La “Epopeya de
Gilgamesh” es la primera gran obra literaria de la historia mundial, y en
ella se narran las hazañas legendarias del que fuera rey de los sumerios,
Gilgamesh. Allí se cuenta cómo, al final de sus días, el gran rey se quedó
cavilando sobre la futilidad de la vida y el carácter transitorio, perecedero,
de todas sus empresas y de las de la especie humana en general, hasta el punto
de que, descorazonado, llegaba a preguntarse: “¿Por qué me molesto en trabajar
para nada? ¿Hay alguien que se dé cuenta de lo que hago?”. Cioran sabía
que esta actitud obedece a una ley general: “Lo que se llama 'experiencia' –dice– no
es otra cosa que la decepción consecutiva a una causa por la que nos hemos
apasionado durante un tiempo. Cuanto mayor haya sido el entusiasmo, mayor será
la decepción. Tener experiencia significa expiar los entusiasmos”.
Es este el mismo desengaño que le sobrevino a Don Quijote en
el punto de inflexión vital que marcó su vuelta a la cordura, después de su
delirante, y por ello apasionado, periplo aventurero. El momento quedó plasmado
en las palabras que pronunció ante su hasta entonces fiel escudero, y desde
entonces en situación de excedencia forzosa, Sancho Panza: “Yo hasta agora –dijo– no
sé lo que consigo a fuerza de mis trabajos”. Justo entonces recobró la
sensatez y, volviendo la grupa de su caballo, desanduvo lo andado,
desilusionado y deprimido regresó a su lugar. Había llegado su hora final. Y es
que, como Cioran sabía, “una pasión es perecedera, se degrada como
todo aquello que participa de la vida”. Pero ¿se puede vivir sin
pasión? “Las ascuas de nuestro
interior –dice también Cioran–
son los arquitectos de la vida, el
mundo no es más que una prolongación exterior de nuestra hoguera”. Si Don
Quijote decidió regresar fue, por tanto, porque había superado ya todos
aquellos momentos en que la pasión nos tienta aún con perseverar a pesar de
nuestras decepciones, con seguir haciéndonos esa pregunta en la que late todavía
nuestro deseo de seguir viviendo y que Cioran enuncia así: “¿Por qué deponer las armas, por qué capitular, si aún no he vivido
todas mis contradicciones, si conservo todavía la esperanza de un nuevo callejón
sin salida?”
Don Quijote, en fin, había llegado ya al final de su misión,
aquella que el mismo Cioran formulaba diciendo: “Nuestra misión es realizar la
mentira que encarnamos, lograr no ser más que una ilusión agotada”. Se
había vuelto escéptico. “El escéptico –aclara Cioran– quisiera
sufrir, como los demás, por las quimeras que hacen vivir. No lo consigue: es un
mártir de la sensatez”. Pero efectivamente, como don Quijote, necesitamos
de algo así como un delirio, una mentira quizás, al menos una ilusión que nos
salve de la realidad. Necesitamos de algo más que lo que hay, de algo que no se
podría llegar a conocer, porque no es real. “Conocer, ordinariamente –seguimos
con Cioran–, es estar de vuelta de algo; conocer, absolutamente, es estar de
vuelta de todo. La iluminación representa un paso más: consiste en la certeza
de que en adelante no se volverá a ser víctima del engaño, es una última mirada
sobre la ilusión”. Necesitamos esperar algo que dé sentido a nuestra
vida, y para llegar hasta eso la realidad se muestra escasa, insuficiente.
“Lo que irrita en la desesperación –sabe asimismo Cioran– es su
legitimidad, su evidencia, su ‘documentación’: puro reportaje. Considérese, por
el contrario, la esperanza, su generosidad en el error, su manía de fantasear, su rechazo del acontecimiento: una aberración,
una ficción. Y es en esa aberración en lo que consiste la vida y de esa ficción
de lo que se alimenta”.
Los momentos de desánimo afectan tanto a los hombres como a
las civilizaciones. La civilización micénica, que se desarrolló
fundamentalmente en la Grecia continental en la etapa más tardía de la Edad del
Bronce (1580 a 1100 a. J. C.), tuvo un dramático derrumbamiento cuyas causas se
desconocen, pero que vino a coincidir con la ola de destrucción que
inmediatamente barrió de norte a sur todo el Oriente Próximo, la zona
geográfica en la que se asentaban las que eran primeras civilizaciones humanas.
Aquella devastación que arrasó todo a su paso fue obra de los que se
denominaron “pueblos del mar”, y vino posiblemente a complementar desde fuera
la que quizás se originó en una previa pulsión autodestructiva de los
micénicos. De esa manera, comenzó una edad oscura para Grecia que duró más de
trescientos años. La población disminuyó de manera dramática y constante, y los
restos de cerámica y enterramientos sugieren que aquel mundo permaneció
estático y empobrecido durante todo ese tiempo.
