sábado, 30 de marzo de 2013

Cuando el resentimiento se camufla como feminismo

La acción política se alimenta de una clase de inquietud que empuja hacia la transformación de la realidad. Se trata de una inquietud que es preciso vigilar, porque puede decaer hacia esa forma de extremismo del que brota la propensión hacia las utopías o que, simplemente, sirve de coartada y camuflaje para impulsos patológicos y destructivos que, aprovechando los resquicios de imperfección o incluso injusticia que puede presentar la realidad, vuelcan sobre esta todo su desproporcionado, y en origen indiscriminado, potencial  de destrucción. Hay gente, pues, vocacionalmente dispuesta a enfrentarse con el mundo, a buscar culpables de algo, enemigos hacia los que dirigir su agresividad; personas esencialmente inadaptadas que necesitan encontrar sobre quién proyectar su global rechazo del mundo.  Esa gente encuentra precisamente en la política una manera de dignificar su patología destructiva.

De esa disposición se han alimentado, pues, ideologías que han ido dejando su rastro de sangre y fuego a través de la historia. El síntoma de que nos hallamos ante alguna de ellas es la manera en que enfáticamente interpretan el mundo como escenario de ineludibles confrontaciones entre bandos que sólo pueden terminar con la victoria aplastante del uno sobre el otro; podremos ver que asoman esas ideologías cuando se hace evidente la desproporción entre la clase de conflictos hacia los que apuntan y la violencia, sectarismo y obcecación con los que se desenvuelven en ellos.

Durante un siglo, la idea de la “lucha de clases” vino a servir de camuflaje a muchas de estas personas portadoras de instintos antisociales (todavía sigue haciéndolo, aunque de modo más o menos residual). Los cien millones de muertos achacables al comunismo dan testimonio de ello. El marxismo real retorció la filosofía de Hegel, que exigía la fusión dialéctica de los contrarios, y la convirtió en instrumento intelectual con el que dar legitimidad al aplastamiento de una de las dos clases sociales, la burguesía, por parte de la otra, el proletariado (hablamos, recordémoslo, de meros camuflajes: en realidad, un sector social, el que tenía su sustento en el partido y en la burocracia estatal, se dedicó, bajo estos regímenes, a aplastar sañudamente al resto de la población). Otra idea utópica, la de la pureza racial, apenas disimuló los instintos antisociales de aquellos otros que, de la mano del nazismo, llevaron a Alemania, y de paso al resto del mundo, a la catástrofe. Hoy vivimos el auge de otra idea, la de la yihad o guerra santa, que sirve de camuflaje a otras mentes asimismo propensas a la psicopatía.

 
El feminismo goza de una indudable legitimidad de origen: no hay más que ver el escaso número de veces que la mujer ha estado en el primer plano de la historia para fácilmente deducir que debajo de ello ha discurrido una larga trayectoria de maltratos o, cuando menos, de sometimiento. Sin embargo, aprovechándose de los complejos y sentimientos de culpa del hombre de hoy (del hombre occidental, más en concreto) generados por aquellas injusticias, ha ido aupándose sobre aquel feminismo legítimo una clase de extremismo antisocial y excluyente del mismo tipo que las malhadadas ideologías antes referidas, que sibilinamente ha acabado impregnando a ese compacto conglomerado de la opinión pública que rige como “lo políticamente correcto”.

Fue al final de los años sesenta del pasado siglo cuando irrumpió con toda su fuerza ese feminismo radical que, tomando el testigo del resentimiento que le legaba la anterior y ya declinante lucha de clases, partía de la consideración de que las relaciones humanas están determinadas por una consustancial lucha de sexos. Hombres y mujeres, según eso, no podrán contar nunca con un ámbito que compartir y en el que encontrarse y complementarse, porque su relación es en realidad el campo en el que se desarrolla una ineludible confrontación y lucha de poder. Uno de los textos de referencia de ese feminismo radical fue el Manifiesto SCUM (iniciales en inglés de “Manifiesto de la Organización para el Exterminio del Hombre”), de Valerie Solanas, que a través de formulaciones demasiadas veces grotescas y disparatadas viene a dar expresión supuestamente feminista a lo que no es sino un cauce más a disposición de aquel impulso resentido y a la busca de enemigos a los que odiar de los que hablábamos antes.

