La razón trabaja con conceptos, con generalidades, que son el jugo que se extrae de los objetos cuando aceptan pasar por el filtro de lo previsible, de lo repetible. Como no todo lo que pertenece al objeto, sin embargo, se somete al molde de lo previsible (cada cosa guarda en sí también los atributos de su individualidad, de su irrepetibilidad), la historia se reserva esos bandazos que recurrentemente llevan al hombre a contrarrestar los sesgos de la razón, resaltando lo individual, lo que no encaja en los moldes de lo general… hasta que, saturada de individualidad, vuelve aquélla de nuevo a fluir por los cauces, a esas alturas desecados, de lo general, de lo racional.
El Romanticismo representó el sesgo que le tocaba a la historia extremar a favor de lo particular… y que ha seguido desde entonces estirando su extremismo, su exageración individualizadora. Ese sesgo viene muy bien para aproximarse a lo concreto, a lo que cada individuo o cada cosa es cuando dejamos en un segundo plano todo lo que en ellos permitiría incluirlos en algún concepto general. Esta época postromántica que vivimos ha alcanzado cotas muy altas en el estudio de lo molecular, infinitesimal, particular, atómico, especializado… pero ha olvidado el sentido de esas particularidades, es decir, lo que permitiría incluirlas en algo que las trascienda y modele, algo que las convierta en rastro o muestra de lo que va por delante de ellas señalándoles el camino, apuntando hacia algo más, hacia lo que serían si alcanzaran su ser esencial. Por el contrario, cada parte (cada individuo, cada cosa) tiende a vivir sólo para sí. Y cuando las cosas son sólo lo que son, lo que concretamente son, es a costa de olvidar lo que deben de ser, lo que les falta para ser, lo que el devenir demanda de ellas.
El nacionalismo es una de las formas en que el Romanticismo se ramificó en su búsqueda de lo particular frente a lo general. Es uno de los extremos a que se llega por aquella vía que, apuntando a la Modernidad, inauguró Guillermo de Ockham en el siglo XIV cuando dijo que sólo existía la parte (los individuos), no el todo. Bien, pues a estas alturas la Modernidad, el Romanticismo y sus epígonos postmodernos han llegado a su tope, toca redescubrir que el todo es irreductible a las partes, y que si sólo atendemos a éstas, nos dejamos fuera lo que, aun trascendiéndolas (o precisamente por ello), les es esencial. Un individuo concreto es algo incompleto si deja fuera de él aquello a lo que pertenece, en lo que está incluido, lo que le da un ser, un sentido. “Ser” es ser algo más que lo que uno es como individuo. Aunque atrapados en los límites de nuestra particularidad no acabemos de “ser”, podemos, sin embargo, “ir siendo”: en eso consiste la vida, en estar permanentemente a falta de algo que trasciende nuestra estricta individualidad y a través de lo cual alcanzaríamos virtualmente la plenitud.
El caos es el último cabo de la individualización: cada parte se considera a sí misma como un todo, y sólo atiende a su propia autorrealización. La realidad pasa entonces a centrifugarse, a ser lo que para cada individuo es, lo que desde su estricta perspectiva particular éste ve. En psicopatología, esa actitud ultraintrovertida según la cual se vive en un mundo que el individuo ha creado sólo para sí mismo, y que hasta es descrito con un lenguaje que no pretende ser compartido, a partir de un cierto momento pasa a ser el síntoma nuclear de la esquizofrenia. Ésta es, pues, una época esquizofreniforme. Cioran, impregnado del espíritu de este tiempo, decía: “No he encontrado en el edificio del pensamiento ninguna categoría sobre la que reposar mi frente. En cambio, ¡qué almohada el caos!”. Y tentado por el solipsismo, la renuncia a sentirse incluido en alguna clase de generalización, añadía: “El otro no existe (...) Yo nunca he encontrado a nadie, no he hecho más que tropezar con sombras simiescas”. Podríamos seguir explorando el pensamiento de Cioran, siempre inteligente y profundo, para contrastar hacia dónde lleva el extremismo individualizador de nuestra época; así, decía también: “Mónadas disgregadas, hemos llegado al final de las tristezas prudentes y de las anomalías previstas: más de un signo anuncia la hegemonía del delirio”. Y, en fin, aludiendo a ese desdén por la comunicación, por atenerse a un lenguaje común, compartido, general, que sobre todo resulta manifiesto en el arte, concluía: “Agotados los modos de expresión, el arte se orienta hacia el sin sentido, hacia un universo privado e incomunicable. Todo estremecimiento inteligible tanto en pintura como en música o en poesía, nos parece, con razón, anticuado o vulgar. El público desaparecerá pronto: el arte lo seguirá de cerca. Una civilización que comenzó con las catedrales tenía que acabar en el hermetismo de la esquizofrenia”.
Sólo la vuelta a lo general, a los ideales, a lo compartido, al sentido, a lo que nos trasciende como individuos… a la razón, puede salvar al mundo, a este mundo que desde el Renacimiento para acá decidió abismarse en el conocimiento de lo particular, y que ya ha cumplido todo lo que puede dar de sí esa parte del ciclo. Hay que subir un bucle más arriba en la espiral omnipresente que, en su paradójico deambular, va formando el cosmos, eso que también suelen llamar Dios.
La filosofía, la historia, la psicología, el arte, la antropología, la actualidad... de la mano, sobre todo, de Ortega y Gasset, el pensador más importante de todos los tiempos en lengua española
sábado, 26 de noviembre de 2011
domingo, 20 de noviembre de 2011
EL SÍNDROME DE DON JUAN (POR QUÉ DESDEÑAMOS LA REALIDAD)
(LOS LÍMITES DEL INDIVIDUALISMO II)
El Romanticismo vino a sancionar (o a servir de desembocadura a) la idea de que el yo, el sujeto, lo íntimo… lo natural era lo único auténtico, y el objeto, sólo un medio, una investidura, una coartada para que la subjetividad aflorara. “Esto es, en rigor, lo que el romántico busca al rozarse con los paisajes –razonaba Ortega sobre este asunto–: más que verlos a ellos, contempla los remolinos que en su alma apasionada y líquida forma la piedra que cae de fuera”. Desdeñando la realidad objetiva, el romántico pasa a atender solamente lo que sus emociones le dictan: “El romántico –dice también Ortega– (…) no necesitaba ver las cosas sino lo estrictamente necesario para que se disparase su emoción, para entrar en frenesí y embriaguez. Entonces se volvía de espaldas al exterior y se ponía a beber su propio estupor”.
