jueves, 24 de julio de 2014

El nacionalismo y su sombra (apuntes para una comprensión del nacionalismo desde la psicología y la historia)

      El material básico de construcción del universo es la paradoja. Trasladado este supuesto al análisis de las enfermedades mentales, nos lleva a la constatación de que estas, efectivamente, llegan a su conformación bifurcando la personalidad del sujeto afectado en dos direcciones contrapuestas que vienen a ser el negativo una de la otra. Paradigmática en este sentido sería la enfermedad bipolar, en la que las fases depresivas sucederían en el tiempo a las maníacas, compensándose, dentro de la anomalía patológica, unas a otras, como tratando de buscar un evasivo punto de equilibrio entre ambas que el movimiento pendular puesto en marcha entre las tendencias respectivas nunca acaba de encontrar. Mientras tanto, el paranoico, por poner otro ejemplo, trataría de compensar las íntimas deficiencias que lastran su personalidad a través de una afirmación perversa de sí mismo que concluye en la proyección hacia los demás de la responsabilidad por esa minusvalía, la cual achacará por tanto a un supuesto ataque externo. Asimismo, el esquizofrénico se dedicaría a construir un mundo fantaseado en el que creer, que vendría a compensar la imposibilidad que siente de acomodarse al mundo externo tal y como se le presenta.

      En su forma más elemental, la personalidad del enfermo mental (y de forma no tan abrupta, también la de los individuos normales) se escinde en dos vertientes, una constituida con todos aquellos componentes suyos que da de paso su coyuntural cosmovisión de las cosas, y la otra, aquella a la que van a parar los demás elementos de la personalidad que no tolera ver como propios. Serían estos últimos los que quedarían incluidos en lo que Carl Gustav Jung denominaba el arquetipo de la sombra, región de la mente que contiene toda esa parte de nosotros que rechazamos, que no logramos hacer encajar en la visión del mundo que hemos escogido tener porque es la que eventualmente da sentido a nuestra vida, el cual quedaría desbaratado si esa zona de sombra penetrara impunemente en el ámbito de la personalidad consciente y asumida. Esta otra parte de la personalidad, la consciente, la que damos por real y asumible, acaba deformándose para intentar contrarrestar los distorsionadores efluvios que emite la sombra desde sus recónditos dominios, impregnando de artificiosidad, de inautenticidad, los comportamientos de la personalidad manifiesta. El Dr. Jekyll resultaría así ser un sujeto impostado encargado de eludir o disimular la truculenta personalidad de Mr. Hyde, que acecha más allá de la línea de escisión.

 
     Estos mecanismos que nos permiten entender cómo se conforma la personalidad de los individuos, sirven también para explicar el funcionamiento de las sociedades, y escogeremos precisamente, de entre los casos que estas nos aportan, el ejemplo del nacionalismo, que habrá de permitirnos hacer el seguimiento de la manera en que tales mecanismos se van plasmando hasta que esas personalidades sociales quedan configuradas.    

     El punto de escisión de nuestra personalidad colectiva, aquel a partir del cual se generó el conflicto íntimo que llevaría a amplios sectores de nuestra sociedad a rechazar su identidad como españoles, está marcado fundamentalmente por la aceptación entre nosotros mismos de los términos en que desde el siglo XVI se fue formulando la Leyenda Negra. Esta Leyenda Negra se fundamenta en un conjunto de hechos condenables, con una base real, pero exagerados hasta el absurdo, referidos sustancialmente al modo en que tuvo lugar el descubrimiento, conquista y colonización de América por nuestros antepasados, así como a la eventual demostración de la intolerancia y fanatismo que caracterizaría a nuestra raza, expresada de modo culminante en los aciagos eventos que protagonizó nuestra Inquisición. La Leyenda Negra se reavivó con fuerza al amparo de la guerra hispanoamericana de 1898, que concluyó en la independencia de Cuba y Filipinas, nuestros últimos territorios de ultramar.

