domingo, 30 de octubre de 2011

ESPAÑA Y SU FUTURO CON FORMA DE ESTALLIDO

En España parece que estamos condenados a vivir colectivamente subidos a la grupa de la crisis política permanente. Ninguno de los españoles que hoy vivimos hemos conocido una época en la que gozáramos de un consenso social suficiente sobre nuestro ser colectivo que nos permitiera dar ese asunto por descontado y propulsar nuestras preocupaciones hacia los menesteres que realmente hacen vivir y progresar a una sociedad. Nosotros estamos aún en gran parte atascados en esa fase previa que se ocupa en dar una configuración a nuestra sociedad. Ya en 1910 decía Ortega y Gasset: “En otros países acaso sea lícito a los individuos permitirse pasajeras abstracciones de los problemas nacionales: el francés, el inglés, el alemán, viven en medio de un ambiente social constituido. Sus patrias no serán sociedades perfectas, pero son sociedades dotadas de todas sus funciones esenciales, servidas por órganos en buen uso (…) ¿Qué impedirá al alemán empujar su propio esquife al mar de las eternas cosas divinas y pasarse veinte años pensando sólo en lo infinito? Entre nosotros el caso es muy diverso: el español que pretenda huir de las preocupaciones nacionales será hecho prisionero de ellas diez veces al día y acabará por comprender que para un hombre nacido entre el Bidasoa y Gibraltar es España el problema primero, plenario y perentorio”.

Pero apliquemos el rigor necesario a nuestras reflexiones: en realidad, el poso último de nuestras inquietudes no está hecho, aquí en España, de genuina preocupación por la cosa pública, como pudiera parecer a una mente apresurada que sugiere Ortega, sino de menosprecio de una gran parte hacia ella. Nuestra inconsistencia como nación es, precisamente, la cosecha de una siembra realizada con las semillas del apego a lo más inmediato, a lo que estrictamente se ciñe a nuestros intereses más particulares, apenas contrapesado con aisladas o coyunturales expresiones de solidaridad que vienen a ser como fuegos de artificio de efímera vitalidad, porque no encuentran un soporte en nuestras costumbres y en nuestras instituciones sobre el que consolidarse. “El hombre español –decía asimismo Ortega en otro lugar– se caracteriza por su antipatía hacia todo lo trascendente; es un materialista extremo (…) La emoción española ante el mundo no es miedo, ni es jocunda admiración, ni es fugitivo desdén que se aparta de lo real, es de agresión y desafío hacia todo lo supra-sensible y afirmación malgré tout de las cosas pequeñas, momentáneas, míseras, desconsideradas, insignificantes, groseras”.

Si esta visión pesimista sobre nuestra forma de ser ha mantenido una vigencia sostenida en el tiempo, casi nunca ha sido más cierta de lo que lo es ahora. Nuestra clase política, para empezar, es, de forma muy generalizada, lamentable. Pero no es ella nada más que una versión destacada de nuestros propios defectos colectivos. Igual que, por ejemplo, tenemos la basurienta televisión que hemos decidido preferir, y que nadie nos obliga a ver, los políticos que nos gobiernan están hechos de la misma materia vital y moral que el resto de los españoles. Su corruptibilidad, su cortoplacismo, su irresponsabilidad, su perversa afición a procurarse privilegios y su cobardía no sería lógico que fueran ramas que viniesen a renegar del tronco del que han salido. Queda ello demostrado cuando se constata que nuestras tragaderas son lo suficientemente amplias como para que no tengan consecuencias, no ya penales, sino ni siquiera en las urnas, comportamientos de nuestros políticos que constituyen un auténtico saqueo de las arcas públicas; pensemos también en sus cesiones al terrorismo y a los nacionalismos en general (cuyo último e irrenunciable objetivo, no lo olvidemos, es la destrucción del estado), que en buena parte son manifiestamente constitutivos de alta traición a la nación española; o en su desprecio a la igualdad jurídica y de oportunidades de los españoles; o en sus estúpidas políticas de segregación (no sólo la lingüística); o en la degradación a la que han conducido a las instituciones judiciales… La ineptitud de nuestros gobernantes, en fin, es sólo el suelo al que había que descender después de tolerar su irresponsabilidad y su inmoralidad. Nada de esto ha salido de un caldo de cultivo extraterrestre.

