“Sabido es que el ser humano no puede, sin más ni más, aproximarse a
otro ser humano (…) Siempre fueron menester grandes precauciones para acercarse
a esa fiera con veleidades de arcángel que suele ser el hombre. Por eso corre a
lo largo de toda la historia la evolución de la técnica de la aproximación,
cuya parte más notoria y visible es el saludo. Tal vez, con ciertas reservas,
pudiera decirse que las formas del saludo son función de la densidad de
población; por tanto, de la distancia normal a que están unos hombres de otros.
En el Sahara cada tuareg posee un radio de soledad que alcanza bastantes
millas. El saludo del tuareg comienza a cien yardas y dura tres cuartos de
hora. En la China y el Japón, pueblos pululantes, donde los hombres viven, por
decirlo así, unos encima de otros, nariz contra nariz, en compacto hormiguero,
el saludo y el trato se han complicado en la más sutil y compleja técnica de
cortesía (…) En esa proximidad superlativa todo es hiriente y peligroso: hasta
los pronombres personales se convierten en impertinencias. Por eso el japonés
ha llegado a excluirlos de su idioma, y en vez de «tú» dirá algo así como «la
maravilla presente», y en lugar de «yo» hará una zalema y dirá: «la miseria que
hay aquí»” (Ortega y Gasset[1]).