     Tres días después de la batalla de Cavite, en el puerto de Manila, en la que la flota estadounidense derrotó a la española, animando así a los filipinos a sublevarse contra nuestro dominio, el Primer Ministro británico, Lord Salisbury, pronunció su conocido “Discurso de las naciones moribundas”, en el que sostuvo que el mundo se dividía en naciones vivas y naciones moribundas. “Entre las primeras –cito del libro de Jesús Laínz “España contra Cataluña”– se encontraban aquellas cuyo poder y riqueza aumentaban sin cesar; y entre las segundas, las que, con variada intensidad, se iban debilitando paulatinamente debido a la corrupción, la mala organización y la escasez de hombres destacados e instituciones fiables”. Esta visión venía a fin de cuentas a legitimar la intervención de Estados Unidos, pionera entre las naciones vivas, contra una España moribunda y caracterizada desde siglos atrás por su inhumanidad, intolerancia y fanatismo.

     1898 marcó un momento culminante en la hispanofobia que, de la mano de la Leyenda Negra, había circulado a lo largo y ancho del mundo civilizado desde el siglo XVI, y que Julián Marías describió como “la condenación y descalificación de todo el país a lo largo de toda su historia, incluida la futura”. A todo lo cual hubo que sumar la descalificación general que sufrimos los españoles como efecto de la propaganda de guerra emitida originalmente desde Estados Unidos, así como la humillación por la derrota y la consiguiente pérdida de Cuba y Filipinas. El dramático descenso de autoestima colectiva consiguiente a todos estos sucesos se tradujo, por un lado, en la revisión crítica de nuestra historia por parte de una intelectualidad en la que su identificación con la idea de España empezaba a quebrarse en buena medida. Joaquín Costa, máximo representante del Regeneracionismo, decía, por ejemplo, que España era una nación frustrada, que “debía ser fundada de nuevo, como si no hubiese existido”; y Azaña insistía en el error de una historia que había que enderezar para asegurar la pervivencia de España. Y por otro lado, el mismo cuerpo social en su conjunto empezó a resquebrajarse y deshilacharse, fenómeno a partir del cual irían aflorando opciones políticas que empujaban al enfrentamiento con el sistema establecido, entre ellas, los nacionalismos centrífugos.

     Los nacionalismos, pues, florecieron al amparo del sentimiento de rechazo que en ese contexto sufrió la identidad colectiva de los españoles por parte de ellos mismos. El poeta catalán y destacado miembro del movimiento cultural de la Renaixença, Joan Maragall (y autor, por lo demás, de una sentida “Oda a España”), dejaba expresado este estado de ánimo en vísperas del estallido bélico con Estados Unidos de esta manera: “Creemos llegada a España la hora del sálvese quien pueda, y hemos de desligarnos bien deprisa de todo tipo de atadura con una cosa muerta”. Narcís Verdaguer, director de La Veu de Catalunya, el periódico en el que escribía Maragall, decía algo similar a pocos días de la batalla de Cavite: “Estamos clavados a una barca que hace agua; si queremos salvarnos, hemos de aflojar las ataduras”. Este autoagresivo estado de ánimo lo fue plasmando la izquierda en España de una manera y los nacionalismos de otra, aunque a la postre ambos derroteros han acabado confluyendo en lo esencial.

