domingo, 12 de enero de 2014

¿Es deseable la inmortalidad?

     La vida después de la muerte es una hipótesis a considerar. Una época materialista como esta en la que vivimos ha tendido a desprestigiar esa posibilidad: se han generado muchos y poderosos argumentos para empujar a entender que el sustrato de toda realidad es la materia, y el de la conciencia, el cuerpo en el que reside. Y hasta la parte más llana de nuestro sentido común parece corroborar la interpretación materialista, porque se da cuenta de que habría auténtico overbooking en el más allá si hubiera que hacer sitio al enorme conjunto acumulativo de seres vivientes (¿por qué solo iban a ser los humanos?) que van dejando este mundo. Sin embargo, si estamos auténticamente interesados en estudiar la realidad, no podemos desdeñar determinados hechos que no parecen encajar en la hipótesis materialista. Y como dice Abraham Maslow, deberemos aceptar en el ámbito de competencia de la ciencia que habría de estudiar estos hechos “incluso aquello que no puede entender o explicar, para lo que no existe teoría, aquello que no puede ser medido, predicho, controlado o clasificado. Debe aceptar incluso las contradicciones, la falta de lógica y los misterios, lo vago, lo ambiguo, lo arcaico, lo inconsciente y todos los demás aspectos de la existencia que resultan difíciles de expresar. En el mejor de los casos, estar completamente abierta y no excluir nada. No imponer ‘requisitos de admisión’ ”.

     Entre esos hechos que no cuadran demasiado bien en la interpretación materialista están las “experiencias cercanas a la muerte”. De esta manera las denominó Raymond Moody, psiquiatra forense y doctor en filosofía, así como pionero en el estudio de estos fenómenos, que publicó en 1975 en su libro “Vida después de la vida”, un auténtico superventas de largo recorrido. Como caso ilustrativo de este tipo de experiencias, dejaré constancia de la que relata Carl Gustav Jung, y de la que él mismo fue protagonista unas décadas antes de la aparición del libro de Moody, a comienzos de 1944, cuando contaba 68 años. Por entonces, este que posiblemente fue el más importante psiquiatra que haya habido, se fracturó el pie y, acto seguido, sufrió un infarto cardíaco que le puso al borde mismo de la muerte. En estado de inconsciencia experimentó una serie de delirios y visiones que él mismo no supo clasificar si como sueño o como éxtasis: “Me pareció –cuenta Jung– como si me encontrase allá arriba en el espacio. Lejos de mí veía la esfera de la tierra sumergida en una luz azul intensa”. Acto seguido, da minuciosos detalles de los lugares de la tierra que veía: Ceilán, el subcontinente indio, el desierto amarillo-rojizo de Arabia, las montañas nevadas del Himalaya envueltas en nubes… “Posteriormente me informé –dice también– a qué altura debía encontrarme para poder alcanzar una visión de tal extensión. ¡Aproximadamente a unos 1.500 kilómetros! La contemplación de la tierra desde tal altura es lo más grandioso y lo más fascinante que he experimentado”. Sigue Jung narrando otros variados y singulares capítulos de su experiencia, incluido el rebote que se agarró con el médico que le trató, por haberle vuelto a la vida estando tan bien como había estado allí… ¿al otro lado?

 
     Sigue cabiendo una interpretación materialista de este tipo de experiencias cercanas a la muerte (ECM): podrían ser resultado de sueños o procesos pseudoalucinatorios residuales que anticipasen la calma fisiológica total que llegaría con la muerte. Incluso la coincidencia en el contenido de muchas de estas experiencias que han narrado quienes las han tenido podría deberse a los sustratos arquetípicos que el mismo Jung estudió, y que llevarían a elaborar simbólicamente imágenes similares, expresivas de ese acercamiento a la muerte. Pero seguiría habiendo cosas que no cuadran en esta interpretación neomaterialista. Para ejemplificarlo acudiré al relato de un caso ya clásico en este ámbito de las ECM, que dio a conocer el mismo Raymond Moody y que recoge en su reciente libro sobre el tema, “Al otro lado del túnel”, el psiquiatra español José Miguel Gaona. La protagonista fue  una mujer de nombre Mary, que había sufrido asimismo un ataque al corazón y cuya experiencia ella insistió en comentar en el hospital con Kimberly Clark, la psicóloga que la atendió, que fue quien dio a conocer el caso a Moody. El tratamiento de su infarto tuvo lugar en el Hospital de Harborview, Seattle, Washington. Cuando a Mary se le paró el corazón, se encontró de repente fuera de su cuerpo,  en el techo, mirando hacia abajo y viendo a los médicos y a las enfermeras trabajar sobre ella. Allí dejó su cuerpo mientras “deambulaba” por todo el entorno del hospital. Entre tanto, los médicos intentaban reanimarla. Una vez recuperada, Mary dijo a su escéptica psicóloga: “Llegué a ver unas zapatillas rojas, de tenis, en el alféizar de una ventana más allá de mi habitación”. Animada por su paciente, la psicóloga Clark tuvo que hacer auténticas y arriesgadas contorsiones (era un 5º piso y no se podían ver a simple vista) para comprobar que, efectivamente, las zapatillas descritas estaban allí. A partir de aquello, la psicóloga, que hasta entonces había sido totalmente escéptica sobre estos asuntos, se convirtió en una importante investigadora de las ECM. Una experiencia así no cabe en el formato de la mera alucinación o creación subjetiva de imágenes.

