Esa torsión radical, y a menudo excluyente, hacia lo
interior había sido explícitamente promovida por Jesucristo cuando, con incuestionable
sutileza, predicaba diciendo: “Habéis oído que se dijo: No cometerás
adulterio. Pero yo os digo que todo el
que mira con malos deseos a una mujer ya ha cometido adulterio con ella en su
corazón”. No solo el pecado, también la virtud acontecía para Jesús de
puertas adentro: “No hagáis el bien para que os vean los hombres (…) Tú, cuando des
limosna, que no sepa tu mano izquierda lo que hace la derecha. Así tu limosna
quedará en secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te premiará”. Y
asimismo, la relación con Dios dejaba de estar supeditada a los rituales
externos: “Tú, cuando ores, entra en tu habitación, cierra la puerta y ora a tu
Padre, que está en lo secreto”. En consecuencia, San Pablo, el
auténtico promotor del cristianismo como institución, recomendaba: “No os acomodéis a los criterios de este
mundo; al contrario, transformaos, renovad vuestro interior para que podáis
descubrir cuál es la voluntad de Dios, qué es lo bueno, lo que le agrada, lo
perfecto”.
Una de las más graves
consecuencias de esta manera de ver las cosas (o de desatenderlas, podríamos
decir) fue la doctrina según la cual las obras que uno pudiera hacer en la vida
(los resultados de sus acciones en el mundo exterior) no influían en su
salvación; solo lo hacía la fe, es decir, algo que se vivía también de puertas
adentro. Es lo que el mismo San Pablo explícitamente sostenía: “¿De
qué, pues, podemos presumir si toda jactancia ha sido excluida? (…) ¿Acaso por
las obras realizadas? No, sino en razón de la fe. Pues estoy convencido de que
el hombre alcanza la salvación por la fe y no por el cumplimiento de la ley”
(la ley, no hay ni que decirlo, es la ley que rige el mundo externo). Solo con
Santo Tomás se revocaría esta doctrina (parcialmente, pero no viene al caso
ampliar más los márgenes de esta reflexión). De modo que, efectivamente, él promovió
la idea de la salvación por las obras, de que lo que hiciéramos en el mundo
externo repercutía en la salvación del alma; en suma, que la vida es algo a
realizar en el mundo, no al margen o en contra de él. Y sin embargo, Lutero y
los protestantes regresaron a la idea paulina de que nada de lo que hiciéramos
en el mundo influía en la salvación de marras (que ya estaba predestinada desde
antes de que naciéramos), tan solo la fe. Lo cual hace especialmente fascinante
y digno de estudio el hecho de que fueran los países protestantes los que, pese
a lo dicho, escogieran mayoritariamente el lado de la bifurcación europea que,
no para empezar, pero sí andando el tiempo, daba prioridad al mundo externo (a
los hechos y, siguiendo por esa vía, al descubrimiento del método científico).
Como explica Max Weber, fue gracias a la tortuosa interpretación de la doctrina
de la salvación por la fe y no por las obras que hicieron los protestantes, por
lo que estos finalmente entendieron que, pese a todo, era en el mundo externo
donde había de quedar demostrado que uno estuviera predestinado a salvarse o a
condenarse: el éxito en el mundo sería una señal indirecta de que uno iba a ser
salvado; el fracaso en el obrar mundano, lo sería de lo contrario, por lo que
el protestante se sentía obligado a demostrarse que él era de los escogidos
logrando, precisamente, el éxito en este mundo. De manera que la parte del alma
europea que discurrió por el cauce abierto en los países protestantes fue la
que recorrió más decididamente el trayecto que habría de desembocar en la
atención a las cosas de este mundo, en el estudio de los hechos de la
naturaleza y, finalmente, en la revolución científica.
