En su forma más elemental, la personalidad del enfermo mental
(y de forma no tan abrupta, también la de los individuos normales) se escinde
en dos vertientes, una constituida con todos aquellos componentes suyos que da
de paso su coyuntural cosmovisión de las cosas, y la otra, aquella a la que van
a parar los demás elementos de la personalidad que no tolera ver como propios.
Serían estos últimos los que quedarían incluidos en lo que Carl Gustav Jung
denominaba el arquetipo de la sombra, región de la mente que contiene toda esa
parte de nosotros que rechazamos, que no logramos hacer encajar en la visión
del mundo que hemos escogido tener porque es la que eventualmente da sentido a
nuestra vida, el cual quedaría desbaratado si esa zona de sombra penetrara impunemente
en el ámbito de la personalidad consciente y asumida. Esta otra parte de la
personalidad, la consciente, la que damos por real y asumible, acaba
deformándose para intentar contrarrestar los distorsionadores efluvios que
emite la sombra desde sus recónditos dominios, impregnando de artificiosidad,
de inautenticidad, los comportamientos de la personalidad manifiesta. El Dr.
Jekyll resultaría así ser un sujeto impostado encargado de eludir o disimular
la truculenta personalidad de Mr. Hyde, que acecha más allá de la línea de
escisión.
Estos mecanismos que nos permiten entender cómo se conforma
la personalidad de los individuos, sirven también para explicar el
funcionamiento de las sociedades, y escogeremos precisamente, de entre los
casos que estas nos aportan, el ejemplo del nacionalismo, que habrá de permitirnos
hacer el seguimiento de la manera en que tales mecanismos se van plasmando
hasta que esas personalidades sociales quedan configuradas.
El punto de escisión de nuestra personalidad colectiva,
aquel a partir del cual se generó el conflicto íntimo que llevaría a amplios
sectores de nuestra sociedad a rechazar su identidad como españoles, está
marcado fundamentalmente por la aceptación entre nosotros mismos de los
términos en que desde el siglo XVI se fue formulando la Leyenda Negra. Esta
Leyenda Negra se fundamenta en un conjunto de hechos condenables, con una base
real, pero exagerados hasta el absurdo, referidos sustancialmente al modo en
que tuvo lugar el descubrimiento, conquista y colonización de América por
nuestros antepasados, así como a la eventual demostración de la intolerancia y
fanatismo que caracterizaría a nuestra raza, expresada de modo culminante en los
aciagos eventos que protagonizó nuestra Inquisición. La Leyenda Negra se
reavivó con fuerza al amparo de la guerra hispanoamericana de 1898, que
concluyó en la independencia de Cuba y Filipinas, nuestros últimos territorios
de ultramar.
Tres días después de la batalla de Cavite, en el puerto de
Manila, en la que la flota estadounidense derrotó a la española, animando así a
los filipinos a sublevarse contra nuestro dominio, el Primer Ministro
británico, Lord Salisbury, pronunció su conocido “Discurso de las naciones moribundas”, en el que sostuvo que el
mundo se dividía en naciones vivas y naciones moribundas. “Entre las primeras –cito
del libro de Jesús Laínz “España contra Cataluña”– se encontraban aquellas cuyo
poder y riqueza aumentaban sin cesar; y entre las segundas, las que, con
variada intensidad, se iban debilitando paulatinamente debido a la corrupción,
la mala organización y la escasez de hombres destacados e instituciones
fiables”. Esta visión venía a fin de cuentas a legitimar la
intervención de Estados Unidos, pionera entre las naciones vivas, contra una
España moribunda y caracterizada desde siglos atrás por su inhumanidad,
intolerancia y fanatismo.
1898 marcó un momento culminante en la hispanofobia que, de
la mano de la Leyenda Negra, había circulado a lo largo y ancho del mundo
civilizado desde el siglo XVI, y que Julián Marías describió como “la
condenación y descalificación de todo el país a lo largo de toda su historia,
incluida la futura”. A todo lo cual hubo que sumar la descalificación
general que sufrimos los españoles como efecto de la propaganda de guerra emitida
originalmente desde Estados Unidos, así como la humillación por la derrota y la
consiguiente pérdida de Cuba y Filipinas. El dramático descenso de autoestima
colectiva consiguiente a todos estos sucesos se tradujo, por un lado, en la
revisión crítica de nuestra historia por parte de una intelectualidad en la que
su identificación con la idea de España empezaba a quebrarse en buena medida. Joaquín
Costa, máximo representante del Regeneracionismo, decía, por ejemplo, que
España era una nación frustrada, que “debía ser fundada de nuevo, como si no hubiese
existido”; y Azaña insistía en el error de una historia que había que
enderezar para asegurar la pervivencia de España. Y por otro lado, el mismo
cuerpo social en su conjunto empezó a resquebrajarse y deshilacharse, fenómeno a
partir del cual irían aflorando opciones políticas que empujaban al
enfrentamiento con el sistema establecido, entre ellas, los nacionalismos
centrífugos.