Para Solanas (y hay que entender que para las muchas feministas radicales que tienen sus escritos como imprescindible referencia), “el hombre es un egocéntrico total, un prisionero de sí mismo incapaz de compartir o de identificarse con los demás, incapaz de sentir amor, amistad, afecto o ternura”. O dicho con más crudeza todavía: “Cada hombre sabe, en el fondo, que sólo es una porción de mierda sin interés alguno”. Hasta ahora el hombre ha ejercido su dominio a través de la institución familiar: “Se las ingenió para crear una sociedad basada en la familia, una pareja hombre-mujer y sus hijos (el pretexto para la existencia de la familia) que virtualmente viven uno encima del otro, violando inescrupulosamente los derechos de la mujer, su intimidad, su salud”. Concretamente, la paternidad ha permitido “proporcionar al hombre la máxima oportunidad para manipular y controlar a los demás”. Pero reduzcamos la cuestión a sus justos términos: “la función del macho es la de producir esperma. En la actualidad (sin embargo) existen bancos de esperma”. Las cosas, pues, están cambiando: “El amor no es dependencia ni es sexo, es amistad (…) Al igual que la conversación, el amor solamente puede existir entre dos mujeres-mujeres seguras, libres, independientes y desarrolladas”. El punto al que se ha llegado es aquel en el que se hace “necesario haberse hartado del coito para profesar el anti-coito”. Parecería que asimismo hemos llegado a poder plantearnos el asunto en los siguientes términos: “saber si deberá continuar el uso de mujeres para fines de reproducción o si tal función se realizará en el laboratorio”. En realidad, ya tenemos la solución: “la respuesta es la reproducción en el laboratorio”. Sin embargo, si somos decididos (decididas, perdón), podemos llevar el asunto a sus últimas consecuencias: “¿Por qué reproducir? ¿Por qué futuras generaciones? ¿Para qué sirven? ¿Por qué preocuparnos de lo que ocurra una vez muertos?”. Y en conclusión: “Eliminad a los hombres y las mujeres mejorarán. Las mujeres son recuperables; los hombres, no”.

Parecería que estas pintorescas formulaciones (y otras más sobre las que no nos extenderemos) son el simple producto exudado por una mente delirante. Y, efectivamente, Valerie Solanas fue finalmente diagnosticada como esquizofrénica. Pero con un mayor o menor añadido de sutileza, es este tipo de ideas lo que está en el sustrato de la llamada ideología de género. “Género” es precisamente, un concepto nuclear (hoy asumido por la generalidad) de este feminismo extremo, con el que se pretende sustituir a otro concepto digamos que meramente organicista, el de sexo: ser hombre o ser mujer es para este tipo de feminismo una mera etiqueta cultural, perfectamente independiente de las adscripciones que tenga previstas la biología, y, por supuesto, de mayor entidad que lo que tenga que decir el hecho de tener unos genitales u otros. Por otro lado, que en España hayamos pasado de ser en 1975 el país europeo con un más alto índice de natalidad a ser ahora mismo el país del mundo con un índice de natalidad más bajo, habla del modo en que, de una u otra manera, esa cultura enfrentada a la “familia reproductora” que manó del feminismo radical ha ido impregnando nuestra mentalidad durante las últimas décadas.
 