     Es ahora, y para acabar de entender el fenómeno social del separatismo, cuando correspondería echar mano del concepto de escisión de la personalidad que más arriba dejamos pergeñado. Todo lo que de sí rechazaban los nacionalistas en cuanto que pertenecientes al cuerpo social español fue desviado hacia la zona de sombra de su personalidad colectiva, y por encima de esa personalidad rechazada hubieron de superponer otra nueva, la que les proporcionaba su emergente nacionalismo, que, debidamente distanciada de la primera, les permitiera recuperar una suficiente estima de sí mismos. Al albur de tales propósitos fueron surgiendo unas ideas sobre sí mismos ajenas a lo que consiente el principio de realidad, pero que parecerían quedar disculpadas por la urgencia de construir una autoimagen aceptable. La primera idea que vino a intentar sustentar la nueva identidad colectiva fue estrictamente racista: el Rh de la sangre, la forma del cráneo, incluso la composición del aire de sus respectivas zonas geográficas, venían a dar razón de las diferencias que irremediablemente separaban a vascos o catalanes de los españoles… o, más bien, castellanos (España, para esos nacionalistas, en realidad, nunca existió). La derrota de Hitler vino a descalificar dramáticamente las ideologías racistas, así que la nueva identidad colectiva de los nacionalistas tuvo que, perentoriamente, procurarse otros apoyos. Por otro lado, las diferencias raciales aún subsistentes entre, por ejemplo, algunos vascos y el resto de los españoles, quedarían más simplemente explicadas como resultado de la endogamia de zonas rurales apartadas, y no precisamente como expresión de unas características raciales superiores. Así, pues, solo el nacionalismo más enfrentado con el principio de realidad quedaría intentando sustentar su identidad colectiva en postulados racistas.

     Retirados a la siguiente trinchera, los nacionalistas se dedicaron a escarbar en la historia tratando de hallar en ella otro sustrato más firme de su nueva, y sentida como inexcusable, identidad colectiva. Los nacionalistas vascos intentaron fundamentar esta, en principio, en el ascendiente de la tribu vascona anterior a la romanización; pero aparte de la intensa mezcla de sangres que hubo en toda la península ya como efecto de la retirada hacia el norte de grandes contingentes de población del sur a raíz de la conquista islámica y, posteriormente, de las migraciones que en sentido contrario llevaron desde el norte hacia el sur a muchos repobladores de las zonas reconquistadas, y descontando la mezcla añadida que ha resultado de los efectos producidos por la revolución industrial, buscar la identidad colectiva en la consanguínea acumulación de apellidos vascos nos retrotraería de nuevo a los desacreditados postulados racistas. Pero es que el resto de la historia tampoco se aviene bien con las pretensiones nacionalistas, porque nunca hubo una estructura política en el pasado que pudiera servir de referente a las proyectadas naciones nuevas: los territorios vascos, a partir de la formación de los reinos cristianos en la Edad Media, fueron parte casi siempre del reino de Castilla, excepto unos pocos años en que algunos de ellos lo fueron del reino de Navarra. Y por lo que respecta a Cataluña, su territorio solo dejó de estar constituido por condados diferenciados entre sí cuando estos pasaron a integrarse en el reino de Aragón; y, por otro lado, la supuesta estructura política independiente que, según los nacionalistas, el rey Felipe V vendría a desbaratar a principios del siglo XVIII, así como el patético intento de convertir la Guerra de Sucesión, que tuvo lugar a raíz de las luchas dinásticas consecuentes a la muerte, sin dejar herederos, de Carlos II, en Guerra de “Secesión”, no son sino el resultado de planes espurios que no guardan un mínimo respeto a los hechos históricos, y que dejan en evidencia que, con tal de dar sustento a la nueva identidad nacional que se trata de construir, el nacionalismo prefiere dar carta de naturaleza a fantasías mitológicas antes que aceptar unos hechos históricos que contradirían aquella.

