Tal y como uno es, así es el mundo que percibe. No
necesariamente quiere eso decir que el mundo en sí sea un resultado de la forma
en que se mira, la consecuencia, pues, de un delirio. Más a menudo parece ser
que de lo que se trata es de que el mundo, el mundo en sí, es poliédrico, y
llegamos a percibirlo a través de los anteojos de nuestras predisposiciones,
que encogen el campo de lo percibido hasta el punto de que solo llegamos a
comprender la porción de mundo que encaja en la hornacina de nuestra forma de
mirar.
El mundo que percibió y llegó a comprender René Descartes
(1596-1650) era real (sin perjuicio de que otros, incluso contrapuestos, lo
sean también). Tan real que nuestra civilización ha ido discurriendo en gran
medida por el cauce que él abrió con su forma de mirar. Pero sorprende la
manera en que esa perspectiva suya quedó determinada por las circunstancias que
fueron conformando su vida ya desde su más tierna infancia, de modo que casi
parecería que su filosofía no es sino su vida narrada en lenguaje cifrado.
Veámoslo.
Descartes perdió a su madre unos trece meses después de
nacer, al poco de que ella diera a luz a una hermana suya que tampoco
sobrevivió. La conmoción que supuso la ausencia de su madre quedó acentuada con
el distanciamiento físico y emocional de su padre, que, por ser consejero del
Parlamento de Bretaña, tenía que asistir a períodos de sesiones de tres o cuatro
meses cada año, dejando a la familia en casa, en La Haya. Precisamente, cuando
nació Descartes y cuando murieron su madre y su hermana recién nacida, el padre
estaba ausente. A partir de que el futuro filósofo cumpliera cuatro años, las
ausencias del padre se alargaron hasta seis meses, incluso el año entero.
También por entonces este se casó en segundas nupcias. En realidad, Descartes
se crio con su abuela, que murió cuando él tenía catorce años, aunque por
entonces ya llevaba tres o cuatro viviendo en un pensionado. Cuando, ya mayor,
Descartes había publicado algún libro, su padre manifestó su descontento porque
su hijo se dedicara a tales “majaderías”, lo que confirma la distancia afectiva
que hubo entre padre e hijo. Por lo que se refiere a un hermano y una hermana
que tenía, también Descartes vivió distanciado de ellos. “La mayor aflicción de su vida”,
según sus palabras, sin embargo, la sufrió por la muerte, tras una rápida
enfermedad, de una hija suya de cinco años, Francine, que tuvo con una
sirvienta suya a la que esta vez era él quien no quería sentirse emocionalmente
unido.
Estos angostos cauces por los que discurrió su vida
emocional es muy probable que, en buena medida al menos, fueran la causa de su
carácter enfermizo y su fragilidad, que hasta los trece años fueron extremos. Y
la inseguridad afectiva que todos aquellos infortunios provocaban fueron asimismo
causa suficiente de que tomara una determinación: si quería alcanzar la
satisfacción en la vida debería para ello depender exclusivamente de sí mismo.
Este encastillamiento afectivo encontró, por lo demás, una vía de evolución
intelectual a partir de su internamiento en el Collège de la Flèche, gestionado por los jesuitas, donde permaneció
entre los diez y los dieciocho o diecinueve años, y en el cual el director,
debido a su delicada salud, le permitía permanecer largo rato en la cama
durante las mañanas, tiempo que Descartes aprovechaba para llevar a cabo largas
meditaciones a caballo entre el sueño y la vigilia, hábito mental que conservó
durante toda su vida.
Aquella inseguridad básica a la que le habían llevado sus
circunstancias vitales serviría, precisamente, de materia prima para su
presupuesto filosófico fundamental: la duda metódica. De todo era preciso
dudar, decía, puesto que nada servía de apoyo firme y confiable (y en él la
ausencia de padres lo hacía resultar evidente); para empezar, a la hora de
buscar establecerse en la vida, y para continuar, esa duda había de emplearse
también a la hora de abordar el conocimiento de las cosas. Y aquella determinación
suya de depender exclusivamente de sí mismo cuando se trataba de buscar un
punto donde apoyarse para responder a las dudas y a los embates de la vida,
encontró asimismo una proyección filosófica en su famoso cogito: la única garantía de seguridad reside en uno mismo, en lo
que el propio pensamiento, sin ningún otro condicionante, es capaz de decirnos.
