Pues resulta evidente que aquello del infinito, aunque
resulte paradójico, no era suficiente. En el ápeiron no había manera de saber si ibas o venías, si subías o
bajabas, si estabas delante o detrás, si antes o después, si bien o mal… Allí
uno estaba metido en un auténtico maremágnum. Había que salir afuera y conocer o
ir conociendo todo aquello, convertirlo en fragmentos asimilables, dividirlo en
causa y efecto, en bueno y en malo… Así que vino en nuestra ayuda la serpiente
y nos dio a comer del árbol de la ciencia, del fruto que nos haría comprender
qué estaba bien y qué estaba mal, y que condujera nuestra ingrávida vida celestial
a este ámbito de resistencias, rozamientos y dificultades que nos obliga a ir
poniendo cada cosa en su sitio.
A lo otro, a lo que se quedó detrás del velo, al ápeiron, es a lo que Carl Gustav Jung,
mejor que Sigmund Freud, llamaba “lo inconsciente”, aunque valen las
instrucciones de este último según las cuales podríamos entender que estamos en
la vida para “hacer consciente lo inconsciente”. Jung amplió la idea: “La
totalidad inconsciente me parece (…) el propio spiritus rector de todo suceso biológico y psíquico. Aspira
a realización total, es decir, a devenir completamente consciente en el hombre.
Devenir consciente es cultura en el sentido más amplio y autoconocimiento”.
En este mismo sentido, María Zambrano decía que “inicialmente la vida es como un
sueño (…) Se sueña sin saber, sin ver”. Y que “buscamos
saber lo que vivimos (…) ‘vigilar el sueño’ ”, porque en el
origen, allá donde todo era uno, infinito e inconsciente, efectivamente, no
éramos más que sueño, y por eso, “todo lo que el hombre quiere
primero lo sueña”.
Ese llevar el sueño a la
vigilia también equivale a salir de nuestro yo profundo, de nuestro ser
interior, de nuestro inconsciente, y llevarlo al mundo real, supeditarlo a la
realidad externa. Ortega y Gasset decía: “La vida es precisamente un
inexorable ¡afuera!, un incesante salir de sí al Universo (…) Es (el hombre) un
dentro que tiene que convertirse en un fuera”. Y Zambrano le
ratificaba: “La
realidad llama a la existencia, al salir de sí”.
La insaciabilidad es la huella que dejó en nosotros, seres
reales, el irreal infinito del que procedemos. Pensando en ella, decía también Ortega:
“El
hombre es un sistema de deseos imposibles en este mundo”. En
consecuencia, el objetivo de la vida es, para empezar, conducir los deseos
hacia la realidad, hacer aterrizar lo imposible en el reino de lo posible.
Porque, decía asimismo María Zambrano, “el simple anhelar es por esencia
destructor”, y “toda forma está envuelta en límites. Si se
rompe por completo el límite, la forma desaparece, no se es nadie, no se es
alguien”. La solución la veía Kierkegaard en “amar lo finito con un ansia
infinita”. Todo lo cual nos debería ayudar a entender esto otro que
Jung, un poco confusamente, decía: “El sentimiento de lo infinito sólo lo
alcanzo, sin embargo, cuando estoy limitado al máximo. La mayor limitación del
hombre es la persona; se manifiesta en la vivencia ‘¡yo no soy más que esto!’. Sólo la consciencia de mi estrecha
limitación en la persona me une a la infinitud del inconsciente. En esta
consciencia me siento a la vez limitado y eterno (…) Al saberme único en mi
combinación personal, es decir, limitado, tengo la posibilidad de tomar
consciencia también de lo infinito”. En suma, según Zambrano, “la
infinitud de la vida se insinúa y concreta en una forma, que es un sistema”,
que es algo finito. Ortega creaba esta hermosa imagen para expresar las
exigencias que nos impone el principio de realidad a los humanos, a pesar de la
insoslayable vocación que nos sigue empujando hacia lo infinito: “Somos
todos, en varia medida, como el cascabel, criaturas dobles, con una coraza
externa que aprisiona un núcleo íntimo siempre agitado y vivaz (...) El trino
alegre que hacia fuera envía el cascabel está hecho por dentro con las quejas
doloridas de su cordial pedrezuela”.
La historia misma del hombre va siendo el camino que conduce
desde los aledaños del infinito, del ápeiron,
hasta el mundo real, el que secuencia las cosas y se atiene a las relaciones de
causalidad. Lo más antiguo entre nosotros fue la magia, en donde el milagro
cumplía las funciones que en las sociedades avanzadas asume el esfuerzo. “Ganarás
el pan con el sudor de tu frente”, nos anunció el mismo Dios cuando, al
salir del ápeiron, nos señaló el
camino de la realidad. El milagro, o incluso los fenómenos paranormales, que
suelen darse asociados a alguna clase de patología mental, son el residuo que
queda de aquel modo de ser del hombre en el que regía la magia, es decir, lo
inconsciente. Decía Jung a este respecto: “Lo inconsciente nos ofrece una posibilidad
al transmitirnos algo o aportarnos datos significativos. Afortunadamente es
capaz de comunicarnos cosas que nosotros no podemos saber por lógica alguna.
¡Piensen ustedes en los fenómenos sincrónicos, en los sueños premonitorios y en
los presentimientos!”. Los fenómenos sincrónicos, las premoniciones o
los presentimientos vienen a recordarnos que, efectivamente, venimos de una
realidad en la que todo se daba a la vez. De allí salió la vida. Y salió con
una misión: descubrir la realidad, las dificultades, la pesadumbre de los
cuerpos… el esfuerzo. Como el mismo Jung concluye: “La tarea del hombre debería
consistir precisamente (…) en llegar a adquirir consciencia de lo que le
impulsa desde lo inconsciente”. Dejar, pues, de esperar que los
milagros (¡que, por supuesto, existen!... incluso hoy tienen lugar versiones suyas
laicas, como que te toque la lotería) nos devuelvan al estado de ingravidez
uterino, al reino de lo ilimitado, a la inconsciencia, y adentrarnos en ese
otro mundo que irrumpió impetuosamente a partir del Renacimiento y que está
regido por el principio del esfuerzo.
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