Esta forma de mirar invadió todos los órdenes de la cultura y acabó por sustentar la manera de estar en el mundo que aun hoy mantenemos. Impregnó, para empezar, la perspectiva de aquellos cuya imaginación viene a ser como el oráculo que en clave simbólica anuncia el mundo que está por venir: los artistas. Kandinsky, un influyente teórico del arte, además de pionero entre los artistas de nuestro tiempo, dejó claramente expresados esos fundamentos al hablar de la pintura: “Los elementos de construcción del cuadro no radican en lo externo, sino en la necesidad interior”. Y advirtiendo de hacia dónde se dirigía el arte, éste que fue el iniciador de la abstracción en la pintura señalaba también indirectamente los destinos hacia los que apunta nuestra cultura: “Con el tiempo –decía– será posible hablar a través de medios puramente artísticos, será innecesario tomar prestadas formas del mundo externo para el hablar interno”. Paul Cèzanne lo ratificaba cuando renunciaba a representar los objetos; según él, “un cuadro no representa nada, no debe representar, en principio, más que colores”. Aislados, borrachos de soledad, los artistas de la modernidad tardía, postromántica, decidieron seguir el camino que André Breton anunciaba desde el surrealismo cuando decía: “Únicamente el surrealismo podrá explicar el estado de completo aislamiento al que esperamos llegar aquí en esta vida”.
Ya, por entonces, la psicología había captado el mensaje: los trastornos psíquicos, venía diciendo, por ejemplo, Freud, son maneras de configurarse la libido, la energía psíquica (sexual decía él), algo que ocurre en el interior del sujeto, y su remedio también es asunto interno, platónicamente ceñido a la capacidad de recordar, que era lo que la terapia psicoanalítica pretendía activar, no al trato con las cosas, que, como en el romántico, sólo llegaba a ser una forma de vestir las emociones y el inconsciente, auténticos protagonistas del drama. La conclusión final de la nueva psicología iba a ser que el indicio de salud quedaría revelado en el hecho de que el sujeto estuviera a gusto consigo mismo. El mundo no quedaba comprometido en la tarea. Y sin embargo, ya Nietzsche había advertido que “el psicólogo tiene que apartar la vista de sí para llegar a ver algo”. El mismo Nietzsche había advertido: “El desierto crece: ¡ay de aquel que dentro de sí cobija desiertos!”
Se estaba, pues, configurando una forma de mirar que Ortega vino a decir que encajaba como anillo al dedo en las sesgadas expectativas que los españoles como conjunto emitimos hacia la vida, porque decía de nosotros: “Jamás la grandeza ambicionada se nos ha determinado (a los españoles) en forma particular; como nuestro Don Juan que amaba el amor y no logró amar a ninguna mujer, hemos querido el querer sin querer jamás ninguna cosa. Somos en la historia un estallido de voluntad ciega, difusa, brutal”. Lo cual explicaría nuestras dificultades a la hora de comprendernos como país, de saber de dónde venimos y a dónde vamos, de vislumbrar las trayectorias (los objetivos, las parcelas de mundo externo) que nos señala nuestro destino. “Tal es la tragedia de Don Juan –concluye su paralelismo Ortega–, el héroe sin finalidad”. Un héroe que remite sus deseos no hacia lo que la realidad le oferta, sino hacia los acuosos destinos que su íntimo delirio le va proponiendo.
Y este mismo sería un contexto suficientemente adecuado para entender también el delirio del que brotan nuestros nacionalismos centrífugos. Dice Jon Juaristi (“El bucle melancólico”) que lo originario en ellos es, efectivamente, la emoción, un sentimiento de nostalgia de algo que nunca existió… ni falta que hace, puesto que será esa emoción la que dé origen y ponga en marcha un discurso narrativo que no tiene menos poder y capacidad de influir por el hecho de ser mítico (es decir, por subordinarse a las emociones que lo generan, a las que simplemente dan un ropaje, sin llegar a tributar el debido respeto a los hechos objetivos). Una vez desvirtuados, por falaces, los argumentos objetivos (la comunidad de sangre, la historia, la lengua, que mayoritariamente es la española…), los nacionalistas apelan a la emoción, a su voluntad de ser nación como fundamento de su derecho a la independencia. El sentimiento, lo subjetivo, pues, alzado una vez más como criterio ordenador de lo que deben ser o no las cosas. Son las secuelas de lo peor del Romanticismo.
El mundo está caminando en buena medida sobre el rastro que propone esta dictadura de lo subjetivo: la publicidad y el mismo consumo no se fundamentan en las cualidades objetivas de los bienes de consumo, sino que aluden a lo que eventualmente representan en este otro ámbito subjetivo de las emociones: una bebida se sugiere no porque su necesidad pueda deducirse de algún dato objetivo, sino porque está asociada al personal goce de vivir; de un coche no es preciso publicitar sus valores mecánicos o de seguridad, sino la subjetiva sensación de potencia que le acompaña… El mismo mecanismo –aludí a ello en otro artículo– serviría para explicar el hecho de que uno se pueda inscribir en el Registro Civil como hombre o como mujer no teniendo en cuenta los datos objetivos que acompañan a tal condición, sino la subjetiva percepción que uno tenga sobre el sexo al que pertenece. La realidad, en fin, dice el posmodernismo, no tiene ningún sustento objetivo: es una función del lenguaje…
“El ideal moderno de subordinación de lo individual a las reglas colectivas ha sido pulverizado –dice el sociólogo Gilles Lipovetsky, uno de los más cualificados analistas de la cultura actual–, el proceso de personalización ha promovido y encarnado masivamente un valor fundamental, el de la realización personal, el respeto a la singularidad subjetiva”. Y añade: “Escoger íntegramente el modo de existencia de cada uno: he aquí el hecho social y cultural más significativo de nuestro tiempo”. Para concluir: “Neofeminismo, liberación de costumbres y sexualidades, reivindicaciones de las minorías regionales y lingüísticas, tecnologías psicológicas, deseo de expresión y de expansión del yo, movimientos ‘alternativos’, por todas partes asistimos a la búsqueda de la propia identidad, y no ya de la universalidad que motiva las acciones sociales e individuales (…) Cada cual puede componer a la carta los elementos de su existencia”.
Y sin embargo, y como Ortega advertía, “el yo no adquiere un perfil genuino sin un tú que lo limite y un nosotros que le sirva de fondo”. Uno mismo no puede deslindarse impunemente de su circunstancia, de los límites que impone la objetividad, a la hora de decidir quién es y cuál ha de ser su manera de estar en el mundo. Y como de todas las tiranías, va siendo hora de que también nos deshagamos de ésta de la subjetividad, que, sin soportes objetivos, nos lleva a estar perdidos en el laberinto caótico de multiplicidades en el que ha quedado convertida la realidad.
El Romanticismo vino a sancionar (o a servir de desembocadura a) la idea de que el yo, el sujeto, lo íntimo… lo natural era lo único auténtico, y el objeto, sólo un medio, una investidura, una coartada para que la subjetividad aflorara. “Esto es, en rigor, lo que el romántico busca al rozarse con los paisajes –razonaba Ortega sobre este asunto–: más que verlos a ellos, contempla los remolinos que en su alma apasionada y líquida forma la piedra que cae de fuera”. Desdeñando la realidad objetiva, el romántico pasa a atender solamente lo que sus emociones le dictan: “El romántico –dice también Ortega– (…) no necesitaba ver las cosas sino lo estrictamente necesario para que se disparase su emoción, para entrar en frenesí y embriaguez. Entonces se volvía de espaldas al exterior y se ponía a beber su propio estupor”.
