domingo, 30 de julio de 2017

Cómo hay que afrontar la muerte

Resumen: La vida tiene sentido en la medida en que la convertimos en un medio para lograr unas metas que nunca llegaremos a alcanzar. La vida resulta ser insuficiente para lograr aquello que, si lo consiguiéramos, le daría un sentido. Pero si renunciáramos a ello, si nos rindiéramos al absurdo, la vida habría perdido su función. Una vida absurda es un oxímoron. Vivimos porque aspiramos al sentido.
     Fijémonos a este propósito en el ejemplo que nos aporta la biografía de Cervantes (1547-1616). Nuestro emblemático escritor, cuando iba a morir, expresó que tenía plena conciencia de ello. Lo hizo en el prólogo a “Los trabajos de Persiles y Segismunda”, cuya redacción terminó cuatro días antes de su muerte, justo cuando recibió los últimos sacramentos. Al día siguiente redactó la dedicatoria al conde de Lemos, que dice así: “Puesto ya el pie en el estribo / Con las ansias de la muerte, / gran señor, ésta te escribo. Ayer me dieron la Extremaunción, y hoy escribo ésta. El tiempo es breve, las ansias crecen, las esperanzas menguan, y con todo esto, llevo la vida sobre el deseo que tengo de vivir…”. Aún sigue escribiendo el 20 de abril, dos días antes de su muerte, en que dicta de un tirón el prólogo a “Los trabajos de Persiles y Segismunda”. Muere, efectivamente, el 22 de abril de 1616. Pero, como se ve, no había renunciado a sus proyectos. Aún tenía pendientes otras novelas que había prometido escribir en sus prólogos y dedicatorias, así como la segunda parte de “La Galatea”. Siguió deseando escribir aun cuando sabía que ya no podría hacerlo: “Llevo la vida sobre el deseo que tengo de vivir…”, de vivir en función de sus proyectos, que nunca da por terminados. Mientras Cervantes vive, sigue proyectando, sigue mirando al futuro. Sabe quién es, y sigue queriendo serlo. El yo que siente ser le es irrenunciable. Incluso cuando la muerte se le avecina.
     Unamuno traduce a Spinoza: “Cada cosa, en cuanto es en sí, se esfuerza por perseverar en su ser (...) el esfuerzo con que cada cosa trata de perseverar en su ser no es sino la esencia actual de la cosa misma”. Jean Grondin matiza: “Toda vida aspira a la supervivencia, ciertamente a mantenerse en vida, pero también aspira a una sobre-vida, a un ser-mejor, a un ‘ser-más’ en el que la vida tenga ‘más’ sentido”. En el hombre, esa cosa que se esfuerza por perseverar en su ser es el yo. Y ese yo que Cervantes es incluye los proyectos, lo que todavía no es. Ese yo empuja hacia un futuro que trasciende de lo que la duración de la vida permite. Dando sustento a esta aparente incongruencia, decía Viktor E. Frankl: “No existe ninguna situación en la que la vida deje ya de ofrecernos una posibilidad de sentido, y no existe tampoco ninguna persona para la que la vida no tenga dispuesta una tarea”… incluso cuando ya no haya tiempo de realizar esa tarea. Por eso, lo que somos postula el más allá, porque tenemos “yo” en la medida en que tenemos futuro, aun cuando objetivamente ya no tengamos futuro. “Que lo quiera o no, que lo advierta o no, el hombre cree en un sentido hasta su último aliento –explica también Frankl– (…) He visto morir a ateos convencidos que, a lo largo de su vida, (…) se negaban a admitir un sentido más alto desde un punto de vista dimensional. Pero en su lecho de muerte tuvieron algo que fueron incapaces de vivir con anterioridad a lo largo de decenios: (…) De profundis irrumpe algo, pugna por salir algo, asoma una confianza sin límites que no sabe al encuentro de qué o de quién se va ni tampoco en qué o quién confía, pero que se rebela al conocimiento del infausto pronóstico (…) El enfermo (…) sigue esperando hasta el fin ¿En qué? La esperanza (…) tiene que estar anclada en el ser humano, que nunca puede estar sin esperanza, tiene que apuntar de forma anticipada a un cumplimiento futuro”.