Y en fin, de modo sibilino, camuflada como instrumento legal supuestamente destinado a promover la igualdad entre sexos, la Ley Integral de Violencia de Género actualmente vigente está cumpliendo un impagable servicio a esta extremista y excluyente ideología de género. De manera tal que hemos llegado a una situación en la que la magistrada de Barcelona María Sanahuja pudo, por ejemplo, afirmar en octubre de 2011: “Ya existen españoles con penas de seis meses de cárcel sólo por decir a sus mujeres ‘vete a la mierda’”. O en la que el magistrado de Granada Manuel Piñar Díaz llegó a emitir en septiembre de 2011 una sentencia a raíz de una falsa denuncia de malos tratos en la que afirmaba: “Con este excesivo celo ideológico de proteger a la mujer, se está llegando a quitar la dignidad a determinados varones que son denunciados y sometidos a procedimientos que con frecuencia comprenden detención y escarnio público, lo que no hace sino alimentar la violencia, dar un paso atrás en la igualdad ante la ley y en última instancia en el Estado de Derecho”.

Siempre les quedará a los defensores de la ideología de género (y a la gran parte de la población que ha sido seducida por sus ideas extremas y anti igualitarias) la posibilidad de negar la realidad y decir que esas afirmaciones expuestas son falsas. O desdeñables por ser poco significativas… Un síntoma más de que la ideología de género está triunfando, de que se ha impuesto como lo políticamente correcto y de que todos los que no pasamos por el aro y aceptamos sus presupuestos somos simplemente unos machistas.

 

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sábado, 23 de marzo de 2013

A nuestro cerebro no le gusta pensar

Decía Prosper Mérimée que “la felicidad es como una gana de dormir”, es decir, que una parte importante de nosotros, atraída por tan deseable objetivo, a lo que aspira es a tumbarse a la bartola, a apagar los focos de inquietud que contradicen tal pretensión y a implantar sobre nuestro organismo la ley del mínimo esfuerzo. Así parecen corroborarlo algunas investigaciones que llevan a concluir que a nuestro cerebro le resulta preferible que tengamos la oportunidad de descargar el peso de nuestras decisiones sobre instancias externas a nosotros mismos. Efectivamente, se han realizado experimentos en los que se propone al sujeto una tarea que consiste en hacer valoraciones sobre un determinado asunto; el esfuerzo mental consiguiente es medido a través de los correlativos registros de actividad neuronal. En una segunda fase del experimento se le presentan al sujeto, antes de que haga su valoración, las opiniones que respectivamente ha hecho sobre el mismo asunto un supuesto experto en la materia o las que ha preferido una mayoría estadística de otros participantes anteriores en la misma tarea, aunque de hecho se tratara de una mayoría ficticia. En este caso, el cerebro del sujeto experimental prefiere preventivamente dejar de esforzarse (muestra ya de antemano menos actividad neuronal), lo cual significa que es como si juzgara que su labor está ya casi hecha y, ahorrando recursos, tiende a corroborar aquellas opiniones del experto o de la mayoría. En suma, que, por una especie de ley de la conservación de la energía, nuestro cerebro nos empuja a buscar referencias externas que nos ahorren el trabajo de pensar por nosotros mismos, lo que vendría a equivaler a la tendencia a instalarse en el cómodo recinto que gobiernan nuestras creencias, aquello que “se” piensa, aquello que “se” dice. Una creencia es, según esto, el sedimento de aquiescencia que en nuestra mente van dejando las opiniones ajenas dominantes, por las cuales nos sentimos confortablemente rodeados.

Partiendo de aquí, habría dos cosas que sería importante comprender. Una, cómo hacer compatible esa tendencia de nuestro cerebro a responder a la ley del mínimo esfuerzo con aquello que, en sentido opuesto, afirmaba María Zambrano, y que tampoco resultaría difícil confirmar, sobre el hecho de que “toda vida se vive en inquietud”, o aquello otro de lo que hablaba Ortega sobre “el estado de alerta sin el cual el hombre no puede, no tiene derecho a vivir”. Y, por otro lado, resultaría interesante conseguir hallar las fuentes últimas de donde manan las creencias, la manera en que se instalan en las gentes los criterios de valoración que nos permiten (¿o nos imponen?) entrar en sintonía con los demás, acatar los modos de evaluación mayoritarios. Podríamos decir, para empezar, que la instalación en las creencias, en el estado de opinión mayoritariamente dominante en nuestro grupo de referencia, es nuestro estado basal, el modo de funcionamiento mental inicialmente preferido por nuestro cerebro, y sólo nos sentiremos obligados a pensar, para saber qué es lo que debemos elegir o cómo comportarnos, si conectamos previamente con el estado de inquietud o de alerta, es decir, si sentimos que de alguna manera nos han fallado o nos resultan insuficientes nuestras creencias; es a esta última situación a la que se referían Zambrano y Ortega.