Esta forma de mirar invadió todos los órdenes de la cultura y acabó por sustentar la manera de estar en el mundo que aun hoy mantenemos. Impregnó, para empezar, la perspectiva de aquellos cuya imaginación viene a ser como el oráculo que en clave simbólica anuncia el mundo que está por venir: los artistas. Kandinsky, un influyente teórico del arte, además de pionero entre los artistas de nuestro tiempo, dejó claramente expresados esos fundamentos al hablar de la pintura: “Los elementos de construcción del cuadro no radican en lo externo, sino en la necesidad interior”. Y advirtiendo de hacia dónde se dirigía el arte, éste que fue el iniciador de la abstracción en la pintura señalaba también indirectamente los destinos hacia los que apunta nuestra cultura: “Con el tiempo –decía– será posible hablar a través de medios puramente artísticos, será innecesario tomar prestadas formas del mundo externo para el hablar interno”. Paul Cèzanne lo ratificaba cuando renunciaba a representar los objetos; según él, “un cuadro no representa nada, no debe representar, en principio, más que colores”. Aislados, borrachos de soledad, los artistas de la modernidad tardía, postromántica, decidieron seguir el camino que André Breton anunciaba desde el surrealismo cuando decía: “Únicamente el surrealismo podrá explicar el estado de completo aislamiento al que esperamos llegar aquí en esta vida”.
Ya, por entonces, la psicología había captado el mensaje: los trastornos psíquicos, venía diciendo, por ejemplo, Freud, son maneras de configurarse la libido, la energía psíquica (sexual decía él), algo que ocurre en el interior del sujeto, y su remedio también es asunto interno, platónicamente ceñido a la capacidad de recordar, que era lo que la terapia psicoanalítica pretendía activar, no al trato con las cosas, que, como en el romántico, sólo llegaba a ser una forma de vestir las emociones y el inconsciente, auténticos protagonistas del drama. La conclusión final de la nueva psicología iba a ser que el indicio de salud quedaría revelado en el hecho de que el sujeto estuviera a gusto consigo mismo. El mundo no quedaba comprometido en la tarea. Y sin embargo, ya Nietzsche había advertido que “el psicólogo tiene que apartar la vista de sí para llegar a ver algo”. El mismo Nietzsche había advertido: “El desierto crece: ¡ay de aquel que dentro de sí cobija desiertos!”
Se estaba, pues, configurando una forma de mirar que Ortega vino a decir que encajaba como anillo al dedo en las sesgadas expectativas que los españoles como conjunto emitimos hacia la vida, porque decía de nosotros: “Jamás la grandeza ambicionada se nos ha determinado (a los españoles) en forma particular; como nuestro Don Juan que amaba el amor y no logró amar a ninguna mujer, hemos querido el querer sin querer jamás ninguna cosa. Somos en la historia un estallido de voluntad ciega, difusa, brutal”. Lo cual explicaría nuestras dificultades a la hora de comprendernos como país, de saber de dónde venimos y a dónde vamos, de vislumbrar las trayectorias (los objetivos, las parcelas de mundo externo) que nos señala nuestro destino. “Tal es la tragedia de Don Juan –concluye su paralelismo Ortega–, el héroe sin finalidad”. Un héroe que remite sus deseos no hacia lo que la realidad le oferta, sino hacia los acuosos destinos que su íntimo delirio le va proponiendo.
Y este mismo sería un contexto suficientemente adecuado para entender también el delirio del que brotan nuestros nacionalismos centrífugos. Dice Jon Juaristi (“El bucle melancólico”) que lo originario en ellos es, efectivamente, la emoción, un sentimiento de nostalgia de algo que nunca existió… ni falta que hace, puesto que será esa emoción la que dé origen y ponga en marcha un discurso narrativo que no tiene menos poder y capacidad de influir por el hecho de ser mítico (es decir, por subordinarse a las emociones que lo generan, a las que simplemente dan un ropaje, sin llegar a tributar el debido respeto a los hechos objetivos). Una vez desvirtuados, por falaces, los argumentos objetivos (la comunidad de sangre, la historia, la lengua, que mayoritariamente es la española…), los nacionalistas apelan a la emoción, a su voluntad de ser nación como fundamento de su derecho a la independencia. El sentimiento, lo subjetivo, pues, alzado una vez más como criterio ordenador de lo que deben ser o no las cosas. Son las secuelas de lo peor del Romanticismo.
El mundo está caminando en buena medida sobre el rastro que propone esta dictadura de lo subjetivo: la publicidad y el mismo consumo no se fundamentan en las cualidades objetivas de los bienes de consumo, sino que aluden a lo que eventualmente representan en este otro ámbito subjetivo de las emociones: una bebida se sugiere no porque su necesidad pueda deducirse de algún dato objetivo, sino porque está asociada al personal goce de vivir; de un coche no es preciso publicitar sus valores mecánicos o de seguridad, sino la subjetiva sensación de potencia que le acompaña… El mismo mecanismo –aludí a ello en otro artículo– serviría para explicar el hecho de que uno se pueda inscribir en el Registro Civil como hombre o como mujer no teniendo en cuenta los datos objetivos que acompañan a tal condición, sino la subjetiva percepción que uno tenga sobre el sexo al que pertenece. La realidad, en fin, dice el posmodernismo, no tiene ningún sustento objetivo: es una función del lenguaje…
“El ideal moderno de subordinación de lo individual a las reglas colectivas ha sido pulverizado –dice el sociólogo Gilles Lipovetsky, uno de los más cualificados analistas de la cultura actual–, el proceso de personalización ha promovido y encarnado masivamente un valor fundamental, el de la realización personal, el respeto a la singularidad subjetiva”. Y añade: “Escoger íntegramente el modo de existencia de cada uno: he aquí el hecho social y cultural más significativo de nuestro tiempo”. Para concluir: “Neofeminismo, liberación de costumbres y sexualidades, reivindicaciones de las minorías regionales y lingüísticas, tecnologías psicológicas, deseo de expresión y de expansión del yo, movimientos ‘alternativos’, por todas partes asistimos a la búsqueda de la propia identidad, y no ya de la universalidad que motiva las acciones sociales e individuales (…) Cada cual puede componer a la carta los elementos de su existencia”.
Y sin embargo, y como Ortega advertía, “el yo no adquiere un perfil genuino sin un tú que lo limite y un nosotros que le sirva de fondo”. Uno mismo no puede deslindarse impunemente de su circunstancia, de los límites que impone la objetividad, a la hora de decidir quién es y cuál ha de ser su manera de estar en el mundo. Y como de todas las tiranías, va siendo hora de que también nos deshagamos de ésta de la subjetividad, que, sin soportes objetivos, nos lleva a estar perdidos en el laberinto caótico de multiplicidades en el que ha quedado convertida la realidad.
