sábado, 27 de octubre de 2012

El camino hacia la felicidad está jalonado por catástrofes

Copio y pego, amigo benjamingrullo, el párrafo del artículo anterior y la pregunta que al respecto me haces en tu comentario:

“La clave de las doctrinas que sustentan estas epidemias psíquicas estriba en servir de fundamento, asimismo delirado, a las esperanzas de los hombres de encontrar el paraíso perdido llegado al cual las angustias que conlleva el vivir encontrarían solución”. ¿Pero esto es de Jung? ¿No es de Otto Rank o de Ernest Becker? ¿Me lo puedes confirmar? Gracias de nuevo”.

Encantado de poder traer a colación a autores tan insignes, y haber contado con un lector tan cualificado como tú, que eres tan excéntrico como para conocerlos. Sin embargo, la referencia del párrafo al que aludes es más bien, por esta vez, de Gustave Le Bon, al que ya he visto en tu blog que has leído también. El párrafo en cuestión viene a ser un resumen de estos otros de su “Psicología de las masas” (pp. 84-85 de la edición de Morata), mucho más expresivos y mejor escritos, aunque también más extensos de lo que yo pretendía que cupiera en mi artículo anterior:

“Proporcionar a los hombres aquella porción de esperanza y de ilusiones sin la cual no pueden existir, he aquí la razón de ser de los dioses, los héroes y los poetas. Durante cierto tiempo, la ciencia pareció asumir esta tarea. No obstante, lo que la ha comprometido en los corazones, hambrientos de ideal, es el hecho de que (esa ciencia) no pretende ya prometer lo suficiente y no sabe mentir lo bastante.

“Los filósofos del siglo pasado (escribía en 1895) se consagraron con fervor a destruir las ilusiones religiosas, políticas y sociales de las que habían vivido nuestros padres durante prolongados siglos. Al destruirlas han cegado las fuentes de la esperanza y la resignación. Tras las quimeras inmoladas han hallado a las fuerzas ciegas de la naturaleza, inexorables para la debilidad y que no conocen la piedad.

“Pese a todos sus progresos, la filosofía no ha podido ofrecer aún a los pueblos ningún ideal capaz de ilusionarlos. Al serles indispensables las ilusiones, se dirigen instintivamente, como el insecto hacia la luz, hacia los líderes que se las ofrecen. El gran favor de la evolución de los pueblos no ha sido jamás la verdad, sino el error. Y si el socialismo ve crecer hoy día su potencia es porque constituye la única ilusión aún viviente (…) Su fuerza principal consiste en estar defendido por espíritus que ignoran lo bastante las realidades de las cosas como para atreverse a prometer audazmente la felicidad a los hombres (…) Las masas no tienen jamás sed de verdades. Ante las evidencias que las  desagradan, se apartan, prefiriendo divinizar al error, si el error las seduce. Quien sabe ilusionarlas se convierte fácilmente en su amo; el que intenta desilusionarlas es siempre su víctima”.

Así que, en línea con lo que dices en tu blog, no es que sean tontas las masas, es que no soportan ser infelices y no saber de ningún lugar donde depositar de manera realista su esperanza de dejar de serlo; porque llegado este caso, se buscan alternativamente cualquier otro lugar, aunque se trate de un espejismo. El socialismo ya va dejando de señalar espejismos creíbles, y muchos han preferido en nuestro país apuntarse al espejismo que muestran nuestros nacionalismos centrífugos. Tan catastrófico, según muestra la historia, el uno como los otros, yendo separados o cogidos de la mano.

Ciertamente, como bien has observado o intuido, Jung tiene una perspectiva que, a la hora de considerar el origen de las epidemias psíquicas, le lleva a poner el énfasis más en lo que en ellas se pierde que en la perversión de lo que sensatamente es posible esperar. Dice así: “La ‘edad del progreso’ ha destruido la cultura espiritual con su crítica nihilista (…) La esencia de la cultura es la continuidad y conservación del pasado; anhelar la novedad sólo produce anticultura y acaba en barbarismo (…) (Es preciso) apelar a la madurez espiritual y a la responsabilidad del individuo”.