     Esa nueva zona reconquistada por el principio de realidad a la mitología identitaria ha llevado al nacionalismo más realista a atrincherarse en lo que podría ser la última muralla defensiva de su ansiada identidad colectiva. Si ni las características raciales ni los hechos históricos consiguen fundamentar adecuadamente los intentos de construir su respectiva nacionalidad, habría algo que por sí solo, al parecer, tendría suficiente sustento identitario, y que nadie podría negar: la existencia de un idioma diferenciador y exclusivo de cada una de esas peculiares nacionalidades que, en realidad, emergieron hace poco más de un siglo. Pero es que ni siquiera varias décadas de inmersión lingüística en los respectivos idiomas de las zonas controladas por los nacionalistas han logrado oscurecer el hecho de que el idioma mayoritario en todas ellas era y sigue siendo el español, lo que por sí solo demostraría que el supuesto de que el idioma considerado como propio por esos nacionalistas no deja de ser una abstracción derivada de sus respectivas ideologías, no algo efectivamente real. Si descontamos el hecho de que un idioma no es otra cosa que un instrumento al servicio de la comunicación y no expresión de una identidad nacional (lo que, por ejemplo, hubiera hecho que la nación española incluyese muy buena parte de América), ¿por qué situar en el idioma que se hablaba en la Edad Media, en el caso de Cataluña, el que se ha de considerar como idioma propio, y no el latín de tiempos de Roma o el latín vulgar de los tiempos anteriores a la invasión islámica, o incluso, como hacen los nacionalistas vascos, el de los pueblos prerromanos que la poblaron? ¿Por qué considerar que un idioma intensamente reformado como el euskera batua, conformado recientemente con la fusión de diversos dialectos, es más propio de los vascos que el muy mayoritario idioma español, cuyo origen tuvo lugar, entre otras, en zonas que hoy forman parte de la Comunidad Autónoma Vasca? ¿O qué sentido tiene considerar como idioma propio el impuesto por los nacionalistas en amplias zonas en las que nunca se habló hasta que esos nacionalistas lo impusieron como oficial en estas últimas décadas?

     Así que esta última trinchera de los nacionalistas, la que pretendía sustentar la identidad nacional de los separatistas en su respectivo idioma propio, cede también fácilmente ante los embates del principio de realidad. Y así lo van comprendiendo algunos conspicuos nacionalistas, como Eduard Voltas, ex secretario de Cultura de la Generalidad, que el 26 de febrero de 2012, escribía en el periódico Ara: “El futuro estado catalán no se puede construir sobre la base de la alergia a la diversidad interna, sino de su plena asunción, porque en caso contrario se convertirá en inviable. Lo que propongo es neutralizar este riesgo desde ahora mismo, dar un paso adelante y asumir el castellano como una cosa propia (…), tratarlo como un elemento definitorio de la Cataluña de hoy y de mañana”. Incluso el presidente de la Comunidad Autónoma de Cataluña, Artur Mas, se ha sumado recientemente a estas propuestas al declarar que “el castellano también es patrimonio de Cataluña, como el catalán lo debería ser de España. Y además, es un patrimonio querido”. Pero si ni siquiera el idioma es un elemento diferenciador, si no queda nada que reivindicar que excluya a estas regiones de España, ¿por qué y para qué la independencia?

     El colmo de las sorpresas le estaría reservado al Dr. Jekyll cualquier noche agitada en que se despertase inopinadamente y descubriese cómo entre las brumas se le iba haciendo patente un ser repugnante, temible, odioso: Mr. Hyde. Cuando, por fin, lograse observarle el rostro, acabaría descubriendo, horrorizado, que Mr. Hyde… ¡era él mismo! Una sorpresa equivalente, cercana ya al susto aterrador, les está reservada a nuestros separatistas cuando cualquier noche se despierten también, desazonados por sus pesadillas, y entre claroscuros y duermevelas descubran que ese ser no menos odioso, repugnante y opuesto a lo que ellos creían ser, España,… ¡son ellos mismos!

