia sociedad era por entonces una variable de especial importancia en la manera de entender la vida por parte de los griegos. En el mundo helenístico que llegó después, por el contrario, todas las cosas que habían definido la vida privada y pública de las personas habían desparecido en gran parte. Los griegos salieron en masa de la Grecia continental: en el siglo que va del 325 al 225 a. de C., su población se redujo a la mitad. La conexión íntima con la vida política propia de las viejas polis se había desvanecido. Las relaciones sociales y familiares tal y como existieron en la Grecia anterior al helenismo se habían deshilachado (es lo que ahora denominan los sociólogos “pérdida de capital social”); el griego medio solo contaba ya con su familia inmediata, y a veces ni eso. Hubo un corte traumático en el modo de vivir. En congruencia con ello, entre las filosofías que surgieron en aquel tiempo, se hicieron características las que preconizaban el “carpe diem” (vive el momento), así como el cinismo, el escepticismo, el epicureísmo, que denotaban desencanto y desarraigo, o bien el estoicismo, que es asimismo una filosofía que entiende la vida como un acto de resistencia, no como una ilusionada entrega a lo que está por venir.

     Mientras el mundo helenístico llegaba a su culminación, al oeste de su ámbito geográfico irrumpía con fuerza una nueva civilización, la romana. Las comunidades latinas contaron desde fechas muy tempranas con vínculos que las entrelazaban, singularmente una serie de derechos comunes que afectaban al comercio (obligatoriedad de los pactos entre latinos), a derechos adquiridos por matrimonio (a ambos cónyuges se les reconocía el estatus de ciudadanía propio del pueblo de procedencia de su pareja) y a los adquiridos por emigración a otra ciudad latina. Todo lo cual suponía una superación del rígido particularismo y recelo celoso que habían caracterizado a las antiguas polis griegas.

     La articulación de la sociedad romana encontró, sin embargo, muchas dificultades a lo largo de la historia. Al acabar la tercera Guerra Púnica contra Cartago, en el año 146 a. de C., comenzó un período de enorme agitación en el interior de la entonces República Romana, en el que menudearon los conflictos sociales, los asesinatos, las luchas entre dictadores rivales y las insurrecciones; también los alzamientos de los esclavos. La base de los conflictos fue, en principio la escisión interna entre patricios y plebeyos, cuyas discrepancias no encontraron modos de armonizarse hasta el final de la República, y que tuvieron sus puntos álgidos en los gobiernos, primero, del cónsul Mario, que fue elegido por el partido plebeyo en el 197 a. de C. y resultó reelegido seis veces, y después, en que, a la muerte de Mario en el 86 a. de C., le sucedió Sila, que llevó el péndulo de la gobernación al otro extremo, aquel en el que quedaban representados los intereses patricios, y que exterminó sin piedad a sus adversarios. Julio César, nombrado dictador en el 46 a. de C., además de aliviar las desigualdades económicas, cambió la dimensión del conflicto al otorgar la ciudadanía a miles de hispanos y galos, con lo que dio un paso importante hacia la eliminación de la distinción entre italianos y provincianos. La romanización de las provincias se intensificó enormemente con César Augusto, que gobernó entre el 27 a. de C. y el 14 d. de C. Roma controlaba por entonces sus extensos territorios asimilando a sus residentes en la vida cultural y política común. Los derechos de ciudadanía se extendieron en las provincias, e incluso los hispanos Trajano y Adriano llegaron a ser emperadores. El comercio se extendió; aumentó la manufactura; la riqueza afluyó a Roma. A partir de Julio César y César Augusto, dice Pierre Grimal, “el equilibrio antiguo que oponía a las provincias conquistadas la sola ciudad de Roma es reemplazado por un orden nuevo, en el que el peso de los pueblos dominados aumenta de día en día”, y prosigue: “El Senado no es ya el único amo: no es más que, al lado del príncipe, el consejo en el que se reúnen los grandes funcionarios del Imperio. Las intrigas sutiles entre las facciones no son ya el único resorte de la vida política: los administradores no están ya a merced de rivalidades ambiciosas; son los verdaderos agentes de un gobierno frente al que deben rendir cuentas. Los jefes del ejército no persiguen, como en el pasado, conquistas personales; no son más que los lugartenientes del príncipe, único “imperator”, único detentor de los auspicios”.

