Si una persona pierde la mano derecha, aprenderá a escribir con la izquierda. Cuando una persona se queda ciega, desarrolla más sus otros sentidos, de manera que empieza a percibir sonidos que antes desatendía y a deducir su significado, y su sentido del tacto alcanzará a descubrir sutilezas que antes le pasaban desapercibidas. Por otro lado, hay personas más intuitivas que otras. ¿Cuándo una persona es intuitiva? Cuando, enfrentada a una situación determinada, es capaz de ver cómo en ella intervienen una serie de factores o detalles que, aun resultando significativos, a los no intuitivos les pasan desapercibidos. El psicólogo Carl Gustav Jung analizaba sueños aparentemente proféticos de algunos de sus pacientes y observaba que, en realidad, traducían a lenguaje onírico determinadas percepciones o intuiciones que tales pacientes habían tenido en su estado de vigilia y que apuntaban hacia una adecuada interpretación que ellos aún no habían conseguido traducir a lenguaje consciente, pero su mente sí había encontrado la manera de reunir tales percepciones en un conjunto interpretativo que alcanzaba a tener un significado digamos que prerracional, en el lenguaje narrativo y de imágenes propio de los sueños.
En suma, existen muchas percepciones potenciales de lo que ocurre a nuestro alrededor que hacemos pasar por el filtro de nuestra atención selectiva, el cual impide que muchas de ellas atraviesen el umbral de la conciencia y adquieran significado. Cuanto mayor es el estado de alerta del individuo, más percepciones consiguen atravesar ese umbral e incorporarse a la producción de interpretaciones por parte del sujeto. ¿Cuándo una persona aumenta su estado de alerta? Cuando se siente vulnerable, amenazada, preocupada… angustiada. O sea, cuando más se entrega a la faena de vivir, porque, como decía Ortega, “la vida, individual o colectiva, personal o histórica, es la única entidad del universo cuya sustancia es peligro”. Si esa persona conserva un suficiente estado de alerta en situaciones de relajada normalidad, su vigilancia perceptiva pasará entonces a convertirse en ese cuasi lúdico estado de alerta en que consiste la curiosidad.
El aumento de esa materia prima que son las percepciones de señales emitidas por nuestro entorno no garantiza un enriquecimiento de la personalidad, sólo demuestra, para empezar, un mayor caudal de angustia o inquietud, que es la que obliga al incremento del estado de alerta. Ese superávit perceptivo puede entonces incluso convertirse en la fuerza desencadenante de trastornos psíquicos de índole persecutoria o fóbica si las señales percibidas quedan demasiado impregnadas por el sentimiento de angustia y subsiguientemente incluidas en una interpretación que sirva de fundamento para la generación de aquellos trastornos psíquicos.
Pero, en línea con los argumentos desarrollados en artículos anteriores (I, II y III), venimos a proponer que el mismo caudal que puede desembocar en la formación de patologías o perversiones psíquicas es el que viene a nutrir nuestras mejores capacidades. Porque la inteligencia no es sino la función mental encargada de conjuntar las señales que emite nuestro entorno (directas o ya convertidas en conceptos abstractos) en una interpretación eficaz y fructífera. Una persona será tanto más inteligente cuanto, por un lado, más amplio sea su campo perceptivo y, por otro, más abarcadoras y eficaces sean las interpretaciones con las que conjunta sus percepciones. Cuanto mayor sea el estado de alerta (“el alerta sin el cual los humanos no pueden, no tienen derecho a vivir”, según Ortega), es decir, cuanta más inquietud de partida obligue al sujeto a atender a las señales del entorno, mayor potencialidad tendrá su inteligencia… o mayores posibilidades habrá de que en él se generen trastornos psíquicos, según que la subsiguiente interpretación unificadora de las percepciones avale una u otros. Si esta forma de entender la inteligencia que se propone resultara la adecuada, la carga genética sólo vendría a servir de sustrato fisiológico de la inteligencia, no a explicarla; nos reafirmamos, pues, en el presupuesto de Ortega según el cual “ni un solo fenómeno psíquico resulta explicado fisiológicamente”.