Y desde luego, Otto Rank y su discípulo Ernest Becker ofrecen ideas muy sugerentes a la hora de hacer acopio de las que necesitamos para comprender las epidemias psíquicas que aquí tratamos. La impresión que he tenido cuando he intentado acercarme al pensamiento de Otto Rank es que se hizo un lío con sus propias intuiciones y le salió una obra un tanto enmarañada. Él mismo aspiraba a que su paciente y discípula, la escritora Anaïs Nin, pusiera orden y claridad en sus ideas. La principal de todas, la de que toda nuestra biografía arranca de un trauma, el que supone el hecho de nacer, es muy aprovechable a la hora de entender las ideologías transgresoras, y muy en particular nuestros nacionalismos centrífugos. Según ello, y como cauce a través del cual arrastramos aquel trauma, hay un sentimiento que nos acompaña y acompañará de por vida: el de estar desterrados de nuestra patria original, que no es otra que el útero materno, de forma que vivimos nuestra instalación en el mundo, sea cual sea el lugar y el modo en el que hayamos caído en él, como un sucedáneo de la que auténticamente sentimos que nos corresponde. La rebeldía contra el mundo suele anclar con excesiva facilidad en esta forma de inadaptación que nos es intrínseca, que no se origina en el mundo. Y también, claro está, la rebeldía contra la patria o nación que nos ha caído en suerte y que debido a ello no sentimos como propia. Si los de CIU o el PNV nos hicieran caso (que no nos lo harán: tienen mal pronóstico) cuando les decimos que lo suyo se lo tienen que ir a mirar, lo mejor sería, por tanto, que lo hicieran con un psicoanalista de la escuela de Otto Rank.

Ernest Becker tiene más ordenadas y claras sus ideas (aunque se siente absoluto deudor de las de Rank). Considera que la vida es un permanente y activo combate contra la muerte, no sólo en el aspecto orgánico o fisiológico, sino también en el nivel del significado: “El hombre realmente no teme tanto su extinción, sino morir siendo insignificante, dice. En este mismo sentido se preguntaba León Tolstoi: “¿Qué he logrado en mi vida (…) Tiene ella algún significado que no la destruya la muerte inevitable que me espera?”. En definitiva, dice Bécker: “El hombre no sólo trasciende a la muerte al continuar alimentando sus apetitos, sino especialmente encontrándole un significado a la vida”. Si alcanzamos a dar a la vida ese significado, habrá paz (es una forma de hablar). Paz para con nosotros y para con nuestro entorno, porque la vida encontrará así un modo de sobreponerse, de alguna manera, a la muerte. Pero si no es así, no por ello dejará la vida de luchar contra la extinción; aunque entonces lo hará de maneras atrabiliarias: “El organismo –dice Becker– (…) (se aferrará) a la vida a cualquier costo, un costo que puede ser catastrófico para el hombre”. Porque entonces éste destapará su caja de Pandora de esperanzas utópicas, en las que de manera insoslayable necesita creer para confirmar que su vida no va a desembocar en el vacío. Por ello, concluye Bécker: “Las esperanzas y los deseos imposibles han acumulado el mal en el mundo”. Lo cual nos lleva a evocar aquellas otras palabras de Ortega: “El hombre es un sistema de deseos imposibles en este mundo”. Y sin embargo, en ello radica la filigrana en la que ha de consistir el hecho de vivir: cómo encontrar el sentido partiendo de una materia prima tan absurda, la que nos lleva a concluir que aquello que deseamos nunca llegaremos a verlo realizado del todo. Por no haber entendido a Ortega, nuestros nacionalistas, en fin, creen estar a punto de ver realizados sus sueños. Están, pues, más cerca de comprender que la felicidad, como siempre, estaba en otra parte.

sábado, 20 de octubre de 2012

Rebeldes sin causa y catástrofes históricas (argumentos contra el separatismo desde la psicología)

(PUBLICADO, EN UNA VERSIÓN MÁS REDUCIDA, EL EL CORREO DE BURGOS EL 12-XI-2012)