¿Cómo se constituyen esos aliviaderos de nuestro esfuerzo mental que desembocan en las creencias? ¿Cómo se construye primero y se generaliza después ese estado mental colectivo que las sustenta? Ese estrato de nuestra mente, como decimos, no está habitado por ideas, no es el resultado de un esfuerzo mental deliberativo, sino que está compuesto de algo que evolutivamente precede a nuestra capacidad de razonar: el sustrato con el que se constituye se forma con todo lo que puede ser acogido dentro de aquella perezosa disposición nuestra a dar por sentadas las cosas. Si de algo podemos sentir que nos viene decidido, nuestra inercia mental nos lleva, como en el experimento antes descrito, a darlo por hecho, a creer en ello (con lo cual, efectivamente, nos ahorramos el ingente trabajo que significaría tener que pensar sobre todo aquello que debamos hacer o decidir). De este modo, si hablamos con propiedad, podemos decir que mientras que una idea se tiene, en una creencia se está.

Si las ideas se expresan a través de silogismos (mejor o peor construidos), las creencias lo hacen a través de símbolos (imágenes mentales o externas) o de afirmaciones elementales que no necesitan demostración, que no necesitan, para resultar convincentes, de un esfuerzo intelectual añadido. De ahí que Ortega pudiera incluso decir que “los credos políticos (…) son aceptados por el hombre medio no en virtud de un análisis y examen directo de su contenido sino merced a que se convierten en frases hechas”. Si la razón es el medio ambiente en el que se desenvuelven las ideas, el propio de las creencias son las imágenes, en cuanto que portadoras de símbolos, y las consignas.

Uno de los movimientos sociales que a lo largo de toda la historia mejor supo desenvolverse en ese estrato mental que acoge nuestras creencias y que es previo y más profundo que el que conforman nuestras ideas, fue, sin duda, el régimen nazi (lo cual no quiere decir que los nazis no tuvieran también una ideología). La simpleza de los discursos de Hitler, considerados desde el punto de vista de su fuerza argumentativa, no era tal si los valoramos según este otro criterio que alude a las creencias, a la elocuencia expresiva, a nuestra necesidad primaria de encontrar ya decidido aquello que hemos de elegir. Por otro lado, la potencia estética de toda la parafernalia nazi que servía de sustento a su simbología (uniformes, antorchas, banderas, desfiles, canciones, folklore…) resultó emocionalmente arrolladora: no hay más que ver la manera en que, sin tener que distraerse buscando sustento en el ámbito de las ideas, sedujo a los alemanes. Y redondeando este conglomerado mental y emocional que servía de cauce al pensamiento visual en el que el régimen nazi se sustentó, la fuerza bruta fue el último factor de sugestión que hizo que finalmente todo el pueblo alemán vibrara casi al unísono.

 
Alcanzó tales cotas el régimen nazi en su elaborada expresión de pensamiento visual y su capacidad de contagio de las creencias que lo sustentaban, que podemos decir que quienes han tratado de seguir por ese mismo camino, por ejemplo, los regímenes estalinistas o los grupos pro-terroristas en el País Vasco, no son sino meros imitadores. Aunque no podamos decir que unos y otros no hayan conseguido llevar a sus respectivas poblaciones a ese estado de hipnosis colectiva o participación mística (así lo llamaba Lévy-Brhul) que sólo parece terminar cuando las creencias se demuestran fallidas en la medida en que esos pueblos acaban topándose con la catástrofe.