     Pero la articulación social que habría de sustentar la unidad política seguía teniendo deficiencias estructurales: cuando cesaron las últimas conquistas territoriales con Trajano (que gobernó entre el 98 y el117 d. de C.), los esclavos que tales conquistas procuraban, y en quienes se basaba de manera esencial la economía romana, empezaron a disminuir. La escasez de mano de obra se palió en parte por el correlativo descenso de posición social y económica de los pequeños agricultores, muchos de los cuales acabaron como jornaleros agrícolas semiserviles que sustituyeron a los esclavos en recesión. En las ciudades, en las cuales los esclavos realizaban la mayor parte del trabajo cualificado, la producción declinó también. La balanza comercial de Italia era asimismo muy desfavorable. En el siglo III la economía ya comenzaba a derrumbarse. La grave desarticulación social que hizo eclosión al morir Marco Aurelio, el último gran emperador, en el año 180, acabó degenerando en una sucesión de guerras civiles y de dictaduras militares. Caracalla (emperador entre el 211 y el 217), dio un paso decisivo, sin embargo (aunque por bastardos intereses: lo que pretendía era aumentar la base impositiva del estado), en la articulación del Imperio al dar la ciudadanía romana a todos sus habitantes. De todas formas, la degradación social y política estaba en marcha: entre el año 235 y 284 se sucedieron veintiséis emperadores cuarteleros, de los cuales solo uno consiguió librarse de muerte violenta. Se multiplicaron las usurpaciones, escindiéndose el Imperio entre poderes divergentes, o bien entrando en contienda directa y violenta unas facciones con otras. Rostovtzeff, un clásico en el estudio de Roma y de su decadencia, habla así de la disgregación social que existía: “Los campesinos odiaban a los terratenientes y a los funcionarios; el proletariado de las ciudades odiaba a la burguesía urbana, y el ejército era odiado por todos, incluso por los campesinos... Las relaciones entre el Estado y los contribuyentes tomaron la forma de un latrocinio más o menos organizado”. A los pobres se les abandonó, muy a menudo, en la más abyecta indigencia. A la estela de la guerra y la hambruna, también proliferaron las enfermedades. La población descendió drásticamente, justo en el momento en que Roma menos podía permitírselo, pues el imperio se veía cada vez más amenazado por el avance de sus enemigos exteriores. Como dice Ortega: “La historia de la decadencia de una nación es la historia de una vasta desintegración”.

     Las filosofías que triunfaron por entonces fueron, aún más que las que caracterizaron la crisis del período helenístico, filosofías de retirada, de abandono del mundo que nos rodea. La más destacada fue el neoplatonismo, que encabezaba Plotino (204-270 d. de C.), el cual enseñaba que la materia (el mundo) debe desdeñarse como símbolo del mal y la oscuridad. El cuerpo humano ha de ser, según él, motivo de vergüenza, y hay que intentar someterlo de todas las maneras posibles. El ideal, por tanto, era el abandono del mundo y el ascetismo; también la indiferencia hacia el estado y la vida pública.

     En el año 284 volvió, con Diocleciano, un gobierno fuerte que alargó la supervivencia del Imperio en Occidente casi doscientos años más, y en Oriente, un milenio, pero la espiral de la historia había entrado ya en la parte declinante del ciclo, un declive, de todas formas, no tan pronunciado como el que supuso la larga crisis del siglo III. El emperador de origen hispano Teodosio (en el poder entre 379 y 395) incluso volvió a reunir durante su gobierno las dos partes en las que se había escindido el Imperio. Contemporáneo suyo fue el poeta, también de origen hispano, Prudencio (348-410) que definió así lo que Roma llegó a significar: “Hasta hoy toda la Tierra, de oriente a poniente, ha estado dividida por contiendas continuas. Para impedir esas locuras Dios ha enseñado a las naciones a obedecer las mismas leyes y que todas se vuelvan romanas. Ahora vemos a los hombres viviendo como ciudadanos de una misma sociedad civil y miembros de una casa común. Los hombres vienen de tierras distantes atravesando los mares a un foro común, y los pueblos se relacionan entre sí por el comercio, la cultura y el matrimonio. De esta mezcla de pueblos nace una sola raza. Este es el significado de todas las victorias y triunfos del Imperio romano”.