Es hora de tomar conciencia: nuestra crisis más importante no es la económica, con ser ésta pavorosa. Lo es la de nuestro ser colectivo en su conjunto (lo cual, además, conlleva gravísimas repercusiones sobre la economía). Y ello ha sido causado en estos últimos tiempos por la persistente política de cesión de nuestros gobernantes a los nacionalismos, esa versión agudizada de nuestra tendencia al particularismo, al rechazo a pensar en los términos que exige el bien general. Se ha dejado que la educación quedase en manos de aquellos aberrantes constructores de mitos reaccionarios que son los nacionalistas, sin siquiera intentar resistir mínimamente ni en la trinchera política ni en la ideológica. ¡Cuánta desidia! ¡Cuánta irresponsabilidad! ¡Cuánto desprecio a las más elementales normas políticas, morales y de higiene intelectual!...



Bien: el futuro está a la vista: después de cerrar ese último capítulo de espeluznantes cesiones que han conducido a ETA hasta los puestos de dirección de nuestras instituciones, es ya previsible que, tras las próximas elecciones autonómicas, y con ETA y el PNV en el gobierno de la Comunidad Autónoma Vasca, estos grupos acabarán lanzando la andanada final en forma de declaración unilateral de independencia o algo similar. A lo que contestará como un eco solidario el gobierno de Cataluña. Estoy, pues, de acuerdo con lo que acaba de decir Mayor Oreja: “Se prepara un enorme desafío para España”. ¿Y quién se cree que un político tan pusilánime como Rajoy estará entonces a la altura de las circunstancias, cuando ha dado muestras suficientes de querer amoldarse (¡como si ello fuera posible!) al nuevo régimen de coexistencia con los nacionalismos, el mismo que éstos, sin embargo, han considerado simplemente como una etapa más en su camino hacia la disgregación del estado?

Muy al contrario de lo que el ínclito Zapatero decía en el famoso prólogo al libro de Jordi Sevilla “De nuevo socialismo”, según lo cual en política no hay ideas lógicas y, por tanto (aquí llegó al culmen de la investigación etimológica), no puede haber ideo-logías, Ortega afirma que en política podemos aspirar a tanta objetividad en los análisis como la que en su campo consigue la misma ciencia empírica: “Esta objetividad –dice por tanto, y más precisamente– no se reduce a la ciencia. Con leve modificación de sentido existe también en otros órdenes: por ejemplo, en la política. Lo que el hombre de hoy puede decidir como su opinión política para el porvenir no está a merced del azar individual. Hay una autenticidad política, querámoslo o no, que es común a todos los hoy vivientes en cada país, hay una vocación general política. Estaremos dispuestos o no a oírla, pero ella suena y resuena en nuestro interior. Y sería curioso y sintomático de la época que esa única política auténtica (…) no estuviese representada hoy (…) por lo menos claramente, por ningún grupo importante y desde lejos visible. Si esto fuera así tendríamos que hoy está viviendo el hombre una vida política subjetivamente falsa, que está estafándose –lo mismo por la derecha que por la izquierda–”. ¡Ortega hacía también la crónica de nuestra actualidad!

De esta política falseada yo excluyo, simplemente por ponerse de parte no ya sólo de esa objetividad filocientífica, sino del simple sentido común, a UPyD, que es hoy probablemente el único partido desde el que cabalmente podemos esperar que surja una alternativa cuando nuestra extraviada trayectoria como nación llegue a su culminación. No será posible entonces, me temo, refugiarse en la indolencia, porque el potencial desestabilizador de nuestros nacionalismos va más allá del hipotético momento en que lograran la independencia de lo que considerarían una parte de sus territorios. Vayámonos haciendo a la idea: no será posible llevar hasta el final nuestra actual y acumulativa defección hasta conseguir que la nación española muera de forma discreta y apaciguada. En algún momento los españoles descubriremos que no vale para siempre la postura del “¡qué más da!”. No será posible inhibirse: así lo veo yo. Y entonces necesitaremos que haya alguna opción política que ayude a catalizar la reacción contra tanto despropósito y propensión a la catástrofe como hemos ido acumulando.