Artículos de este blog relacionados:
“La psicología: entre
el pensamiento y la realidad externa”
“La realidad no es un delirio compartido”
“El mayor descubrimiento de la historia”
domingo, 13 de noviembre de 2011
TODA VERDAD REPUDIADA (LA DEL 11-M, POR EJEMPLO) SE CONVIERTE EN UN FOCO INFECCIOSO
La sociedad española, como todas las demás (corrijo: más que la mayoría de nuestro entorno), ha ido haciendo frente desde siempre a un conjunto de anomalías morbosas, muchas de ellas importantes, pero a la larga no tanto como para comprometer y poner en entredicho su marcha a través de la historia (sí, sin embargo, para que esa marcha se haya hecho a menudo con paso renqueante). En los últimos tiempos, sin embargo, en éstos que precisamente se corresponden con la era Zapatero, las anomalías morbosas que han venido a distorsionar el proyecto de vida en común que constituye nuestra nación han adquirido una gravedad especial, hasta el punto de que es posible que ese proyecto quede irreversiblemente deformado. Nuestro retroceso político, económico, moral, de cohesión social y territorial y de la calidad de nuestro papel en el concierto político mundial nos ha acabado situando al borde del colapso.
Las andanadas morbosas que a raíz de la llegada de Zapatero al poder comenzaron a emitirse sobre nuestro cuerpo social aparecieron pronto y han sido constantes a lo largo de estos casi ocho años. La primera medida del nuevo Gobierno consistió en traicionar a sus aliados al retirar unilateralmente las tropas de Irak, a donde habían ido no a hacer la guerra, sino a colaborar en la reconstrucción del país amparadas en un mandato de la ONU. De lo que se trataba, al fin y al cabo, era de anular un peligroso foco de desestabilización internacional, de una clase parecida a los que se han ido produciendo en Kosovo, Líbano o Afganistán, en donde nuestras tropas también están o han estado presentes. Nuestra desacreditada política de relaciones internacionales pasó desde entonces a estar sesgada a favor de regímenes tan poco recomendables como la Venezuela de Hugo Chavez, la Bolivia de Evo Morales, el Marruecos de Mohamed VI y la Cuba de los Castro. El esperpento de la Alianza de Civilizaciones, sólo apto para mentes adolescentes, y en el que vienen a equipararse civilizaciones y modos de hacer política democráticos e ilustrados con otros que Occidente dejó atrás al superar la Edad Media, fue otra extravagante aportación de la política exterior zapateril.
La siguiente perentoria medida de Zapatero y su gobierno fue la supresión del Plan Hidrológico Nacional, que iba a financiarse con fondos de la Unión Europea. Podemos inferir lo que esto supuso de un solo dato: según afirman los expertos del Instituto de Estudios Económicos de Alicante (INECA) que, dirigidos por el profesor Joaquín Melgarejo, han elaborado el informe “Análisis económico del trasvase del Ebro, como instrumento generador de empleo duradero y sostenible”, el trasvase del Ebro hacia las regiones valenciana, murciana y andaluza hubiera asegurado la creación de 514.135 puestos de trabajo, de los cuales, el 83,4 % habrían sido estables.
Lo más nefasto de la política de Zapatero arranca de aquella nefanda opinión suya, que expuso también tempranamente, según la cual “la nación (española) es un concepto discutido y discutible”. De esa forma de pensar nació el nuevo Estatuto de Cataluña, que convierte de hecho a esta región en independiente, rompiendo la igualdad jurídica entre los españoles y, entre otras muchas cosas, el mercado único y la eventual movilidad de los trabajadores españoles hacia aquella región.
También es preciso resaltar cómo algunas de las ensoñaciones que han sustentado la política de Zapatero han conseguido reabrir en buena medida las heridas de la Guerra Civil, al volver a dividir a los españoles –según un criterio que él inauguró al denominarse “rojo” a sí mismo–, entre rojos por un lado y fachas (todos los demás) por el otro. El trabajo de generaciones de españoles tratando de superar los odios que desató aquella tragedia ha quedado así en gran parte desbaratado.
La actuación estelar de Zapatero a lo largo de estos años ha sido, sin embargo, la referida a la negociación y el acuerdo final con la banda terrorista ETA, que comenzó antes de la llegada de los socialistas al poder en el 2004, en tiempos en que precisamente ellos estaban también a punto de proponer, con el desparpajo y la felonía consiguientes, la promulgación de la Ley de Partidos, que no sólo estaba destinada a impedir esa negociación, sino que excluía del juego político a la banda y a quienes la apoyasen. A estas alturas, en el lenguaje políticamente correcto que los mismos socialistas han impuesto (con el sospechoso beneplácito de Rajoy), se ha pasado a denominar “derrota de ETA” al hecho de tener a la banda situada en las instituciones, gestionando más dinero que nunca y preparando el último asalto a sus aspiraciones máximas en cuanto ganen las próximas elecciones autonómicas junto al PNV. Y ello sin necesidad ya de utilizar las armas frente a un estado que ha desistido de proclamar, frente a la evidencia de esas amenazas, la unidad irrenunciable de la nación española que nuestra Constitución consagra. No ha quedado, de todas formas, convertida la banda en una especie de organización pacifista, sino que sigue implícitamente encargada de garantizar desde la sombra que la marcha triunfal de los nacionalistas hacia la independencia no vuelva a ser interrumpida.
El relato de los desastres sufridos y los que, a partir de ellos, aún pueden venir podría seguir. Pero de lo que aquí se trata no es de enumerarlos exhaustivamente, sino de aprovechar algunos ejemplos destacados para desde ellos inferir la existencia de un foco morboso original, desde el cual comenzó esta infección generalizada de nuestro cuerpo social. Ese foco original no es otro que el atentado múltiple del 11 de marzo de 2004 que tuvo lugar en el interior de varios trenes de cercanías de Madrid, a partir del cual toda nuestra trayectoria colectiva ha llegado a distorsionarse tan gravemente, empezando por el cambio drástico en la intención de voto en las elecciones del 14 de marzo, tres días después, que de forma inopinada llevaron al poder al PSOE. De qué forma esta trayectoria hacia la catástrofe está vinculada con aquel atentado en el que fallecieron 191 personas y 1.858 resultaron heridas es aún, en gran medida, una incógnita. Pero en la causa penal dirigida por la juez Coro Cillán en la que actualmente se está investigando la supuesta actuación delictiva en aquellos sucesos del que era jefe de los TEDAX por entonces, Juan Jesús Sánchez Manzano, ha quedado en evidencia que la principal prueba utilizada como base de la investigación policial y sobre la que se sustentó la sentencia del juicio del 11-M, la llamada mochila de Vallecas, era una prueba falsa: en esa mochila-bomba (que nadie vio en la estación de El Pozo, de donde supuestamente salió, y que nadie controló cómo llegaba hasta la comisaría de Puente de Vallecas, donde apareció), entre otros varios indicios de falsedad, había metralla, y la entonces Directora del Instituto Anatómico Forense, Carmen Baladía, ha declarado por fin en sede judicial (hasta ahora no se lo habían preguntado) que ninguno de los cuerpos de los fallecidos en el atentado, y por tanto ninguna de las diez bombas que explotaron, contenía metralla. Lo cual, unido a la siniestra desaparición de las toneladas de vestigios de los trenes y de las muestras de los restos de las ropas y enseres recogidos tras la masacre, destinados a sustentar la investigación sobre los explosivos utilizados y el modus operandi de los autores (por citar sólo algunos de los aspectos más relevantes que están quedando acreditados en el juicio contra Sánchez Manzano), deja espeluznantemente abierta la gran incógnita sobre ese suceso que marcó un punto de inflexión definitivo en la marcha de nuestro país hacia la actual catástrofe.