Hay dos tipos de fenómenos sociales que se entremezclan en la realidad, pero que obedecen a causas contrapuestas. Los unos responden a causas objetivas, y los determinan las leyes sociales e históricas. En este ámbito, los individuos se comportan empujados por fuerzas que les trascienden, en respuesta a causas que les son externas. Al estudio de este tipo de fenómenos sociales es a lo que preferentemente se dedica la sociología. Y hay otro tipo de fenómenos sociales que no deben su aparición a aquellas causas objetivas, sino que se van cociendo en el puchero de los sentimientos, esto es, en la intimidad de los sujetos. Y esos son dominios que pertenecen a la psicología.

Antes de que aterrizáramos en el mundo y de que adecuáramos nuestra personalidad a las acotaciones que él impone, ya contábamos con un bagaje sentimental. Al menos con el sentimiento que sirvió de matriz a todos los demás: la angustia, que es el sello que, como recuerdo, dejó impresa en nuestra personalidad la nada que nos precedió cuando nos soltó de su mano para que pudiéramos entrar al fin en la existencia. Sería la angustia el tipo de desasosiego producido por esa extraña e inconcreta sensación de pérdida o de vacío (de pecado original) que nos dejó el hecho de nacer. Vale también decirlo como lo hacía Ortega: “La esencia del hombre es (…) el descontento (…), que es un dolor que sentimos en miembros que no tenemos”. A partir de ahí, y a medida que la angustia fue encontrando sus correlatos en los objetos del mundo, surgió el miedo, que es la angustia proyectada ya sobre un objeto mundano; y en una capa más superficial surgieron el agrado, que en origen es la respuesta que emitimos ante la ausencia de perturbaciones (es decir, ante la posibilidad de evocar la nada añorada) y el desagrado (lo contrario). Estos últimos sentimientos en seguida encontraron la manera de prolongarse hacia el formato de las valoraciones morales: lo bueno y lo malo, que el niño, atrapado aún en la prehistoria de la moral, superpone sin solución de continuidad sobre los sentimientos de agrado y desagrado.

Mientras tanto, cuando la angustia original no consigue encontrar objetos sobre los que proyectarse (cuando queda anclada en el agujero negro congénito de la falta de motivos para sufrirla) ni, consiguientemente, ampliaciones a sus presupuestos sobre el terreno moral, se están dejando sentadas las bases de los trastornos psíquicos más graves. Un trastorno psíquico es, en general, el cauce sucedáneo que la angustia primordial encuentra para discurrir al margen de los objetos, de las causas objetivas y mundanas. La alucinación y el delirio proporcionan, en los casos más graves, los objetos sustitutivos a los que la angustia o los sentimientos compensatorios que en ella se originan se pueden dirigir para encontrar en ellos el modo de dramatizarse. El mecanismo de defensa de la proyección, propio de trastornos menos graves, sirve para verter sobre objetos reales esos mismos sentimientos, aunque de una manera desproporcionada respecto de lo que tales objetos se merecen (por ejemplo, en una fobia). La salud psíquica estribará en conseguir encontrar objetos y motivos realistas sobre los que proyectar nuestros sentimientos y los comportamientos que tales sentimientos demanden.

En suma (y de esta manera regresamos a los orígenes de nuestro hilo argumental), hay comportamientos, no sólo de los individuos, sino también de las sociedades como conjunto, que no se pueden explicar por causas objetivas sino por motivos sentimentales. Cuanto menos adaptados al principio de realidad, cuanto menos sugeridos por la realidad externa y más por la interna (eso que en el individuo promueve las alucinaciones y los delirios), más peligro de decaer en lo patológico conllevarán esos comportamientos. ¿Dónde encontrar la línea de separación entre unos y otros? Carl Gustav Jung, en línea con lo que antes decíamos, propone que, en aras a esa distinción, “se investigue en toda reacción psíquica que no guarde proporción con la causa que la provoca” (con la causa objetiva, se entiende). Cuando los nazis deciden exterminar a millones de judíos por motivos raciales o, a menor escala, cuando un etarra decide matar a un guardia civil (o eventualmente a niños, al considerar que se está en guerra) porque representa al “estado español opresor”, hay que abandonar los dominios de la sociología y entrar en los de la psicología y, más en concreto, de la psicopatología. Porque las motivaciones objetivas aludidas son claramente desproporcionadas (estaría justificado decir que deliradas), y, por el contrario, el poder motivador de los sentimientos es indiscutible.