lunes, 24 de octubre de 2011

“SOCIEDAD” NO ES IGUAL A “ROBINSON CRUSOE” ELEVADO A LA N

(LOS LÍMITES DEL INDIVIDUALISMO-I)
La historia está repleta de ejemplos de cómo los grandes hombres, los que más importantes hazañas han llevado a cabo, las han realizado no precisamente sacrificando sus propias aspiraciones en aras de una misión que sabían que les trascendía, sino, por el contrario, estimulados por la ambición o cualquier otro tipo de motivaciones personales. “¿Qué maestro de escuela –pregunta Hegel– no ha demostrado muchas veces ampliamente que Alejandro Magno y Julio César fueron impulsados por tales pasiones, siendo por tanto hombres inmorales?”. Cuando Julio César, habiendo cumplido treinta años de edad, lloró ante la estatua de Alejandro en Cádiz, porque a la edad de éste (que murió a los treinta y tres años habiendo llevado sus conquistas hasta los confines del mundo), no había conseguido hacer todavía nada comparable a lo logrado por el macedonio, lo hizo antes, evidentemente, a causa de la frustración personal que ello le producía, que porque pensara en sus ineludibles obligaciones para con la Historia. ¿Resulta de ello que ésta, la Historia, es, pues, el resultado aleatorio que van espumando las motivaciones personales, perversas o no, de aquellos a quienes la fortuna colocó en el lugar adecuado para convertir en realidad sus íntimas pretensiones? ¿El motor de la Historia son, por tanto, los individuos, y de la mano de ellos, el azar? ¿La Historia es, según esto, un capítulo, una rama de la Psicología, en la medida en que ésta es la que se encarga de analizar las pasiones y las ambiciones a cuya caudal sólo serviría de cauce aquélla?

Hegel mismo se niega a entenderlo así: “Los hombres históricos –dice– (…) han realizado su fin personal al mismo tiempo que el universal. Estos son inseparables”. Dice también: “La pasión es la condición para que algo grande nazca del hombre”. “Aquellos grandes hombres parecen seguir sólo su pasión, sólo su albedrío; pero lo que quieren es lo universal”. La Historia, pues, se mueve gracias al combustible de las motivaciones personales, pero éstas sólo entran a formar parte de aquélla cuando su trama se cruza con la urdimbre de los fines objetivos que la Historia tiene diseñados.


Sin embargo, vivimos ahora mismo tiempos en los que la subjetividad se ha alzado con la preeminencia exclusiva a la hora de interpretar las cosas. Todo lo que trasciende del sujeto tiende a carecer de prestigio en la escala de valores intelectuales y morales dominante. La sociedad misma, desde los albores de la Modernidad (aunque no, finalmente, en todos sus ramales), se vino a entender como una derivación o prolongación de los individuos y sus particulares intereses: para Hobbes, fue aquélla, la sociedad, un mecanismo de defensa que los hombres inventaron para defenderse unos de otros. Para Locke era un recurso puesto al servicio de los individuos, para que éstos pudieran defender más eficazmente su libertad personal. Y para Rousseau, que naciera la sociedad fue un error, una perversión con la que ya resulta ineludible contar. Sólo con Kant y Hegel, la sociedad pasará a ser un todo que viene a ser más que la suma de las partes, una complejidad que se eleva por encima de la suma de sus componentes simples, algo irreductible a los individuos que la componen. A costa de ser malinterpretado, Hegel afirmó: “Sólo en el Estado tiene el hombre existencia racional”. Una afirmación equivalente sería: sólo en el organismo humano completo tiene sentido la existencia de cada una de sus células o de cada uno de sus órganos particulares. La parte no puede ser entendida sin el todo.

Confirmemos, por tanto, que Robinson Crusoe o no existió o fue una anomalía coyuntural; y en conclusión, la sociedad no puede ser entendida como un Robinson elevado a la n. Ni la historia como el choque azaroso de miríadas de trayectorias individuales. Y es que el todo, el conjunto (el organismo) tiene vida más allá y por encima de lo que hagan o dejen de hacer las partes (las células). La historia, en fin, sería la trayectoria resultante de la suma de las ambiciones y de las pasiones de los individuos, pero irreductible a ellas.

domingo, 16 de octubre de 2011

¿TÓ PA NÁ O LA VIDA TIENE SENTIDO?

