Resumen: La vida tiene sentido en la medida en que la
convertimos en un medio para lograr unas metas que nunca llegaremos a
alcanzar. La vida resulta ser insuficiente para lograr aquello que, si lo
consiguiéramos, le daría un sentido. Pero si renunciáramos a ello, si nos
rindiéramos al absurdo, la vida habría perdido su función. Una vida absurda es
un oxímoron. Vivimos porque aspiramos al sentido.
Fijémonos a este propósito en el ejemplo que nos aporta la
biografía de Cervantes (1547-1616). Nuestro emblemático escritor, cuando iba a morir,
expresó que tenía plena conciencia de ello. Lo hizo en el prólogo a “Los
trabajos de Persiles y Segismunda”, cuya redacción terminó cuatro días
antes de su muerte, justo cuando recibió los últimos sacramentos. Al día
siguiente redactó la dedicatoria al conde de Lemos, que dice así: “Puesto
ya el pie en el estribo / Con las ansias de la muerte, / gran
señor, ésta te escribo. Ayer me dieron la Extremaunción, y hoy escribo ésta. El
tiempo es breve, las ansias crecen, las esperanzas menguan, y con todo esto,
llevo la vida sobre el deseo que tengo de vivir…”. Aún sigue
escribiendo el 20 de abril, dos días antes de su muerte, en que dicta de un
tirón el prólogo a “Los trabajos de Persiles y Segismunda”. Muere,
efectivamente, el 22 de abril de 1616. Pero, como se ve, no había renunciado a
sus proyectos. Aún tenía pendientes otras novelas que había prometido escribir
en sus prólogos y dedicatorias, así como la segunda parte de “La
Galatea”. Siguió deseando escribir aun cuando sabía que ya no podría
hacerlo: “Llevo la vida sobre el deseo que tengo de vivir…”,
de vivir en función de sus proyectos, que nunca da por terminados. Mientras
Cervantes vive, sigue proyectando, sigue mirando al futuro. Sabe quién es, y
sigue queriendo serlo. El yo que siente ser le es irrenunciable. Incluso cuando
la muerte se le avecina.
Unamuno traduce a Spinoza: “Cada cosa, en cuanto es en sí,
se esfuerza por perseverar en su ser (...) el esfuerzo con que cada cosa trata
de perseverar en su ser no es sino la esencia actual de la cosa misma”.
Jean Grondin matiza: “Toda vida aspira a la supervivencia,
ciertamente a mantenerse en vida, pero también aspira a una sobre-vida, a un
ser-mejor, a un ‘ser-más’ en el que la vida tenga ‘más’ sentido”. En el
hombre, esa cosa que se esfuerza por perseverar en su ser es el yo. Y
ese yo que Cervantes es incluye los proyectos, lo que todavía no es. Ese yo
empuja hacia un futuro que trasciende de lo que la duración de la vida permite.
Dando sustento a esta aparente incongruencia, decía Viktor E. Frankl: “No
existe ninguna situación en la que la vida deje ya de ofrecernos una
posibilidad de sentido, y no existe tampoco ninguna persona para la que la vida
no tenga dispuesta una tarea”… incluso cuando ya no haya tiempo de
realizar esa tarea. Por eso, lo que somos postula el más allá, porque tenemos “yo”
en la medida en que tenemos futuro, aun cuando objetivamente ya no tengamos
futuro. “Que lo quiera o no, que lo advierta o no, el hombre cree en un
sentido hasta su último aliento –explica también Frankl– (…)
He visto morir a ateos convencidos que, a lo largo de su vida, (…) se negaban a
admitir un sentido más alto desde un punto de vista dimensional. Pero en su
lecho de muerte tuvieron algo que fueron incapaces de vivir con anterioridad a
lo largo de decenios: (…) De profundis irrumpe algo, pugna por salir algo,
asoma una confianza sin límites que no sabe al encuentro de qué o de quién se
va ni tampoco en qué o quién confía, pero que se rebela al conocimiento del
infausto pronóstico (…) El enfermo (…) sigue esperando hasta el fin ¿En qué? La
esperanza (…) tiene que estar anclada en el ser humano, que nunca puede estar
sin esperanza, tiene que apuntar de forma anticipada a un cumplimiento futuro”.