Cuando los comportamientos sociales dejan de estar sujetos a las motivaciones realistas y sólo responden al poder movilizador de los sentimientos, la fuerza que se libera tiende a ser destructiva. Atento a este tipo de comportamientos desestructurados, decía Carl Gustav Jung en 1932, cuando la Segunda Guerra Mundial aún no resultaba inminente, al menos en apariencia: “Las catástrofes de gigantescas proporciones que nos amenazan no son acontecimientos elementales de índole física o biológica sino sucesos psíquicos. Las guerras y revoluciones que nos amenazan tan pavorosamente son epidemias psíquicas. En cualquier momento puede apoderarse de millones de seres una idea delirante, y tendremos otra vez una guerra mundial o una revolución devastadora. En vez de estar expuesto a animales salvajes, a rocas que se desprenden, a inundaciones, está ahora expuesto el hombre a sus fuerzas anímicas elementales. Lo psíquico es una gran potencia que supera con mucho a todos los poderes de la Tierra”.

De la mano de este poder psíquico, del poder de los sentimientos cuando éstos cursan al margen de motivos objetivos (o lo que tiende a ser lo mismo: cuando esos motivos son delirados), surgieron los totalitarismos que asolaron Europa en el siglo XX, y se desencadenó la peste psíquica que, entre otras cosas, abocó a las dos guerras mundiales. La clave de las doctrinas que sustentan estas epidemias psíquicas estriba en servir de fundamento, asimismo delirado, a las esperanzas de los hombres de encontrar el paraíso perdido llegado al cual las angustias que conlleva el vivir encontrarían solución. El pilar básico de esas doctrinas son una clase de conceptos elementales (imágenes en realidad) a los que se asocia esa esperanza delirada y que sirven de estandarte tras el cual las masas humanas discurren como hipnotizadas en pos de su utopía. A tales casos hay que vincular esta reflexión del psicólogo social Gustave Le Bon, que hablando de la psicología de las masas, decía que en ellas “el poder de las palabras está vinculado a las imágenes que evocan y es, por completo, independiente de su significación real. Aquellas cuyo sentido está peor definido poseen a veces el máximo de capacidad de acción. Así por ejemplo, términos como democracia, socialismo, igualdad, libertad, etc. cuyo sentido es tan vago que no son suficientes gruesos volúmenes para precisarlo. Y, sin embargo, a sus breves sílabas va unido un poder verdaderamente mágico, como si abarcasen la solución a todos los problemas. Sintetizan diversas aspiraciones inconscientes y la esperanza en su realización”. Por lo que a nuestras actuales preocupaciones como españoles respecta, las que nuestros nacionalismos llevan a su máxima intensidad, otra de esas palabras talismán de ambiguo significado pero capaces de hipnotizar a masas humanas y de arrastrarlas en pos de lo que no es sino un espejismo, es “patria” o “nación” (aclaremos sin más demora que no todos los usos posibles de esas palabras son irracionales; estamos hablando de conductas promovidas por sentimientos que discurren al margen del principio de realidad).