     Coincidiendo con las apreciaciones de Viktor Frankl, dice Carl Gustav Jung en una entrevista que está colgada en youtube (https://www.youtube.com/watch?v=6ZP4Doxz1-g) : “Debemos considerar la muerte como un objetivo, y alejarse de ese objetivo es evadir la vida y los propósitos de la vida. He tratado a numerosas personas de edad avanzada y es bastante interesante ver lo que su consciencia está haciendo con el hecho de que aparentemente está siendo amenazada con un final total: es ignorado. La vida se comporta como si continuara. Y por tanto creo que es mejor que la persona de edad avanzada siga viviendo, espere gozar del día siguiente como si la persona fuese a disfrutar por siglos. Y… entonces vive apropiadamente. Pero cuando tiene miedo, cuando no mira hacia adelante, mira hacia atrás, entonces la persona se petrifica, se pone rígida y muere antes de tiempo. Cuando sigue viviendo, esperando la gran aventura que está por delante, entonces vive. Y eso es lo que tu consciencia está intentando hacer. Por supuesto, es bastante obvio que todos vamos a morir y este es el triste final de todo. Pero, sin embargo, hay algo en nosotros que no cree en ello aparentemente. Esto es simplemente un hecho, un hecho psicológico. Para mí no significa que esto prueba algo. Es simplemente así. Por ejemplo, yo, tal vez, no sé por qué necesitamos sal. Pero comemos sal, también, porque nos sentimos mejor. Y así, cuando piensas de cierta manera, puedes sentirte considerablemente mejor. Y, en mi opinión, si piensas de acuerdo a las líneas de la naturaleza, entonces piensas apropiadamente”.
     El sentido de la vida discurre sobre el hecho (¿?) de que hacemos la vida como si aspiráramos a algo que, en realidad, nunca alcanzaremos del todo. Cada meta es una etapa del camino hacia la meta siguiente. Imposible parar, porque la vida consiste en eso, en aspirar siempre a algo más que lo que hemos alcanzado. Sobre esa aspiración siempre insatisfecha discurre la vida, que se inventó, precisamente, para recorrer el camino hacia lo imposible, más aún, que consiste estrictamente en eso. ¿Qué sentido tiene esto de vivir, es decir, de perseguir lo inalcanzable?  Si dejamos que responda el espíritu de esta época descreída, concluiremos que resulta evidente que ninguno. Si respondemos nosotros mismos, los que estamos metidos en el empeño de vivir, diremos que el sentido de la vida es una verdad que, como que dos y dos sean cuatro, descubrimos en nuestra intimidad y que esperamos que esa verdad culmine de alguna manera en la realidad externa, la que nos trasciende. Si uno se inclina hacia el lado del sentido, podemos incluso llamar Dios a eso que es inalcanzable, eternamente desconocido, siempre escondido, pero que tira de nosotros hacia delante, en su busca. “Nos has hecho para ti, Señor, y nuestro corazón estará insatisfecho hasta que descanse en ti”, decía San Agustín. Algo que no existe o que nunca llegaremos a conocer resulta que es lo que explica que las cosas existan. Sobre esta paradoja se ha constituido la vida. Sin esa aspiración a lo que no existe, sin esa esperanza de alcanzar lo que nunca alcanzaremos, la vida tampoco existiría. No es preciso, pues, que Dios exista objetivamente; solo es imprescindible que asumamos que, como decía Jung, es una realidad psíquica, una necesidad subjetiva.
     Nuestra necesidad de sentido nace de su contrario: el sentimiento de insignificancia que nos constituye desde que nacemos. Ese sentido que ha de redimirnos es lo que nos permitirá sobreponernos a aquella insuficiencia de partida, lo que hará que nuestra vida tenga una razón de ser. Venimos a la vida no siendo nada, y vivimos para llegar a ser alguien, para alcanzar una identidad que justifique haber estado aquí… una identidad que, sin embargo, se nos aleja, como el horizonte, a medida que creemos acercarnos a ella. La vida se nos da para que busquemos cómo añadirle algún valor. Perder la referencia de esa meta equivale a dar por terminada nuestra búsqueda; dicho de otra forma: equivale a anticipar la muerte y a abrir la puerta a la enfermedad que hacia ella nos encamina. Porque, como dejó dicho Jung en su biografía: “La carencia de sentido impide la plenitud de la vida y significa por ello enfermedad. El sentido hace muchas cosas, quizás todas, más soportables”. Y afirmar el sentido de la vida es algo que discurre (absurdamente) sobre el hecho de que la vida sea insuficiente para alcanzar ese sentido.

