De esa disposición se han alimentado, pues, ideologías que han
ido dejando su rastro de sangre y fuego a través de la historia. El síntoma de
que nos hallamos ante alguna de ellas es la manera en que enfáticamente
interpretan el mundo como escenario de ineludibles confrontaciones entre bandos
que sólo pueden terminar con la victoria aplastante del uno sobre el otro; podremos
ver que asoman esas ideologías cuando se hace evidente la desproporción entre
la clase de conflictos hacia los que apuntan y la violencia, sectarismo y obcecación
con los que se desenvuelven en ellos.
Durante un siglo, la idea de la “lucha de clases” vino a
servir de camuflaje a muchas de estas personas portadoras de instintos
antisociales (todavía sigue haciéndolo, aunque de modo más o menos residual).
Los cien millones de muertos achacables al comunismo dan testimonio de ello. El
marxismo real retorció la filosofía de Hegel, que exigía la fusión dialéctica
de los contrarios, y la convirtió en instrumento intelectual con el que dar
legitimidad al aplastamiento de una de las dos clases sociales, la burguesía,
por parte de la otra, el proletariado (hablamos, recordémoslo, de meros
camuflajes: en realidad, un sector social, el que tenía su sustento en el
partido y en la burocracia estatal, se dedicó, bajo estos regímenes, a aplastar
sañudamente al resto de la población). Otra idea utópica, la de la pureza
racial, apenas disimuló los instintos antisociales de aquellos otros que, de la
mano del nazismo, llevaron a Alemania, y de paso al resto del mundo, a la
catástrofe. Hoy vivimos el auge de otra idea, la de la yihad o guerra santa,
que sirve de camuflaje a otras mentes asimismo propensas a la psicopatía.
El feminismo goza de una indudable legitimidad de origen: no
hay más que ver el escaso número de veces que la mujer ha estado en el primer
plano de la historia para fácilmente deducir que debajo de ello ha discurrido
una larga trayectoria de maltratos o, cuando menos, de sometimiento. Sin
embargo, aprovechándose de los complejos y sentimientos de culpa del hombre de
hoy (del hombre occidental, más en concreto) generados por aquellas injusticias,
ha ido aupándose sobre aquel feminismo legítimo una clase de extremismo
antisocial y excluyente del mismo tipo que las malhadadas ideologías antes
referidas, que sibilinamente ha acabado impregnando a ese compacto conglomerado
de la opinión pública que rige como “lo políticamente correcto”.
Fue al final de los años sesenta del pasado siglo cuando
irrumpió con toda su fuerza ese feminismo radical que, tomando el testigo del
resentimiento que le legaba la anterior y ya declinante lucha de clases, partía
de la consideración de que las relaciones humanas están determinadas por una consustancial
lucha de sexos. Hombres y mujeres, según eso, no podrán contar nunca con un
ámbito que compartir y en el que encontrarse y complementarse, porque su
relación es en realidad el campo en el que se desarrolla una ineludible
confrontación y lucha de poder. Uno de los textos de referencia de ese
feminismo radical fue el Manifiesto SCUM (iniciales en inglés de “Manifiesto de
la Organización para el Exterminio del Hombre”), de Valerie Solanas, que a
través de formulaciones demasiadas veces grotescas y disparatadas viene a dar
expresión supuestamente feminista a lo que no es sino un cauce más a
disposición de aquel impulso resentido y a la busca de enemigos a los que odiar
de los que hablábamos antes.
Para Solanas (y hay que entender que para las muchas
feministas radicales que tienen sus escritos como imprescindible referencia), “el
hombre es un egocéntrico total, un prisionero de sí mismo incapaz de compartir
o de identificarse con los demás, incapaz de sentir amor, amistad, afecto o
ternura”. O dicho con más crudeza todavía: “Cada hombre sabe, en el fondo,
que sólo es una porción de mierda sin interés alguno”. Hasta ahora el
hombre ha ejercido su dominio a través de la institución familiar: “Se
las ingenió para crear una sociedad basada en la familia, una pareja
hombre-mujer y sus hijos (el pretexto para la existencia de la familia) que
virtualmente viven uno encima del otro, violando inescrupulosamente los
derechos de la mujer, su intimidad, su salud”. Concretamente, la
paternidad ha permitido “proporcionar al hombre la máxima
oportunidad para manipular y controlar a los demás”. Pero reduzcamos la
cuestión a sus justos términos: “la función del macho es la de producir
esperma. En la actualidad (sin embargo) existen bancos de esperma”.
Las cosas, pues, están cambiando: “El amor no es dependencia ni es sexo, es
amistad (…) Al igual que la conversación, el amor solamente puede existir entre
dos mujeres-mujeres seguras, libres, independientes y desarrolladas”.
El punto al que se ha llegado es aquel en el que se hace “necesario haberse hartado del
coito para profesar el anti-coito”. Parecería que asimismo hemos
llegado a poder plantearnos el asunto en los siguientes términos: “saber
si deberá continuar el uso de mujeres para fines de reproducción o si tal
función se realizará en el laboratorio”. En realidad, ya tenemos la
solución: “la respuesta es la reproducción en el laboratorio”. Sin
embargo, si somos decididos (decididas, perdón), podemos llevar el asunto a sus
últimas consecuencias: “¿Por qué reproducir? ¿Por qué futuras
generaciones? ¿Para qué sirven? ¿Por qué preocuparnos de lo que ocurra una vez
muertos?”. Y en conclusión: “Eliminad a los hombres y las mujeres
mejorarán. Las mujeres son recuperables; los hombres, no”.
Parecería que estas pintorescas formulaciones (y otras más
sobre las que no nos extenderemos) son el simple producto exudado por una mente
delirante. Y, efectivamente, Valerie Solanas fue finalmente diagnosticada como
esquizofrénica. Pero con un mayor o menor añadido de sutileza, es este tipo de ideas
lo que está en el sustrato de la llamada ideología de género. “Género” es
precisamente, un concepto nuclear (hoy asumido por la generalidad) de este
feminismo extremo, con el que se pretende sustituir a otro concepto digamos que
meramente organicista, el de sexo: ser hombre o ser mujer es para este tipo de
feminismo una mera etiqueta cultural, perfectamente independiente de las
adscripciones que tenga previstas la biología, y, por supuesto, de mayor
entidad que lo que tenga que decir el hecho de tener unos genitales u otros. Por
otro lado, que en España hayamos pasado de ser en 1975 el país europeo con un más
alto índice de natalidad a ser ahora mismo el país del mundo con un índice de
natalidad más bajo, habla del modo en que, de una u otra manera, esa cultura enfrentada
a la “familia reproductora” que manó del feminismo radical ha ido impregnando nuestra
mentalidad durante las últimas décadas.
Siempre les quedará a los defensores de la ideología de
género (y a la gran parte de la población que ha sido seducida por sus ideas
extremas y anti igualitarias) la posibilidad de negar la realidad y decir que
esas afirmaciones expuestas son falsas. O desdeñables por ser poco
significativas… Un síntoma más de que la ideología de género está triunfando,
de que se ha impuesto como lo políticamente correcto y de que todos los que no
pasamos por el aro y aceptamos sus presupuestos somos simplemente unos
machistas.
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