Tú y yo, Vicente, y el resto de las personas (aunque a veces no se note mucho), somos unos buscadores natos de sentido. Que lo encontremos o no, creo que es algo a subordinar a ese enunciado principal. En tiempos de San Anselmo, cuyo “argumento ontológico” sobrevivió como asunto filosófico y teológico de primer orden desde el siglo XI, en que lo enunció, hasta que Kant lo desbarató en el XVIII, el hecho de que estuviera esa necesidad de sentido en nosotros habría sido prueba suficiente de que tal sentido existía objetivamente (él afirmaba en su “argumento” que la idea de Dios en nuestra mente era prueba suficiente de la existencia de Dios). Kant vino diciendo aquello de que no son lo mismo cien táleros (moneda vigente en su pueblo) imaginados que cien táleros reales y le estropeó el argumento al escolástico. O sea que tenemos voluntad de sentido, pero eso puede ser compatible con un mundo absurdo, que es lo que tú, y todos a ratos, tendemos a ver.


Pero ¿qué significa eso de que las cosas, el mundo, la vida en última instancia tengan sentido? Yo lo cifro en el cumplimiento de la ley que lleva al universo (incluidos cada uno de nosotros) desde lo simple hacia lo complejo. Todo tiende a integrarse en unidades más complejas en las que seguir siendo, además de la simplicidad que se era, algo más. “Todo tiende a la unidad”, que decía San Agustín, y que repitió Hegel. En nuestra vida personal, para seguir la pista al sentido (para participar de esa ley), vale con hacer aquello en lo cual Nietzsche decía que consistía vivir: “superarse siempre a sí mismo”. Es otra manera de decir eso de ir de lo simple a lo complejo. Dejemos para otro día la valoración a fondo del lío en que se metió Nietzsche con su idea del eterno retorno, porque, efectivamente, ¿cómo podemos ir, nosotros y el universo mismo, siempre a más, si al final todo vuelve al punto de partida? Yo creo que, de tanto pensar, acabaron haciéndosele los sesos gaseosa a Nietzsche, y después de una peculiar trayectoria filosófica en que primero parece (sólo parece) el abanderado del nihilismo, después, en “La Gaya Ciencia”, “Aurora” y “Así habló Zaratustra”, pasa a abanderar la reacción contra el nihilismo, para finalmente, en estos mismos libros, meterse en ese berenjenal del eterno retorno (que consideró su idea principal), con lo que completa el bucle y hace que acabe prevaleciendo el “tó pa ná”.


Como individuos estrictamente considerados, estoy de acuerdo contigo: todo acaba en la muerte, todo acaba yéndose al carajo… tó pa ná. Pero no del todo. Porque eso de ir desde lo simple a lo complejo, de “superarse siempre a sí mismo”, quiere decir trascender de sí mismo, volcarse hacia fuera, encontrar algo/alguien a lo que/a quien entregarse, incorporándose así a unidades mayores que la que abarca nuestra exigua individualidad. En eso consiste el sentido de la vida (sin desdeñar, claro está, la atención –el fuera a dentro– a nuestro estricto ser individual), así nos sumamos a la misma trayectoria del universo que hace que éste tenga sentido: la que responde a la ley agustina y hegeliana según la cual todo busca la unidad. Es de esta forma como, por ejemplo, la célula encuentra su sentido cuando, sin dejar de ser individuo, se incorpora a unidades pluricelulares, lo mismo que antes había hecho la molécula desembocando en la célula y, aún más atrás, el átomo desembocando en la molécula. Acabamos muriendo, sí, pero hemos pertenecido a esa trayectoria supraindividual que, mientras vivimos, nos ayudó a encontrar sentido (¡y que nos quiten lo bailao!) y que, después de muertos nosotros, sigue buscando nuevas complejidades. Ortega, en fin, podría venir a resumir lo dicho hasta aquí con esto que dejó escrito: “La vida ha triunfado sobre el planeta gracias a que en vez de atenerse a la necesidad la ha inundado, la ha anegado en exuberantes posibilidades, permitiendo que el fracaso de una sirva de puente para la victoria de otra”. En nuestro caso, el fracaso que prepara y sirve como anticipo de futuras victorias de la vida sería nuestra propia muerte. Lo cual no nos convierte en meros accidentes que la Historia con mayúsculas viene a arrollar. El mismo Hegel (que es quien fundamentalmente me sirve de base en esta línea argumental) decía que “el individuo es, como tal, algo que existe; no es el hombre en general (pues este no existe), sino un hombre determinado”. Y confirma que “lo universal debe realizarse mediante lo particular”, es decir, que es el individuo, desde sus propias pasiones y pulsiones vitales, quien primero ha de concebir en sí mismo esa búsqueda de sentido que empuja al universo.