El delirio supone una enfermedad mental grave cuya premisa principal es que quien lo padece nunca admitirá que lo está sufriendo, lo que hace que tenga muy mal pronóstico, pues le falta la necesaria conciencia crítica. Los nacionalistas catalanes, por ejemplo, hacen de Rafael Casanova su héroe principal, porque en las postrimerías de la Guerra de Sucesión (1701-1714) defendió Barcelona de las tropas de Felipe V y a favor del otro pretendiente a la Corona, el que hubiera podido ser, pero no fue, Carlos III. Casanova, ante el ataque inminente de las fuerzas borbónicas, emitió un bando que repartió por las calles de Barcelona en el que se decía textualmente que “atendiendo que la deplorable infelicidad de esta ciudad, en la que hoy reside la libertad de todo el Principado y de toda España”, confiaba en que los barceloneses, “todos como verdaderos hijos de la Patria, amantes de la libertad, acudirán a los lugares señalados, a fin de derramar gloriosamente su sangre y su vida por su Rey, por su honor, por la Patria y por la libertad de toda España”. Y sin embargo, los que hoy pretenden la separación de Cataluña del resto de España se empeñan en considerar que aquella Guerra de Sucesión era en realidad una Guerra de Secesión que enfrentaba a Cataluña con el resto de España, y consideran a Casanova, declarado patriota español, como su héroe nacional. Asimismo, los nacionalistas vascos consideran que nuestra Guerra Civil fue en realidad una guerra de España contra el País Vasco, de igual manera que los nacionalistas catalanes consideran que fue una guerra de España contra Cataluña y, en el colmo del esperpento, los nacionalistas gallegos consideran que fue una guerra de España contra Galicia. Y sin embargo, vascos, catalanes y gallegos dice el principio de realidad que hubo declaradamente en los dos bandos, y que fue aquélla una guerra de españoles contra españoles. Son meros ejemplos que apuntan sin embargo a evidencias que nunca se permitirán reconocer los delirantes nacionalistas. Aún más: la mayoría de los separatistas no están pendientes de sostener sus sentimientos nacionalistas en ninguna clase de argumento, y simplemente desdeñan la historia o cualquier otra clase de demostración empírica. Ellos sólo atienden a las palabras o imágenes que, como las sugestiones del hipnotizador, les ponen en el trance apasionado que les lleva a despreciar la realidad cuando ésta les contradice. Todo lo cual demuestra que las destructivas epidemias psíquicas que analizaron Carl Gustav Jung y Gustave Le Bon, así como nuestro Ortega y Gasset en su “La rebelión de las masas”, no son cosa sólo del pasado. Como en aquellos angustiosos momentos en que la existencia de Roma estuvo amenazada, también hoy nos toca ver a “Aníbal ante portas”.    

martes, 9 de octubre de 2012

Psicología de masas del nacionalismo

La razón es sólo la penúltima capa añadida en el proceso evolutivo que desembocó en nuestra conformación como seres humanos. Antes éramos sólo seres sentimentales, nos movíamos dirigidos por nuestros sentimientos, a partir de los cuales se formaron los instintos, que son la manera en que esos sentimientos se proyectan, al modo de fuerzas vectoriales, hacia la conducta. Por encima de nuestra mente racional está aún la capa que nos pone en contacto con la realidad de las cosas, que no necesariamente coincide con lo que de ellas dice la razón, y que empezó a aflorar sobre todo en la etapa evolutiva que históricamente se corresponde con el Renacimiento. Mientras tanto, por debajo de la capa racional, como decimos, permanece ese sustrato sentimental e instintivo, que es peligrosamente abandonado a sí mismo cuando deja de tener en cuenta las conclusiones a las que llega la razón y la propia experiencia de lo real. El psicoanálisis reserva el nombre de “consciente” para estas capas que apuntan hacia fuera de nosotros mismos, hacia lo que Freud denominó “principio de realidad”, y reserva el nombre de “inconsciente” para esa otra capa de nuestra personalidad que nos empuja a movernos dirigidos por estímulos propios, internos, es decir, sentimentales (instintivos), y no por las exigencias de la realidad externa. Es precisamente a partir de que somos capaces de confrontarnos con esa realidad externa cuando aparece la instancia del “yo”; hasta entonces rige lo que Freud denominaba “ello”, la instancia que en nosotros representan los instintos o pulsiones.