miércoles, 9 de julio de 2014

La mentalidad primitiva en el nacionalismo y en Podemos

     Tendemos a creer, más de lo debido, que nuestros procesos mentales y las decisiones que tomamos en base a ellos están regidos por la objetividad, la toma en consideración de los hechos del mundo externo, a los que subsiguientemente vendríamos a aplicar la razón y la lógica como métodos encaminados a su comprensión. Sin embargo, aquella objetividad y esta racionalidad tienen una historia aún muy corta, son una conquista relativamente reciente del pensamiento humano. Lo que durante casi toda la existencia del hombre ha prevalecido a la hora de disponer de un método de comprensión de la realidad ha sido el pensamiento mítico o prelógico, eso que el reconocido antropólogo Lucien Lévy-Brhul denominó “participación mística”. Esta manera de pensar sigue activa en nuestro sustrato mental, conformando la gran porción del iceberg de la mente que se mantiene sumergida por debajo de la parte conquistada por nuestra supeditación a los hechos y nuestra racionalidad.

    
     La “participación mística” alude a un estado mental propio de los hombres primitivos según el cual el mundo externo no es reconocible como diferenciado del interno; dicho de otra manera, los objetos del mundo exterior vienen a servir de vestidura o símbolo de los procesos mentales y emocionales que bullen en lo interior, de la misma forma que en los sueños las personas y cosas que en ellos aparecen, lo hacen por su significación simbólica y para servir de soporte a la narración que el sueño, alimentado por nuestros procesos emocionales –y secundariamente mentales– más íntimos, pretende hacer, no porque vengan a ser evocación de lo que esos mismos seres que aparecen en el sueño hayan hecho en el mundo real, el mundo de la vigilia. Carl Gustav Jung pone un expresivo ejemplo de esto que decimos, que observó en uno de sus viajes a África, estando en contacto con los elgeyo, una tribu del África oriental. Para estos indígenas, la noche y la salida del Sol no eran meros acontecimientos naturales o fenómenos físicos, sino correlatos de la experiencia interior que en ellos producían. La noche es lo que para ellos significa emocionalmente: una serpiente y un frío hálito espectral. La noche y la sensación de miedo que les produce, representado en esa serpiente y esos espectros, resultan ser una misma cosa. Mientras tanto, la mañana, la salida del sol, tampoco es un fenómeno de la naturaleza externa, sino que es lo que desde el punto de vista de sus emociones significa: el nacimiento de un hermoso dios que derrota a la oscuridad. Concluye Jung: “Los mitos son ante todo fenómenos psíquicos que ponen de manifiesto la esencia del alma. El hombre primitivo tiene en principio poco interés en obtener una explicación objetiva de las cosas evidentes, y en cambio siente una imperiosa necesidad, mejor dicho su alma inconsciente tiene una urgencia inaplazable por asimilar toda le experiencia sensorial exterior al acontecer anímico. El hombre primitivo no se da por satisfecho con ver salir y ponerse el sol, sino que esa observación exterior tiene que ser al mismo tiempo un hecho anímico”. Y añade: “El hombre primitivo es de una subjetividad tan extraordinaria que (…) su conocimiento de la naturaleza es esencialmente lenguaje y revestimiento exterior del acontecer anímico inconsciente”. Para, en fin, concluir: “La proyección es tan completa que han sido necesarios varios milenios de civilización para separarla, si quiera en cierta medida, del objeto exterior”, es decir, para diferenciar los hechos naturales de las emociones que suscitan en el alma, y que empujan a ver aquellos como señales o animaciones externas de estas.

     La objetividad, la consideración de lo que ocurre fuera de nosotros, sin añadir a su comprensión la contaminación explicativa que suponen nuestros estados emocionales, en suma, el desencantamiento del mundo, ha sido el resultado de un gran esfuerzo; un esfuerzo que ni siquiera constituye la meta final a la que ha de llegar nuestra cosmovisión de las cosas, puesto que, una vez llevado a término en gran medida por la cultura occidental, empieza a hacerse manifiesta la necesidad de añadir a la objetividad conquistada –de la que inevitablemente habrá ya que partir–, nuestra implicación emocional, es decir, volver a encantar el mundo de alguna forma… pero eso es otra historia que excede de los propósitos de este artículo. De momento hemos de contentarnos con entender cómo se desenvuelve esa parte de nosotros que aún está sumergida en ese gran iceberg de subjetividad y emotividad anteriores a la posibilidad del pensamiento empírico, del pensamiento subordinado a los hechos.  