El universo, por tanto, va a más. Y nosotros, mientras vivimos, formamos parte de él. La muerte es nuestra última entrega a lo que nos trasciende. Seguramente morimos porque el sentido universal necesita que los individuos, que somos poco flexibles (por algo también comprensible), muramos, para que aparezcan otros individuos bajo nuevos formatos que estén más en sintonía con las nuevas etapas que le quedan por recorrer al universo; sería ésta la misma ley que hace que a un niño se le caigan los dientes de leche (que tenían una función, pero que finalizó) para que le salgan otros más apropiados a la etapa en la que se adentra. Los dientes, incluso los de leche, son tan rígidos que no pueden cambiar: hay que sustituirlos.


Ahora pueden venir los de la botella medio vacía y recordar lo de la segunda ley de la termodinámica: el universo se apagará, todo volverá a la nada. Tú vienes a recordarla en tu comentario. Bueno, pues yo creo que no será así. Esta postura mía viene a ser, sobre todo (lo admito), mi “voluntad de sentido” haciéndose sitio a codazos. Lo cual no la invalida según Ortega, que decía: “Una verdad no es verdad porque se la desea; pero una verdad no es descubierta si no se la desea y porque se la desea se la busca”. Por lo pronto, también Ilya Prigogine, premio Nobel de Química de 1977, desde plataformas científicas abogó por el declive de esa segunda ley de la termodinámica. Hoy por hoy, el universo sigue expandiéndose (buscando nuevas maneras de “superarse a sí mismo”), y si muriera, como los dinosaurios, ¿por qué no podría ser para dar paso a otra forma de complejidad equivalente a la del cambio de los dientes de leche? “Lo que nos oprime –dice Hegel– es que la más rica figura, la vida más bella encuentra su ocaso en la historia (…) Todo parece pasar y nada permanecer (…) Pero otro aspecto se enlaza en seguida con esta categoría de la variación: que una nueva vida surge de la muerte”.


Así que empiezo a entender a San Anselmo: lo que sale de nuestra alma empieza a ser indicio de que algo hay ahí afuera, en el mundo, con lo que viene a corresponderse. Nuestra voluntad de sentido no está en nosotros para desentonar flagrantemente con lo que nos aguarda en el mundo (también el hambre en nosotros es indicio de que hay en el mundo algo con lo que saciarla); sólo tenemos, pues, que encontrar la hembra que encaje con aquel macho y enchufarlo. “Hay entre ellos (entre el alma y el mundo) –dice Ortega– un nexo nada físico, un influjo irreal: la funcionalidad simbólica. El mundo como expresión del alma”. El orden en el mundo (incluso después de todos sus horrores), y no nuestra escasa vida individual, viene finalmente a dar expresión cabal a nuestra voluntad de sentido. Lo cual no implica renunciar a luchar por el sentido también en el microcosmos de nuestra vida personal. Como de costumbre, se trata en la vida de conjugar paradojas.


En fin, que, como dice Hegel, “lo que se realiza en la historia es la representación del espíritu”. Los cien táleros imaginados (viviendo en nuestro espíritu) son como un barrunto de que, aunque no nos sirvan todavía para comprar nada, algo como eso lo hay también en la realidad objetiva (o aguarda a que la historia lo convierta en realidad).

¿La muerte, en fin, es el volver a la nada, como tú dices, o esto que decía León Felipe:

“En el gran ciclo,
en el engranaje solar y planetario,
tú (muerte) eres quien corta la espiga,
y yo ahora... el grano,
el grano de la espiga que cae
bajo tu esfuerzo necesario.
Necesario... no para tu orgullo
sino para ver cómo logramos
entre todos
un pan dorado y blanco”
?

domingo, 9 de octubre de 2011

NEUTRINOS: EL FUTURO DESEMBOCANDO EN EL PASADO (¿TÓ PA NÁ?)

