Hoy me siento transgresor: empezaré por el final y acabaré por el principio. Voy a enunciar una respuesta, y trataré de que sea ella la que nos vaya llevando hasta las preguntas así como hasta los argumentos que han de mediar entre una y otras: creo –y esto es entrar ya en materia– que la historia de Occidente se superpone a la del paulatino descubrimiento de que la virtud no tiene premio, o de que, al menos, no tiene ninguna vinculación de partida con una posible recompensa. Vamos comprendiendo cada vez mejor que la responsabilidad de ser o no virtuoso le corresponde sólo al individuo (al individuo en soledad), que ya no puede éste contar, a estas alturas de la historia, con nadie que le venga a exigir aquello a lo que moralmente está obligado, ni el cielo ni el infierno están preparados para recibir a quien acierte o a quien se equivoque en la respuesta. El Iván Karamazov de Dostoievski creyó haber comprendido que "si Dios no existe, todo está permitido". Se quedó a medio camino: dejemos que Dios exista o no, pero lo que, virtualmente desde que empezó la Modernidad, ya no podemos esperar de él es que venga a decirnos lo que debemos hacer o dejar de hacer, lo que está moralmente permitido o prohibido; somos nosotros, cada uno, los que hemos de descubrirlo. A este descubrimiento es a lo que propiamente se llama libertad, y de la fecundidad de este valor dan razón las enormes conquistas políticas, científicas y estamos en camino de que también morales (esto está costando más) que conforman esta punta de lanza de la historia que es Occidente.
Llevo tiempo dando vueltas a la rueda mental que me viene avisando de que Guillermo de Ockham fue uno de los mayores revolucionarios de la historia. Cogeré sólo uno de los cabos del hilo argumental que conduce hasta esta impresión: frente al razonable Santo Tomás, vino Ockham a hacer una afirmación conmocionante, la de que Dios es un ser arbitrario, imprevisible, no sujeto a los dictámenes de la razón, sino sólo a su propia voluntad. Lo bueno y lo malo no vienen dados de antemano, pasamos a ser nosotros, los individuos, los generadores y los gestores de la moral. Una lección ésta que tienen mejor aprendida, hoy por hoy, los judíos y los protestantes (Lutero fue seguidor de Ockham), los que mejor se llevan con ese Ser arbitrario, y los que han resuelto más fecundamente (aunque muy tortuosamente y con fuertes dosis de integrismo) los tratos con un Dios así. Por eso Occidente es una creación de ellos más que de nadie.
Hay una línea de continuidad entre Ockham e Immanuel Kant, la que lleva finalmente hasta lo que éste sostiene respecto de que, como entes dotados de principios morales que somos, no debemos de esperar a que el mundo externo, objetivo nos dé la señal de cuándo debemos actuar y en qué sentido: contamos con nuestra conciencia, que se encarga de apremiarnos con sus imperativos categóricos, un a priori moral que brota de nuestro interior, y que no ha de esperar a que le respalden ni las leyes de la causalidad, ni las del realismo, ni siquiera las de la razón: uno actúa porque se lo impone su sentido del deber.
El 6 de noviembre, la Plataforma de Víctimas de Voces contra el Terrorismo convoca a los españoles a una concentración en contra de la negociación del Gobierno con ETA, una negociación que presupone que aquél acepta como contraparte negociadora a una organización que sólo tiene una cosa que poner sobre la mesa: no razones, no argumentos morales, no representación política, sólo la amenaza del terror. Una batalla perdida ésta de oponerse a la negociación: probablemente está todo negociado ya y ahora asistimos a la mera puesta en escena de lo pactado. Y este PP actual, de perfil tan bajo, no parece capaz de contrarrestar la inercia de los hechos consumados. Quizás ni lo pretenda: si no fuera así, ya debería haber advertido públicamente de que no respetaría esos pactos una vez llegado al poder… y no lo ha hecho. Y si la batalla es contra el PSOE y el PP a la vez, admitámoslo: sobretodo en el corto y medio plazo, la vamos a perder. ¿Por qué, pues, hay que dar esta batalla? ¿Qué sentido tiene combatir por una causa perdida? Preguntas éstas que tratan de poner colofón e invertido remate a unas respuestas que ya he dado más arriba.
La filosofía, la historia, la psicología, el arte, la antropología, la actualidad... de la mano, sobre todo, de Ortega y Gasset, el pensador más importante de todos los tiempos en lengua española
domingo, 31 de octubre de 2010
domingo, 24 de octubre de 2010
EL HOMBRE, UN SER DE FRONTERA
Decía Unamuno que “la conciencia de sí mismo no es sino la conciencia de la propia limitación”. Efectivamente, la experiencia, a poco que tenga algún peso dentro de nuestro particular bagaje, enseña que madurar consiste en ir recortando de nuestra personalidad aquellas espurias ampliaciones virtuales que nos hacían sentir que todo es posible, y que nos empujan en demasiadas direcciones, esto es, nos dispersan y distraen de lo que auténticamente somos.
Poco a poco (la vida es larga) hay que ir encogiendo el diámetro de salida de esa multitud de formas posibles de ser que manan como chorro de aspersión desde aquella personalidad difusa, pretenciosa, impetuosa y dispersa que caracterizó nuestra adolescencia, y concentrar nuestras energías dentro de un perfil de personalidad concreto y delimitado. Lo cual se consigue renunciando a ese cúmulo sobrante que en nosotros forma todo lo que hubiéramos podido ser pero que no somos. Ésa es también la manera de prevenir la caída en la improvisación, la desestructuración y la improductividad a que está abocado finalmente quien sigue pensando que todo es posible o, como decía Picasso en representación de esta época que es aún la suya, que “todo lo que puedas imaginar es real”.