El Gobierno y la práctica totalidad de los miembros destacados de los partidos políticos y de los medios de comunicación han decidido ignorar, cuando no ocultar o impedir activamente el esclarecimiento de este tenebroso asunto cuyos flecos más actuales ni siquiera están llegando a la mayoría de la opinión pública. Pues bien, he aquí la conclusión que juzgo inevitable: mientras no se haga la luz sobre los atentados del 11-M, la infección de nuestro cuerpo colectivo no podrá ser cortada y la grave enfermedad social que estamos sufriendo no podrá ser atajada, porque una vez metabolizada la mentira que envuelve a todo aquello, una gran parte de la opinión pública ha ido incorporando lo que ha venido después como algo natural o como resultado en buena medida de la fatalidad, contra la cual nada puede hacerse.
Las andanadas morbosas que a raíz de la llegada de Zapatero al poder comenzaron a emitirse sobre nuestro cuerpo social aparecieron pronto y han sido constantes a lo largo de estos casi ocho años. La primera medida del nuevo Gobierno consistió en traicionar a sus aliados al retirar unilateralmente las tropas de Irak, a donde habían ido no a hacer la guerra, sino a colaborar en la reconstrucción del país amparadas en un mandato de la ONU. De lo que se trataba, al fin y al cabo, era de anular un peligroso foco de desestabilización internacional, de una clase parecida a los que se han ido produciendo en Kosovo, Líbano o Afganistán, en donde nuestras tropas también están o han estado presentes. Nuestra desacreditada política de relaciones internacionales pasó desde entonces a estar sesgada a favor de regímenes tan poco recomendables como la Venezuela de Hugo Chavez, la Bolivia de Evo Morales, el Marruecos de Mohamed VI y la Cuba de los Castro. El esperpento de la Alianza de Civilizaciones, sólo apto para mentes adolescentes, y en el que vienen a equipararse civilizaciones y modos de hacer política democráticos e ilustrados con otros que Occidente dejó atrás al superar la Edad Media, fue otra extravagante aportación de la política exterior zapateril.
La siguiente perentoria medida de Zapatero y su gobierno fue la supresión del Plan Hidrológico Nacional, que iba a financiarse con fondos de la Unión Europea. Podemos inferir lo que esto supuso de un solo dato: según afirman los expertos del Instituto de Estudios Económicos de Alicante (INECA) que, dirigidos por el profesor Joaquín Melgarejo, han elaborado el informe “Análisis económico del trasvase del Ebro, como instrumento generador de empleo duradero y sostenible”, el trasvase del Ebro hacia las regiones valenciana, murciana y andaluza hubiera asegurado la creación de 514.135 puestos de trabajo, de los cuales, el 83,4 % habrían sido estables.
Lo más nefasto de la política de Zapatero arranca de aquella nefanda opinión suya, que expuso también tempranamente, según la cual “la nación (española) es un concepto discutido y discutible”. De esa forma de pensar nació el nuevo Estatuto de Cataluña, que convierte de hecho a esta región en independiente, rompiendo la igualdad jurídica entre los españoles y, entre otras muchas cosas, el mercado único y la eventual movilidad de los trabajadores españoles hacia aquella región.
También es preciso resaltar cómo algunas de las ensoñaciones que han sustentado la política de Zapatero han conseguido reabrir en buena medida las heridas de la Guerra Civil, al volver a dividir a los españoles –según un criterio que él inauguró al denominarse “rojo” a sí mismo–, entre rojos por un lado y fachas (todos los demás) por el otro. El trabajo de generaciones de españoles tratando de superar los odios que desató aquella tragedia ha quedado así en gran parte desbaratado.
La actuación estelar de Zapatero a lo largo de estos años ha sido, sin embargo, la referida a la negociación y el acuerdo final con la banda terrorista ETA, que comenzó antes de la llegada de los socialistas al poder en el 2004, en tiempos en que precisamente ellos estaban también a punto de proponer, con el desparpajo y la felonía consiguientes, la promulgación de la Ley de Partidos, que no sólo estaba destinada a impedir esa negociación, sino que excluía del juego político a la banda y a quienes la apoyasen. A estas alturas, en el lenguaje políticamente correcto que los mismos socialistas han impuesto (con el sospechoso beneplácito de Rajoy), se ha pasado a denominar “derrota de ETA” al hecho de tener a la banda situada en las instituciones, gestionando más dinero que nunca y preparando el último asalto a sus aspiraciones máximas en cuanto ganen las próximas elecciones autonómicas junto al PNV. Y ello sin necesidad ya de utilizar las armas frente a un estado que ha desistido de proclamar, frente a la evidencia de esas amenazas, la unidad irrenunciable de la nación española que nuestra Constitución consagra. No ha quedado, de todas formas, convertida la banda en una especie de organización pacifista, sino que sigue implícitamente encargada de garantizar desde la sombra que la marcha triunfal de los nacionalistas hacia la independencia no vuelva a ser interrumpida.