Un día (o algo así) la nada quiso vivir, así que estalló en miríadas de individualidades. Pero ocurre que la individualidad, lo irrepetible… la existencia es una carga difícil de sobrellevar, de manera que cada una de esas mónadas empezó también, en el mismo instante de nacer, a dar vueltas sobre lo mismo, a añadir a su trayectoria centrífuga otra orbital, buscando así la manera de regresar a lo invariable y atender a su otra fuente de atracción. Por aquello tuvo que ser por lo que Cioran decía que “al principio fue el Crepúsculo”. Las órbitas trazadas abarcaban un perímetro mayor o menor, según fuera todavía la fuerza centrífuga de la ambición, del deseo de trascender, de, como Nietzsche decía, “superarse siempre a sí mismo”, que en eso es en lo que consiste la vida. Cuanto más lejana estuviera la meta, el punto una vez llegado al cual toca ya descansar y, por tanto, repetir, más intensa sería todavía la vida, el ansia de alcanzar lo nuevo, lo desconocido, la individualidad.


El animal –no digamos ya la planta, y mucho menos la roca–, no tardó mucho en reducir el diámetro de su órbita vital. Cualquiera de ellos restringe su vida hasta adaptarla a los márgenes de un espacio, un territorio concreto, al cual se aferra. Una vaca, por ejemplo, se conformaría con unos cuantos metros de tierra cubierta de hierba y un rincón para dormir: allí echó el ancla de sus ambiciones, de su impulso vital, de ese prurito que en los hombres todavía nos empuja en pos de nuestra individualidad. No en todos, o no de la misma manera, porque el mismo Nietzsche dejó lanzado este reproche: “Demasiado primer plano hay en todos los hombres, ¡qué tienen que hacer allí los ojos que ven lejos, que buscan lejanías!”.

Aceptando estas acotaciones, ensayemos a decirlo de esta manera: los hombres, más o menos, somos seres aún dispuestos a enfrentarnos al caos, a lo desconocido, a lo irrepetible, dispuestos a seguir expandiéndonos, como el universo mismo en su conjunto, del que, que se sepa, venimos a ser la punta de lanza. Los más decididos aún tenemos hambre de futuro. Y aún somos capaces de dirigir nuestra mirada a la lejanía y más allá.


En “2001: una odisea en el espacio”, Stanley Kubrick (uno de los mejores directores de cine de la historia), juega con el tiempo: arranca su película con el primer homínido que descubrió el camino de la humanización; salta después al futuro de la tecnificación y los viajes espaciales, y termina con un nuevo salto, pero en la dirección contraria: el repentino envejecimiento del protagonista, que, inmediatamente después y en súbita regresión, acaba finalmente convertido en un feto flotando en el espacio. La música de la banda sonora no es casual: la introducción del poema sinfónico “Así habló Zaratustra”, de Richard Strauss, que él denominó “Amanecer” (http://www.youtube.com/watch?v=vahx4rAd0N0&NR=1). Se trata de una sinfonía inspirada en la obra homónima de Nietzsche, en la cual el filósofo se adentra, de forma tímida y vacilante (como el mismo Kubrick, que nunca llegó a explicar sus intenciones al respecto) en el laberinto del tiempo, hasta concluir en esa impactante formulación, con perplejidad incorporada, que llevó a cabo después de comprobar (estamos tratando de entender a Nietzsche, no aceptando exactamente lo que dice) que todo retorna al punto de partida, que el futuro, en el extremo, desemboca en el pasado, que, en última instancia, y como reza el epitafio que un inspirado gaditano decidió poner en su tumba: “tó pa ná”. Antonio Machado venía a decir lo mismo, aunque en un formato menos reducido:

“El hombre es por natura la bestia paradójica,
un animal absurdo que necesita lógica.
Creó de nada un mundo y, su obra terminada,
‘Ya estoy en el secreto –se dijo–, todo es nada’.”
Y esta otra fue la manera en que de modo más acabado dejó expuesta Nietzsche, en “La Gaya Ciencia” su idea del eterno retorno (del “tó pa ná”): “¿Qué ocurriría si día y noche te persiguiese un demonio en la más solitaria de las soledades diciéndote: ‘Esta vida, tal como al presente la vives, tal como la has vivido, tendrás que vivirla otra vez y otras innumerables veces, y en ella nada habrá de nuevo; al contrario, cada dolor y cada alegría, cada pensamiento y cada suspiro, lo infinitamente grande y lo infinitamente pequeño de tu vida se reproducirán para ti, por el mismo orden y en la misma sucesión; también aquella araña y aquel rayo de luna, también este instante; también yo. El eterno reloj de arena de la existencia será vuelto de nuevo y con él tú, polvo del polvo’ ”.