Así que uno va adquiriendo su perfil a base de persistir en su proyecto de vida, de hacer que sus decisiones no se dispersen, fugaces, detrás de cada posibilidad, sino que, por el contrario, graviten hacia el núcleo que en cada cual configura su vocación, haciendo que los días se vayan acumulando cada uno con el siguiente, en tenaz persecución de lo que estamos obligados a hacer si queremos ser quienes somos, si estamos comprometidos con nuestro destino, si hemos de ser consecuentes con lo que a cada cual nos exige nuestra conciencia. Restringiendo el campo de nuestras decisiones, renunciando a muchas de aquellas con las que la imaginación nos tienta ofreciéndonoslas como aún posibles, es como vamos acotando, matizando, definiendo nuestro propio perfil, nuestra personalidad.
Como virtual ampliación de estas ideas, decía Ortega: “Frontera quiere decir algo así como perfil, y el perfil es lo que está siempre en cada cosa más amenazado, más expuesto, y es, por tanto, lo que hay que defender”. Está claro que no hablamos solamente de vicisitudes propias de las personas, sino también de las de los pueblos, y habríamos de escrutar las consecuencias que para ellos supone perder o desdeñar su perfil, su vocación común, su compartido proyecto de vida; en suma, la disolución o la desatención de sus fronteras, que es lo mismo que decir de sus limitaciones.
Marco Aurelio (121-180), el último gran emperador de Roma, después del cual, según Gibbon, dio comienzo en ella su decadencia, empezó a tener sutiles vacilaciones (de índole muy semejante a las que hoy tienen muchos, sobretodo en nuestro país) respecto de cuáles eran los límites de su nación: “Como Antonino, mi patria es Roma –decía–, pero como hombre es el mundo”.
En su tiempo habían comenzado ya las invasiones bárbaras, especialmente en la frontera con Germania. Como perteneciente a la dinastía de los Antoninos, es decir, "como romano", marchó a la frontera a encabezar personalmente el combate contra los bárbaros; a defender, pues, el perfil de su nación. Pero "como hombre", su atención empezó a dejar de estar alerta y legó esa parte distraída de su personalidad social a su hijo Cómmodo, que cuando su padre murió precisamente allí, en la frontera y entre sus soldados, en el año 180, detuvo inmediatamente la guerra y comenzó un, llamémosle al estilo posmoderno y zapaterista, “proceso de diálogo”, que condujo al establecimiento de tratados de paz que pronto los mismos bárbaros, advertidos de la entonces incipiente debilidad del Imperio, convirtieron en papel mojado. Julián Marías nos presta la conclusión: “Roma no tuvo la capacidad de imaginar las fronteras reales de la sociedad que constituía, y ésa es la razón fundamental de la crisis y la caída del Imperio romano (Análogamente, son muchos los que no saben que la sociedad en que vivimos se llama Occidente, o no saben imaginarlo)”.
Cuando uno se desentiende de sus fronteras, llega a tener la impresión de que es que no hay fronteras, de que los límites son cárceles que nos inventamos, de que no pertenecemos a ninguna nación ni a ninguna civilización, y que, por tanto, nada nos va en el hecho de defenderlas. Mientras creamos, como los adolescentes, que todo es posible (que todo da igual), que no tenemos más fronteras que el infinito, la personalidad se nos irá diluyendo entre ensoñaciones improductivas, modos de distracción que en las naciones y las civilizaciones concluyen en ese clímax de perplejidad que se produce al reparar en que ya está aquí “Atila ante portas”.
Poco a poco (la vida es larga) hay que ir encogiendo el diámetro de salida de esa multitud de formas posibles de ser que manan como chorro de aspersión desde aquella personalidad difusa, pretenciosa, impetuosa y dispersa que caracterizó nuestra adolescencia, y concentrar nuestras energías dentro de un perfil de personalidad concreto y delimitado. Lo cual se consigue renunciando a ese cúmulo sobrante que en nosotros forma todo lo que hubiéramos podido ser pero que no somos. Ésa es también la manera de prevenir la caída en la improvisación, la desestructuración y la improductividad a que está abocado finalmente quien sigue pensando que todo es posible o, como decía Picasso en representación de esta época que es aún la suya, que “todo lo que puedas imaginar es real”.
Así que uno va adquiriendo su perfil a base de persistir en su proyecto de vida, de hacer que sus decisiones no se dispersen, fugaces, detrás de cada posibilidad, sino que, por el contrario, graviten hacia el núcleo que en cada cual configura su vocación, haciendo que los días se vayan acumulando cada uno con el siguiente, en tenaz persecución de lo que estamos obligados a hacer si queremos ser quienes somos, si estamos comprometidos con nuestro destino, si hemos de ser consecuentes con lo que a cada cual nos exige nuestra conciencia. Restringiendo el campo de nuestras decisiones, renunciando a muchas de aquellas con las que la imaginación nos tienta ofreciéndonoslas como aún posibles, es como vamos acotando, matizando, definiendo nuestro propio perfil, nuestra personalidad.