sábado, 15 de julio de 2017

¿Estamos volviendo al nomadismo?

Resumen: el Universo, desde que se puso a funcionar, lo hizo a partir de dos impulsos fundamentales: acción y reacción, movimiento e inercia. De ahí nacieron a su vez la tormenta y la calma, la pleamar y la bajamar, Sodoma y el Diluvio, el pecado y el arrepentimiento… y, llegado el caso, el nomadismo y el sedentarismo. Dado que resulta demasiado difícil mantener funcionando a la vez esos dos impulsos contradictorios, los hombres nos sesgamos alternativamente hacia uno de los dos polos. Hoy nos estamos pasando cuatro pueblos con nuestro impulso nómada. Y está claro que toca ya echar el freno y que empiece a asomar el sesgo contrario.
 
 
     El ser humano está constituido sobre la base de dos impulsos fundamentales y contrapuestos: el que lo empuja hacia el cambio y el que lo hace hacia la permanencia, prolongando así los impulsos que también caracterizan al universo en general, el movimiento y la inercia, la acción y la reacción. Probablemente, el nomadismo y el sedentarismo no son sino capas concéntricas que respectivamente se levantaron en los modos de vida a partir de esos impulsos primigenios. El primitivo cazador-recolector, mientras iba de un lado para otro persiguiendo a las movedizas manadas de animales, o al compás de las estaciones en busca de los frutos que le ofrecía la naturaleza, estaba sesgando su forma de ser hacia su vertiente nómada y dejando en la sombra las funciones vitales que le reclamaba la parte suya que ansiaba permanecer. Y cuando los hombres decidieron asentarse, vivir al lado de los campos sembrados y junto a sus animales domesticados, lo que dejó en la orilla fue la vertiente de su ser que más reconciliada estaba con su tendencia a ir de acá para allá.  
 
     Cuando el hombre se puso a pensar, las filosofías que fueron apareciendo vinieron también a levantarse como racionalización de esos dos impulsos primigenios: del miedo o rechazo a los cambios surgieron filosofías como la de Parménides, que negaba que existieran, o la de Platón, que pensaba que tras este mundo de apariencias que nos muestran los sentidos, estaba el mundo verdadero, el de las ideas eternas, al que se accede a través de la mente y el recuerdo. El “todo fluye” de Heráclito, mientras tanto, podría servir de expresión para esa otra vertiente del pensamiento que viene a dar razón de nuestra parte nómada. También la filosofía de Demócrito, para quien lo único que permanece son los átomos, y a partir de ellos todo es cambio. O los cínicos y los sofistas, para quienes no había más realidad que la individual y el hombre, el individuo, era la medida de todas las cosas; por tanto, todas las cosas variaban en función de cada hombre. Y cuando la escolástica medieval vino a dar razón de nuestra paradoja constitutiva, se escindió entre el nominalismo, que, representando al nomadismo intelectual, defendió la idea de que solo existen los individuos, y el realismo, que, al modo platónico, sostenía que hay realidades universales permanentes por encima de las individualidades.
     Hoy vivimos en una época que, sin ahogar del todo (no sería posible) nuestras pulsiones sedentarias, está sesgada hacia el nominalismo (hacia nuestra parte nómada). Desde el Renacimiento para acá, junto a las ideas que han ido dando consistencia al individualismo, ha ido ganando terreno la tendencia a la movilidad. Pico Della Mirándola, un humanista y pensador italiano de finales del siglo XV, en su “Discurso sobre la dignidad del hombre”, considerado como el manifiesto del Renacimiento, formulaba esa nueva manera de entender la vida a través de esta imaginaria exhortación que Dios dirigía al hombre: “No te he dado un puesto fijo, ni una imagen peculiar, ni un empleo determinado –le decía–. Tendrás y poseerás por tu decisión y elección propia aquel puesto, aquella imagen y aquellas tareas que tú quieras”. Gracias a esa nueva movilidad, salieron de los puertos las carabelas de Colón y las naves de Magallanes y Elcano, y, frente a un cielo que se creía inmóvil y eterno, empezaron a descubrirse nuevos planetas y a comprobarse que el universo era algo cambiante. “El hombre moderno –dice Ortega– vive asomado al mañana para ver llegar la novedad”. Ese hombre reanudaba así su atracción hacia el sesgo de sus creencias que le llevaban a confirmar que “todo fluye".
 