     El secreto de la supervivencia del Imperio romano fue que su sistema político fue incluyente: mediante su disposición a extender los derechos a los no romanos, Roma otorgó a los pueblos que incorporó una cuota de poder que ningún imperio ha igualado jamás. Las invasiones germanas no tuvieron éxito hasta que Roma estuvo debilitada internamente. De hecho, desde el siglo IV de nuestra era en adelante, cada vez más tribus germanas mostraban menos interés en destruir Roma que en convertirse en parte de ella. En el 476, Rómulo Augústulo, el último emperador romano, fue depuesto por los hérulos. En el 610 el Imperio de Oriente perdió el control del Mediterráneo, dando así fin al mundo de la Antigüedad tardía. La espiral histórica entraba en una larga fase de oscuridad.

     La vuelta a modos de organización tribal y a la vida rural fue lo definitorio de aquellos tiempos que siguieron a la caída de Roma. Lo que una vez estuvo unido bajo la égida del Imperio, pasaba ahora a regirse con los regresivos modos propios de la fragmentación feudal y autarquía de los territorios que caracterizó a la Edad Media. El inicio de la Edad Moderna quedó marcado por el regreso a los modos de vida urbanizados, la revitalización del comercio y la generación de estructuras territoriales gobernadas con un criterio progresivamente centralizador. España entró con paso decidido en esa nueva edad de la mano de los Reyes Católicos, que unificaron los diversos reinos peninsulares, a excepción, pese a sus intentos en sentido contrario, de Portugal, restaurando en esa parcela el criterio de gobierno unificado que había caracterizado a la Hispania romana  y a su sucesora, la España visigoda.

     Mientras tanto, el Reino Unido de Gran Bretaña quedó constituido en 1707. De forma paralela, fueron constituyéndose los que, a partir de la Ilustración, quedarían configurados como los estados modernos que componen el mundo occidental. Algunos lo harían en épocas tan tardías como Italia (1870) y Alemania (1871). Los criterios de vertebración fueron en todos los casos los mismos: unificar las legislaciones, la fiscalidad y el sistema judicial dentro de los territorios de cada estado, aboliendo los fueros y los privilegios estamentales o territoriales; suprimir las aduanas interiores y los portazgos de cara a ir configurando un mercado único; unificar la administración territorial y los criterios de vertebración de las naciones emergentes; reforzar los lazos culturales; implantar un idioma común en el que poder entenderse todos los habitantes de las naciones-estado (en Italia, todavía, solo el 51 % de los habitantes habla el italiano en familia; en Francia se tardaron cinco siglos para conseguir que el francés fuera el idioma hablado por la generalidad de los franceses)…

