Un siglo antes de
Aristóteles, otro griego ilustre tenía una opinión muy diferente a la suya;
hablamos de Sófocles, el gran escritor de tragedias griego, que decía: “La vida sólo
es agradable en la inconsciencia”. En este mismo sentido, Ortega y
Gasset recuerda la definición que Prosper Merimée daba de la felicidad y que
concuerda con la de Sófocles: “La felicidad es como una gana de dormir”, decía. Pero por esa vía, la de la
inconsciencia, la de la desconexión del mundo a la que llevan la vida
contemplativa y el sueño, uno se va acercando a la constatación de que la
expresión “vida feliz” es un oxímoron, una contradicción en los términos,
porque, a medida que ese uno se va acercando a la felicidad por la vía de la inconsciencia
y del sueño, se va alejando de la vida. Parecería, pues, que la felicidad, lo
que más ansiamos, con quien mejor se lleva no es con la vida, sino con la
retirada de la vida. Una verdad esta a la que León Felipe demostraba haber
accedido cuando, de manera descarnada, escribió estos versos… o también
podríamos decir esta oración:
“Señor
del Génesis y el Viento...
vuélveme
al silencio y a la sombra,
al
sueño sin retorno y a la Nada infinita...
No
me despiertes más”
Partiendo de
parámetros similares, Séneca decía: “Lo
primero (…) a que se ha de quitar estimación es a la vida, contándola entre las
demás cosas serviles”;
y, llegado el momento, consolaba de esta manera a Marcia por la muerte de su
hijo: “Si, pues, la felicidad más
grande es no nacer, considera como la segunda ser libertado pronto de la vida,
para entrar en la plenitud del ser”.
Así que la vida no parece
llevarse bien con la felicidad. Ni la vida individual ni la historia, que es el
marco supraindividual en el que se desarrolla aquella. Y por eso Hegel decía: “La historia no es el terreno para la
felicidad. Las épocas de felicidad son en ella hojas vacías. En la historia
universal hay, sin duda, también satisfacción; pero esta no es lo que se llama
felicidad, pues es la satisfacción de aquellos fines que están sobre los
intereses particulares. Los fines que tienen importancia, en la historia
universal, tienen que ser fijados con energía, mediante la voluntad abstracta.
Los individuos de importancia en la historia universal que han perseguido tales
fines se han satisfecho, sin duda, pero no han querido ser felices”. En
suma, para Hegel, hemos venido a la vida no tanto para ser felices, como para
perseguir los fines apropiados, o podríamos decir también: hemos venido a la
vida para encontrarle un sentido. Y eso no conduce a la felicidad, sino, todo
lo más, a la satisfacción personal, a la reconfortante sensación de haber hecho
lo que es debido. Ortega
y Gasset decía: “La
vida humana es precisamente la lucha, el esfuerzo, siempre más o menos fallido,
de ser sí mismo”. Esa lucha, ese esfuerzo de aproximarnos a lo que
hemos de ser, a lo que estamos moralmente obligados a ser, no conduce, por
tanto, a la felicidad, es decir, a la inconsciencia de la que hablaba Sófocles
o a la gana de dormir que decía Merimée. Lo que hemos de ser, lo que
esencialmente somos, es un reclamo que nos lleva precisamente a lo contrario de
eso: al esfuerzo, a la lucha contra los obstáculos que se oponen a esa
pretensión. Esto mismo le permitía concluir a Ortega que: “La
esencia del hombre es (...) el descontento (...), que es un dolor que sentimos
en miembros que no tenemos”.
De manera complementaria, Nietzsche afirmaba que “con la comodidad no se aviene más que la
virtud modesta”; y aún más categórico se mostraba cuando decía o
exclamaba: “¡Qué importa mi felicidad! Es pobreza
y suciedad y un lamentable bienestar”. Y concluía: “Hace
ya mucho tiempo que yo no aspiro a la felicidad, aspiro a mi obra”.
