Así que creo que de lo que, en última instancia, se trata en
cualquier actividad de riesgo de este tipo, en donde la ganancia es, respecto
de la pérdida posible, muy cuestionable (y podríamos incluir aquí también
juegos como el de la lotería), es de intentar demostrarnos (supersticiosamente)
que la fortuna nos ronda y acabará viniéndonos a ver, y, en última instancia,
de que somos más o menos invulnerables. Consuelos, pues, infantiles que nos
buscamos, prolongando aquellos que de niños nos hacían creer que los buenos
(como nosotros) no mueren, o, como mínimo, van al cielo.
Esto de afrontar temerariamente tales riesgos ocurriría
cuando nos da el punto maníaco. Pero cuando estamos más normalitos y nos
sabemos tan vulnerables como en realidad somos, lo que hacemos es protegernos,
incluso excesivamente, de los riesgos y las posibles pérdidas; y aquí es donde
tendrían efectiva aplicación las ideas de Kahneman y Tversky sobre la aversión
a la incertidumbre o al riesgo, que nos lleva a buscar el asilo en sagrado de
cualquier superstición o mecanismo de defensa psíquico que se ponga mágicamente
al alcance de la mano.
En el origen de todo lo que ocurre en nuestra psique está la
angustia. Paul Diel (1893-1972), psicólogo austriaco que se afincó en París y
cuyas ideas sobre la introspección como método de conocimiento genuino de la
psicología fueron apoyadas por uno de sus conspicuos lectores, Albert Einstein,
decía más exactamente: “La vida no tiene otro sentido sino el de
superar la inquietud fundamental,
germen de angustia”. Y aclaraba:
“Vivir
es sentir. Sentir es oscilar entre un estado de insatisfacción y un estado de
satisfacción. Esos estados opuestos se manifiestan en el nivel humano en forma
de sentimientos claramente diferenciados: angustia y alegría”. Es
decir, que si conseguimos convertir la vida en una tarea que vaya reparando o compensando
nuestra insatisfacción radical, esta se va convirtiendo en alegría, y si no, si
nuestra vida se interrumpe y no encontramos un cauce a través del cual aquella
insatisfacción que irrenunciablemente nos constituye se haga productiva, el
resultado es la angustia. “La inquietud angustiada –decía, en
fin, Diel– es el motor de la evolución en su forma psíquica”. La evolución
es el resultado acumulado de aquella tarea vital.
Venimos a decir que frente a la angustia, que si la
desbrozamos de sus apariencias resulta ser siempre angustia de muerte,
utilizamos dos recursos (inútiles) que nos desvían a un lado y a otro del único
camino racional, que es la aceptación de la realidad y la conversión de la
inquietud que supone la confrontación con ella en una tarea productiva: el que mágicamente nos defiende
(ilusoriamente) de los peligros y el que mágicamente nos inviste de un poder (asimismo
ilusorio) que nos permite plantar cara activamente a los peligros. El primer
sesgo, el que nos hace creer que podemos protegernos de los peligros cumpliendo
ciertos ritos, nos lleva a construir imaginarios reductos de orden, círculos mágicos,
dentro de los cuales lleguemos a sentirnos suficientemente inmunizados frente a
la amenaza de incertidumbre, caos o riesgo. Se trata del mismo impulso que a
todos nos ha llevado alguna vez a no pisar raya cuando andamos, esto es, a
colocar el pie dentro de un recinto, el que delimitan esas rayas, o el mismo que
lleva al agorafóbico a no salir de las zonas que para él son seguras, y a
sufrir ataques de angustia si queda expuesto en un campo abierto, extraño a su
círculo mágico protector. Y también podríamos incluir en este impulso
perentorio y más bien errático en busca del orden aquellas conductas que a los
sujetos del experimento de Kahneman y Tversky les hacía vincular
supersticiosamente sus respuestas a preguntas sobre cantidades de cosas que
desconocían a números que el azar (o la mano del experimentador) ponía a su
disposición (de lo cual traté en una anterior entrada, la que titulé “Nuestra aversión a la incertidumbre…”);
prevalecía allí la necesidad de tener, a toda costa, una respuesta a
situaciones de incertidumbre, aunque esa respuesta fuera irracional. Y el
segundo sesgo, el que nos lleva a sentirnos mágicamente investidos de poder
frente al infortunio (y este sería el mecanismo típico del maníaco) explicaría
las conductas temerarias, desde las de los corredores de encierros en San
Fermín hasta las ludopatías.
Así que, recopilando ideas, podemos ir concluyendo que, al
venir a la vida, contamos con un bagaje inicial: nuestra esencial inquietud. Si
la convertimos en tarea productiva y conseguimos de esa manera poner orden y
sentido en nuestra vida, el sentimiento resultante será la alegría, y si no, será
la angustia la que llene el hueco. Asimismo, y como recurso espurio e inútil
para defendernos de la angustia cuando aparece, podemos regresar a los esquemas
del pensamiento mágico, y entonces, o bien creamos un círculo mágico en el que
ilusoriamente nos sintamos a salvo de los agentes angustiosos, y que defendemos
a través de nuestras fobias (aversiones) y obsesiones, o bien nos sentimos
investidos de omnipotencia y nos identificamos con entidades que, en forma
delirada, nos ponen a salvo de los peligros, bien sea el Ángel de la Guarda o
San Fermín. Lo que Kahneman y Tversky llamaron aversión a la incertidumbre no
sería entonces sino un recurso mágico con el que establecer un círculo de orden
que permita defenderse (ilusoriamente, claro está) del caos de estímulos en
que, para empezar, consiste la realidad.
Todo lo cual, por otro lado, confirmaría el derrotero
errático, y a menudo contraproducente, que ha tomado el paradigma actualmente
dominante en psicología clínica y en psiquiatría, que, a través de terapias de
conducta como la relajación o la desensibilización sistemática, o de
psicofármacos como los ansiolíticos, tiene como pretensión prioritaria, y
frecuentemente excluyente, la de anular la insatisfacción que está en el origen
de la angustia, en vez de reconducirla hacia la puesta en marcha de una tarea
reparadora.