Entonces, de vuelta del trance hipnótico, es cuando a las ideas les corresponde tomar el relevo.
 
 

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sábado, 16 de marzo de 2013

¿Puede el PSOE levantar la bandera de la igualdad?


(CONTESTACIÓN AL ARTÍCULO DE LUIS TUDANCA, DIRIGENTE DEL PSOE DE BURGOS, PUBLICADA EN EL CORREO DE BURGOS EL 19 DE MARZO DE 2013)

La igualdad ante la ley es una gran conquista de la civilización occidental. Gracias a ella, desde los tiempos de la Ilustración, en los cuales quedaron asentados los valores democráticos y se consolidó el estado de derecho, este principio de la igualdad jurídica supuso la supresión de los privilegios, de la discriminación positiva por ley, de modo que desde el siglo XIX, en los países democráticos, todos los habitantes de la nación han de estar, por ejemplo, sometidos a unos mismos criterios en cuanto a la distribución de cargas fiscales. En España, sin embargo, a causa del relativo fracaso de nuestras revoluciones liberales, hay todavía territorios discriminados positivamente en materia fiscal: la Comunidad Autónoma Vasca y la Comunidad Foral de Navarra, a través de sus respectivos conciertos económicos (y aspira a estarlo, a través de sus gobernantes nacionalistas, la Comunidad Autónoma de Cataluña). El único partido del arco parlamentario que, en este sentido, puede levantar la bandera de la igualdad es UPyD (y Ciudadanos en Cataluña); todos los demás, PP, PSOE, IU y, por descontado, los partidos nacionalistas, son partidarios de mantener esos privilegios feudales.

Gracias también a ese principio de igualdad ante la ley, desde los tiempos de la Ilustración quedaron asimismo superados en los emergentes códigos penales los delitos de autor, aquellos en los que un mismo delito era castigado de manera diferente según lo cometiera un noble o un villano. Algo que un régimen intrínsecamente reaccionario frente a los avances de la historia como el nacionalsocialista restauró cuando implantó el contra principio de que el mismo delito merecía penas diferentes según lo cometiera un ario o un judío. Entre nosotros, la ruptura de ese principio significaría, por ejemplo, que un mismo delito de tráfico de influencias fuera castigado de diferente manera (o tal vez no llegara si quiera a castigarse; o se indultase) según lo cometiera un político, la hija del Rey o un ciudadano de a pie.
 

Gracias a esa aspiración a la igualdad, en UPyD podemos compartir trinchera con D. Luis Tudanca, Secretario General del PSOE y diputado por Burgos, en asuntos como los de la aspiración a la igualdad de trato laboral entre hombres y mujeres o en la persecución de la violencia que yo prefiero denominar doméstica, a lo cual se refería en el artículo que, en buena medida como contestación a otro mío anterior, publicó en estas mismas páginas el pasado jueves, 7 de marzo, y que tituló: “¿Son tolerables las declaraciones de UPyD contra la igualdad?”.

Aclararé antes de nada que, aunque pertenezco al Consejo Local de UPyD de Burgos, le contesto en mi propio nombre; somos un partido transversal, en el que nos juntamos personas diversas, unidas por el perentorio propósito de trabajar por la regeneración política de nuestro país, la recuperación de una idea de nación común a todos los españoles y la separación de poderes, pero que podemos tener ideas diferentes en otros asuntos.