El relato de los desastres sufridos y los que, a partir de ellos, aún pueden venir podría seguir. Pero de lo que aquí se trata no es de enumerarlos exhaustivamente, sino de aprovechar algunos ejemplos destacados para desde ellos inferir la existencia de un foco morboso original, desde el cual comenzó esta infección generalizada de nuestro cuerpo social. Ese foco original no es otro que el atentado múltiple del 11 de marzo de 2004 que tuvo lugar en el interior de varios trenes de cercanías de Madrid, a partir del cual toda nuestra trayectoria colectiva ha llegado a distorsionarse tan gravemente, empezando por el cambio drástico en la intención de voto en las elecciones del 14 de marzo, tres días después, que de forma inopinada llevaron al poder al PSOE. De qué forma esta trayectoria hacia la catástrofe está vinculada con aquel atentado en el que fallecieron 191 personas y 1.858 resultaron heridas es aún, en gran medida, una incógnita. Pero en la causa penal dirigida por la juez Coro Cillán en la que actualmente se está investigando la supuesta actuación delictiva en aquellos sucesos del que era jefe de los TEDAX por entonces, Juan Jesús Sánchez Manzano, ha quedado en evidencia que la principal prueba utilizada como base de la investigación policial y sobre la que se sustentó la sentencia del juicio del 11-M, la llamada mochila de Vallecas, era una prueba falsa: en esa mochila-bomba (que nadie vio en la estación de El Pozo, de donde supuestamente salió, y que nadie controló cómo llegaba hasta la comisaría de Puente de Vallecas, donde apareció), entre otros varios indicios de falsedad, había metralla, y la entonces Directora del Instituto Anatómico Forense, Carmen Baladía, ha declarado por fin en sede judicial (hasta ahora no se lo habían preguntado) que ninguno de los cuerpos de los fallecidos en el atentado, y por tanto ninguna de las diez bombas que explotaron, contenía metralla. Lo cual, unido a la siniestra desaparición de las toneladas de vestigios de los trenes y de las muestras de los restos de las ropas y enseres recogidos tras la masacre, destinados a sustentar la investigación sobre los explosivos utilizados y el modus operandi de los autores (por citar sólo algunos de los aspectos más relevantes que están quedando acreditados en el juicio contra Sánchez Manzano), deja espeluznantemente abierta la gran incógnita sobre ese suceso que marcó un punto de inflexión definitivo en la marcha de nuestro país hacia la actual catástrofe.
El Gobierno y la práctica totalidad de los miembros destacados de los partidos políticos y de los medios de comunicación han decidido ignorar, cuando no ocultar o impedir activamente el esclarecimiento de este tenebroso asunto cuyos flecos más actuales ni siquiera están llegando a la mayoría de la opinión pública. Pues bien, he aquí la conclusión que juzgo inevitable: mientras no se haga la luz sobre los atentados del 11-M, la infección de nuestro cuerpo colectivo no podrá ser cortada y la grave enfermedad social que estamos sufriendo no podrá ser atajada, porque una vez metabolizada la mentira que envuelve a todo aquello, una gran parte de la opinión pública ha ido incorporando lo que ha venido después como algo natural o como resultado en buena medida de la fatalidad, contra la cual nada puede hacerse.
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domingo, 6 de noviembre de 2011
CAVILACIONES SOBRE ESPAÑA DE UN OPTIMISTA BIEN INFORMADO
En la vida de los individuos, a la larga, los logros acabarán estando siempre por debajo de las aspiraciones. O dicho de otra manera: en ese contexto, todo tiende hacia el fracaso, y finalmente, hacia el mayor de todos, la muerte. Como decía Don Quijote al final de la novela, en un momento tan declinante como lúcido: “Yo, Sancho, nací para vivir muriendo”. Éste es el primer principio metodológico que un optimista bien informado debería de aplicar al análisis de las situaciones humanas. Hasta ahí no me ha sido difícil encontrar los puntos básicos de coincidencia con quien me ha hecho llegar su opinión a propósito de mi deprimente visión de la sustancia política, moral y existencial de mis compatriotas expuesta en el artículo anterior. En lo que me ha resultado más difícil encontrar puntos de acuerdo es a propósito de la posibilidad de que nuestra actual situación, tan ejemplar en el sentido de dar expresión a lo que está en ciernes de convertirse en un rotundo fracaso colectivo, sea un posible punto de partida hacia la superación de todos los dislates que en ella se contienen (en lo colectivo, al contrario que en los individuos, la historia empuja siempre, a la larga, hacia algo mejor). Para quienes creemos que las cosas (las malas y las buenas) son sólo el descanso que la vida y la historia se toman mientras preparan su renovada marcha hacia el destino que más adelante les espera (es decir, para quienes somos progresistas), los fracasos históricos actuales son sólo el ingrediente más habitual con el que se van componiendo los éxitos del futuro. Es lo que, más o menos, venía a decir María Zambrano cuando afirmaba: “Toda muerte va seguida de una lenta resurrección, que comienza tras el vacío irremediable que la muerte deja” (sólo un matiz le añado a Zambrano: cuando los individuos morimos del todo, el vacío que dejamos, en mi opinión, sólo lo rellena la historia. A los individuos nos espera el olvido, no la resurrección).
Cuando en el artículo anterior hablábamos del desinterés de los españoles por la cosa pública en unos momentos como los actuales, tan dramáticos y tan necesitados de nuestra atención y de nuestro sentido de la responsabilidad, habríamos de añadir que no parece que con ello estemos distinguiéndonos sustancialmente de los comportamientos que, en general, caracterizan a los hombres de nuestro tiempo y de nuestro ámbito cultural. Alexis de Tocqueville, precursor de la sociología y uno de los más importantes ideólogos del liberalismo, en “La democracia en América”, que publicó en 1835, advertía ya de este estado de ánimo colectivo que veía venir y que consideraba el perfecto correlato de incipientes y originales formas de totalitarismo: “Quiero imaginar –decía– bajo qué riesgos nuevos el despotismo puede producirse en el mundo: veo una multitud innumerable de hombres semejantes e iguales, que dan vueltas sin descanso sobre sí mismos, para procurarse pequeños y vulgares placeres, de los que llenan su alma. Cada uno de ellos, mantenido aparte, es como extraño al destino de todos los demás: sus hijos y sus amigos forman para él toda la especie humana; en lo que se refiere a sus conciudadanos, está a su lado, pero no los ve; los toca y no los siente; no existe más que en sí mismo y para él solo, y, si le queda todavía una familia, por lo menos se puede decir que ya no tiene patria”.
Este clarividente Tocqueville desvela aún más explícitamente de qué forma ve que ese desinterés por lo público, por el bien general, aboca hacia renovadas formas de totalitarismo: “Por encima de ellos (de aquellos hombres que “dan vueltas sin descanso sobre sí mismos”) se alza un poder inmenso y tutelar, que sólo se encarga de asegurar su bienestar y velar por su suerte. Es un poder absoluto, detallado, regular, previsor y suave. Se parecería al poder paterno si, como él, tuviese como objeto preparar a los hombres para la edad viril; pero no se persigue, al contrario, más que mantenerlos irrevocablemente en la infancia; le gusta que los ciudadanos se diviertan, con tal de que no piensen más que en divertirse. Trabaja a gusto por su felicidad; pero quiere ser su único agente y su único árbitro; provee a su seguridad, prevé y asegura sus necesidades, facilita sus placeres, conduce sus principales asuntos, dirige su industria, regula sus sucesiones, divide sus herencias (¿no puede suprimirle por completo el trastorno de pensar y el trabajo de vivir?). De esta manera, a diario, hace menos útil y más raro el empleo del libre arbitrio; encierra la acción de la voluntad en un espacio más pequeño, y arrebata, poco a poco, a cada ciudadano, hasta el uso de sí mismo” .Hablaba, pues, Tocqueville, en lo fundamental, de un estado que procuraba una determinada clase de bienestar a cambio de reducir la libertad y la responsabilidad individuales. Sólo sería cuestión, por nuestra parte, de valorar si eso ha tenido ya lugar para apreciar la pertinencia de su análisis.