Los nacionalismos, pues, florecieron al amparo del
sentimiento de rechazo que en ese contexto sufrió la identidad colectiva de los
españoles por parte de ellos mismos. El poeta catalán y destacado miembro del
movimiento cultural de la Renaixença, Joan Maragall (y autor, por lo demás, de
una sentida “Oda a España”), dejaba
expresado este estado de ánimo en vísperas del estallido bélico con Estados
Unidos de esta manera: “Creemos llegada a España la hora del
sálvese quien pueda, y hemos de desligarnos bien deprisa de todo tipo de
atadura con una cosa muerta”. Narcís Verdaguer, director de La Veu de Catalunya, el periódico en el
que escribía Maragall, decía algo similar a pocos días de la batalla de Cavite:
“Estamos
clavados a una barca que hace agua; si queremos salvarnos, hemos de aflojar las
ataduras”. Este autoagresivo estado de ánimo lo fue plasmando la
izquierda en España de una manera y los nacionalismos de otra, aunque a la
postre ambos derroteros han acabado confluyendo en lo esencial.
Es ahora, y para acabar de entender el fenómeno social del
separatismo, cuando correspondería echar mano del concepto de escisión de la
personalidad que más arriba dejamos pergeñado. Todo lo que de sí rechazaban los
nacionalistas en cuanto que pertenecientes al cuerpo social español fue
desviado hacia la zona de sombra de su personalidad colectiva, y por encima de
esa personalidad rechazada hubieron de superponer otra nueva, la que les
proporcionaba su emergente nacionalismo, que, debidamente distanciada de la
primera, les permitiera recuperar una suficiente estima de sí mismos. Al albur
de tales propósitos fueron surgiendo unas ideas sobre sí mismos ajenas a lo que
consiente el principio de realidad, pero que parecerían quedar disculpadas por
la urgencia de construir una autoimagen aceptable. La primera idea que vino a
intentar sustentar la nueva identidad colectiva fue estrictamente racista: el
Rh de la sangre, la forma del cráneo, incluso la composición del aire de sus
respectivas zonas geográficas, venían a dar razón de las diferencias que
irremediablemente separaban a vascos o catalanes de los españoles… o, más bien,
castellanos (España, para esos nacionalistas, en realidad, nunca existió). La
derrota de Hitler vino a descalificar dramáticamente las ideologías racistas,
así que la nueva identidad colectiva de los nacionalistas tuvo que,
perentoriamente, procurarse otros apoyos. Por otro lado, las diferencias
raciales aún subsistentes entre, por ejemplo, algunos vascos y el resto de los
españoles, quedarían más simplemente explicadas como resultado de la endogamia
de zonas rurales apartadas, y no precisamente como expresión de unas
características raciales superiores. Así, pues, solo el nacionalismo más
enfrentado con el principio de realidad quedaría intentando sustentar su
identidad colectiva en postulados racistas.
Retirados a la siguiente trinchera, los nacionalistas se
dedicaron a escarbar en la historia tratando de hallar en ella otro sustrato
más firme de su nueva, y sentida como inexcusable, identidad colectiva. Los
nacionalistas vascos intentaron fundamentar esta, en principio, en el
ascendiente de la tribu vascona anterior a la romanización; pero aparte de la
intensa mezcla de sangres que hubo en toda la península ya como efecto de la
retirada hacia el norte de grandes contingentes de población del sur a raíz de
la conquista islámica y, posteriormente, de las migraciones que en sentido
contrario llevaron desde el norte hacia el sur a muchos repobladores de las
zonas reconquistadas, y descontando la mezcla añadida que ha resultado de los
efectos producidos por la revolución industrial, buscar la identidad colectiva
en la consanguínea acumulación de apellidos vascos nos retrotraería de nuevo a
los desacreditados postulados racistas. Pero es que el resto de la historia
tampoco se aviene bien con las pretensiones nacionalistas, porque nunca hubo
una estructura política en el pasado que pudiera servir de referente a las
proyectadas naciones nuevas: los territorios vascos, a partir de la formación
de los reinos cristianos en la Edad Media, fueron parte casi siempre del reino
de Castilla, excepto unos pocos años en que algunos de ellos lo fueron del
reino de Navarra. Y por lo que respecta a Cataluña, su territorio solo dejó de
estar constituido por condados diferenciados entre sí cuando estos pasaron a
integrarse en el reino de Aragón; y, por otro lado, la supuesta estructura
política independiente que, según los nacionalistas, el rey Felipe V vendría a
desbaratar a principios del siglo XVIII, así como el patético intento de
convertir la Guerra de Sucesión, que tuvo lugar a raíz de las luchas dinásticas
consecuentes a la muerte, sin dejar herederos, de Carlos II, en Guerra de “Secesión”,
no son sino el resultado de planes espurios que no guardan un mínimo respeto a
los hechos históricos, y que dejan en evidencia que, con tal de dar sustento a
la nueva identidad nacional que se trata de construir, el nacionalismo prefiere
dar carta de naturaleza a fantasías mitológicas antes que aceptar unos hechos
históricos que contradirían aquella.