Como virtual ampliación de estas ideas, decía Ortega: “Frontera quiere decir algo así como perfil, y el perfil es lo que está siempre en cada cosa más amenazado, más expuesto, y es, por tanto, lo que hay que defender”. Está claro que no hablamos solamente de vicisitudes propias de las personas, sino también de las de los pueblos, y habríamos de escrutar las consecuencias que para ellos supone perder o desdeñar su perfil, su vocación común, su compartido proyecto de vida; en suma, la disolución o la desatención de sus fronteras, que es lo mismo que decir de sus limitaciones.
Marco Aurelio (121-180), el último gran emperador de Roma, después del cual, según Gibbon, dio comienzo en ella su decadencia, empezó a tener sutiles vacilaciones (de índole muy semejante a las que hoy tienen muchos, sobretodo en nuestro país) respecto de cuáles eran los límites de su nación: “Como Antonino, mi patria es Roma –decía–, pero como hombre es el mundo”.
En su tiempo habían comenzado ya las invasiones bárbaras, especialmente en la frontera con Germania. Como perteneciente a la dinastía de los Antoninos, es decir, "como romano", marchó a la frontera a encabezar personalmente el combate contra los bárbaros; a defender, pues, el perfil de su nación. Pero "como hombre", su atención empezó a dejar de estar alerta y legó esa parte distraída de su personalidad social a su hijo Cómmodo, que cuando su padre murió precisamente allí, en la frontera y entre sus soldados, en el año 180, detuvo inmediatamente la guerra y comenzó un, llamémosle al estilo posmoderno y zapaterista, “proceso de diálogo”, que condujo al establecimiento de tratados de paz que pronto los mismos bárbaros, advertidos de la entonces incipiente debilidad del Imperio, convirtieron en papel mojado. Julián Marías nos presta la conclusión: “Roma no tuvo la capacidad de imaginar las fronteras reales de la sociedad que constituía, y ésa es la razón fundamental de la crisis y la caída del Imperio romano (Análogamente, son muchos los que no saben que la sociedad en que vivimos se llama Occidente, o no saben imaginarlo)”.
Cuando uno se desentiende de sus fronteras, llega a tener la impresión de que es que no hay fronteras, de que los límites son cárceles que nos inventamos, de que no pertenecemos a ninguna nación ni a ninguna civilización, y que, por tanto, nada nos va en el hecho de defenderlas. Mientras creamos, como los adolescentes, que todo es posible (que todo da igual), que no tenemos más fronteras que el infinito, la personalidad se nos irá diluyendo entre ensoñaciones improductivas, modos de distracción que en las naciones y las civilizaciones concluyen en ese clímax de perplejidad que se produce al reparar en que ya está aquí “Atila ante portas”.
sábado, 16 de octubre de 2010
HISTORIA Y NACIÓN I I (DEBATE CON MIGUEL ÁNGEL QUINTANA)
Amigo Miguel Ángel:
Contesto con este escrito al que tú me diriges desde tu blog ( http://upyd.tumblr.com/#/1294665817 ), para así ir dando cuerpo a este absorbente debate en el que nos hemos metido, tan estimulante para mí, aunque sólo fuera por el hecho de tener enfrente a un interlocutor con una envergadura intelectual como la tuya.
Tienes razón para empezar: el estilo conversacional que hemos mantenido en los correos, y que yo casi había eliminado en mi anterior escrito, enriquece y da frescura a nuestro debate, así que trataré de recuperarlo. Por otro lado, me sumo al proyecto vital hacia el que apuntas para cuando hayamos dado esta batalla que hemos de dar en UPyD: una vez de vuelta a la cueva, yo también amueblaré mi refugio con libros de filosofía, bajaré definitivamente a ese estrato de lo humano del cual todos los demás son sólo superestructuras (llamémoslas así haciendo una concesión postrera a nuestras indigestas cosmovisiones de juventud).
Son muy generosas tus palabras de presentación. Sólo aludiré brevemente a lo que comentas a propósito de nuestro I Congreso: mis discrepancias con Carlos Martínez Gorriarán fueron, junto al resto de sus intervenciones, el instrumento a través del cual pude constatar que es una auténtica apisonadora dialéctica, con una cultura y una erudición muy por encima de las que exhiben la práctica totalidad de los políticos españoles.
Y yendo ya al grano, estaré encantado de que nos ayudemos a aclarar nuestras respectivas ideas, aunque sea, en buena medida (pero no sólo), por contraste.
Sé que invita a ponerse a la defensiva el presupuesto de que la realidad discurre en dos niveles: el manifiesto y el que le sirve de sustrato. Pero funciona bastante bien y no me siento capaz de salirme de él. En el nivel manifiesto, las cosas son lo que son (lo que parecen ser), y punto. Para quienes creen que la realidad sólo consiste en esto, toda valoración es un modo de evadirse de eso que es lo único de lo que podemos estar seguros: las cosas tal y como se nos aparecen. La idea de progreso sería, según esto, uno de esos valores que nos hacen evadirnos de lo que las cosas son: ¿por qué va a ser mejor, o más "progresista", (esto es algo que, más o menos, le oí decir hace ya un montón de años a Mario Gaviria, un ecologista de pro del que hace mucho que no sé nada) el modo de vida del hombre actual, lleno de neuras y de insatisfacción, que el del paleolítico, en el que el hombre se dedicaba a cazar, a pescar y a follar, que es justamente aquello (también más o menos) que aspiramos a hacer hoy en día en cuanto nos liberemos de todo lo que nos ata en nuestra civilizada vida? Un poco simple el planteamiento, pero hay algo en él que interrumpe un tanto la seguridad que los "progresistas" tenemos en el nuestro.
