El 21 de octubre están convocados a las urnas los ciudadanos vascos y gallegos. Un hecho que ha de empujarnos a recordar que la crisis económica que estamos sufriendo es la parte más manifiesta de una problemática que en nuestro país discurre a más profundidad, hasta pasar a ser, además, una crisis política e institucional. Porque a nadie se le debería ocultar ya que los partidos independentistas del País Vasco y de Cataluña sienten ya muy próximo el momento en el que, si nada lo impide, podrán dar un paso decisivo hacia sus objetivos máximos, y la llegada al poder de ETA (de una de sus franquicias políticas) y el PNV en esas próximas elecciones, con una previsible amplia mayoría en la Comunidad Autónoma Vasca, significará un definitivo punto de inflexión en esa trayectoria. De la misma forma, los partidos nacionalistas de Cataluña, entre ellos los que allí gobiernan, hacen ya incluso ostentación de que su objetivo a corto plazo es también la independencia. La dinámica política generada por el inútil intento de convertir el problema de nuestros nacionalismos en parte de la solución está, pues, cerca de alcanzar su punto de no retorno.
Nuestra
actual crisis, por lo tanto, no se limita a ser un problema de paro laboral
inasumible y de exceso de deuda pública. Desde luego, esto por sí sólo pone ya
a mucha altura el barómetro de nuestros problemas nacionales. Nuestra clase
política, para empezar, no es que se muestre incapaz de resolver el problema de
endeudamiento público que tenemos, sino que sigue gastando más de lo que
ingresa, como ha quedado explícito en la reciente presentación de los
Presupuestos Generales del Estado para el 2013. Y sin embargo, insiste en
acosar de manera desorbitada a los ciudadanos con más impuestos, en vez de
reducir el gasto, asfixiando así las posibilidades de salir adelante de nuestra
economía productiva. Infinidad de cargos de confianza y de libre designación;
una enorme cantidad de políticos (proporcionalmente, la mayor de Europa)
dedicados a consumir presupuesto y, a menudo, a duplicar funciones;
numerosísimas empresas públicas, fundaciones, consorcios… cuya única utilidad
demostrable es la de servir para colocar a la amplia clientela de los partidos
gobernantes; embajadas de las autonomías en diferentes países, duplicando la
función de la diplomacia estatal (y a veces compitiendo con ella); las
numerosas televisiones y radios públicas que sólo se diferencian de las
privadas por su función propagandística y de altavoz de los políticos, y que suponen
una severa carga para el presupuesto de las autonomías y del estado central;
las subvenciones a partidos, sindicatos o grupos privilegiados… Toda la
ciudadanía informada sabe ya que los gastos que suponen todos estos sacos sin
fondo deberían de ser suprimidos antes de seguir exprimiendo fiscalmente aún
más a los ciudadanos que, secas además las fuentes de financiación, siguen
engrosando las listas del paro.
Resulta
cada vez más evidente que nuestros problemas económicos se enmarcan en el
contexto del gravísimo problema político que supone el imposible intento de
administrar razonablemente nuestro irracional Estado de las Autonomías. Éste
está viciado de origen, pues no es sino una secuela generada a partir del
impulso disgregador que, cuando se configuró, ya exhibían nuestros
nacionalismos periféricos, especialmente el catalán y el vasco. Durante décadas
nuestra trayectoria colectiva ha estado lastrada por estos nacionalismos, y han
sido fundamentalmente las perturbaciones que, por condescender con ellos, hemos
ido sufriendo, las que nos han conducido a lo que ahora somos: un estado
mastodóntico, ineficiente, que se ha ido dejando por el camino la defensa de la
igualdad entre los españoles y la división de poderes, y que, a la sombra de la
inflación de puestos administrativos, ha generado una casta política
privilegiada, endogámica y a menudo corrupta, que ahora mismo está demostrando
que es para ella más importante su interés por sobrevivir que la solución de
nuestros problemas colectivos.
Así
pues, en nuestro horizonte común no sólo se vislumbra la amenaza acumulativa
que, como bolas de nieve rodando cuesta abajo, suponen nuestros problemas
económicos mal atendidos. Tampoco se agotan los malos augurios en la previsible
desestabilización del orden público que la crispación progresiva a la que está
llegando la ciudadanía acabará provocando. Entrelazadas con éstas, se van
definiendo cada más nítidamente otras gravísimas amenazas de índole política
que alcanzaron un punto máximo cuando el anterior gobierno socialista negoció
con los terroristas, lo que, en un ejercicio máximo de enmascaramiento
eufemístico, llamaron “proceso de paz”, y que ha demostrado no ser al final
sino un modo de legitimación del terrorismo. Culminaba así una larga
trayectoria de décadas en las que el estado ha abandonado sus responsabilidades
frente a los grupos independentistas, y dejado que éstos, especialmente (pero
no sólo) en el País Vasco y Cataluña, hayan ido haciendo encajar a las
poblaciones de sus regiones respectivas en el imposible lecho de Procusto de
sus mitos nacionalistas. La falta de firmeza, cuando no el simple mirar para
otro lado de nuestro estado frente a las andanadas cada vez más agresivas de
nuestros nacionalismos separatistas, son huecos que éstos han aprovechado una y
otra vez para seguir dando pasos hacia sus objetivos finales, que, además, no
acabarían con la independencia de sus respectivos territorios, puesto que
después aún seguirían desestabilizando, para empezar, Navarra, Valencia y las
Baleares.
En
resumen: nuestra nación vive momentos especialmente críticos y es hora de dar
la voz de alarma. Si la indolencia puede con nosotros, los españoles sensatos,
y acabamos dejando que este proceso de desintegración nacional en el que
estamos inmersos siga avanzando, si dejamos que el estado traicione a las
víctimas del terrorismo propiciando la impunidad de la manera sibilina en la
que ahora mismo lo está haciendo (algunos no olvidaremos el caso Bolinaga), si
los ciudadanos de este país no reaccionamos frente a tanto dislate de los
políticos de los partidos hasta ahora dominantes y no les obligamos a tomar
postura activa ante lo que estamos viendo venir, nuestros problemas no habrán
hecho más que empezar. La meta que se puede ya vislumbrar si no logramos que
cambien las cosas, no es la que se merecen nuestros hijos.