     Entre tanto, han ido surgiendo los nacionalismos reaccionarios, alimentados por el espíritu del Romanticismo y que, como en todas las ocasiones en que la espiral histórica ha escogido el camino de regreso hacia las formas fragmentarias de organización territorial, son una inyección de caos en las actuales estructuras territoriales que quizás anticipen futuras formas de organización inclusiva en las poblaciones de Occidente, pero que ahora muestran solo su cara desintegradora. La disolución de los grandes imperios, sobre todo del austro-húngaro, a raíz de la Primera Guerra Mundial, que daría pie a la eclosión de múltiples micronacionalismos disolventes, sería expresión de esta tendencia hacia la desintegración. En España, los nacionalismos desintegradores surgieron especialmente a raíz de la crisis nacional de 1898, y sus criterios definidores tenían sobre todo, por entonces, un componente etnicista, que hoy ha ido derivando, cada vez con más claridad, hacia un componente economicista, que queda significativamente expresado en el “Espanya ens roba” de los nacionalistas catalanes. Este desplazamiento actual de los sentimientos nacionalistas hacia el componente económico está relacionado con la crisis que actualmente sufrimos, la cual, en el fondo, no es otra cosa que crisis del estado del bienestar: los estados no son capaces de mantener el nivel de gastos que es necesario para mantener tanto el sistema público de prestaciones como los despilfarros subsiguientes al incremento elefantiásico del aparato estatal. Y las regiones más ricas, deseosas de prorrogar ese nivel de gastos, prefieren, en los casos en los que ha irrumpido el nacionalismo secesionista, soltar amarras respecto de las regiones más pobres. El emergente nacionalismo escocés que recientemente ha estado a punto de llevar al traste al Reino Unido (46 % de partidarios de la secesión frente al 54 % que votaron por el mantenimiento de la unión), también tenía un fundamento más económico que étnico. Falla, sin embargo, ese planeamiento economicista porque esos pequeños estados que surgirían para dar satisfacción a estos nacionalismos para privilegiados necesitan de prestaciones que ellos solos no pueden procurarse: un ejército proporcionado a la actual globalización de los conflictos, una moneda estable que no quede a merced de los especuladores, y una economía abierta, que no esté a expensas de que un país pueda poner aranceles a las mercancías que ese nuevo estado exportaría, y todo eso solo puede procurarlo una fuerte organización supraestatal.

     El referéndum escocés de 18 de septiembre de 2014 significa un hito importante en lo que puede ser la trayectoria de un ciclo desintegrador en Europa. En España, hace tiempo que ese ciclo amenaza con plasmarse en, para empezar, el País Vasco y Cataluña, pero otras regiones estarían aguardando el momento en el que la mecha se encendiera definitivamente. Otros escenarios europeos aguardan en estado más o menos de latencia que ese mismo ciclo desintegrador que ha sido una constante de las civilizaciones pasadas acontezca en la nuestra occidental. Escocia, Córcega, Bélgica, la Padania italiana, que según la independentista Liga Norte incluiría núcleos de población tan importantes como Milán, Génova, Turín, Bolonia o Venecia, son, entre otros, los escenarios en los que quedan eventualmente plasmados los intentos desintegradores en la Europa occidental actual, coincidiendo, paradójicamente, con un  proceso de integración europea que, por el otro extremo, está de hecho perjudicando la cohesión interna en los países; es decir, que vivimos en el filo de la navaja de un proceso integrador europeo que no tiene fuerza suficiente en la opinión pública, pero que está disminuyendo el poder de decisión de los estados embarcados en él y, consiguientemente, su cohesión interna, mientras que, paralelamente, están surgiendo movimientos nacionalistas reaccionarios que pretenden la desintegración de esos estados debilitados.

     Solo la fuerza de la necesidad que significa el proceso de integración supranacional, al menos en aspectos como los ya citados, los que se derivan de la necesidad de estructuras macroeconómicas que correlacionen con la globalización actual, o la de un ejército supranacional, o la de atención a los problemas propios de la actual sociedad, que trascienden del marco decisorio de los actuales estados, y no digamos ya de los miniestados que pretenden crear los nacionalismos, puede evitar que recorramos en toda su crudeza esa parte del ciclo evolutivo que hasta ahora ha llevado a las civilizaciones a una aparentemente inevitable época oscura de decadencia y desintegración… esa que, precisamente, nos amenaza de una manera especialmente cruda a los españoles.

domingo, 5 de octubre de 2014

O vivir o ser feliz, pero todo a la vez no puede ser... ¿no puede ser?