Pero, efectivamente, yo creo que hay otro nivel no manifiesto en la realidad,
aunque soy consciente de que esta idea es un peligroso tobogán que te puede llevar al desvarío en cuanto te descuides, porque con ella se pueden justificar las elucubraciones de cualquier paranoico. Y es que esa realidad latente sería algo así como el alma de las cosas, su entelequia, lo que las empuja en pos de lo mejor. Pero ¿qué es lo mejor? Para Marx lo era la sociedad sin clases y para Hitler un mundo de superhombres arios. Y la que armaron esos dos mejor no volver a reeditarla. Creo que, precisamente, estamos viviendo en la resaca de un tiempo en que el mundo se emborrachó con grandes ideales… que fueron el prólogo de grandes catástrofes. Vale.
O sea que estamos en el mismo punto que le llevó a Descartes a dudar de todo… aunque también con su misma necesidad de encontrar una certidumbre en la que apoyarse para no caer en la indiferencia de quien acaba concluyendo que todo da igual, que no existe lo mejor y lo peor (que no serían más que meras construcciones subjetivas), y que para qué molestarse en dedicarse a algo más que a resolver las necesidades inmediatas, si no hay ningún sitio "mejor" o más "progresivo" al que ir.
En sentido negativo, puedo decir que a la necesidad de encontrar esa certidumbre radical me empuja la vertiente de mí que da a la psicología, y desde la que creo saber que esa contrapuesta indiferencia de la que hablo tiene nombre técnico: depresión. Y la depresión es el infierno en este mundo, al que nadie quiere ir (pero en el que ha caído más de uno de los que se han guiado por la indiferencia valorativa como requisito para acceder al conocimiento; a propósito, si estuviera más preparado, quizás hubiéramos podido escarbar desde aquí en la tendencia a la depresión de Wittgenstein, tu filósofo favorito. Pero discúlpame; es una temeridad por mi parte el sólo hecho de plantearlo). Así que, parodiando a Descartes, puedo constatar que, para empezar, efectivamente, no soy nadie, no voy a ningún lado, sólo soy vacío… ergo sum. O dicho a la manera de María Zambrano: "El hombre podría definirse –una de tantas posibles definiciones– como el ser que alberga dentro de sí un vacío (…) un vacío que ha de llenarse".
El vacío se llena, para empezar con el deseo, el anhelo de algo, la esperanza de encontrar aquello que llene ese vacío. ¿Y qué es? Iba a decir que ni puta idea, pero va a quedar más elegante poner otra cita de la Zambrano: “La esperanza (…) no siempre sabe lo que pide”. Y ya que estamos: “Vivir, al menos humanamente, es transitar, estarse yendo hacia… siempre más allá”.
Así que una cosa es la realidad manifiesta y otra lo que late en el sustrato: nuestra necesidad (¡necesidad vital!) de estar siempre yendo en busca de algo más… algo mejor, algo que nos llene (o nos vaya llenando). En suma: progresando. ¿Y qué es progreso? Antes de ponerme a dar respuestas a lo Bécquer, mejor diré que progresar es algo que hay que ir descubriendo, y de lo cual creo que sólo tengo una idea suficientemente "clara y distinta": progresar es ir de lo simple a lo complejo. Por ejemplo, cuando Portugal decidió volver a ser independiente en 1640, regresó de lo complejo a lo simple, porque, cuando el Conde-Duque de Olivares quiso unificar fiscalmente (y en el sacrificio de hombres en los ejércitos) los territorios de la Corona de España, Portugal (y Cataluña, Andalucía y Nápoles) se echó para atrás (con sólidos argumentos, desde luego: creo que, en conjunto, la política de los Austrias fue bastante negativa); y acabó separándose. Y eso fue regresivo desde el punto de vista de la marcha de la historia desde lo simple hacia lo complejo. Y si algún otro territorio español, actualmente, quisiera hacer otro tanto, también ello supondría una regresión desde nuestra actual complejidad fiscal, lingüística, económica, etc. hacia fórmulas de socialización más simples (aunque ellos dijeran que no miran al pasado, sino al futuro), como vuelta a lo simple fue, salvando las distancias, que vascones y cántabros regresaran a la aldea a la caída del Imperio romano. Y además, para separarse actualmente, esos territorios tendrían que dejar opinar al resto de los españoles, porque se estaría destruyendo un organismo que no sólo depende de esos eventuales separatistas. Es lo que tiene esto de la complejidad: los organismos simples, llegado el momento evolutivo preciso, no pueden renunciar a formar parte de un todo orgánico dentro de los organismos complejos a los que pertenecen; en biología, algo así se llamaría cáncer.