Esa nueva zona reconquistada por el principio de realidad a
la mitología identitaria ha llevado al nacionalismo más realista a
atrincherarse en lo que podría ser la última muralla defensiva de su ansiada
identidad colectiva. Si ni las características raciales ni los hechos
históricos consiguen fundamentar adecuadamente los intentos de construir su
respectiva nacionalidad, habría algo que por sí solo, al parecer, tendría
suficiente sustento identitario, y que nadie podría negar: la existencia de un
idioma diferenciador y exclusivo de cada una de esas peculiares nacionalidades que,
en realidad, emergieron hace poco más de un siglo. Pero es que ni siquiera
varias décadas de inmersión lingüística en los respectivos idiomas de las zonas
controladas por los nacionalistas han logrado oscurecer el hecho de que el
idioma mayoritario en todas ellas era y sigue siendo el español, lo que por sí
solo demostraría que el supuesto de que el idioma considerado como propio por
esos nacionalistas no deja de ser una abstracción derivada de sus respectivas
ideologías, no algo efectivamente real. Si descontamos el hecho de que un
idioma no es otra cosa que un instrumento al servicio de la comunicación y no
expresión de una identidad nacional (lo que, por ejemplo, hubiera hecho que la
nación española incluyese muy buena parte de América), ¿por qué situar en el
idioma que se hablaba en la Edad Media, en el caso de Cataluña, el que se ha de
considerar como idioma propio, y no el latín de tiempos de Roma o el latín
vulgar de los tiempos anteriores a la invasión islámica, o incluso, como hacen
los nacionalistas vascos, el de los pueblos prerromanos que la poblaron? ¿Por
qué considerar que un idioma intensamente reformado como el euskera batua,
conformado recientemente con la fusión de diversos dialectos, es más propio de
los vascos que el muy mayoritario idioma español, cuyo origen tuvo lugar, entre
otras, en zonas que hoy forman parte de la Comunidad Autónoma Vasca? ¿O qué
sentido tiene considerar como idioma propio el impuesto por los nacionalistas
en amplias zonas en las que nunca se habló hasta que esos nacionalistas lo
impusieron como oficial en estas últimas décadas?
Así que esta última trinchera de los nacionalistas, la que
pretendía sustentar la identidad nacional de los separatistas en su respectivo
idioma propio, cede también fácilmente ante los embates del principio de
realidad. Y así lo van comprendiendo algunos conspicuos nacionalistas, como
Eduard Voltas, ex secretario de Cultura de la Generalidad, que el 26 de febrero
de 2012, escribía en el periódico Ara: “El futuro estado catalán no se puede
construir sobre la base de la alergia a la diversidad interna, sino de su plena
asunción, porque en caso contrario se convertirá en inviable. Lo que propongo
es neutralizar este riesgo desde ahora mismo, dar un paso adelante y asumir el
castellano como una cosa propia (…), tratarlo como un elemento definitorio de
la Cataluña de hoy y de mañana”. Incluso el presidente de la Comunidad
Autónoma de Cataluña, Artur Mas, se ha sumado recientemente a estas propuestas
al declarar que “el castellano también es patrimonio de Cataluña, como el catalán lo
debería ser de España. Y además, es un patrimonio querido”. Pero si ni
siquiera el idioma es un elemento diferenciador, si no queda nada que
reivindicar que excluya a estas regiones de España, ¿por qué y para qué la
independencia?
El colmo de las sorpresas le estaría reservado al Dr.
Jekyll cualquier noche agitada en que se despertase inopinadamente y descubriese
cómo entre las brumas se le iba haciendo patente un ser
repugnante, temible, odioso: Mr. Hyde. Cuando, por fin, lograse observarle el
rostro, acabaría descubriendo, horrorizado, que Mr. Hyde… ¡era él mismo! Una
sorpresa equivalente, cercana ya al susto aterrador, les está reservada a
nuestros separatistas cuando cualquier noche se despierten también, desazonados
por sus pesadillas, y entre claroscuros y duermevelas descubran que ese ser no
menos odioso, repugnante y opuesto a lo que ellos creían ser, España,… ¡son
ellos mismos!