Dejamos de compartir trinchera PSOE y UPyD, precisamente, cuando aquel se declara partidario de romper la igualdad ante la ley, lo que hace que yo le devuelva la pregunta al Sr. Tudanca, en la medida en que él se muestra partidario de la actual Ley Integral contra la Violencia de Género, en la cual el mismo delito se castiga de forma diferente si lo comete un hombre o una mujer, y que suprime el elemental principio del estado de derecho según el cual todo el mundo es inocente mientras no se demuestre lo contrario; a partir de esta ley, el mero testimonio de la mujer puede llevar a un hombre a la cárcel. Evidentemente, muchas de las denuncias de maltrato están, sin duda, más que justificadas. Pero estos datos que proporciona el Consejo General del Poder Judicial merecen atención: según esta institución, en 2011 se hicieron 134.000 denuncias (367 denuncias diarias) por “violencia de género”. De esas denuncias, 52.294 derivaron en sentencias penales (el 40%). De ellas fueron condenatorias el 60% (31.403) y el 40% absolutorias (20.891). Es decir, que en sólo el 23,43 % de las denuncias el acusado es declarado culpable (en base, quizás, al testimonio único de la mujer, si el hombre no consigue demostrar su inocencia). O sea, que hay 244 hombres no-culpables que cada día son denunciados. Aun declarado no-culpable, el divorcio de esos hombres pasa a tramitarse desde el juzgado especial de violencia “de género”, en lugar del normal, lo que conlleva una inferioridad adicional a los ya de por sí sesgados divorcios en favor de la mujer (90% de custodias a su favor).

¿Todos aquellos casos en los que no se condena al hombre acusado merecen que siga viva nuestra sospecha de que “algo habrá hecho”? ¿Todos se deben a que no se pudo probar su culpabilidad? ¿O es legítimo pensar que muchos de ellos se deben a denuncia falsa, no sólo el 0,009 por ciento al que alude el Sr. Tudanca? Porque si los miles de personas hoy movilizadas contra esta ley (no hay más que visitar las páginas de internet en que imploran atención) tuvieran alguna razón, el daño que esta ley estaría haciendo sería tremendo. ¿Es razonable que en los 7 años de vigencia de la ley hayan sido ya acusados de maltrato el 5% de los hombres españoles mayores de 18 años?

Quienes realmente aspiramos a la igualdad ante la ley, queremos que esta vaya contra las conductas, no contra las personas; no castigue a los hombres por el hecho de ser hombres, sino a los delincuentes por el hecho de ser delincuentes. Que si hay agravantes, como el del abuso de la fuerza física, este, de acuerdo con los más elementales principios del estado de derecho, quede vinculado a los comportamientos no a los sexos. Que la desventaja de los colectivos sociales desfavorecidos (por razón de nacimiento, raza, sexo, religión u opinión, según dice la Constitución) no se pretenda arreglar con leyes que discriminen positivamente a cada uno de ellos, sino partiendo del principio de que todos somos iguales ante la ley. Y que ha de haber una misma ley para todos.

Javier Martínez Gracia, del Consejo Local de UPyD de Burgos


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“¿Es Toni Cantó un defensor de maltratadores?”:



“Cuando el resentimiento se camufla como feminismo”
http://elblogdejavigracia.blogspot.com.es/2013/03/cuando-el-resentimiento-se-camufla-como.html

sábado, 9 de marzo de 2013

¿Es Toni Cantó un defensor de maltratadores?

(RESUMEN DE LA ENTRADA ANTERIOR PUBLICADO EN EL CORREO DE BURGOS EL 5 DE MARZO DE 2013, SEGUIDO DE LA, EN PARTE, RESPUESTA DE UN DIRIGENTE DEL PSOE)

Para expresar alegría, tristeza, irritación, agresividad, frustración, deseo… basta con los gritos y poco más. Esa es, precisamente, la base del lenguaje del niño y del salvaje, antes de que aparezca la necesidad de articular palabras y conceptos con los que tratar de apresar intelectualmente las cosas que nos rodean. “Lo que los niños llaman cosas –decía Ortega– son en realidad las siluetas fugitivas que se van dibujando en sus pasiones”. Allí donde la palabra viene a expresar un mínimo de idea y un máximo de afectividad estamos, pues, aprovechándonos del lenguaje no para describir las realidades objetivas sino para dar rienda suelta a nuestras pasiones. Es lo que ocurre sobre todo con los improperios. “La abundancia de improperios –decía también Ortega– es el síntoma de la regresión de un vocabulario hacia su infancia”. Y añadía: “Es sabido que no existe pueblo en Europa que posea caudal tan rico de vocablos injuriosos, de juramentos e interjecciones, como el nuestro. Según parece, sólo los napolitanos pueden hacernos alguna concurrencia”.