     Desde el Renacimiento para acá, el punto de inflexión más importante en la dirección que supone un reforzamiento de las funciones vitales ligadas al nomadismo y consiguiente ensombrecimiento de aquellas otras que nos hacen preferir lo que permanece, lo marcó el Romanticismo. A partir de entonces, la realidad que se ponía al alcance de los hombres dejó de requerir asentamientos, rutinas, permanencias y empezó a diluirse a medida que esos hombres marchaban en busca de la novedad, de lo que desencadenaba el caudal de sus emociones, de lo que animaba sus órganos sensoriales con experiencias renovadas una y otra vez. “El romanticismo –dice Ortega– (…) Es un ‘¡sálvese quien pueda!’. Cada individuo tiene que buscarse sus principios de vida –no puede apoyarse en nada preestablecido”. Lo permanente aburría a los románticos, de modo que pasó a ser prevalente todo lo que favoreciera la novedad; a veces con resultados catastróficos para la personalidad de quien se ladeaba demasiado hacia ella. Por ejemplo, Heinrich von Kleist, destacado escritor romántico, que una vez impregnado de la creencia de que nada permanece, sufrió una crisis que le llevó a considerar su vida carente de sentido. Así se expresaba en una carta dirigida a su hermana: “La idea de que no sabemos nada de la verdad, nada en absoluto, que aquello que aquí llamamos verdad, tras la muerte se llamará de otra manera, y que por tanto el afán de conseguir algo propio que nos siga también a la tumba es totalmente vano y estéril, esta idea me ha estremecido en el santuario de mi alma (…) Mi único y máximo objetivo ha caído y ya no tengo ninguno”. Acabó suicidándose. Dice el historiador Arnold Hauser que “el desasosiego y la indecisión románticos se convierten en una epidemia, en la ‘enfermedad del siglo’; el sentimiento de aislamiento, en un culto resentido de la soledad; la pérdida de la fe en altos ideales, en individualismo anárquico; la fatiga cultural y el tedio de la vida, en un coqueteo con la vida y la muerte".
     Heredando aquellas predisposiciones que cristalizaron con el Romanticismo, se han producido en la actualidad efectos que abarcan todos los ámbitos de la cultura, tan variados como la gran afición a los viajes y el turismo, la movilidad social, los divorcios masivos, las modas, la teoría de la relatividad, la crisis de las instituciones, la de los valores y los principios (es decir, el relativismo moral), la fisión nuclear, el consumismo, que se mantiene a base de productos constantemente renovados, la ausencia de requisitos formales en las artes… y el invento de los psicofármacos, necesarios para contrarrestar el ahogo que, en esta época neonómada, está sufriendo la otra parte de nosotros que necesita refugios en los que encontrar aquello que merece la pena ser repetido.
 