 
     Así que es posible que haya algo más allá de la muerte. Lo cual, una vez sentado, desplaza el problema hacia un nuevo estrato: ¿realmente es deseable la inmortalidad? Miguel de Unamuno no tenía dudas al respecto: “No quiero morirme, no, no quiero ni quiero quererlo; quiero vivir siempre, siempre, siempre”. Y asimismo: “En suma, que con razón, sin razón o contra ella, no me da la gana de morirme. Y cuando al fin me muera, si es del todo, no me habré muerto yo, esto es, no me habré dejado morir, sino que me habrá matado el destino humano”. No tan enfáticamente, pero Nietzsche también se afirmaba en esa misma posición: “¿Esta es la vida? –decía– ¡Bien, venga otra vez!”. Pero ¿en qué consistiría la vida en el más allá? ¿Vendría a significar el paraíso por fin recuperado (dejemos al margen la posibilidad de otros destinos menos gratos) algo así como un acomodarse confortablemente en la mullida nube celestial que nos fuera asignada para dedicarse a tocar el arpa por toda la eternidad? El mismo Pascal, cristiano de pro, admitía que “nada es más insoportable para el hombre que estar en pleno reposo, sin quehaceres, sin pasiones, sin divertimento, sin aplicación. Siente, entonces, su nada, su insuficiencia, su dependencia”. Cioran abunda en la idea: “El único argumento contra la inmortalidad es el aburrimiento. De ahí proceden, de hecho, todas nuestras negaciones”. Y si lo que nos espera es una vida semejante a esta, habrá que considerar el hecho de que vivir es algo que cansa, agota incluso, así que basculamos entre dos opciones que no son demasiado apetecibles si amenazan con ser eternas: el cansancio de vivir y el aburrimiento de descansar. “Esa falta de descanso llamada ‘vivir’ (...) Nada es más propio de las criaturas que la fatiga”, decía también Cioran, que por ello consideraba complementariamente que “la nada es un bálsamo existencial”, y que “Dios (…) no es sino nuestra incapacidad de detenernos en algún lugar”. Porque es que “para quedarse en algún sitio, para encontrar tu ‘lugar’ en el mundo tienes que cumplir el milagro de hallarte en algún punto del espacio, sin andar encorvado bajo el peso de las amarguras (…) Si no hay un solo sitio en el que no hayas sufrido, ¿qué otro motivo puedes invocar en apoyo de una vida errante?”, es decir, de una vida dedicada a buscar eternamente aquel lugar en el que parar, equivalente a aquel Dios inalcanzable. Se vuelve apetecible, en tal caso, la forma de mirar las cosas que tenía Séneca, según la cual “la muerte nos conduce a la calma y al profundo sueño de que gozábamos antes de venir al mundo. No hay, pues, nunca, razón para temblar”.

     Además, la vida a menudo se presenta como una carga excesivamente pesada. Y así, vencido por el cansancio, la decepción y la desgracia, Job se lamentaba: “¿Por qué no quedé muerto desde el seno de mi madre? ¿Por qué no expiré recién nacido? (...) Ahora dormiría tranquilo, y descansaría en paz”. Y León Felipe elevaba a lo alto esta demanda:

“Señor del Génesis y el Viento...
vuélveme al silencio y a la sombra,
al sueño sin retorno y a la Nada infinita...
No me despiertes más

     En el Eclesiastés se afirma que “mejor es el día de la muerte que el del nacimiento”. Y es que, según Schopenhauer, “la vida es un péndulo que va del dolor al aburrimiento”. De modo que Cioran puede concluir: “Sólo me seduce lo que me precede, lo que me aleja de aquí, los innúmeros instantes en que yo no fui: lo no-nato, en suma”. Y Schopenhauer apelaba a la “negación salvadora de la voluntad de vivir”.

     Desde esta última perspectiva que hemos considerado, no resulta, pues,  precisamente halagüeña esta constatación de Kierkegaard: “El hombre no puede liberarse de lo eterno; no, no podrá por toda la eternidad”. Y conjuntándola con aquella otra perspectiva de Unamuno, que efectivamente no quería librarse de lo eterno, habremos de llegar a coincidir con Heráclito en que “el mundo no es más que un inmenso deseo de vivir y un inmenso disgusto de vivir”. Y en fin, con Miguel Hernández:

“… estoy queriendo la vida
y deseando la muerte”.

     En resumidas cuentas: si esto de aquí tiene continuación más allá, Dios lo tiene realmente difícil para proponernos un plan de sobrevida atractivo que nos permita superar todos estos recelos.

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