De esta forma, apremiados, por ejemplo, por la necesidad de exponer lo que queremos decir en un máximo de 140 caracteres, como nos exige ese medio de comunicación hoy tan prevalente que es Twitter, no hay más que ver cómo los españoles entendemos que ir al grano, a la sustancia de eso que queremos decir, equivale demasiado a menudo a conjuntar improperios. Cuando Toni Cantó, diputado de UPyD, expuso hace unos días su valoración sobre los perjuicios a los que, según él, está adscrita nuestra Ley Integral sobre la Violencia de Género, muchos de aquellos que se dedican a conjuntar interjecciones e improperios en vez de atender a la realidad que –con no demasiado acierto en las estadísticas en las que se apoyó– Cantó señalaba, aprovecharon para cebarse en él de una manera inmisericorde, propuesta de empalamiento incluida, así como de ilegalización de UPyD, estas dos procedentes del ámbito de Izquierda Unida.
 
 
El caso es que –sigamos con Ortega para así neutralizar los malos efluvios– “además de las interjecciones, es curioso el prurito de nuestra raza por expresarse con gestos excesivos”. En este marco hay que incluir asimismo el que PSOE, Izquierda Plural y BNG hayan pedido la reprobación del diputado Toni Cantó y PP, CiU y PNV hayan condenado sus declaraciones sobre las denuncias por violencia doméstica. De modo que entre improperios y gestos excesivos se ha conseguido una vez más usurpar el espacio que naturalmente deberían ocupar los argumentos. Si estos hubieran podido asomar, se debería haber podido atender al hecho de que somos el único país que ha pretendido defender a la mujer de la violencia de género llevándose por delante un precepto constitucional, en concreto el artículo 14, que dice: “Los españoles son iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social”. O aquel otro presupuesto básico del Estado de Derecho según el cual se presume la inocencia de las personas mientras no se demuestre lo contrario. De modo que, en España, hoy, si una mujer acusa a su marido de comportamiento violento con ella, es éste el que debe de probar su inocencia no aquella su culpabilidad, y, mientras tanto, el juez puede dictar, sin más requisitos, y hasta que se pruebe esa inocencia, medidas que lleven al acusado a ser detenido y esposado delante de sus hijos, encarcelado preventivamente, expulsado por treinta días del hogar familiar por una orden de alejamiento y obligado a perder la custodia y compañía de sus hijos menores de edad, así como a socorrerlos económicamente, además de arrastrar para siempre la sombra de la sospecha (no son éstos de los que hablo supuestos abstractos: son hechos, está ocurriendo así). ¿Pero y si la denuncia fuera falsa, como de hecho es muy posible que ocurra en los exasperados momentos de conflicto que suelen vivir muchas parejas, quizá próximas al divorcio? Pues si, como efectivamente ocurre a menudo, la denuncia falsa se archiva (salvo si es la segunda vez), la mujer encontraría un gran incentivo en aprovechar ese sesgo de la ley para sacar una gran ventaja de la conflictiva situación… a costa de que el hombre, sintiéndose tan injustamente tratado, aumentara gravemente su resentimiento hacia la mujer o, en el colmo de la frustración, cayera quizás en la depresión y en posibles pensamientos (o lo que es peor, actos) suicidas, porque ya no le queda nada, ni siquiera, estigmatizado como está, dignidad.