Cuando nuestra conexión con la realidad externa entra en crisis (cuando deja de ser válida la cosmovisión que para nosotros construyeron nuestra razón y nuestra experiencia), tiende a producirse en nuestra personalidad el fenómeno de la regresión, es decir, que eventualmente quedan anuladas o interrumpidas aquellas funciones superiores (la razón y la experiencia ligadas al yo) y adquieren preeminencia los dictados de la instancia previa y más primaria, el inconsciente (el ello), es decir, lo que, desdeñando el principio de realidad, sugieren o imponen los sentimientos una vez desvinculados de esa parte racional/experimental que ha entrado en crisis. Una neurosis o una psicosis no significan sino la irrupción del inconsciente (de los sentimientos prerracionales, del ello) en una personalidad que no encuentra modos de mantener activas las funciones que habrían de ponerla en contacto con el principio de realidad (y, por tanto, con el yo).

Dinamismos todos estos que no sólo se corresponden con el funcionamiento de la mente individual, sino también de la colectiva: cuando un ser colectivo entra en crisis, es decir, cuando deja de ser válida la cosmovisión, el modo de entender la vida y el mundo que regía en esa colectividad, y mientras no llegue a establecerse una cosmovisión alternativa, se produce una regresión hacia los estratos sentimentales prerracionales, lo que el antropólogo Lucien Lévy-Bruhl (1857-1939) denominó “mentalidad primitiva”, y en donde la mente de los individuos queda obnubilada y como hipnotizada, pasando a disolverse en lo que el mismo antropólogo denominó “participación mística”. Allí es la masa como tal la que empuja de una manera contagiosa hacia determinados modos de comportamiento. Gustave Le Bon (1841-1931), uno de los más destacados psicólogos sociales habidos, describe así lo que ocurre en estos casos: “En determinadas circunstancias, y tan sólo en ellas, una aglomeración de seres humanos posee características nuevas y muy diferentes de las de cada uno de los individuos que la componen. La personalidad consciente se esfuma, los sentimientos y las ideas de todas las unidades se orientan en una misma dirección. Se forma un alma colectiva, indudablemente transitoria, pero que presenta características muy definidas (…) Forma un solo ser y está sometida a la ley de la unidad mental de las masas. Dice también: “En el alma colectiva se borran las aptitudes intelectuales de los hombres y, en consecuencia, su individualidad. Lo heterogéneo queda anegado por lo homogéneo y predominan las cualidades inconscientes”. El estado de participación mística se correspondería, pues, con lo que en la psicología de los individuos vendría a ser una psicosis, en donde los sentimientos cursan desvinculados de las funciones superiores racionales y de contacto con la realidad.

Carl Gustav Jung avisó, por su parte, de la regresión que él percibía que se estaba produciendo en el hombre civilizado hacia sus bases arcaicas, es decir, primigenias, promovida por la crisis del modo de entender la vida que había estado vigente durante siglos y que en los tiempos actuales se ha abismado, en cuanto que etapa de transición, hacia el nihilismo. En ese proceso se pierde la diferenciación psíquica individual, esto es, la consciencia, diluyéndose en la “participación mística”, en la que no existen individuos sino grupos. “El retroceso compensatorio hacia el hombre colectivo –dice Jung– amenaza con sofocar al individuo, sobre cuya responsabilidad descansa al fin y al cabo toda obra humana. La masa como tal siempre es anónima e irresponsable”.
 
Jung pudo comprobar cómo, desde bastante antes del estallido de la Segunda Guerra Mundial, se había ido gestando ese fenómeno de “participación mística” entre los alemanes que desembocó en el nazismo. Constató que venía a ser como un estado de posesión que bien podríamos llamar diabólica, aunque él habla del arquetipo del dios Wotan, una especie de dios del caos. Dice en concreto: “Ya en 1918 pude comprobar en lo inconsciente de mis pacientes alemanes curiosas perturbaciones que no cabía atribuir a su psicología personal. Aquellos fenómenos impersonales se manifestaban en los sueños siempre en forma de motivos mitológicos, tales como aparecen también, por todo el mundo, en leyendas y cuentos populares. He denominado a esos motivos mitológicos arquetipos, es decir, maneras o formas típicas de vivir estos fenómenos colectivos. Pude constatar una perturbación en lo inconsciente colectivo de cada uno de mis pacientes alemanes (…) Los arquetipos que pude observar manifestaban primitivismo, violencia y crueldad. Cuando hube visto un número suficiente de casos así dirigí mi atención al extraño estado espiritual que a la sazón imperaba en Alemania. Pude reconocer únicamente signos de depresión y de un gran desconcierto, pero esto no calmó mis sospechas. En un artículo que publiqué por entonces exponía la sospecha de que la ‘bestia rubia’ se agitaba en un sueño intranquilo y que no era descartable un estallido”.