Si la felicidad es la inconsciencia, el hombre cabal no aspira, por
tanto, a la felicidad, sino que a lo que realmente aspira es a lo contrario, a
la conciencia, es decir, a poner claridad y comprensión en su vida. Unamuno era taxativo avisando
de lo que esto significaba: “El dolor –decía– es el camino de la conciencia y es por él como los seres vivos llegan a
tener conciencia de sí”. Y decía también Unamuno: “Sólo
apurando las heces del dolor espiritual puede llegarse a gustar la miel del
poso de la copa de la vida”. Así que concluía con crudeza que “no hay que
darse opio, sino poner vinagre y sal en la herida del alma, porque cuando te
duermas y no sientas ya el dolor, es que no eres”. Y concluía: “Es
mejor vivir en dolor que no dejar de ser en paz”. Cioran, por su parte,
citaba a Dostoievski, que afirmaba por
boca de uno de sus personajes: “El sufrimiento es la única causa de la conciencia”. Y
Nietzsche advertía: “Vosotros hombres superiores, ¿creéis acaso (…) que
quiero prepararos para lo sucesivo un lecho más cómodo a vosotros los que
sufrís? (…) ¡No! ¡No! ¡Tres veces no! (…) Vosotros debéis tener una vida
siempre peor y más dura”. Coincidía en esto con el mismísimo Cristo,
quién lo iba a decir, o al menos, con la interpretación que de él hacía
Kierkegaard, que decía: “Cristo no se hace desdichado a sí mismo en el
sentido humano para hacer dichosos a los suyos. ¡No! Se hace a sí mismo y hace
a los demás lo más desdichados que, humanamente hablando, es posible… Solamente
se sacrifica para que aquellos a quienes ama lleguen a ser tan desdichados como
él mismo”. Y León Felipe, paradójico él, revelaba que no era al sueño, como
parecía en los versos arriba citados, aquello a lo que realmente aspiraba, sino
que prefería este dolor unamuniano. Estos son los versos de su otra oración:
“Yo
te veo, Señor, con un hierro encendido,
quemándome
la carne hasta los huesos...
Sigue,
Señor,
que
de ese hierro
han
salido
mis alas y mi verso”
E insistía en esa
manera unamuniana y kierkegaardiana de valorar el dolor en estos otros versos:
“Cristo
Viniste
a glorificar las lágrimas...
no
a enjugarlas...
Viniste
a abrir las heridas...
no
a cerrarlas.
Viniste
a encender las hogueras...
no
a apagarlas
Viniste
a decir:
¡Que
corran el llanto,
la
sangre
y
el fuego...
como el agua!”
Incluso Don Quijote parece que accedió a esta verdad unamuniana, por cuanto en la plenitud
de su vida aventurera le decía a su escudero: “Déjame
morir a mí a manos de mis pensamientos y a fuerza de mis desgracias. Yo,
Sancho, nací para vivir muriendo”. De esta otra clase de vida no precisamente
feliz, el “vivir muriendo” de Don Quijote, decía Ortega: “Lo
que a los hombres no nos incita a morir no nos excita a vivir”. El mismo
Jesucristo había dejado dicho que “el
que quiera salvar su vida, la perderá”. Ortega vendría a redondear esta idea tan quijotesca de la que hablamos cuando
dice: “Ser
hombre significa, precisamente, estar siempre a punto de no serlo, ser viviente
problema, absoluta, azarosa aventura o, como yo suelo decir, ser, por esencia,
drama”.
Así pues, nos
encontramos ante un trascendental dilema: o vida o felicidad; cuanta más vida,
menos felicidad, y viceversa. Y no todos se han inclinado a favor de la vida.
Por ejemplo, Buda, del cual decía Ortega:
“¿Qué es la vida para Buda? La vida es sed, es ansia, afán, deseo. No es
lograr, porque lo logrado se convierte automáticamente en punto de arranque
para un nuevo deseo. Mirada así la existencia, torrente de sed insaciable,
aparece como un puro mal y tiene sólo un valor absolutamente negativo. La única
actitud razonable ante ella es negarla. Si Buda no hubiese creído en la
doctrina tradicional de las reencarnaciones –sigue diciendo Ortega–, su único dogma hubiese sido el suicidio (...) ¿Cómo salvarse de la vida, cómo
burlar la cadena sin fin de los renacimientos? Esto es lo único que debe
preocupar (al budista), lo único que en la vida puede tener valor: la huida, la
fuga de la existencia, la aniquilación”. Así
que el mismo Ortega concluye: “El sumo
bien, el valor supremo que Oriente opone al sumo mal de vivir, es precisamente
el no vivir, el puro no ser del sujeto”.
No solo desde Oriente llegaba la
recomendación de esta vía hacia la felicidad que pasa por la renuncia. También Séneca
abundaba en esa manera de ver las cosas con reflexiones como esta: “¿Basta la virtud para vivir feliz? Siendo
perfecta y divina, ¿por qué no ha de bastar? Incluso es más que suficiente.
¿Pues qué puede faltar al que está exento de todo deseo? ¿Qué necesita del
exterior el que ha recogido todas sus cosas en sí mismo?”. El caso es
que que si tratamos de suprimir en nosotros, como querían Buda o Séneca, el
ansia, el deseo, la sed insaciable, ha de ser a costa de, en esa misma
proporción, apagar la vida, que es una función de aquellas pasiones
irresolubles. Antonio Machado venía a decir eso mismo en estos versos sublimes:
“En
el corazón tenía
la
espina de una pasión;
logré
arrancármela un día,
ya
no siento el corazón
...
...