De esto venía a hablar Toni Cantó. No de dar pábulo a los terribles comportamientos de violencia intrafamiliar, que, efectivamente, exigen la puesta en práctica de toda la capacidad punitiva del estado, sino de las tremendas consecuencias que puede tener una ley como la que hoy está vigente (y que ningún otro país imita), y que no sólo no ha conseguido disminuir la llamada violencia de género, sino que, en esos casos a los que aquí se alude, por el contrario, lleva a aumentar el nivel de conflictividad y resentimiento, e incluso puede en algún caso servir de acicate a la violencia. Y puesto que contamos con un diputado valiente, además de brillante, capaz de traer a la luz de la discusión pública un problema de esta envergadura, quienes, transcendiendo de ese nivel intelectual y político en el que los improperios y los gestos histéricos sustituyen a los razonamientos, somos capaces de escuchar y entender, estamos obligados, en mi personal opinión, a arroparle y defenderle.

Javier Martínez Gracia, del Consejo Local de UPyD-Burgos

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¿SON TOLERABLES LAS DECLARACIONES DE UPyD CONTRA LA IGUALDAD?

(CONTESTACIÓN AL ARTÍCULO ANTERIOR POR PARTE DE LUIS TUDANCA, SECRETARIO GENERAL DEL PSOE Y DIPUTADO POR BURGOS, EN LA MISMA SECCIÓN DE EL CORREO DE BURGOS, EL 7 DE MARZO DE 2013)

Este viernes, 8 de marzo, conmemoramos el día internacional de la mujer. Y, más que celebrar este día sigue habiendo mucho que reivindicar en un país en el que las mujeres ganan un 22,5% menos que los hombres; en el que la tasa de desempleo femenino es superior al masculino; en el que se aprueba una reforma laboral con recortes en los derechos de maternidad y lactancia; en el que se impone un aumento de las tasas judiciales en los casos de violencia de género; y que ha sufrido la muerte de 49 mujeres a manos de sus parejas en el 2012.

Y esta lucha es de todos. Esta lucha ha sido durante demasiados años sólo de un movimiento feminista que ha logrado despertar conciencias, abrirnos los ojos y visibilizar aquello que sucedía pero que era invisible. Pero ya no. La responsabilidad es de todos, de la ciudadanía y de las instituciones; de las mujeres y de los hombres. Pero somos los hombres quienes más camino tenemos que recorrer porque muchos avances están en nuestras manos y porque debemos acabar con comportamientos, hechos y palabras que justifiquen y amparen el machismo.

Por eso no se pueden consentir declaraciones como las del diputado por UPyD, Toni Cantó, poniendo en duda el sistema de protección a las víctimas por violencia de género. No se puede mentir de forma irresponsable sobre el número de denuncias falsas cuando éstas no alcanzan, según los datos de la Fiscalía General del Estado, el 0,009 % del total, porque eso es alentar el machismo. Y, desde luego, no se pueden hacer esas declaraciones siendo el portavoz de Igualdad de su grupo porque es una provocación y un insulto a quienes sufren las gravísimas desigualdades de género que aún persisten en nuestro país.

Pero lo peor es que cuando Toni Cantó había demostrado un síntoma de inteligencia, callándose y pidiendo perdón, pese a que llegue tarde y se haga con la boca pequeña, salen algunos compañeros de su partido a defenderle, como, por ejemplo, el Consejo Local de UPyD de Burgos en un reciente artículo. Y ahondan en el discurso machista hablando de la inmensa cantidad de denuncias falsas, de que la protección a las víctimas de violencia de género rompe el principio de igualdad ante la ley de los hombres, o de las injusticias y vejaciones que tienen que sufrir en los procesos de separación y divorcio que les encamina al suicidio en masa.

Y lo que me preocupa es pensar que, año tras año, sigue habiendo mucho contra lo que luchar en el día internacional de la mujer, que hay muchos hombres que siguen viendo en el feminismo un enemigo, que no entienden que en las situaciones de desigualdad siempre hay una víctima y que, en este caso son las mujeres. Y que una denuncia falsa es un problema que resuelven los jueces, pero que cientos de miles de denuncias auténticas por maltrato son un problema social y trágico que debe ser una prioridad para todos y todas. Incluidos los miembros de UPyD.

(MI RÉPLICA VA EN LA SIGUIENTE ENTRADA AL BLOG)


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