Jung afirmó que no se trataba de un fenómeno meramente teutónico, sino más o menos universal, aunque la mentalidad alemana mostraba entonces una mayor disposición a ser afectada. Prosigue: “Además de esto, la derrota (se refiere a la Primera Guerra Mundial) y la difícil situación social reforzaron el instinto gregario en Alemania, de modo que resultaba cada vez más probable que Alemania fuese la primera víctima entre las naciones occidentales, víctima de un movimiento de masas desatado al soliviantarse las fuerzas que dormían en lo inconsciente, dispuestas a romper todas las barreras morales.
(…)
“Como ya les he dicho, la inundación que se produjo tras la Primera Guerra Mundial se anunciaba en los sueños individuales en forma de símbolos mitológicos colectivos que expresaban primitivismo, violencia,  crueldad, en suma todos los poderes de las tinieblas. Cuando símbolos semejantes se presentan en gran número de individuos y no se entienden, estos individuos comienzan a unirse como atraídos por una fuerza magnética, formándose una masa. Pronto se hallará el dirigente de esa masa en aquel individuo que muestre la menor capacidad de resistencia, el mínimo sentido de responsabilidad y, a causa de su inferioridad, la más fuerte voluntad de poder. Se desatará todo lo que ya estaba listo para explotar, y la masa seguirá con la violencia primigenia e irresistible de una avalancha.
(…)
“Podría decirse que seguí la revolución alemana en el tubo de ensayo del individuo y tuve plena conciencia del monstruoso peligro que podría derivarse de una congregación en masa de gente así. Pero todavía no sabía entonces si eso bastaría para hacer inevitable un estallido general. Sea como fuere, tuve la oportunidad de seguir toda una serie de casos y de comprobar cómo se desarrollaba la irrupción de las fuerzas oscuras en la probeta individual. Pude observar cómo esas fuerzas quebraban la moral y el control intelectual de los individuos e inundaban su mundo consciente. Aquello significaba muchas veces sufrimiento y destrucción espantosos”.

 Conduzcamos ya el hilo argumental de esta compleja entrada del blog hacia ámbitos que nos resulten más próximos, que nos liguen, pues, con nuestras más inmediatas preocupaciones. Este fenómeno de la emergencia del hombre masa que, además de Le Bon o Jung,  detectó también Ortega y Gasset, no es algo que corresponda sólo al pasado, que quedara desactivado con el fin de la Segunda Guerra Mundial. Su caldo de cultivo es la desorientación del hombre actual, producida por la pérdida de referentes culturales y morales sobre los que sostener una cosmovisión solvente que le ayude a entender el sentido de la vida. Y esa desorientación, y su consecuencia, lo que Erich Fromm llamó “miedo a la libertad”, sigue vigente. Ése es el contexto en el que, de diferentes maneras, se producen fenómenos de regresión que son recurrentemente tratados en este blog, singularmente el de nuestros nacionalismos: fenómenos sociales en los que la razón deja de tutelar los sentimientos, que vuelan a sus anchas hacia los dominios donde el delirio sustituye al principio de realidad. Cuando la mente racional es sustituida por la mente primitiva, cuando la “participación mística” sustituye al individuo, cuando los sentimientos dejan de someterse al cauce de la razón y del principio de realidad, la democracia corre peligro. La democracia es un sistema político que surgió a partir de aquella premisa que Kant enunció para la Ilustración cuando demandaba a cada individuo: “Sapere aude. ¡Atrévete a pensar por ti mismo!”. Regresar de estos postulados es abrirse paso hacia el totalitarismo.




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