     Aristóteles, quizás el hombre más sabio que haya habido nunca, decía que el mejor modo de vida es la vida contemplativa, y que los filósofos eran los más felices de los hombres. Si Aristóteles lo dice, primero hay que prestar atención, porque no era ningún mindundi, y yo hacía referencia a ello, precisamente, en mi anterior entrada. Pero segundo, cosa que no hice entonces, hay que poner entre interrogaciones sus palabras, porque algo parece que no cuadra. Si la filosofía está hecha para dar respuestas a los problemas de la vida, de la vida real, de la vida en el mundo, ¿cómo es eso de que lo mejor es la vida contemplativa, es decir, retirada del “mundanal ruido”, que decía Fray Luis de León? Y respecto de eso otro de que los filósofos son los tíos más felices del mundo… ¿De verdad que dan ese perfil? Una persona que en vez de despreocuparse y tratar de alejarse de los problemas y de las zonas de la vida que producen más angustia, resuelve, por el contrario, hacer suyos los problemas de su mundo y trata de dar razón de la angustia que asoma por tantos recovecos, en vez de huir de ella, ¿puede ser el prototipo del hombre feliz?

     Un siglo antes de Aristóteles, otro griego ilustre tenía una opinión muy diferente a la suya; hablamos de Sófocles, el gran escritor de tragedias griego, que decía: “La vida sólo es agradable en la inconsciencia”. En este mismo sentido, Ortega y Gasset recuerda la definición que Prosper Merimée daba de la felicidad y que concuerda con la de Sófocles: “La felicidad es como una gana de dormir”, decía. Pero por esa vía, la de la inconsciencia, la de la desconexión del mundo a la que llevan la vida contemplativa y el sueño, uno se va acercando a la constatación de que la expresión “vida feliz” es un oxímoron, una contradicción en los términos, porque, a medida que ese uno se va acercando a la felicidad por la vía de la inconsciencia y del sueño, se va alejando de la vida. Parecería, pues, que la felicidad, lo que más ansiamos, con quien mejor se lleva no es con la vida, sino con la retirada de la vida. Una verdad esta a la que León Felipe demostraba haber accedido cuando, de manera descarnada, escribió estos versos… o también podríamos decir esta oración:

“Señor del Génesis y el Viento...
vuélveme al silencio y a la sombra,
al sueño sin retorno y a la Nada infinita...
No me despiertes más

     Partiendo de parámetros similares, Séneca decía: “Lo primero (…) a que se ha de quitar estimación es a la vida, contándola entre las demás cosas serviles; y, llegado el momento, consolaba de esta manera a Marcia por la muerte de su hijo: “Si, pues, la felicidad más grande es no nacer, considera como la segunda ser libertado pronto de la vida, para entrar en la plenitud del ser”.

     Así que la vida no parece llevarse bien con la felicidad. Ni la vida individual ni la historia, que es el marco supraindividual en el que se desarrolla aquella. Y por eso Hegel decía: “La historia no es el terreno para la felicidad. Las épocas de felicidad son en ella hojas vacías. En la historia universal hay, sin duda, también satisfacción; pero esta no es lo que se llama felicidad, pues es la satisfacción de aquellos fines que están sobre los intereses particulares. Los fines que tienen importancia, en la historia universal, tienen que ser fijados con energía, mediante la voluntad abstracta. Los individuos de importancia en la historia universal que han perseguido tales fines se han satisfecho, sin duda, pero no han querido ser felices”. En suma, para Hegel, hemos venido a la vida no tanto para ser felices, como para perseguir los fines apropiados, o podríamos decir también: hemos venido a la vida para encontrarle un sentido. Y eso no conduce a la felicidad, sino, todo lo más, a la satisfacción personal, a la reconfortante sensación de haber hecho lo que es debido. Ortega y Gasset decía: “La vida humana es precisamente la lucha, el esfuerzo, siempre más o menos fallido, de ser sí mismo”. Esa lucha, ese esfuerzo de aproximarnos a lo que hemos de ser, a lo que estamos moralmente obligados a ser, no conduce, por tanto, a la felicidad, es decir, a la inconsciencia de la que hablaba Sófocles o a la gana de dormir que decía Merimée. Lo que hemos de ser, lo que esencialmente somos, es un reclamo que nos lleva precisamente a lo contrario de eso: al esfuerzo, a la lucha contra los obstáculos que se oponen a esa pretensión. Esto mismo le permitía concluir a Ortega que: “La esencia del hombre es (...) el descontento (...), que es un dolor que sentimos en miembros que no tenemos”. De manera complementaria, Nietzsche afirmaba que “con la comodidad no se aviene más que la virtud modesta”; y aún más categórico se mostraba cuando decía o exclamaba: “¡Qué importa mi felicidad! Es pobreza y suciedad y un lamentable bienestar”. Y concluía: “Hace ya mucho tiempo que yo no aspiro a la felicidad, aspiro a mi obra”.