Mientras tanto,
otra parte de esa alma colectiva prefirió seguir atendiendo las demandas del
mundo interior. Por ejemplo, la España de los místicos. Un místico es un ser
que escoge dedicar su vida prioritariamente a la contemplación y a la oración,
es decir a seguir el camino por el que ha de accederse a aquella verdad que, según
San Agustín, habita en lo interior. Y así, decía Santa Teresa en “Las Moradas
del Castillo Interior” que su intención era, precisamente, “buscar
a Dios en lo interior (que se halla mejor y más a nuestro provecho que en las criaturas,
como dice San Agustín que le halló, después de haberle buscado en muchas
partes)”. Y es que, dijo también en cierta ocasión: “Yo
soy muy aficionada a san Agustín”. En consecuencia, proponía asimismo en “Las Moradas” que hay que “aconsejar
al alma que entre dentro de sí; pues esto mismo es”, contrarrestando de
esa manera el hecho de que “hay almas tan enfermas y mostradas a
estarse en cosas exteriores, que no hay remedio ni parece que pueden entrar
dentro de sí”. Santa Teresa veía, sin acabar de entenderlo al
principio, cómo discurrían en competencia los caminos mundanos y los que
conducían al castillo interior: “Yo veía, a mi parecer, las potencias del
alma empleadas en Dios y estar recogidas con El, y por otra parte el
pensamiento alborotado: traíame tonta”. Pero como quien no quiere la
cosa, uno acaba deslizándose finalmente con cierta facilidad hacia lo interior:
“Sin
quererlo, se hace esto de cerrar los ojos y desear soledad; y sin artificio,
parece que se va labrando el edificio para la oración que queda dicha; porque
estos sentidos y cosas exteriores parece que van perdiendo de su derecho porque
el alma vaya cobrando el suyo que tenía perdido”. Aunque advierte
también que la retirada al interior puede ser excesiva y perturbadora, así que
recomienda a sus monjas: “Por eso tengan aviso que cuando sintieren
esto en sí (ese exceso), lo digan a la prelada y diviértanse lo que
pudieren y hágalas no tener horas tantas de oración sino muy poco, y procure
que duerman bien y coman, hasta que se les vaya tornando la fuerza natural, si
se perdió por aquí. Si es de tan flaco natural que no le baste esto, créanme
que no la quiere Dios sino para la vida activa, que de todo ha de haber en los
monasterios; ocúpenla en oficios, y siempre se tenga cuenta que no tenga mucha
soledad, porque vendrá a perder del todo la salud”. Sin embargo, a
medida que uno avanza en la sucesión de moradas que conducen al éxtasis, el
deseo de soledad y el retiro parece que se imponen: “En las sextas moradas (es)
adonde el alma ya queda herida del amor del Esposo y procura más lugar para
estar sola y quitar todo lo que puede, conforme a su estado, que la puede
estorbar de esta soledad”. También expresa esto mismo Santa Teresa en
estos versos:
“Dichoso
el corazón enamorado
que
en solo Dios ha puesto el pensamiento:
por
Él renuncia a todo lo criado,
y
en Él halla su gloria y su contento;
aun
de sí mismo vive descuidado
porque
en su Dios está todo su intento,
y
así alegre pasa y muy gozoso
las ondas de este mar tempestuoso”
El camino escogido
por Santa Teresa era en todo semejante al de San Juan de la Cruz, nuestro otro
gran místico, el cual también recomendaba olvidarse del mundo y volcarse hacia lo
interior, como evidencia en estos versos en los que concreta su propuesta:
"Olvido de lo criado,
memoria del Criador,
atención a lo interior
y
estarse amando al Amado".
Y también en estos otros en los que muestra que para él el
mundo del espíritu lo representa todo, y procede dejar en nada todo lo demás:
"Para venir a gustarlo todo
no quieras tener gusto en nada,
para venir a poseerlo todo,
no
quieras poseer algo en nada”
O también:
“Mi alma está desasida
de toda cosa criada,
y sobre sí levantada,
y en una sabrosa vida
sólo en su Dios arrimada”
de toda cosa criada,
y sobre sí levantada,
y en una sabrosa vida
sólo en su Dios arrimada”
La experiencia cumbre que el místico espera alcanzar es la del
éxtasis, y en ello coincide con las aspiraciones de todos los que, no solo por
la vía de la religión, sino también de la magia, han aspirado a trascender la
realidad del mundo y vislumbrar en alguna medida, ya aquí en la tierra, esa otra
realidad supramundana a la que aspiran. Los medios puestos en práctica por los
místicos de todos los tiempos para acceder a esa experiencia sublime han
variado: desde la retirada al desierto o la anulación de toda experiencia
sensorial, a la ingestión de drogas (el vino de la comunión sería un recuerdo
de otros métodos más expeditivos que el dios Baco preferiría, y el que, de modo
más burdo, compulsivo y también autodestructivo, ponen en práctica todos los
consumidores de drogas) o también la repetición monótona de danzas, salmos u
oraciones que acabe produciendo el estado hipnótico necesario que desemboque en
el consiguiente estado alterado de conciencia que significa el éxtasis. Santa
Teresa propone, para acceder a él, el camino de la oración: “la
puerta para entrar en este castillo es la oración”, dice también en
“Las Moradas”.