Así que, por si me preguntas más en concreto que por qué soy progresista, ya tengo preparada la respuesta: porque no me gustan ni la depresión ni el cáncer. Y después, pero sólo después, me enrollaría con que si el idioma común, la unidad fiscal y de mercado, la racionalidad de las infraestructuras y trasvases… ya tú sabes. O con cuestiones metafísicas, como las que me llevarían a Kant, de quien te pongo una cita que cazo al vuelo (la traducción se nota que renquea): "Desde luego es una extraña y, en apariencia absurda proclama querer concebir una historia, según una idea de cómo debería ir el curso del mundo si se adecuara a ciertos fines racionales; parece que, con un propósito semejante sólo puede darse una novela. Sin embargo, si se tiene que suponer que la naturaleza, incluso en el juego de la libertad humana, no procede sin plan ni propósito final, esta idea podría ser de uso; y aunque seamos cortos de vista para penetrar el mecanismo secreto de su organización, esta idea debería servirnos, sin embargo, de hilo conductor para representarnos como un sistema. Al menos en grande, lo que, de lo contrario, es un agregado de acciones humanas sin plan". O sea, e invirtiendo el orden de estos argumentos: si no hay plan previsible, todo está abocado al absurdo; y si el absurdo prevalece, mejor que empecemos a hacer cola en la consulta del psiquiatra. Y a contrario sensu, los peligros de dejar reinar al absurdo puede que implícitamente estén avisando de que en el sustrato hay una especie de "plan".
Pero si no fuera así, si todo es absurdo, aún me quedaría una última trinchera; perdóname (y van dos) la manía de poner citas, pero aún me queda ésta de Nietzsche para describir esa posición que está inmediatamente antes de la de echar a correr: "Hemos arreglado para nuestro uso particular –dice– un mundo en el cual podemos vivir concediendo la existencia de cuerpos, líneas, superficies, causas y efectos, movimiento y reposo, forma y substancia, pues sin estos artículos de fe nadie soportaría la vida. Pero esto no prueba que sean verdad tales artículos. La vida no es un argumento; entre las condiciones de la vida pudiera figurar el error". Si no hubiera más remedio que escoger, yo, claro está, prefiero la vida.
P.S. Ya he encargado el libro que tienes traducido, prologado y editado sobre Wittgenstein, "Últimas conversaciones". En mi primer intento de adquirirlo, me ha fallado el acceso a la editorial Sígueme, así que he cambiado de distribuidor.
Contesto con este escrito al que tú me diriges desde tu blog ( http://upyd.tumblr.com/#/1294665817 ), para así ir dando cuerpo a este absorbente debate en el que nos hemos metido, tan estimulante para mí, aunque sólo fuera por el hecho de tener enfrente a un interlocutor con una envergadura intelectual como la tuya.
Tienes razón para empezar: el estilo conversacional que hemos mantenido en los correos, y que yo casi había eliminado en mi anterior escrito, enriquece y da frescura a nuestro debate, así que trataré de recuperarlo. Por otro lado, me sumo al proyecto vital hacia el que apuntas para cuando hayamos dado esta batalla que hemos de dar en UPyD: una vez de vuelta a la cueva, yo también amueblaré mi refugio con libros de filosofía, bajaré definitivamente a ese estrato de lo humano del cual todos los demás son sólo superestructuras (llamémoslas así haciendo una concesión postrera a nuestras indigestas cosmovisiones de juventud).
Son muy generosas tus palabras de presentación. Sólo aludiré brevemente a lo que comentas a propósito de nuestro I Congreso: mis discrepancias con Carlos Martínez Gorriarán fueron, junto al resto de sus intervenciones, el instrumento a través del cual pude constatar que es una auténtica apisonadora dialéctica, con una cultura y una erudición muy por encima de las que exhiben la práctica totalidad de los políticos españoles.
Y yendo ya al grano, estaré encantado de que nos ayudemos a aclarar nuestras respectivas ideas, aunque sea, en buena medida (pero no sólo), por contraste.
Sé que invita a ponerse a la defensiva el presupuesto de que la realidad discurre en dos niveles: el manifiesto y el que le sirve de sustrato. Pero funciona bastante bien y no me siento capaz de salirme de él. En el nivel manifiesto, las cosas son lo que son (lo que parecen ser), y punto. Para quienes creen que la realidad sólo consiste en esto, toda valoración es un modo de evadirse de eso que es lo único de lo que podemos estar seguros: las cosas tal y como se nos aparecen. La idea de progreso sería, según esto, uno de esos valores que nos hacen evadirnos de lo que las cosas son: ¿por qué va a ser mejor, o más "progresista", (esto es algo que, más o menos, le oí decir hace ya un montón de años a Mario Gaviria, un ecologista de pro del que hace mucho que no sé nada) el modo de vida del hombre actual, lleno de neuras y de insatisfacción, que el del paleolítico, en el que el hombre se dedicaba a cazar, a pescar y a follar, que es justamente aquello (también más o menos) que aspiramos a hacer hoy en día en cuanto nos liberemos de todo lo que nos ata en nuestra civilizada vida? Un poco simple el planteamiento, pero hay algo en él que interrumpe un tanto la seguridad que los "progresistas" tenemos en el nuestro.
Pero, efectivamente, yo creo que hay otro nivel no manifiesto en la realidad,
aunque soy consciente de que esta idea es un peligroso tobogán que te puede llevar al desvarío en cuanto te descuides, porque con ella se pueden justificar las elucubraciones de cualquier paranoico. Y es que esa realidad latente sería algo así como el alma de las cosas, su entelequia, lo que las empuja en pos de lo mejor. Pero ¿qué es lo mejor? Para Marx lo era la sociedad sin clases y para Hitler un mundo de superhombres arios. Y la que armaron esos dos mejor no volver a reeditarla. Creo que, precisamente, estamos viviendo en la resaca de un tiempo en que el mundo se emborrachó con grandes ideales… que fueron el prólogo de grandes catástrofes. Vale.