Los griegos clásicos heredaron de aquellos otros de la edad
oscura su particular manera de sentir la religión. Igual que los sumerios,
también los griegos recelaban de sus dioses, que eran caprichosos y poseían
todos los defectos de los seres humanos, e incluso disfrutaban interfiriendo en
los asuntos de los hombres. Así que tenían que ser aplacados y había que
propiciar su benevolencia, pero era inconveniente fiarse de ellos por completo.
Los individuos confiaban más en sus propias fuerzas que en lo que los dioses
pudieran hacer por ellos, pero también resultaba peligroso enorgullecerse
demasiado de uno mismo, sentimiento que los griegos denominaban hubris, porque ello atraía la atención
de los dioses, que sentían gran deleite en castigar a los hombres que mostraran
tal actitud. “Los antiguos –matiza Cioran– desconfiaban del éxito porque
temían la envidia de los dioses, pero también el peligro del desequilibrio
interior causado por cualquier éxito como tal”. Sin embargo, aquella
actitud de autosuficiencia frente a los dioses acabó también generando el culto
a los héroes al final de la edad oscura, a medida que la riqueza fue aumentando
y empezó a despuntar el grupo de “los mejores hombres”. Parece que, no solo los
hombres, sino también las civilizaciones, una vez alcanzado el callejón sin
salida al que conducen las aspiraciones que las ponen en marcha, acaban
encontrando la pista de un nuevo, y de momento prometedor, callejón que las
vuelve a poner en marcha. “El devenir: una agonía sin
desenlace”, decía, confirmando esto mismo, Cioran.
Pero esta es una idea a la que hay que añadir su
complementaria: “Tras alcanzar su plenitud, las cosas decaen”, dice el Tao te
King. También Ortega y Gasset redunda en la idea: “Al alcanzar una forma su máximo
se inicia su conversión en la contraria”. O, a su manera, el mismo Cioran, que dice: “No he conocido una sola sensación de plenitud, de dicha verdadera
sin pensar que ese era el momento justo de retirarme para siempre”. Esta idea sobre la decadencia nos
permite tener dónde encajar intelectualmente aquella otra decadencia efectiva
que precisamente ocurrió con el Imperio romano, y sobre la cual sostenía
Cioran: “Los romanos no
desaparecieron de la superficie de la tierra a causa de las invasiones
bárbaras, ni del virus cristiano; un virus mucho más sutil les resultó fatal:
Una vez ociosos, tuvieron que afrontar el tiempo vacío, maldición soportable
para un pensador, pero tortura sin igual para una colectividad (...) La
temporalidad huera caracteriza el aburrimiento. La aurora conoce ideales; el
crepúsculo solamente ideas, y en lugar de pasiones, la necesidad de diversión.
La Antigüedad que tocaba a su fin intentó curar ese hastío característico de
todas las decadencias históricas mediante el epicureísmo o el estoicismo.
Simples paliativos (...) que ocultaron, falsearon o desviaron el mal, sin
anular su virulencia. Un pueblo colmado sucumbe víctima del tedio, como un
individuo que ha ‘vivido’ y que ‘sabe’ demasiado” (cualquier parecido de esto con la
actualidad, no es pura coincidencia).
Vamos en busca, en fin, de algo que no nos da la realidad,
de algo que no existe: un ideal, una quimera… hay quien lo llama Dios. Y en eso
consiste la vida, la de los hombres y la de las civilizaciones. Desistir de
buscar eso que nunca llegaremos a encontrar equivale a disponerse a morir, como
le ocurrió a Don Quijote cuando regresó de vuelta a su lugar, allí donde todo
era conocido y previsible. Y si del microcosmos de la vida individual pasamos
al macrocosmos de las civilizaciones, podremos acogernos a la reflexión que
sobre la muerte de las mismas hace Gustave
Le Bon, que dice: “Con la definitiva
pérdida del antiguo ideal, la raza concluye perdiendo también su alma (…)
Presenta todas sus características transitorias, sin consistencia y sin mañana.
La civilización carece ya de solidez y cae a merced de todos los azares. La
plebe es reina y los bárbaros avanzan”. Concluyamos, sin embargo, inclinándonos hacia la vertiente esperanzadora de nuestra paradoja o dilema existencial, con
estas otras palabras de Ortega: “La
vida ha triunfado sobre el planeta gracias a que en vez de atenerse a la
necesidad la ha inundado, la ha anegado en exuberantes posibilidades,
permitiendo que el fracaso de una sirva de puente para la victoria de otra”.