Así, pues, y si esta actitud de irresponsabilidad cívica se hallara generalizada, ¿es que la historia está yendo hacia atrás? ¿La libertad que tantas puertas viene abriendo al hombre occidental desde los comienzos del Renacimiento ha acabado resultando ser un peso excesivo del que los hombres quisieran desprenderse como de un lastre que les impidiera ser felices dedicándose a sus privados intereses? Sí y no. Ambivalencia ésta que el mismo Tocqueville formula de la siguiente manera: “Nuestros contemporáneos son incesantemente asaltados por dos pasiones enemigas: sienten la necesidad de ser conducidos y el deseo de seguir siendo libres” .
Ocurre, para empezar, que estamos pagando el impuesto vital que significa la posesión de un bien enorme, pero que ha aumentado proporcionalmente la carga de nuestra responsabilidad: efectivamente, se trata de la libertad, es decir, la obligación (¡ya estamos con las paradojas!) de responder a las exigencias que la vida (personal y colectiva) nos impone con nuestras propias fuerzas, sin esperar que venga ningún poder externo a decirnos o a exigirnos lo que tenemos que ser y, en última instancia, lo que hemos de hacer. Y, concretando, en lo que se refiere a nuestra vida colectiva como españoles, pues sí, andamos trasteando, intentando eludir nuestras obligaciones, dejando hacer a nuestros dirigentes sin preocuparnos demasiado de las consecuencias que éstos han preparado en decidida proyección hacia la catástrofe. Hemos creído que libertad significaba lo que a los ojos de un niño viene a significar: que cada cual haga lo que le parezca, que atienda a su estricto interés y que el resto del mundo se las apañe como quiera o pueda.
Pero es posible que nuestra niñez colectiva tenga los días contados. Intentar prolongarla todavía más significaría adentrarnos en un proceso que, haciendo uso de métodos diagnósticos previstos por la psicología clínica, podríamos decir que desembocaría en la psicosis colectiva. La historia lleva dándonos a los españoles un plazo largo y suficiente: tuvimos un siglo XIX, especialmente sus tres primeros cuartos, catastrófico, después de un siglo XVIII bastante reparador. Llevamos tan lejos nuestra pulsión disgregadora (la que surge del arrepentimiento de la libertad y de la madurez que supuso la Ilustración), que en el siglo XX acabamos desembocando en una guerra civil (las tres guerras carlistas, durante el XIX, sirvieron de entrenamiento). Siguieron una larga dictadura y una tortuosa Transición que a estas alturas ha dejado al descubierto todas sus deficiencias. Ahora la historia asoma ya con sus perentorias exigencias, viene pidiéndonos cuentas. Si esto fuera un casino, el crupier estaría ya diciendo: “no va más”.
¿Y quién demonios es esa historia metomentodo que pone plazos, dicta labores y amenaza con castigos? María Zambrano tenía para esto una respuesta: “La historia, toda ella, pudiera titularse: ‘Historia de una esperanza en busca de su argumento’ ”. Efectivamente, no sabemos del todo a dónde, pero vamos a algún sitio. Nuestra parte infantil (a veces insidiosamente camuflada como progresismo o incluso como filosofía digamos que antihistoricista) se rebela y viene diciendo que no, que vamos a donde nos da la real gana, que sólo somos tributarios del azar, el cual nos deja plena “libertad” para hacer esto o aquello, tirar hacia esta dirección o la contraria. En este sentido, una vez oí a un dirigente batasuno (juraría que era el mismo que hoy dirige la Diputación Foral guipuzcoana) decir que, independientemente de las razones que pudieran asistirles, los vascos debían decidir libremente qué es lo que quieren ser; es eso mismo del chiste según el cual uno de Bilbao nace y es de donde le da la gana. Tiempos éstos desquiciados en que el infantilismo ha llevado también, por ejemplo, hasta la posibilidad de decidir que en el Registro Civil uno pueda inscribirse “libremente” como hombre o como mujer, o en que el arte haya quedado en buena medida consagrado como la apoteosis de la fealdad y del mal gusto. La libertad convertida en infantil juguete multiusos…
La historia, mientras tanto, nos está imponiendo la tarea de recuperar nuestra salud nacional y seguir desde ahí caminando hacia nuevas complejidades de la vida colectiva. Ortega cifraba esa salud en el hecho de que las clases sociales, los gremios y el resto de los grupos sociales a través de los que se articula el cuerpo nacional “tengan viva conciencia de que son un trozo inseparable, un miembro del cuerpo público”. Los movimientos de secesión étnica y territorial son hoy la expresión más cabal de esa falta de salud nacional que nos aqueja. De forma más o menos declarada, estos movimientos querrían regresarnos a un tiempo anterior al siglo XVIII (¡en algún sentido, incluso a tiempos anteriores a la civilización romana!), como intentaron hacerlo aquellos carlistas que, para tratar de permanecer o volver al Antiguo Régimen, metieron a nuestros predecesores en tres guerras civiles. También decía Ortega que “la historia es la recuperación del tiempo perdido”. O sea, que nos descuenta el plazo en el que hemos andado despistados (sobre todo, ese siglo XIX y, en buena parte, también el XX, que tan entregados estuvieron al extravío), pero, llegado el momento, sus trayectos o se enderezan o se acaban yendo a hacer gárgaras. Y nuestra nación (el ámbito colectivo del que nuestra libertad responsable ha de cuidar) con ellos.
En ésas estamos.
Cuando en el artículo anterior hablábamos del desinterés de los españoles por la cosa pública en unos momentos como los actuales, tan dramáticos y tan necesitados de nuestra atención y de nuestro sentido de la responsabilidad, habríamos de añadir que no parece que con ello estemos distinguiéndonos sustancialmente de los comportamientos que, en general, caracterizan a los hombres de nuestro tiempo y de nuestro ámbito cultural. Alexis de Tocqueville, precursor de la sociología y uno de los más importantes ideólogos del liberalismo, en “La democracia en América”, que publicó en 1835, advertía ya de este estado de ánimo colectivo que veía venir y que consideraba el perfecto correlato de incipientes y originales formas de totalitarismo: “Quiero imaginar –decía– bajo qué riesgos nuevos el despotismo puede producirse en el mundo: veo una multitud innumerable de hombres semejantes e iguales, que dan vueltas sin descanso sobre sí mismos, para procurarse pequeños y vulgares placeres, de los que llenan su alma. Cada uno de ellos, mantenido aparte, es como extraño al destino de todos los demás: sus hijos y sus amigos forman para él toda la especie humana; en lo que se refiere a sus conciudadanos, está a su lado, pero no los ve; los toca y no los siente; no existe más que en sí mismo y para él solo, y, si le queda todavía una familia, por lo menos se puede decir que ya no tiene patria”.