O sea que estamos en el mismo punto que le llevó a Descartes a dudar de todo… aunque también con su misma necesidad de encontrar una certidumbre en la que apoyarse para no caer en la indiferencia de quien acaba concluyendo que todo da igual, que no existe lo mejor y lo peor (que no serían más que meras construcciones subjetivas), y que para qué molestarse en dedicarse a algo más que a resolver las necesidades inmediatas, si no hay ningún sitio "mejor" o más "progresivo" al que ir.
En sentido negativo, puedo decir que a la necesidad de encontrar esa certidumbre radical me empuja la vertiente de mí que da a la psicología, y desde la que creo saber que esa contrapuesta indiferencia de la que hablo tiene nombre técnico: depresión. Y la depresión es el infierno en este mundo, al que nadie quiere ir (pero en el que ha caído más de uno de los que se han guiado por la indiferencia valorativa como requisito para acceder al conocimiento; a propósito, si estuviera más preparado, quizás hubiéramos podido escarbar desde aquí en la tendencia a la depresión de Wittgenstein, tu filósofo favorito. Pero discúlpame; es una temeridad por mi parte el sólo hecho de plantearlo). Así que, parodiando a Descartes, puedo constatar que, para empezar, efectivamente, no soy nadie, no voy a ningún lado, sólo soy vacío… ergo sum. O dicho a la manera de María Zambrano: "El hombre podría definirse –una de tantas posibles definiciones– como el ser que alberga dentro de sí un vacío (…) un vacío que ha de llenarse".
El vacío se llena, para empezar con el deseo, el anhelo de algo, la esperanza de encontrar aquello que llene ese vacío. ¿Y qué es? Iba a decir que ni puta idea, pero va a quedar más elegante poner otra cita de la Zambrano: “La esperanza (…) no siempre sabe lo que pide”. Y ya que estamos: “Vivir, al menos humanamente, es transitar, estarse yendo hacia… siempre más allá”.
Así que una cosa es la realidad manifiesta y otra lo que late en el sustrato: nuestra necesidad (¡necesidad vital!) de estar siempre yendo en busca de algo más… algo mejor, algo que nos llene (o nos vaya llenando). En suma: progresando. ¿Y qué es progreso? Antes de ponerme a dar respuestas a lo Bécquer, mejor diré que progresar es algo que hay que ir descubriendo, y de lo cual creo que sólo tengo una idea suficientemente "clara y distinta": progresar es ir de lo simple a lo complejo. Por ejemplo, cuando Portugal decidió volver a ser independiente en 1640, regresó de lo complejo a lo simple, porque, cuando el Conde-Duque de Olivares quiso unificar fiscalmente (y en el sacrificio de hombres en los ejércitos) los territorios de la Corona de España, Portugal (y Cataluña, Andalucía y Nápoles) se echó para atrás (con sólidos argumentos, desde luego: creo que, en conjunto, la política de los Austrias fue bastante negativa); y acabó separándose. Y eso fue regresivo desde el punto de vista de la marcha de la historia desde lo simple hacia lo complejo. Y si algún otro territorio español, actualmente, quisiera hacer otro tanto, también ello supondría una regresión desde nuestra actual complejidad fiscal, lingüística, económica, etc. hacia fórmulas de socialización más simples (aunque ellos dijeran que no miran al pasado, sino al futuro), como vuelta a lo simple fue, salvando las distancias, que vascones y cántabros regresaran a la aldea a la caída del Imperio romano. Y además, para separarse actualmente, esos territorios tendrían que dejar opinar al resto de los españoles, porque se estaría destruyendo un organismo que no sólo depende de esos eventuales separatistas. Es lo que tiene esto de la complejidad: los organismos simples, llegado el momento evolutivo preciso, no pueden renunciar a formar parte de un todo orgánico dentro de los organismos complejos a los que pertenecen; en biología, algo así se llamaría cáncer.
Así que, por si me preguntas más en concreto que por qué soy progresista, ya tengo preparada la respuesta: porque no me gustan ni la depresión ni el cáncer. Y después, pero sólo después, me enrollaría con que si el idioma común, la unidad fiscal y de mercado, la racionalidad de las infraestructuras y trasvases… ya tú sabes. O con cuestiones metafísicas, como las que me llevarían a Kant, de quien te pongo una cita que cazo al vuelo (la traducción se nota que renquea): "Desde luego es una extraña y, en apariencia absurda proclama querer concebir una historia, según una idea de cómo debería ir el curso del mundo si se adecuara a ciertos fines racionales; parece que, con un propósito semejante sólo puede darse una novela. Sin embargo, si se tiene que suponer que la naturaleza, incluso en el juego de la libertad humana, no procede sin plan ni propósito final, esta idea podría ser de uso; y aunque seamos cortos de vista para penetrar el mecanismo secreto de su organización, esta idea debería servirnos, sin embargo, de hilo conductor para representarnos como un sistema. Al menos en grande, lo que, de lo contrario, es un agregado de acciones humanas sin plan". O sea, e invirtiendo el orden de estos argumentos: si no hay plan previsible, todo está abocado al absurdo; y si el absurdo prevalece, mejor que empecemos a hacer cola en la consulta del psiquiatra. Y a contrario sensu, los peligros de dejar reinar al absurdo puede que implícitamente estén avisando de que en el sustrato hay una especie de "plan".