     La objetividad es un logro del proceso de individuación; es cuando el individuo aparece en la historia, emergiendo por encima de la colectividad en la que hasta entonces había permanecido completamente subsumido, cuando empieza a hacerse capaz de salir de sí y observar el mundo tal y como es, desalojando poco a poco las contaminaciones que producía su subjetividad. “Con el desarrollo de la individualidad  –dice, efectivamente, Jung– (…), corre pareja la despsicologización de la ciencia objetiva”. Por el contrario, “cuanto más retrocedemos en el tiempo, con tanta mayor frecuencia vemos a la personalidad desvanecerse oculta bajo el manto de la colectividad. Y si descendemos tan lejos como para llegar a la psicología primitiva, nos encontraremos con que allí ni tan siquiera tiene sentido hablar de la idea de individuo. En lugar de individualidades observamos únicamente una vinculación colectiva o ‘participation mystique’ (…) Si de algo es incapaz una mente orientada colectivamente es justamente de pensar y sentir de otra manera que mediante proyecciones. Lo que nosotros entendemos por la idea de ‘individuo’ constituye una conquista relativamente reciente en la historia del espíritu y la civilización humanas”.

     Cuando el hombre forma parte de una masa (no necesariamente física, el vínculo con ella puede ser meramente espiritual), su nivel de alerta mental desciende, tiende a sustituir el esfuerzo analítico por la interpretación animista de los acontecimientos, o sea, por lo que viene a dar sentido a estos en cuanto que convertidos en revestimiento o prolongación de vivencias subjetivas. Es como si el estado de vigilia fuera atenuándose y transformándose en algo parecido a un estado hipnótico o, cuando menos, en enlentecimiento de las funciones mentales. “La experiencia del grupo –dice también Jung– tiene lugar en un nivel de consciencia más bajo que el de la vivencia individual. Es un hecho indiscutible que cuando se junta mucha gente, unida por un estado de ánimo común, de ese grupo resulta un alma colectiva que está por debajo del nivel del individuo (…) Es inevitable que la psicología de un montón de personas descienda al nivel de la chusma”. En ese estado de decaimiento del alerta y de la claridad mental, las personas se hacen más sugestionables, como si se rindieran y cedieran la responsabilidad de sus actos y decisiones a la colectividad. Prosigue Jung: “El estar reunido con muchos otros tiene una gran fuerza de sugestión. El individuo que forma parte de la masa es fácil que se convierta en víctima de su capacidad de sugestión. (…) En la masa domina la participation mystique, que no es otra cosa que una identificación inconsciente (…) Si se intensifica ese estado, entonces uno se deja arrastrar, literalmente, por la ola de la identidad común (…) (porque de esa manera) me crezco con el grupo (…) es un camino fácil y cómodo para hacer subir de categoría a la personalidad”. Mientras que aquel que se sustenta en su propia individualidad, en esa misma proporción deja de buscar apoyos colectivos en los que sostener su aprecio de sí mismo, el que busca el respaldo de la masa lo hace porque, incapaz de afirmarse sobre sí mismo, contrarresta de esa manera su sentimiento de insuficiencia. Sería el mismo recurso que utiliza el niño que, sintiéndose débil y vulnerable, se identifica con, para empezar, las figuras paternas que vendrían a compensar y contrarrestar su debilidad. Ese mismo mecanismo explicaría que, dice asimismo Jung, “todas las tribus primitivas que poseen un orden social comunista tienen también un cacique que ejerce sobre ellas un poder ilimitado”. El cacique es la figura paterna (“papá” le llamaban a Stalin) en la que viene a concentrarse la fuerza de la colectividad.