     Si la felicidad es la inconsciencia, el hombre cabal no aspira, por tanto, a la felicidad, sino que a lo que realmente aspira es a lo contrario, a la conciencia, es decir, a poner claridad y comprensión en su vida. Unamuno era taxativo avisando de lo que esto significaba: “El dolor –decía– es el camino de la conciencia y es por él como los seres vivos llegan a tener conciencia de sí”. Y decía también Unamuno: “Sólo apurando las heces del dolor espiritual puede llegarse a gustar la miel del poso de la copa de la vida”. Así que concluía con crudeza que “no hay que darse opio, sino poner vinagre y sal en la herida del alma, porque cuando te duermas y no sientas ya el dolor, es que no eres”. Y concluía: “Es mejor vivir en dolor que no dejar de ser en paz”. Cioran, por su parte, citaba a Dostoievski, que afirmaba por boca de uno de sus personajes: “El sufrimiento es la única causa de la conciencia”. Y Nietzsche advertía: “Vosotros hombres superiores, ¿creéis acaso (…) que quiero prepararos para lo sucesivo un lecho más cómodo a vosotros los que sufrís? (…) ¡No! ¡No! ¡Tres veces no! (…) Vosotros debéis tener una vida siempre peor y más dura”. Coincidía en esto con el mismísimo Cristo, quién lo iba a decir, o al menos, con la interpretación que de él hacía Kierkegaard, que decía: “Cristo no se hace desdichado a sí mismo en el sentido humano para hacer dichosos a los suyos. ¡No! Se hace a sí mismo y hace a los demás lo más desdichados que, humanamente hablando, es posible… Solamente se sacrifica para que aquellos a quienes ama lleguen a ser tan desdichados como él mismo”. Y León Felipe, paradójico él, revelaba que no era al sueño, como parecía en los versos arriba citados, aquello a lo que realmente aspiraba, sino que prefería este dolor unamuniano. Estos son los versos de su otra oración:

“Yo te veo, Señor, con un hierro encendido,
quemándome la carne hasta los huesos...
Sigue, Señor,
que de ese hierro
han salido
mis alas y mi verso”

E insistía en esa manera unamuniana y kierkegaardiana de valorar el dolor en estos otros versos:

“Cristo
Viniste a glorificar las lágrimas...
no a enjugarlas...
Viniste a abrir las heridas...
no a cerrarlas.
Viniste a encender las hogueras...
no a apagarlas
Viniste a decir:
¡Que corran el llanto,
la sangre
y el fuego...
como el agua!

     Incluso Don Quijote parece que accedió a esta verdad unamuniana, por cuanto en la plenitud de su vida aventurera le decía a su escudero: “Déjame morir a mí a manos de mis pensamientos y a fuerza de mis desgracias. Yo, Sancho, nací para vivir muriendo”. De esta otra clase de vida no precisamente feliz, el “vivir muriendo” de Don Quijote, decía Ortega: “Lo que a los hombres no nos incita a morir no nos excita a vivir”. El mismo Jesucristo había dejado dicho que “el que quiera salvar su vida, la perderá”. Ortega vendría a redondear esta idea tan quijotesca de la que hablamos cuando dice: “Ser hombre significa, precisamente, estar siempre a punto de no serlo, ser viviente problema, absoluta, azarosa aventura o, como yo suelo decir, ser, por esencia, drama”.