Pero si no fuera así, si todo es absurdo, aún me quedaría una última trinchera; perdóname (y van dos) la manía de poner citas, pero aún me queda ésta de Nietzsche para describir esa posición que está inmediatamente antes de la de echar a correr: "Hemos arreglado para nuestro uso particular –dice– un mundo en el cual podemos vivir concediendo la existencia de cuerpos, líneas, superficies, causas y efectos, movimiento y reposo, forma y substancia, pues sin estos artículos de fe nadie soportaría la vida. Pero esto no prueba que sean verdad tales artículos. La vida no es un argumento; entre las condiciones de la vida pudiera figurar el error". Si no hubiera más remedio que escoger, yo, claro está, prefiero la vida.
P.S. Ya he encargado el libro que tienes traducido, prologado y editado sobre Wittgenstein, "Últimas conversaciones". En mi primer intento de adquirirlo, me ha fallado el acceso a la editorial Sígueme, así que he cambiado de distribuidor.
jueves, 7 de octubre de 2010
CÓMO HACER DESAPARECER A UN INDIVIDUO
Cuenta el Evangelio de Juan que había entre los fariseos un tal Nicodemo, magistrado de su secta y miembro del Sanedrín o consejo de sabios, que, aunque creía en Jesús y sus enseñanzas, no queriendo poner en riesgo su cargo y su prestigio, acudía de noche a oír a su Maestro, mientras que por el día simulaba respetar estrictamente los preceptos del judaísmo. Juan Calvino acuñó, en el siglo XVI, el término nicodemismo para referirse a la simulación que, en términos religiosos, practicaban muchos protestantes en tierra de católicos para evitar ser perseguidos. A partir de ahí, el término ha acabado sirviendo para referirse a quien disimula sus creencias religiosas, cualesquiera que sean, con el ánimo de eludir la persecución o el rechazo social. Pero no alteraremos sustancialmente su significado si sacamos el término del ámbito estricto de la sociología de la religión para poder así aludir con él al primer paso de un proceso de difuminación del individuo que tiene lugar cuando éste, acosado por un medio social hostil a sus creencias en general, prefiere aparentar ser lo que no es y creer lo que no cree.
Esa simulación no es una conducta que produzca efectos sólo en el mundo exterior al individuo, puesto que supone también para éste un estado de tensión interior que le impone un esfuerzo, quizás agotador, para mantenerse siendo el que es por debajo de lo que se siente obligado a aparentar ser. Y, tarde o temprano, toda tensión acaba buscando cómo discurrir hacia alguna forma de distensión. De este punto es de donde parte (eventualmente, no de modo inevitable) el siguiente paso que en sentido declinante se produce hacia la anulación de la individualidad. Para comprenderlo mejor haremos uso de otro concepto que ha hecho fortuna entre los aportados por la psicología al estudio del comportamiento: el de disonancia cognitiva, que debemos al psicólogo estadounidense Leo Festinger, y según el cual, cuando existen contradicciones entre dos creencias propias, las personas, un paso más allá de la simulación, acabamos finalmente optando por una sola de ellas, aquélla que nos resulta más perentoria, hasta llegar incluso al punto en que nuestra conciencia selecciona como admisibles sólo aquellas percepciones que nos confirman en los pensamientos que hemos decidido preferir, independientemente de si son hechos reales o no, con tal de reducir aquella disonancia cognitiva.
No buscaremos ejemplos de este sesgo perceptivo, emocional e intelectual entre los muy llamativos e impactantes que aporta la psicología experimental, porque nos urge referirnos a los que pone en evidencia el comportamiento político de los españoles. Así, el hecho de que en Cataluña la mayoría de hispanohablantes (escasa, pero mayoría) no sólo acate que sus hijos no puedan ser escolarizados en el idioma español o que, como dueños de sus comercios, sean multados por exhibir en ellos letreros redactados en el idioma oficial de todos los españoles, sino que además voten o se abstengan de votar favoreciendo a los partidos nacionalistas que imponen esas arbitrariedades, tal hecho, digo, no puede entenderse sino como efecto de la búsqueda de corrección de la disonancia cognitiva entre lo que lógicamente deberían defender y lo que, en sentido contrario, les impone la presión social. Una presión que, puesto que no se sostiene en la superioridad numérica, hay que entender que se origina en la coacción, que, si puede ejercerse, dicho sea de paso, es porque el estado ha renunciado a su función de amparo y protección de los individuos en el ejercicio de su libertad.
Más claro resulta el ejemplo de disonancia cognitiva que la coacción terrorista ha ido inoculando en el País Vasco a lo largo de décadas, hasta el punto de que una mayoría de vascos –que históricamente han estado siempre entre los que más orgullosamente han exhibido su españolidad– o incluso de inmigrantes del resto de España, hayan acabado sintiendo como propios los delirios nacionalistas.
O qué decir, finalmente, del hecho de que tantos españoles acepten como políticamente incorrecta cualquier manifestación pública de patriotismo (dejemos aparte los muchas veces epileptoides momentos de exaltación por los triunfos deportivos), haciendo que esta anómala relación de los españoles con España sea una excepción dentro del comportamiento universal de los hombres hacia su nación.