La noche del 10 de noviembre de 1619 Descartes tuvo tres
sueños que dice que le cambiaron la vida. En el primero de esos sueños se encontraba
a sí mismo paseando por las calles; entonces sintió una gran debilidad en su
lado derecho que le hizo caminar torpemente y tener la sensación de que iba a
caer a cada paso, así que trató de enderezarse. Sin embargo, un violento
viento, en una especie de remolino, le hizo dar tres o cuatro vueltas sobre su
pie izquierdo. Decidió entonces prestar atención al camino y a cada paso por
separado. Se trataba de un sueño que daba a dos vertientes: por un lado, a su
actitud ante la vida. Dice de sí, en este sentido, en el “Discurso del método”: “Y siempre sentía un deseo extremado de
aprender a distinguir lo verdadero de lo falso, para ver claro en mis actos y
andar seguro por esta vida”. Y más adelante: “Mi segunda máxima fue la de ser en mis
acciones lo más firme y resuelto que pudiera y seguir tan constante en las más
dudosas opiniones, una vez determinado a ellas, como si fuesen segurísimas,
imitando en esto a los caminantes que, extraviados en algún bosque, no deben
andar errantes dando vueltas por una y otra parte, ni menos detenerse en un
lugar, sino caminar siempre lo más derecho que puedan hacia un sitio fijo, sin
cambiar de dirección por leves razones, aun cuando en un principio haya sido
sólo el azar el que les haya determinado a elegir ese rumbo, pues de este modo,
si no llegan precisamente a donde quieren ir, por lo menos acabarán por llegar
a alguna parte, en donde es de pensar que estarán mejor que no en medio del
bosque”. Así pues, dejaba en evidencia su necesidad de contrarrestar sus
fuentes de duda y de inseguridad, las que se asemejaban a esa circunstancia de
andar perdido en un bosque. ¿Y cómo contrarrestarlas? Aquí su sueño le daba
también pautas para llegar a conseguirlo: atender al camino dando cada paso por
separado. Lo cual tuvo traducción, asimismo -y aquí está la otra vertiente a la que daba su sueño-, al lenguaje de su filosofía, cuando
propuso el método deductivo como fórmula para acceder al conocimiento. Según
este método, pareciera que extraído de su sueño, cuando se aborda alguna
cuestión compleja que no puede ser evidente por sí misma, lo que procede es
desmenuzarla, analizarla, hasta que quede descompuesta en sus elementos más
simples y que, en cuanto tales, lleguen a resultar evidentes. Una vez hecho
esto, se procede a realizar la síntesis, que consiste en recomponer
ordenadamente la totalidad compleja, avanzando de elemento simple en elemento
simple, de evidencia en evidencia. El todo resulta así de la suma de las partes…
y nada más que de esa suma.
Un método, pues, que su sueño le había revelado en clave
simbólica: prestar atención a cada paso por separado. No solo el sueño sirve de
alusión extra-filosófica a su método, sino que, como dice en la tercera de sus Meditaciones metafísicas: “Todo
el tiempo de mi vida puede ser dividido en una infinidad de partes, cada una de
las cuales no depende de ninguna manera de las demás; y por ello, del hecho de
que un poco antes yo haya sido, no se sigue que deba ser ahora, a no ser que en
este momento alguna causa me produzca y me cree, por así decirlo, de nuevo, es
decir, me conserve”. No existe, pues, propiamente el todo, solo las partes, cada
una de las cuales no depende de las demás, de la misma forma que en su vida
tampoco había habido una continuidad entre sus partes que les sirviera de nexo,
una posible narración que permitiera establecer una identidad en su
personalidad por encima de cada concreta situación. Faltaba la confianza
necesaria para asentarse en la idea de que existir en un momento determinado
permite suponer que va a seguir siendo así después. Otra causa, independiente
de la que produjo el momento anterior, habrá de sobrevenir produciendo el
momento siguiente para que sea posible la sensación de que se conserva el
propio ser, de que uno, efectivamente, existe. Uno construye su ser paso a
paso; o más bien, no existe propiamente el ser, solo cada parte, igual que el
cuerpo, como establecerá el mecanicismo cartesiano, está hecho de partes u
órganos independientes (presupuesto, por otro lado, que ha servido de base al
modelo que actualmente, en su acusada especialización, sigue la medicina). La
inseguridad personal, pues, que había sido tan persistente a lo largo de la
vida de Descartes quedaba así transformada en instrumento filosófico a la hora
de construirse una perspectiva desde la que abordar el conocimiento de las
cosas.
Esa inseguridad quedaba referida en Descartes, ante todo, a
su entorno social. Además de la que apuntaba a la ausencia de sus padres, llegaba
a ampliarse hasta incluir en ella la que le provocaba su prójimo en general. Uno
de sus biógrafos decía que “Descartes casi no admiraba ni nada ni a
nadie”;
se afirmaba asimismo en la idea de que a nadie debía nada. Estos modos de
autoafirmación bien pueden ser entendidos como un mecanismo de defensa frente
al sentimiento de abandono que en lo más profundo le invadía. Por eso, en lo que confiaba
era en sus propias reflexiones. ¿Y cómo estar convencido de que uno mismo no se
engaña sin saberlo? Al final, Descartes se remitía a Dios: el hecho de que la
suma de los ángulos de un triángulo sea igual a la suma de dos ángulos rectos
se debe a que Dios ha querido que así sea, y ha grabado esa ley natural en
nuestras mentes. Nada del mundo garantiza que, aunque seamos y tengamos
consistencia en un momento determinado, vayamos necesariamente a seguir siendo
un momento después: “Del hecho de que seamos no se sigue que seamos un momento después”,
dice concretamente Descartes. Así que, para no hundirse en el pesimismo y la
depresión por ser tan inconsistentes, tuvo que echar mano de Dios: Él, que es
quien nos produjo, que es la primera causa de que nosotros seamos, continúa
produciéndonos, conservándonos. Si existimos y seguimos existiendo es porque
Dios lo quiere, dado que el mundo y el resto de los congéneres no lo garantizan
en absoluto. Desconfianza que dejaba de manifiesto cuando opinaba que una mujer
hermosa, un buen libro y un perfecto predicador se contaban entre las cosas más
difíciles de encontrar en este mundo. Nada de eso llegaba a equipararse en
altura a la verdad.