     Así pues, nos encontramos ante un trascendental dilema: o vida o felicidad; cuanta más vida, menos felicidad, y viceversa. Y no todos se han inclinado a favor de la vida. Por ejemplo, Buda, del cual decía Ortega: “¿Qué es la vida para Buda? La vida es sed, es ansia, afán, deseo. No es lograr, porque lo logrado se convierte automáticamente en punto de arranque para un nuevo deseo. Mirada así la existencia, torrente de sed insaciable, aparece como un puro mal y tiene sólo un valor absolutamente negativo. La única actitud razonable ante ella es negarla. Si Buda no hubiese creído en la doctrina tradicional de las reencarnaciones –sigue diciendo Ortega–, su único dogma hubiese sido el suicidio (...) ¿Cómo salvarse de la vida, cómo burlar la cadena sin fin de los renacimientos? Esto es lo único que debe preocupar (al budista), lo único que en la vida puede tener valor: la huida, la fuga de la existencia, la aniquilación”. Así que el mismo Ortega concluye: “El sumo bien, el valor supremo que Oriente opone al sumo mal de vivir, es precisamente el no vivir, el puro no ser del sujeto”.

     No solo desde Oriente llegaba la recomendación de esta vía hacia la felicidad que pasa por la renuncia. También Séneca abundaba en esa manera de ver las cosas con reflexiones como esta: “¿Basta la virtud para vivir feliz? Siendo perfecta y divina, ¿por qué no ha de bastar? Incluso es más que suficiente. ¿Pues qué puede faltar al que está exento de todo deseo? ¿Qué necesita del exterior el que ha recogido todas sus cosas en sí mismo?”. El caso es que que si tratamos de suprimir en nosotros, como querían Buda o Séneca, el ansia, el deseo, la sed insaciable, ha de ser a costa de, en esa misma proporción, apagar la vida, que es una función de aquellas pasiones irresolubles. Antonio Machado venía a decir eso mismo en estos versos sublimes:

“En el corazón tenía
la espina de una pasión;
logré arrancármela un día,
ya no siento el corazón
... ...
 
Aguda espina dorada
quién te pudiera sentir
en el corazón clavada”
 
     Cioran también lo decía según su propio estilo: “Nos empeñamos en abolir la realidad por miedo a sufrir. Coronados nuestros esfuerzos, es la propia abolición la que se revela como fuente de sufrimiento”.

     Bien, hasta aquí he ido construyendo una argumentación en la que parece que concluyo que la felicidad es, paradójicamente, algo así como una desgracia o un estorbo, algo, en fin, que está contraindicado para la buena marcha de la vida. Es en momentos así cuando mi alter ego me avisa de que toca sacar a relucir el argumento contrario, o al menos complementario, puesto que, como decía mi admirado Carl Gustav Jung, “la experiencia, por poco vasta que sea, demuestra que las cosas tienen, por lo menos, dos caras, y a menudo más”. Y mi no menos admirado Unamuno lo confirmaba cuando decía que “la vida (...) es contradicción”.

     Decíamos, pues, que algo se había quedado como incompleto en nuestro razonamiento, algo no cuadraba en eso de que la felicidad viene a ser como un inconveniente para la vida. Bueno, no es de extrañar: la filosofía está hecha de pensamientos que no acaban de cuadrar con la realidad; por eso los filósofos van elaborando sus filosofías contradiciendo lo que habían dicho sus predecesores, no porque estos no tuvieran razón, sino porque no tenían la suficiente. La realidad es paradójica, contradictoria, y el pensamiento es lógico, no admite la contradicción, así que entre la realidad y la filosofía hay amor, pero es un amor imposible.