Aguda
espina dorada
quién
te pudiera sentir
en el corazón clavada”
Cioran también lo decía según su
propio estilo: “Nos empeñamos en
abolir la realidad por miedo a sufrir. Coronados nuestros esfuerzos, es la
propia abolición la que se revela como fuente de sufrimiento”.
Bien, hasta aquí he ido
construyendo una argumentación en la que parece que concluyo que la felicidad
es, paradójicamente, algo así como una desgracia o un estorbo, algo, en fin,
que está contraindicado para la buena marcha de la vida. Es en momentos así
cuando mi alter ego me avisa de que toca sacar a relucir el argumento
contrario, o al menos complementario, puesto que, como decía mi admirado Carl
Gustav Jung, “la experiencia, por poco
vasta que sea, demuestra que las cosas tienen, por lo menos, dos caras, y a
menudo más”. Y mi no menos admirado Unamuno lo confirmaba cuando decía
que “la vida (...) es contradicción”.
Decíamos, pues, que algo se había
quedado como incompleto en nuestro razonamiento, algo no cuadraba en eso de que
la felicidad viene a ser como un inconveniente para la vida. Bueno, no es de
extrañar: la filosofía está hecha de pensamientos que no acaban de cuadrar con
la realidad; por eso los filósofos van elaborando sus filosofías contradiciendo
lo que habían dicho sus predecesores, no porque estos no tuvieran razón, sino
porque no tenían la suficiente. La realidad es paradójica, contradictoria, y el
pensamiento es lógico, no admite la contradicción, así que entre la realidad y
la filosofía hay amor, pero es un amor imposible.
Ayer mismo, mientras comía en
familia, y después de recitar de manera desenfadada un par de poemas, mi hija
me preguntaba intrigada que por qué me aprendía de memoria los poemas. Le
contesté que por necesidad de mantener el ritmo. El ritmo, le dije también (no
sé si regando ya fuera del tiesto, considerando que era una conversación
improvisada y sin más pretensiones) es el poso que va dejando el universo en su
búsqueda de lo reconocible, en su intento de apaciguarse a base de encontrar
aquello que merece la pena repetir, en vez de dispersarse en el caos de lo múltiple,
informe, irregular, imprevisible y cacofónico. Todo en el universo tiene ritmo:
la respiración, el corazón, las mareas, las fases de la luna, el regreso del
sol cada mañana… la poesía. Nosotros mismos nos pasamos la vida buscándole el
ritmo, aquello sobre lo que quisiéramos insistir, reiterarnos, apaciguarnos.
Perseguimos lo que entendemos que vale la pena repetir, volver sobre ello una y
otra vez. Spinoza decía: “Cada cosa,
en cuanto es en sí, se esfuerza por perseverar en su ser (...) el esfuerzo con
que cada cosa trata de perseverar en su ser no es sino la esencia actual de la
cosa misma”. Así podemos entender que, como decía Ortega, “una de las cosas más gratas de la vida
(es) una habitualidad”. Y Kierkegaard, que en la primera parte de este artículo
tan partidario se mostraba del sufrimiento, viene ahora y dice: “He aquí
la repetición. Ahora comprendo todas las cosas y la vida me parece más bella
que nunca”. Incluso Nietzsche,
el mismo que aspiraba a hacer de la vida un incansable estar siempre yendo más
allá de donde se ha llegado, exclamaba: “Oh, cómo no iba yo a anhelar la
eternidad y el nupcial anillo de los anillos, ¡el anillo del retorno!”.
¿Y qué
es la felicidad sino sentir que hemos llegado a donde queríamos y eternamente
repetir esa sensación? Ortega parecía tener una idea contrapuesta de la
felicidad, puesto que decía: “Las cosas (...) no como poseídas u
obtenidas contribuyen a hacernos felices, sino como motivos de nuestra actividad”.
Pero esta idea de la felicidad vendría a coincidir con la del descontento de la
que él mismo hablaba, con el “vivir muriendo” de Don Quijote, con la vida
esforzada y sufriente a la que se refería Unamuno. Un concepto este de “felicidad”,
pues, al que le salen muchas goteras, y que haríamos mejor en llamarlo “satisfacción
interior”. Así que habríamos de ir en busca del complemento paradójico de esta
idea de la felicidad que se nos queda estrecha, y extenderla hacia eso otro que
es la necesidad de ritmo, de repetición, de apaciguamiento de nuestras
inquietudes. Séneca, esta vez, vendría en nuestra ayuda, puesto que decía:
“Es feliz el que está contento con las circunstancias presentes, sean las que
quieran, y es amigo de lo que tiene”. Y entre los buenos consejos que
el mismo Séneca dedicaba a Lucilio (no se sabe quién era Lucilio), estaba este
nada desdeñable: “Por lo que me escribes, y por lo que siento, concibo
buenas esperanzas, ya que no andas vagando y no te afanas en cambiar de lugar.