Este clarividente Tocqueville desvela aún más explícitamente de qué forma ve que ese desinterés por lo público, por el bien general, aboca hacia renovadas formas de totalitarismo: “Por encima de ellos (de aquellos hombres que “dan vueltas sin descanso sobre sí mismos”) se alza un poder inmenso y tutelar, que sólo se encarga de asegurar su bienestar y velar por su suerte. Es un poder absoluto, detallado, regular, previsor y suave. Se parecería al poder paterno si, como él, tuviese como objeto preparar a los hombres para la edad viril; pero no se persigue, al contrario, más que mantenerlos irrevocablemente en la infancia; le gusta que los ciudadanos se diviertan, con tal de que no piensen más que en divertirse. Trabaja a gusto por su felicidad; pero quiere ser su único agente y su único árbitro; provee a su seguridad, prevé y asegura sus necesidades, facilita sus placeres, conduce sus principales asuntos, dirige su industria, regula sus sucesiones, divide sus herencias (¿no puede suprimirle por completo el trastorno de pensar y el trabajo de vivir?). De esta manera, a diario, hace menos útil y más raro el empleo del libre arbitrio; encierra la acción de la voluntad en un espacio más pequeño, y arrebata, poco a poco, a cada ciudadano, hasta el uso de sí mismo” .Hablaba, pues, Tocqueville, en lo fundamental, de un estado que procuraba una determinada clase de bienestar a cambio de reducir la libertad y la responsabilidad individuales. Sólo sería cuestión, por nuestra parte, de valorar si eso ha tenido ya lugar para apreciar la pertinencia de su análisis.
Así, pues, y si esta actitud de irresponsabilidad cívica se hallara generalizada, ¿es que la historia está yendo hacia atrás? ¿La libertad que tantas puertas viene abriendo al hombre occidental desde los comienzos del Renacimiento ha acabado resultando ser un peso excesivo del que los hombres quisieran desprenderse como de un lastre que les impidiera ser felices dedicándose a sus privados intereses? Sí y no. Ambivalencia ésta que el mismo Tocqueville formula de la siguiente manera: “Nuestros contemporáneos son incesantemente asaltados por dos pasiones enemigas: sienten la necesidad de ser conducidos y el deseo de seguir siendo libres” .
Ocurre, para empezar, que estamos pagando el impuesto vital que significa la posesión de un bien enorme, pero que ha aumentado proporcionalmente la carga de nuestra responsabilidad: efectivamente, se trata de la libertad, es decir, la obligación (¡ya estamos con las paradojas!) de responder a las exigencias que la vida (personal y colectiva) nos impone con nuestras propias fuerzas, sin esperar que venga ningún poder externo a decirnos o a exigirnos lo que tenemos que ser y, en última instancia, lo que hemos de hacer. Y, concretando, en lo que se refiere a nuestra vida colectiva como españoles, pues sí, andamos trasteando, intentando eludir nuestras obligaciones, dejando hacer a nuestros dirigentes sin preocuparnos demasiado de las consecuencias que éstos han preparado en decidida proyección hacia la catástrofe. Hemos creído que libertad significaba lo que a los ojos de un niño viene a significar: que cada cual haga lo que le parezca, que atienda a su estricto interés y que el resto del mundo se las apañe como quiera o pueda.
Pero es posible que nuestra niñez colectiva tenga los días contados. Intentar prolongarla todavía más significaría adentrarnos en un proceso que, haciendo uso de métodos diagnósticos previstos por la psicología clínica, podríamos decir que desembocaría en la psicosis colectiva. La historia lleva dándonos a los españoles un plazo largo y suficiente: tuvimos un siglo XIX, especialmente sus tres primeros cuartos, catastrófico, después de un siglo XVIII bastante reparador. Llevamos tan lejos nuestra pulsión disgregadora (la que surge del arrepentimiento de la libertad y de la madurez que supuso la Ilustración), que en el siglo XX acabamos desembocando en una guerra civil (las tres guerras carlistas, durante el XIX, sirvieron de entrenamiento). Siguieron una larga dictadura y una tortuosa Transición que a estas alturas ha dejado al descubierto todas sus deficiencias. Ahora la historia asoma ya con sus perentorias exigencias, viene pidiéndonos cuentas. Si esto fuera un casino, el crupier estaría ya diciendo: “no va más”.
¿Y quién demonios es esa historia metomentodo que pone plazos, dicta labores y amenaza con castigos? María Zambrano tenía para esto una respuesta: “La historia, toda ella, pudiera titularse: ‘Historia de una esperanza en busca de su argumento’ ”. Efectivamente, no sabemos del todo a dónde, pero vamos a algún sitio. Nuestra parte infantil (a veces insidiosamente camuflada como progresismo o incluso como filosofía digamos que antihistoricista) se rebela y viene diciendo que no, que vamos a donde nos da la real gana, que sólo somos tributarios del azar, el cual nos deja plena “libertad” para hacer esto o aquello, tirar hacia esta dirección o la contraria. En este sentido, una vez oí a un dirigente batasuno (juraría que era el mismo que hoy dirige la Diputación Foral guipuzcoana) decir que, independientemente de las razones que pudieran asistirles, los vascos debían decidir libremente qué es lo que quieren ser; es eso mismo del chiste según el cual uno de Bilbao nace y es de donde le da la gana. Tiempos éstos desquiciados en que el infantilismo ha llevado también, por ejemplo, hasta la posibilidad de decidir que en el Registro Civil uno pueda inscribirse “libremente” como hombre o como mujer, o en que el arte haya quedado en buena medida consagrado como la apoteosis de la fealdad y del mal gusto. La libertad convertida en infantil juguete multiusos…
La historia, mientras tanto, nos está imponiendo la tarea de recuperar nuestra salud nacional y seguir desde ahí caminando hacia nuevas complejidades de la vida colectiva. Ortega cifraba esa salud en el hecho de que las clases sociales, los gremios y el resto de los grupos sociales a través de los que se articula el cuerpo nacional “tengan viva conciencia de que son un trozo inseparable, un miembro del cuerpo público”. Los movimientos de secesión étnica y territorial son hoy la expresión más cabal de esa falta de salud nacional que nos aqueja. De forma más o menos declarada, estos movimientos querrían regresarnos a un tiempo anterior al siglo XVIII (¡en algún sentido, incluso a tiempos anteriores a la civilización romana!), como intentaron hacerlo aquellos carlistas que, para tratar de permanecer o volver al Antiguo Régimen, metieron a nuestros predecesores en tres guerras civiles. También decía Ortega que “la historia es la recuperación del tiempo perdido”. O sea, que nos descuenta el plazo en el que hemos andado despistados (sobre todo, ese siglo XIX y, en buena parte, también el XX, que tan entregados estuvieron al extravío), pero, llegado el momento, sus trayectos o se enderezan o se acaban yendo a hacer gárgaras. Y nuestra nación (el ámbito colectivo del que nuestra libertad responsable ha de cuidar) con ellos.
En ésas estamos.
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