Entre esos hechos que no cuadran demasiado bien en la
interpretación materialista están las “experiencias cercanas a la muerte”. De esta manera
las denominó Raymond Moody, psiquiatra forense y doctor en filosofía, así como pionero
en el estudio de estos fenómenos, que publicó en 1975 en su libro “Vida después
de la vida”, un auténtico superventas de largo recorrido. Como caso ilustrativo
de este tipo de experiencias, dejaré constancia de la que relata Carl Gustav
Jung, y de la que él mismo fue protagonista unas décadas antes de la aparición
del libro de Moody, a comienzos de 1944, cuando contaba 68 años. Por entonces,
este que posiblemente fue el más importante psiquiatra que haya habido, se
fracturó el pie y, acto seguido, sufrió un infarto cardíaco que le puso al
borde mismo de la muerte. En estado de inconsciencia experimentó una serie de
delirios y visiones que él mismo no supo clasificar si como sueño o como
éxtasis: “Me pareció –cuenta Jung– como si me encontrase allá arriba en el
espacio. Lejos de mí veía la esfera de la tierra sumergida en una luz azul
intensa”. Acto seguido, da minuciosos detalles de los lugares de la
tierra que veía: Ceilán, el subcontinente indio, el desierto amarillo-rojizo de
Arabia, las montañas nevadas del Himalaya envueltas en nubes… “Posteriormente
me informé –dice también– a qué altura debía encontrarme para poder
alcanzar una visión de tal extensión. ¡Aproximadamente a unos 1.500 kilómetros!
La contemplación de la tierra desde tal altura es lo más grandioso y lo más
fascinante que he experimentado”. Sigue Jung narrando otros variados y
singulares capítulos de su experiencia, incluido el rebote que se agarró con el
médico que le trató, por haberle vuelto a la vida estando tan bien como había
estado allí… ¿al otro lado?
Sigue cabiendo una interpretación materialista de este tipo
de experiencias cercanas a la muerte (ECM): podrían ser resultado de sueños o
procesos pseudoalucinatorios residuales que anticipasen la calma fisiológica
total que llegaría con la muerte. Incluso la coincidencia en el contenido de
muchas de estas experiencias que han narrado quienes las han tenido podría deberse
a los sustratos arquetípicos que el mismo Jung estudió, y que llevarían a
elaborar simbólicamente imágenes similares, expresivas de ese acercamiento a la
muerte. Pero seguiría habiendo cosas que no cuadran en esta interpretación
neomaterialista. Para ejemplificarlo acudiré al relato de un caso ya clásico en
este ámbito de las ECM, que dio a conocer el mismo Raymond Moody y que recoge
en su reciente libro sobre el tema, “Al
otro lado del túnel”, el psiquiatra español José Miguel Gaona. La
protagonista fue una mujer de nombre
Mary, que había sufrido asimismo un ataque al corazón y cuya experiencia ella
insistió en comentar en el hospital con Kimberly Clark, la psicóloga que la
atendió, que fue quien dio a conocer el caso a Moody. El tratamiento de su infarto
tuvo lugar en el Hospital de Harborview, Seattle, Washington. Cuando a Mary se
le paró el corazón, se encontró de repente fuera de su cuerpo, en el techo, mirando hacia abajo y viendo a
los médicos y a las enfermeras trabajar sobre ella. Allí dejó su cuerpo
mientras “deambulaba” por todo el entorno del hospital. Entre tanto, los
médicos intentaban reanimarla. Una vez recuperada, Mary dijo a su escéptica
psicóloga: “Llegué a ver unas zapatillas rojas, de tenis, en el alféizar de una
ventana más allá de mi habitación”. Animada por su paciente, la
psicóloga Clark tuvo que hacer auténticas y arriesgadas contorsiones (era un 5º
piso y no se podían ver a simple vista) para comprobar que, efectivamente, las
zapatillas descritas estaban allí. A partir de aquello, la psicóloga, que hasta
entonces había sido totalmente escéptica sobre estos asuntos, se convirtió en
una importante investigadora de las ECM. Una experiencia así no cabe en el
formato de la mera alucinación o creación subjetiva de imágenes.
Además, la vida a
menudo se presenta como una carga excesivamente pesada. Y así, vencido por el
cansancio, la decepción y la desgracia, Job se lamentaba: “¿Por qué no quedé muerto desde el seno de mi madre? ¿Por qué no
expiré recién nacido? (...) Ahora dormiría tranquilo, y descansaría en paz”.
Y León Felipe elevaba a lo alto esta demanda:
“Señor del Génesis y el Viento...
vuélveme al silencio y a la sombra,
al sueño sin retorno y a la Nada infinita...
No me despiertes más”
En el Eclesiastés se afirma que “mejor es el día de la muerte que el del
nacimiento”. Y es que, según Schopenhauer, “la vida es un péndulo que va del
dolor al aburrimiento”. De modo que Cioran puede concluir: “Sólo
me seduce lo que me precede, lo que me aleja de aquí, los innúmeros instantes
en que yo no fui: lo no-nato, en suma”. Y Schopenhauer apelaba a la “negación
salvadora de la voluntad de vivir”.
Desde esta última perspectiva que hemos considerado, no
resulta, pues, precisamente halagüeña
esta constatación de Kierkegaard: “El hombre no puede liberarse de lo eterno;
no, no podrá por toda la eternidad”. Y conjuntándola con aquella otra
perspectiva de Unamuno, que efectivamente no quería librarse de lo eterno, habremos
de llegar a coincidir con Heráclito en que “el mundo no es más que un inmenso deseo de
vivir y un inmenso disgusto de vivir”. Y en fin, con Miguel Hernández:
“… estoy queriendo la vida
y
deseando la muerte”.
En resumidas cuentas: si esto de aquí tiene continuación más
allá, Dios lo tiene realmente difícil para proponernos un plan de sobrevida
atractivo que nos permita superar todos estos recelos.
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