     Ayer mismo, mientras comía en familia, y después de recitar de manera desenfadada un par de poemas, mi hija me preguntaba intrigada que por qué me aprendía de memoria los poemas. Le contesté que por necesidad de mantener el ritmo. El ritmo, le dije también (no sé si regando ya fuera del tiesto, considerando que era una conversación improvisada y sin más pretensiones) es el poso que va dejando el universo en su búsqueda de lo reconocible, en su intento de apaciguarse a base de encontrar aquello que merece la pena repetir, en vez de dispersarse en el caos de lo múltiple, informe, irregular, imprevisible y cacofónico. Todo en el universo tiene ritmo: la respiración, el corazón, las mareas, las fases de la luna, el regreso del sol cada mañana… la poesía. Nosotros mismos nos pasamos la vida buscándole el ritmo, aquello sobre lo que quisiéramos insistir, reiterarnos, apaciguarnos. Perseguimos lo que entendemos que vale la pena repetir, volver sobre ello una y otra vez. Spinoza decía: “Cada cosa, en cuanto es en sí, se esfuerza por perseverar en su ser (...) el esfuerzo con que cada cosa trata de perseverar en su ser no es sino la esencia actual de la cosa misma”. Así podemos entender que, como decía Ortega, “una de las cosas más gratas de la vida (es) una habitualidad”. Y Kierkegaard, que en la primera parte de este artículo tan partidario se mostraba del sufrimiento, viene ahora y dice: “He aquí la repetición. Ahora comprendo todas las cosas y la vida me parece más bella que nunca”. Incluso Nietzsche, el mismo que aspiraba a hacer de la vida un incansable estar siempre yendo más allá de donde se ha llegado, exclamaba: “Oh, cómo no iba yo a anhelar la eternidad y el nupcial anillo de los anillos, ¡el anillo del retorno!”.

     ¿Y qué es la felicidad sino sentir que hemos llegado a donde queríamos y eternamente repetir esa sensación? Ortega parecía tener una idea contrapuesta de la felicidad, puesto que decía: “Las cosas (...) no como poseídas u obtenidas contribuyen a hacernos felices, sino como motivos de nuestra actividad”. Pero esta idea de la felicidad vendría a coincidir con la del descontento de la que él mismo hablaba, con el “vivir muriendo” de Don Quijote, con la vida esforzada y sufriente a la que se refería Unamuno. Un concepto este de “felicidad”, pues, al que le salen muchas goteras, y que haríamos mejor en llamarlo “satisfacción interior”. Así que habríamos de ir en busca del complemento paradójico de esta idea de la felicidad que se nos queda estrecha, y extenderla hacia eso otro que es la necesidad de ritmo, de repetición, de apaciguamiento de nuestras inquietudes. Séneca, esta vez, vendría en nuestra ayuda, puesto que decía: “Es feliz el que está contento con las circunstancias presentes, sean las que quieran, y es amigo de lo que tiene”. Y entre los buenos consejos que el mismo Séneca dedicaba a Lucilio (no se sabe quién era Lucilio), estaba este nada desdeñable: “Por lo que me escribes, y por lo que siento, concibo buenas esperanzas, ya que no andas vagando y no te afanas en cambiar de lugar. Estas mutaciones son de alma enferma; yo creo que una de las primeras manifestaciones con que un alma bien ordenada revela serlo es su capacidad de poder fijarse en un lugar y de morar consigo misma (…) Quien está en todo lugar no está en parte alguna”. Aristóteles decía, precisamente, que cada cual tenemos nuestro topos, nuestro lugar, y en estos tiempos de tanta movilidad social y de tanto ansiolítico, quizás no fuera mala idea intentar descubrirlo. Porque, de nuevo Ortega nos confirma en que “un ansia infinita de permanencia trasciende de lo más adentrado de nosotros”, y en que el hecho de que nos hayamos “creado algo estable, eso es el verdadero sentido del mundo”.

     En suma: el ritmo, la repetición, tratar a las cosas que queremos como si fueran a ser eternas y volver sobre ellas una y otra vez, más allá de que sea una ilusión que añadimos al ser de esas cosas, contribuyen a habilitar un rinconcito en la vida en el que, aunque sea a ratos y siempre provisionalmente, sentir que es posible la felicidad.