Aún podemos llevar más lejos nuestras conclusiones: el nivel de productividad y eficacia de una sociedad queda delimitado por la forma en que culturalmente trata la angustia y sus derivados. Si, como en “El mundo feliz” de Aldous Huxley, el sistema procura ansiolíticos capaces de amputar la angustia (el “soma” en aquella novela, los fármacos –contra cuyo adecuado y sobrio uso en el campo de la psiquiatría nada se está diciendo aquí–, las drogas o el conjunto de productos culturales destinados a la evasión mental en nuestra sociedad), se tenderá a incrementar el estado anímico que sirve de contrapunto al de alerta: el de indiferencia. La mente –como probablemente ocurre en las personas mayores, las cuales, aumentado su grado de indiferencia hacia lo que ocurre a su alrededor, acaban predisponiéndose a las demencias y degeneraciones fisiológicas congruentes con tal renuncia–, acaba desparramando su fuerza motriz (la atención esmerada a lo que ocurre alrededor), y las sociedades así desactivadas tenderán a la decadencia. Si culturalmente una sociedad se mantiene en estado de alerta, su productividad general tenderá a aumentar, siempre que esa mayor atención sea conducida de manera creativa o, al menos, adaptativa. La cultura no es, pues, sino la manera que cada sociedad tiene de hacer productiva la angustia, primer manantial de la actividad humana y de la vida misma, pues, como decía Ortega, “la vida es la grande, esencial inquietud”.
Buenas Javier, como es muy larga y densa esta entrada, voy a ir comentando por párrafos. El primero,Yo, personalmente, me considero intuitiva, no sé si es que soy detallista o sensible. Sí, me suelo dar cuenta y noto por ejemplo, cuando alguien no está bien, y por supuesto cuando a alguien no le gusto, incluso en seguida siento, noto o intuyo que alguien tampoco me gusta a mí. A veces, trato de disimular, otras se me debe notar. Pero, no sé si para bien o para mal, creo que soy intuitiva, a veces hasta esto me hace ser camaleónica, incluso he pensado que esto no era bueno. ES decir, a veces me adapto a las personas con las que estoy o a las circunstancias en las que me muevo, que aveces son muy diferentes. Esto a veces me ha hecho pensar si yo no tenía una personalidad muy definida. Hoy, esto me ha hecho pensar si será por intuición...
ResponderEliminarD. Javier, filófofo, me hace usté pensar, GRacias, Señor Gracia, por ello. (continuará...)
ahora voy a analizar el título, La inteligencia yo creo que es un don, y eso te lleva a una actitud. Yo he preguntado a diferentes personas sobre qué piensan que es la inteligencia. Y sí, creo que es un don. La conclusión a la que he llegado es que ser inteligente es adaptarse a las situaciones de cada día y sobre todo a las que uno no se espera. Tener recursos para enfrentarse a ellas. Eso parece nada, y creo que es todo.Si a esa inteligencia se le une cultura pues ya es el no va más.Pero, sí, pienso que es un don con el que se nace y digamos que la actitud se puede ir haciendo. En fin...
ResponderEliminarHola Pilar, un placer verte por aquí (y más, que eso sea habitual). En estos tiempos resulta difícil pensar en términos masculino-femenino, salvo si antepones lo de que las diferencias son meramente culturales. Yo creo que es un tanto misterioso, pero esas diferencias existen o tienden a existir. Por ejemplo, en esto que hace referencia a lo que se suele llamar “intuición femenina”, la atención a las cuestiones de detalle que a nosotros, los hombres, se nos suelen escapar. Esto es más significativo o más importante en el ejemplo concreto que pones, el de la empatía: cuando en una reunión alguien queda marginado porque no se le está haciendo caso, sois vosotras las que antes os dais cuenta de que no lo está pasando bien, y tratáis de hacerle un sitio.