Coincidiendo con las apreciaciones de Viktor Frankl, dice Carl
Gustav Jung en una entrevista que está colgada en youtube (https://www.youtube.com/watch?v=6ZP4Doxz1-g)
: “Debemos
considerar la muerte como un objetivo, y alejarse de ese objetivo es evadir la
vida y los propósitos de la vida. He tratado a numerosas personas de edad
avanzada y es bastante interesante ver lo que su consciencia está haciendo con
el hecho de que aparentemente está siendo amenazada con un final total: es
ignorado. La vida se comporta como si continuara. Y por tanto creo que es mejor
que la persona de edad avanzada siga viviendo, espere gozar del día siguiente
como si la persona fuese a disfrutar por siglos. Y… entonces vive
apropiadamente. Pero cuando tiene miedo, cuando no mira hacia adelante, mira
hacia atrás, entonces la persona se petrifica, se pone rígida y muere antes de
tiempo. Cuando sigue viviendo, esperando la gran aventura que está por
delante, entonces vive. Y eso es lo que tu consciencia está intentando hacer.
Por supuesto, es bastante obvio que todos vamos a morir y este es el triste
final de todo. Pero, sin embargo, hay algo en nosotros que no cree en ello
aparentemente. Esto es simplemente un hecho, un hecho psicológico. Para mí
no significa que esto prueba algo. Es simplemente así. Por ejemplo, yo, tal
vez, no sé por qué necesitamos sal. Pero comemos sal, también, porque nos
sentimos mejor. Y así, cuando piensas de cierta manera, puedes sentirte
considerablemente mejor. Y, en mi opinión, si piensas de acuerdo a las líneas
de la naturaleza, entonces piensas apropiadamente”.
El sentido de la vida discurre sobre el hecho (¿?) de que
hacemos la vida como si aspiráramos a algo que, en realidad, nunca alcanzaremos
del todo. Cada meta es una etapa del camino hacia la meta siguiente. Imposible
parar, porque la vida consiste en eso, en aspirar siempre a algo más que lo que
hemos alcanzado. Sobre esa aspiración siempre insatisfecha discurre la vida,
que se inventó, precisamente, para recorrer el camino hacia lo imposible, más
aún, que consiste estrictamente en eso. ¿Qué sentido tiene esto de vivir, es
decir, de perseguir lo inalcanzable? Si
dejamos que responda el espíritu de esta época descreída, concluiremos que
resulta evidente que ninguno. Si respondemos nosotros mismos, los que estamos
metidos en el empeño de vivir, diremos que el sentido de la vida es una verdad
que, como que dos y dos sean cuatro, descubrimos en nuestra intimidad y que
esperamos que esa verdad culmine de alguna manera en la realidad externa, la
que nos trasciende. Si uno se inclina hacia el lado del sentido, podemos
incluso llamar Dios a eso que es inalcanzable, eternamente desconocido, siempre
escondido, pero que tira de nosotros hacia delante, en su busca. “Nos has
hecho para ti, Señor, y nuestro corazón estará insatisfecho hasta que descanse
en ti”,
decía San Agustín. Algo
que no existe o que nunca llegaremos a conocer resulta que es lo que explica
que las cosas existan. Sobre esta paradoja se ha constituido la vida. Sin esa
aspiración a lo que no existe, sin esa esperanza de alcanzar lo que nunca alcanzaremos,
la vida tampoco existiría. No es preciso, pues, que Dios exista objetivamente;
solo es imprescindible que asumamos que, como decía Jung, es una realidad
psíquica, una necesidad subjetiva.
Nuestra necesidad de sentido nace de su contrario: el sentimiento
de insignificancia que nos constituye desde que nacemos. Ese sentido que ha de
redimirnos es lo que nos permitirá sobreponernos a aquella insuficiencia de
partida, lo que hará que nuestra vida tenga una razón de ser. Venimos a la vida
no siendo nada, y vivimos para llegar a ser alguien, para alcanzar una
identidad que justifique haber estado aquí… una identidad que, sin embargo, se
nos aleja, como el horizonte, a medida que creemos acercarnos a ella. La vida
se nos da para que busquemos cómo añadirle algún valor. Perder la referencia de
esa meta equivale a dar por terminada nuestra búsqueda; dicho de otra forma:
equivale a anticipar la muerte y a abrir la puerta a la enfermedad que hacia
ella nos encamina. Porque, como dejó dicho Jung en su biografía: “La carencia de sentido impide la
plenitud de la vida y significa por ello enfermedad. El sentido hace muchas
cosas, quizás todas, más soportables”. Y afirmar el sentido de la vida
es algo que discurre (absurdamente) sobre el hecho de que la vida sea
insuficiente para alcanzar ese sentido.