     El liberalismo vendría a ser la traducción a términos políticos de ese proceso histórico que desemboca en el surgimiento del individuo, que acontece inicialmente dentro de la civilización occidental y que tiene su punto de inflexión más decisivo en el Renacimiento. Precisamente, ese proceso de individuación ha cursado en paralelo con el desarrollo del pensamiento subordinado a los hechos y del método científico en el estudio de los fenómenos, que fundamentó el gran avance de la ciencia y de la tecnología que tuvo lugar a partir de entonces, así como de la subsiguiente Revolución Industrial. Y de la mano de las ideas liberales, herederas de aquella perspectiva que emergió en el Renacimiento y culminó en la Ilustración, que hacían al individuo autorresponsable, es como los países han prosperado políticamente (hacia la democracia) y económicamente (hacia la libre empresa).

     Sin embargo, las ideologías colectivistas siguen plenamente activas y amenazando esos fabulosos avances históricos que surgieron con la individuación y el pensamiento subordinado a los hechos. Son ideologías sustentadas en última instancia no en el análisis de la realidad, sino en cosmovisiones mitológicas que surgen de aquella “participación mística” de la que antes hablábamos. Un ejemplo de ello, que va incluso más allá que la interpretación mítica de las cosas, hasta traspasar los límites del esperpento, puede verse en la visión nacionalista que mantiene Víctor Cucurull, miembro del Secretariat Nacional de la ANC, la Asamblea Nacional Catalana, entidad de la sociedad civil que ejerce de motor del proceso encaminado a la independencia de Cataluña, y que se muestra en este vídeo: http://dolcacatalunya.com/2014/06/01/reir-y-no-parar-vea-a-un-lider-de-la-anc-contando-la-historia-nacionalista-de-cataluna-2/

     Pero estos fundamentos míticos se pueden rastrear en todas las ideologías que aspiran a sustituir la iniciativa privada por la totalitaria directriz colectivista. Todas ellas participan del mito del eterno retorno, según el cual de lo que finalmente se trata es de regresar a la Edad de Oro que alguna vez se perdió (la nación usurpada, el estado de comunismo primitivo a partir del cual fuimos degenerando, el estado de naturaleza arrebatado…). Aunque las élites de los grupos que defienden estas ideologías puedan alcanzar una sofisticada elaboración intelectual que sirve de camuflaje a eso que en el fondo no es sino pensamiento mítico, la forma básica de proselitismo que utilizan no es tanto el argumento racional (salvo, fundamentalmente, la emisión de consignas simples y repetitivas), como el contagio emocional, en donde, como mínimo, lo emocional prevalece sobre la consideración de los hechos objetivos. Y ese contagio emocional puede llegar a ser embriagador y euforizante, y en esa medida, arrollador: Podemos en las últimas elecciones al Parlamento europeo (finales de mayo) tuvo el 7,97 % de votos. Hoy (principios de julio) ya está en el 12 %, según las encuestas.

     Cuando una ideología política deja de tomar en consideración los hechos, la realidad objetiva, y en sus análisis los sustituye por las sugestiones emitidas por el pensamiento mítico, es decir, utópico, puede, efectivamente, llegar a conectar con ese sustrato emotivo y prerracional que nos sustenta y seducir a importantes capas de la población. Pero las experiencias históricas al respecto, las que nos muestran el comportamiento de grandes masas seducidas por aquellas ideologías de raíz mítica y, eventualmente, por caudillos carismáticos, que tanto se prodigaron en el siglo XX, incluso cuando tales ideologías y líderes lleguen a estar tamizados y edulcorados por la posmodernidad, a algunos nos siguen resultando pavorosas. Lo que unido al panorama que, por el otro lado, nos ofrece un sistema establecido rebosante de corrupción, ineptitud y naufragio de las instituciones, deja nuestras fuentes de optimismo a punto de la desecación.