ResponderEliminarYa sabes a estas alturas que tengo un método cuando me planteo entender o interpretar algo: buscar su contrario y tratar de ver cómo interactúan los dos extremos. Y aunque no estoy seguro, propondría esta vez poner la empatía como sublimación del miedo al rechazo (en general, entiendo la virtud como superación de algún vicio que le precede, la respuesta positiva que se da a una situación negativa). Sería, pues, vuestra especial atención a la posibilidad de ser rechazadas lo que os hace más sensibles en este sentido e identificar con más facilidad las situaciones de rechazo (por ahí vendría lo que dices de ser "camaleónica": actuarías así no porque no tengas personalidad, sino para prevenir el eventual rechazo). En resumen, que este tipo de sensibilidad os hace “acogedoras”. Los hombres tenderíamos a situarnos en el polo opuesto, el que corresponde a nuestra proverbial agresividad: nuestra función cósmica sería la de abrir brecha, tomar la iniciativa, “atacar”. Una vez incorporados a esa función, también resulta proverbial nuestra escasa capacidad de captar los detalles.
Acepto, desde luego, que estas actitudes psíquicas no se refieren a algo que nos haga tan rotundamente distinguibles como nuestras diferencias físicas. Sigue siendo bastante misterioso, creo yo, lo de la masculinidad y la feminidad, pero hasta cierto punto al menos, las diferencias existen, ¿no crees?
Entraré en tu segundo comentario en otro rato, que ahora hay que ir a currar.
Contesto, Pilar, a tu segundo comentario. Empezaré contándote lo que Aristóteles dijo respecto de una previa opinión de Anaxágoras, un filósofo presocrático, el primero que abrió una academia o escuela filosófica en Atenas, y el primero también en introducir la noción de "nous", entendimiento o razón. Bueno, pues esto fue lo que dijo Aristóteles: "Para Anaxágoras los humanos pudieron hacerse inteligentes debido a que tenían manos; en cambio, es más cierto que el hombre recibió manos debido a que tenía inteligencia".
ResponderEliminarMe dejo convencer por Aristóteles: yo también creo que la fuente original está en nuestra disposición, aunque, por supuesto, se necesita de un sustrato orgánico para que esa disposición pueda hacerse efectiva. Pero tiendo más a ver que es la función la que hace al órgano. Nuestra capacidad para resolver problemas está subordinada a nuestra voluntad de afrontar problemas. Uno escoge su paisaje y su horizonte vital, el ámbito de problemas que pasa a considerar propios, y la capacidad tiende a aflorar en función de la ampltud o estrechez de ese paisaje. Alguien que decide no tener problemas en la vida está dando una orden interna a la estructura de su personalidad, incluida su inteligencia, según la cual esa inteligencia no precisa aparecer, y, por tanto, se va apagando. Algo así suele acontecer a mucha gente, por ejemplo, a partir de la jubilación.
No digo que no intervenga el sustrato orgánico (el don, los genes). Incluso hay quien cuenta, sin duda, con unas dotes superiores de partida; pero será, en última instancia, su "estado de alerta" ante la vida lo que hará aflorar o no su inteligencia. En psicología dinámica hay un concepto interesante: "bloqueo afectivo de la inteligencia"; algo así como que uno renuncia a parcelas de vida para eludir así determinados problemas, y eso bloquea la inteligencia, la que estaría encargada de afrontar esos problemas.
No siempre es inteligente quien necesita serlo; pero sí que es imprescindible necesitar la inteligencia (tener problemas en la vida que demanden su intervención) para que ésta aflore. Y los problemas no están ahí: somos nosotros quienes nos los creamos. Un catatónico, por ejemplo, es alguien que de alguna forma ha decidido no tener (no enterarse de) los problemas.
Lo cual abre otro debate: el que se complica la vida, el que decide ampliar el campo de sus problemas, ¿actúa de modo adaptativo o no tanto?... Pero bueno, no me "complico" más por esta vez.