¿Y en qué consiste la experiencia del éxtasis? ¿Qué es lo
que se siente allá en el castillo interior y que atrae de esa manera a tantos
desencantados del mundo? Santa Teresa, en un lenguaje un tanto alejado de los
modos actuales de expresión, lo describe así: “No penséis que es cosa soñada
(…) Digo soñada, porque así parece (que) está el alma como adormezida, que ni
bien parece está dormida ni se siente despierta. Aquí (es preciso) estar todas
dormidas, y bien dormidas, a las cosas del mundo y a nosotras mismas (…); en
fin, como quien de todo punto ha muerto al mundo para vivir más en Dios, que
así es: una muerte sabrosa, un arrancamiento del alma de todas las operaciones
que puede tener estando en el cuerpo; deleitosa, porque aunque de verdad parece
se aparta el alma de él para mejor estar en Dios, de manera que aun no sé yo si
le queda vida para resolgar (ahora lo estaba pensando y paréceme que no), (…)
quédase espantado de manera que, si no se pierde del todo, no menea pie ni
mano, como acá decimos de una persona que está tan desmayada que nos parece
está muerta”. Se trata de un estado de arrobamiento, pues, que lleva al
desprendimiento o desapego respecto de todo lo que queda aquí, en la realidad
de cada día, como decía San Juan de la Cruz, descuidado:
“Quedéme y olvidéme,
el rostro recliné sobre el Amado,
cesó todo y dejéme,
dejando mi cuidado
entre las azucenas olvidado”
Quizás no haya habido modo más bello de describir el éxtasis
que los versos que San Juan de la Cruz dedicó a ello. También en estos otros:
“Mi alma se ha empleado,
y todo mi caudal en su servicio;
ya no guardo ganado,
ni ya tengo otro oficio,
que ya sólo en amar es mi ejercicio”
y todo mi caudal en su servicio;
ya no guardo ganado,
ni ya tengo otro oficio,
que ya sólo en amar es mi ejercicio”
(…)
“En una noche oscura,
con ansias, en amores inflamada
¡oh dichosa ventura!,
salí sin ser notada
estando ya mi casa sosegada”
con ansias, en amores inflamada
¡oh dichosa ventura!,
salí sin ser notada
estando ya mi casa sosegada”
(…)
“Yo no supe dónde estaba,
pero, cuando allí me vi,
sin saber dónde me estaba,
grandes cosas entendí;
no diré lo que sentí,
que me quedé no sabiendo,
toda ciencia trascendiendo”
pero, cuando allí me vi,
sin saber dónde me estaba,
grandes cosas entendí;
no diré lo que sentí,
que me quedé no sabiendo,
toda ciencia trascendiendo”
La psicología dinámica, la que trata de explicar la
estructura de nuestra personalidad en función del conjunto de nuestra trayectoria
biográfica, cuenta con una experiencia original a la que resulta posible
remitir, con algunos matices, esta otra del éxtasis. Efectivamente, el primer
ámbito en el que resultó posible ese abandono de toda preocupación, esa especie
de flotación o levitación sucedánea en un medio en el que parece no existir la
ley de la gravedad, ese adormecimiento de toda sensación corporal en una suave
penumbra o noche oscura, y en donde uno siente que se sale de su envoltura
corporal… parece evidente que fue el ámbito intrauterino, y en el extremo, la
nada recién abandonada, lo que nos lleva a concluir que esa sería en última
instancia la referencia de todas nuestras nostalgias. No solo las religiones
entienden el hecho de nacer como una caída, sino que parece que esa entrada en
el reino de la gravedad que significa aterrizar en este mundo, es generalmente
considerado como traumático (no exactamente como trauma psicológico para empezar;
los únicos registros que puede tener un recién nacido son más bien fisiológicos
todavía, pero su huella será recuperada cuando sea posible elaborar
psicológicamente aquel recuerdo). María Zambrano llegaba a decir incluso: “La
tragedia única es haber nacido (…) El delito peor del hombre es haber nacido”.
Y Ortega y Gasset confirmaba: “Formamos parte de una realidad sucedánea y
decaída”. León Felipe, por su parte, declaraba en estos versos:
“Y me ha parecido siempre que el que nace, el que llega, llega como
forzado...
que alguien lo empuja por detrás, que lo echan a puntapiés y puñetazos
de algún sitio, y le arrojan aquí... que por eso aparece llorando”
Así es posible entender el lamento del Job de la Biblia ante
las dificultades de la vida: “¿Por qué no quedé muerto desde el seno? ¿Por qué no expiré recién
nacido? (...) Ahora dormiría tranquilo, y descansaría en paz”. Cioran concluye
en fin: “Sólo me seduce lo que me precede, lo que me aleja de aquí, los innúmeros
instantes en que yo no fui: lo no-nato, en suma”.
Así pues, aquello de lo que más tenemos nostalgia, la paz
que disfrutamos en el seno materno y de lo que el éxtasis viene a ser
evocación, es algo que linda con el no
ser. Mientras que vivir significa entrar en el reino de la inseguridad, de la
inquietud, del desasosiego, los místicos aspiraban a alcanzar ese estado de
regresión que les devolvería a la paz prenatal. Santa Teresa hablaba
precisamente de “la poca seguridad que podemos tener mientras se vive
en este destierro”. Pero es
que, como decía Ortega, “nuestra vida
es afán de ser precisamente porque es al mismo tiempo, en su raíz, radical
inseguridad”. Precisamente es esto lo que hace que la vida, y comprobarlo
resulta especialmente dramático, sea algo percibido con hostilidad, o al menos
frustración, por los místicos. Así lo expresa Santa Teresa en versos como
estos:
“¡Cuán triste es Dios mío
la vida sin ti!