sábado, 8 de julio de 2017

De cómo el lenguaje sirve para compartir delirios


Resumen: Debemos estar agradecidos a nuestra vulnerabilidad, a lo insignificante de nuestra condición de partida cuando aterrizamos en este mundo. Ello hizo de nosotros, como dijo Ortega, seres “esencialmente inadaptados e inadaptables”. Por ello, lo primero que inventamos los homines sapiens fue ese refugio frente a la realidad que es la fantasía. De ella nació nuestra inteligencia y nuestro peculiar lenguaje. Y debido a ellos podemos decir que el “homo sapiens” es el único animal capaz de delirar.
     El hombre lo es porque, a diferencia del resto de los animales, se hizo capaz de fabricar utensilios. Para ello tuvo que renunciar a andar a cuatro patas y liberar sus extremidades delanteras, que pasó a utilizar en esa fabricación. Pero alcanzar la verticalidad no fue una tarea fácil para nosotros, los humanos. Especialmente para las mujeres, puesto que una andadura erecta requería caderas más estrechas, lo que redujo el canal del parto, y ello coincidiendo, además, con el momento en el que el cerebro humano estaba aumentando y, por tanto, la cabeza de los bebés haciéndose cada vez más grande. La evolución empujó entonces en la dirección de favorecer los nacimientos más tempranos, para que fuera más fácil realizar el parto. En consecuencia, y ya desde entonces, los seres humanos nacemos prematuramente. Mientras que un potro puede trotar poco después de nacer y un gatito con pocas semanas de vida es capaz de irse a buscar comida por su cuenta, los bebés humanos no podrían sobrevivir si, durante mucho tiempo después de nacer, no hubiera alguien que les procurara sustento, protección y afecto. Por lo demás, su vulnerabilidad hizo que los hombres desarrollaran una sociabilidad y apoyo mutuo mucho mayor que cualquier otro animal.
     Así que empezamos por ser, o al menos sentirnos, insignificantes, más que ningún otro ser vivo, y rápidamente nos dimos cuenta de ello: cuando a un niño lo dejan solo, enseguida sufre la sensación de abandono y le entra el pánico. La insignificancia, la sensación de extrañamiento, el miedo… son las primeras marcas que se incrustan en nuestra personalidad en cuanto reparamos en que hemos llegado a este mundo.
     Es curioso, de todas formas: porque resulta que nuestro triunfo como especie se debe precisamente a nuestra vulnerabilidad, a nuestra insignificancia de partida. Y es que, para compensarlas, desarrollamos ese órgano exclusivo que nos hizo tan diferentes: la inteligencia, el pensamiento abstracto, que, aparentemente al menos, fueron las inmediatas secuelas de nuestro plus de sociabilidad y consiguiente necesidad de comunicarnos, es decir, de la aparición del lenguaje. Esto sería así, pues, si la inteligencia hubiera evolucionado como consecuencia de nuestra capacidad de poner nombre a las cosas. Yuval Noah Harari llama la atención, sin embargo, en su mundialmente exitoso libro “De animales a dioses”, sobre el hecho de que el tipo de lenguaje que hizo triunfar al homo sapiens sobre el resto de los animales y, más significativamente, sobre los neandertales y las otras especies del género humano, fue un lenguaje que no se reducía a describir las cosas concretas del mundo que le rodeaba, sino que se basaba, y se sigue basando, en ficciones; por tanto en algo que, sin muchos reparos, podríamos considerar delirios, fantasías que la mente de los individuos superpone a la estricta realidad. Eran esas ficciones, los mitos compartidos, las que constituyeron el núcleo de la revolución cognitiva que tuvo lugar hace 70.000 años, y con la que el homo sapiens dejó atrás a todas las demás especies. Mientras que la información compartida a partir de un lenguaje dedicado a describir las cosas reales –la comunicación característica de los neandertales–, solo conseguía sustentar un mundo común del que apenas participaban comunidades, todo lo más, de 150 individuos, compartir mundos ficticios, que era lo que hacía posible el lenguaje a los sapiens, hacía que las comunidades formadas por estos alcanzasen números mucho mayores. Ideas como espíritus, nación, ley, dinero, derechos humanos, Dios… no hacen referencia a ninguna cosa objetivamente constatable, son abstracciones que viven en la mente de los individuos, y, cuando esas abstracciones o ficciones son creídas y compartidas por una comunidad, se alcanza entre sus individuos un grado de cohesión interna que hace que no sea un requisito previo que tales individuos se conozcan para que se sientan parte de una misma comunidad. De esa manera se hizo posible la formación de comunidades de cientos, miles y, a la larga, millones de individuos. Ahí radica la esencial superioridad del homo sapiens.
     Por tanto, parece ser que el lenguaje de esta concreta especie humana no surge primariamente de la necesidad de compartir información referida al mundo exterior, sino que se originó en las entrañas de aquellos individuos, en una fantasía que hay que entender que vino a servir de refugio frente a una realidad que se vivía como hostil. “La imaginación es el poder liberador que el hombre tiene”, decía Ortega; y, evidentemente, de lo que esa imaginación libera es de las apreturas y tribulaciones que produce la realidad. Nuestra esencial inadaptación a esa realidad que sirve de correlato a nuestra intrínseca vulnerabilidad, a nuestra constitutiva insignificancia, habría servido de hornacina para que en ella buscase acomodo nuestro evasivo, introvertido fantaseo. Dios, por ejemplo, sería una alternativa a la realidad; lo mismo que el espíritu, los derechos humanos, la fe en lo que no vemos y todo ese conjunto de ficciones que, una vez compartidas, dan sustento a una cultura y a una sociedad. Y aquel lenguaje del homo sapiens, el mismo que en lo esencial hoy mantenemos, vendría a dar expresión a esas fantasías, a esas ficciones que, en su origen serían elaboraciones de la angustia, del sentimiento de insuficiencia frente a la realidad. Un mito sería así una manera compartida de evadirse de la realidad para tratar de compensar las insuficiencias que sufrimos frente a ella, las incógnitas que nos produce, los miedos que en nosotros desencadena, las esperanzas que, por encima de ella, nos mueven. El mito solo recoge elementos de la realidad como modo coyuntural de dar vestidura a predisposiciones íntimas. Casi, casi podríamos decir, en conclusión, que aquel lenguaje que más nos ha caracterizado desde la revolución cognitiva de hace 70.000 años de la que habla Harari es un a modo de expresión de angustias y derivados suyos compartidos. Eso que, al contrastarlo con la realidad, le hemos puesto, entre otros nombres, el de delirios.