Estas mutaciones son de alma enferma; yo creo que una de las primeras
manifestaciones con que un alma bien ordenada revela serlo es su capacidad de
poder fijarse en un lugar y de morar consigo misma (…) Quien está en todo lugar
no está en parte alguna”. Aristóteles decía, precisamente, que cada cual
tenemos nuestro topos, nuestro lugar, y en estos tiempos de tanta
movilidad social y de tanto ansiolítico, quizás no fuera mala idea intentar
descubrirlo. Porque, de nuevo Ortega nos confirma en que “un ansia
infinita de permanencia trasciende de lo más adentrado de nosotros”, y
en que el hecho de que nos hayamos “creado algo estable, eso es el
verdadero sentido del mundo”.
En
suma: el ritmo, la repetición, tratar a las cosas que queremos como si fueran a
ser eternas y volver sobre ellas una y otra vez, más allá de que sea una
ilusión que añadimos al ser de esas cosas, contribuyen a habilitar un
rinconcito en la vida en el que, aunque sea a ratos y siempre provisionalmente,
sentir que es posible la felicidad.
Posiblemente como yo nunca voy a morir no me planteo lo que es la vida, que no creo que tenga una definicion unica y tampoco una sola percepcion de la misma sino que tiene tantas definiciones y percepciones como personas hay.
ResponderEliminarPersonalmente no creo que la vida de nadie tenga un fin y que las mayores hazañas del ser humano son micras de energia en el Universo, tan solo me preocupo de ser consecuente con mis actos, que ya es trabajo laborioso, no creas.
Jajaja, no estoy seguro de que seas Temujin o Epicuro redivivo que pasaba por aquí y se ha metido, camuflado de Genghis Khan, a escribir aquí (eso sí, seas uno u otro, son muy de agradecer tus siempre chispeantes comentarios). Decía Cioran (no sé si sabré la cita literal): “Todo el secreto de la vida se reduce a esto: no tiene sentido. Pero todos y cada uno nos empeñamos en buscárselo”. Yo me atrevo a dar un paso más: la vida consiste en la trayectoria que vamos dejando mientras le buscamos el sentido. Aceptar que no lo tiene y obrar en consecuencia, es decir, dejar de buscar, es como renunciar a vivir. Somos una función de ese sentido, vivimos para buscar el sentido de la vida… más allá de que lo tenga o no. Y efectivamente, eso da mucho trabajo.
Eliminar¡La verdad es que Temujin tiene mucha gracia y tú,Javier ,la llevas incorporada! En la entrada anterior nos ilustró con el "memento mori", pues ahora me tocará comentar la raíz de "felicidad": mamar, ser fecundo, de donde filial, femenino,feto, feligrés, etc...
ResponderEliminarPues soy observadora de su significado primigenio, la felicidad solo se da en la inconsciencia, lo demás es ir hacia lo que el tiempo deshace y a lo mejor en ese andar, encuentras unos ojos afables en los que perderte y se rozan cortantes, fugaces instantes de felicidad.
Muy aguda, Elisa, con eso de que llevo la gracia incorporada. ¡Claro!, en mi segundo apellido, que tanta sorna provocaba en mis compañeros de clase, habitualmente crueles y que, por aquí, por Castilla, no estaban acostumbrados a apellidos más propios del reino de Aragón.
EliminarHe ido al Google, animado por tu indagación etimológica, que me resultaba muy curiosa. Además de las palabras que tú relacionabas por su común raíz con “felicidad”, he encontrado otra más, no poco perturbadora, pero digna de consideración: “felación”. ¡Quién iba a decir que una ciencia tan discreta como la del origen de las palabras nos habría de llevar por estos vericuetos tan abruptos y… empinados!
Desde el conjunto de palabras relacionadas que comentas (otra que me resulta muy curiosa: feligrés) se puede llegar fácilmente a la clase de nostalgia que sentía el que inventó la de “felicidad”: la misma a la que señalaba el Job de la Biblia cuando, en medio de sus desgracias, exclamaba: “¿Por qué no quedé muerto desde el seno? ¿Por qué no expiré recién nacido? (...) Ahora dormiría tranquilo, y descansaría en paz”. Un psicoanalista muy interesante (aunque le faltaba un hervor como escritor), Otto Rank, discípulo heterodoxo de Freud, hablaba del “trauma del nacimiento” como el más importante de la vida, y que determinaba fatalmente por dónde habría de conducirse esta. En suma, que la vida en el “seno” (otra de las palabras relacionadas) intrauterino sería aquello que estaríamos evocando cuando pensamos en aquello en que pueda consistir la felicidad. Ese sería el paraíso al que remitir todas las inconsciencias. El paraíso, sin más.
A falta de camino de regreso, es verdad que solo nos queda intentar encontrar algún sucedáneo buscando hacia delante.