Ansiosa de verte
deseo morir
(…)
La vida terrena
es continuo duelo:
vida verdadera
la hay sólo en el cielo.
Permite Dios mío
que viva yo allí.
Ansiosa de verte,
deseo
morir.”
Y famosos son asimismo estos otros versos cuya paternidad es
dudosa, pues se los atribuyen tanto a Santa Teresa como a San Juan de la Cruz:
“Vivo sin vivir en mí
y de tal manera espero,
que muero porque no muero.
y de tal manera espero,
que muero porque no muero.
(…)
Oye mi Dios, lo que
digo,
que esta vida no la quiero,
que muero, porque no muero...”
que esta vida no la quiero,
que muero, porque no muero...”
Así
pues, la experiencia del éxtasis al que aspiran los místicos está en la
dirección de regreso de la vida, y para alcanzarlo es preciso renunciar a la
propia individualidad, que está hecha de ingredientes incompatibles con el
abandono de sí mismo necesario para alcanzarlo. Abandono que vendría a ser del
mismo tipo que aquel que el bebé siente en el regazo protector de la madre, y
para llegar al cual, los místicos proponen esa forma de necesaria auto
anulación que significa el voto de obediencia, la obediencia absoluta. Y así,
Santa Teresa recomendaba: “Lo
que me parece nos haría mucho provecho a las que por la bondad del Señor están
en este estado (…), es estudiar mucho en la prontitud de la obediencia; y
aunque no sean religiosos, seria gran cosa como lo hacen muchas personas
tener a quien acudir para no hacer en nada su voluntad, que es lo ordinario en
que nos dañamos”. Aún más expresivos resultan en este sentido estos
versos de Charles de Foucauld, místico contemplativo, referente
contemporáneo de la llamada “espiritualidad del desierto”:
“Padre,
me pongo en tus manos,
haz de mí lo que quieras,
sea lo que sea, te doy las gracias.
Estoy dispuesto a todo,
lo acepto todo,
con tal que tu voluntad se cumpla en mí,
y en todas tus criaturas.
No deseo nada más, Padre.
Te confío mi alma,
te la doy con todo el amor
de que soy capaz,
porque te amo.
Y necesito darme,
ponerme en tus manos sin medida,
con una infinita confianza,
porque Tú eres mi Padre”
haz de mí lo que quieras,
sea lo que sea, te doy las gracias.
Estoy dispuesto a todo,
lo acepto todo,
con tal que tu voluntad se cumpla en mí,
y en todas tus criaturas.
No deseo nada más, Padre.
Te confío mi alma,
te la doy con todo el amor
de que soy capaz,
porque te amo.
Y necesito darme,
ponerme en tus manos sin medida,
con una infinita confianza,
porque Tú eres mi Padre”
Bien, pues llegando al capítulo de las conclusiones, se
trataría de comprender que no resulta inocuo que en la construcción de nuestra
imagen de nosotros mismos como españoles, la mística tenga la potencia que
tiene, y que nos obliga a relegar la imagen que los tiempos exigían asumir en
aquella Europa del siglo XVI y que tuvo su continuidad a lo largo de la
historia que va de entonces hasta ahora. Seguramente que la perspectiva que
entonces dominó en Europa era incompleta, hemipléjica, y que la vida interior
no es prescindible en una visión completa del hombre. De hecho, Ortega y Gasset
resalta la visión que la filosofía ha aportado en estos últimos tiempos, según
la cual no es la atención exclusiva al mundo externo (la que, por otro lado,
nos ha permitido recorrer una era de enormes e indiscutibles avances
científicos) la que habría de servir para construir una imagen adecuada del
hombre, sino que esta debería poder conjugar tanto nuestra vida interior como
la atención al mundo exterior, tanto el ensimismamiento como la alteración,
para expresar lo cual Ortega prestó algunas formulaciones, como la siguiente: “Vivir significa tener que ser fuera de mí”.
O bien: “Existencia (...) significa (...) ejecución de una esencia (...) fuera
de mí”. O, en fin, la suficientemente conocida de “yo soy yo y mi circunstancia”.
De todo ello resulta que aquella regresión que llevaba a los místicos en la
dirección contraria, la de amputar la parte de sí que lleva hacia el mundo, es
un lastre que sobrelleva con excesivo beneplácito nuestra imagen colectiva y
del que, sin embargo, deberíamos poder desprendernos.
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