El caso es que la etapa final de este proceso de renuncia a la propia individualidad, la que exigiría a veces enfrentarse a las presiones enajenantes incluso a costa de hacerlo en soledad, aboca en último término a dos clases de resultados nada halagüeños: en lo personal, a la pérdida de consistencia interior que hace perder la conexión con las propias emociones, las que sirven de sustrato a la voluntad y a todo lo que dinamiza la vida en general, de modo que uno se convierte en una entidad hueca y dispuesta a moverse en la dirección hacia la que empujen los más o menos coyunturales vientos ajenos; la depresión, que no es sino expresión última de esa vaciedad interior, aguardaría al final de este proceso.
A este tipo de personas se refería Ortega cuando, bajo la caritativa fórmula que supone hablar en primera persona, decía: “No tenemos la voluntad de una existencia dinámica: vivimos rendidos e incapaces para el entusiasmo. Los mayores acontecimientos pasan sobre nosotros sin producirnos ningún temblor (…) Cada individuo se desliza silencioso por la sociedad sin la vigorosa decisión de realizar su destino”. Y en lo social, una consistencia tan feble de la personalidad colectiva va conformando esa clase de vacío que llenan los totalitarismos, o el extremo final de un declive al que otros pueblos, en dirección ascendente, contraponen el uso energizante de la libertad.
Esa simulación no es una conducta que produzca efectos sólo en el mundo exterior al individuo, puesto que supone también para éste un estado de tensión interior que le impone un esfuerzo, quizás agotador, para mantenerse siendo el que es por debajo de lo que se siente obligado a aparentar ser. Y, tarde o temprano, toda tensión acaba buscando cómo discurrir hacia alguna forma de distensión. De este punto es de donde parte (eventualmente, no de modo inevitable) el siguiente paso que en sentido declinante se produce hacia la anulación de la individualidad. Para comprenderlo mejor haremos uso de otro concepto que ha hecho fortuna entre los aportados por la psicología al estudio del comportamiento: el de disonancia cognitiva, que debemos al psicólogo estadounidense Leo Festinger, y según el cual, cuando existen contradicciones entre dos creencias propias, las personas, un paso más allá de la simulación, acabamos finalmente optando por una sola de ellas, aquélla que nos resulta más perentoria, hasta llegar incluso al punto en que nuestra conciencia selecciona como admisibles sólo aquellas percepciones que nos confirman en los pensamientos que hemos decidido preferir, independientemente de si son hechos reales o no, con tal de reducir aquella disonancia cognitiva.
No buscaremos ejemplos de este sesgo perceptivo, emocional e intelectual entre los muy llamativos e impactantes que aporta la psicología experimental, porque nos urge referirnos a los que pone en evidencia el comportamiento político de los españoles. Así, el hecho de que en Cataluña la mayoría de hispanohablantes (escasa, pero mayoría) no sólo acate que sus hijos no puedan ser escolarizados en el idioma español o que, como dueños de sus comercios, sean multados por exhibir en ellos letreros redactados en el idioma oficial de todos los españoles, sino que además voten o se abstengan de votar favoreciendo a los partidos nacionalistas que imponen esas arbitrariedades, tal hecho, digo, no puede entenderse sino como efecto de la búsqueda de corrección de la disonancia cognitiva entre lo que lógicamente deberían defender y lo que, en sentido contrario, les impone la presión social. Una presión que, puesto que no se sostiene en la superioridad numérica, hay que entender que se origina en la coacción, que, si puede ejercerse, dicho sea de paso, es porque el estado ha renunciado a su función de amparo y protección de los individuos en el ejercicio de su libertad.
Más claro resulta el ejemplo de disonancia cognitiva que la coacción terrorista ha ido inoculando en el País Vasco a lo largo de décadas, hasta el punto de que una mayoría de vascos –que históricamente han estado siempre entre los que más orgullosamente han exhibido su españolidad– o incluso de inmigrantes del resto de España, hayan acabado sintiendo como propios los delirios nacionalistas.
O qué decir, finalmente, del hecho de que tantos españoles acepten como políticamente incorrecta cualquier manifestación pública de patriotismo (dejemos aparte los muchas veces epileptoides momentos de exaltación por los triunfos deportivos), haciendo que esta anómala relación de los españoles con España sea una excepción dentro del comportamiento universal de los hombres hacia su nación.
El caso es que la etapa final de este proceso de renuncia a la propia individualidad, la que exigiría a veces enfrentarse a las presiones enajenantes incluso a costa de hacerlo en soledad, aboca en último término a dos clases de resultados nada halagüeños: en lo personal, a la pérdida de consistencia interior que hace perder la conexión con las propias emociones, las que sirven de sustrato a la voluntad y a todo lo que dinamiza la vida en general, de modo que uno se convierte en una entidad hueca y dispuesta a moverse en la dirección hacia la que empujen los más o menos coyunturales vientos ajenos; la depresión, que no es sino expresión última de esa vaciedad interior, aguardaría al final de este proceso.
A este tipo de personas se refería Ortega cuando, bajo la caritativa fórmula que supone hablar en primera persona, decía: “No tenemos la voluntad de una existencia dinámica: vivimos rendidos e incapaces para el entusiasmo. Los mayores acontecimientos pasan sobre nosotros sin producirnos ningún temblor (…) Cada individuo se desliza silencioso por la sociedad sin la vigorosa decisión de realizar su destino”. Y en lo social, una consistencia tan feble de la personalidad colectiva va conformando esa clase de vacío que llenan los totalitarismos, o el extremo final de un declive al que otros pueblos, en dirección ascendente, contraponen el uso energizante de la libertad.
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