Un equipo científico europeo a caballo entre Italia y Suiza acaba de comprobar que unas partículas de masa subatómicas, los neutrinos, son capaces de trasladarse a una velocidad más rápida que la de la luz. La implicación más sorprendente del experimento es que eso supone que las partículas pueden ir hacia el pasado, algo así como si, cuando empezaran a salir, ya haría un rato que hubieran llegado. Los neutrinos juegan con el tiempo, como Kubrick. Cuando Nietzsche, pensando, se metió en ese laberinto en el que el pasado y el futuro bailan agarrado (podría ser que el mismísimo vals del “Danubio Azul”, de Johann Strauss, que también utiliza Kubrick en la banda sonora de su película), acabó concluyendo que la fórmula que mejor expresaba esa paradoja era… la risa; también se puede decir que el silencio, porque ¿cómo expresar a la vez una cosa y su contraria? “¡Silencio! ¡Silencio! ¿No se ha vuelto perfecto el mundo en este instante? (…) Así ríe un Dios. ¡Silencio!”. Aún más, advierte el filósofo alemán: “¡Y sea falsa para nosotros toda verdad en la que no haya habido una carcajada!”.

Esta paradoja que forma el tiempo (que incluso da origen al tiempo) según la cual avanzamos para conseguir regresar y sentimos nostalgia de lo que nunca hemos tenido, de una u otra manera viene entreverándose con los actos y reflexiones de los hombres. Y lo ha hecho desde siempre, porque decía el antropólogo e historiador de las religiones Mircea Eliade que ya “el hombre arcaico soporta difícilmente la ‘historia’ y (...) se esfuerza por anularla de forma periódica”. Más o menos, lo mismo que han venido a hacer los neutrinos. Puede que fuera en el siglo VI a. de C. cuando Lao Tsé ya decía asimismo que “el retorno es la acción del Tao”. Lo cual congenia perfectamente con lo que Kierkegaard pensaba al afirmar: “He aquí la repetición. Ahora comprendo todas las cosas y la vida me parece más bella que nunca”. Unamuno, el alter ego español del filósofo danés lo explicaba: “Se vive en el recuerdo y por el recuerdo, y nuestra vida espiritual no es, en el fondo, sino el esfuerzo de nuestro recuerdo por perseverar, por hacerse esperanza, el esfuerzo de nuestro pasado por hacerse porvenir”. Idéntico, ¡vaya por Dios!, al esfuerzo que llevan a cabo los neutrinos, aunque formulado al revés. El mismo Unamuno expresaba también esta idea en lenguaje poético:

“Vuelve hacia atrás la vista, caminante,
verás lo que te queda de camino;
desde el oriente de tu cuna el sino
ilumina tu marcha hacia delante.

Es del pasado el porvenir semblante,
como se irá la vida así se vino;
cabe volver las riendas del destino
como se vuelve del revés un guante.”
“¡Oh alma mía (…)! –exclamaba Nietzsche por su parte– El futuro y el pasado ¿dónde estarían más próximos y juntos que en ti?”. ¿Dónde? En los neutrinos y en los juegos cinematográficos de Kubrick, sin ir más lejos.

No hay que extrañarse demasiado, por tanto, de estos descubrimientos de los científicos europeos: estamos acostumbrados a que sea en el trayecto de la vida donde encontramos esas mismas paradojas. Aunque es preciso incluirlas en una interpretación que no nos vuelva bizcos o majaretas, o aún más, que no nos lleve al desistimiento de seguir adelante, porque ¿para qué esforzarse si, hagamos lo que hagamos, todo acaba volviendo al punto de partida?

Es cierto que avanzamos hacia el futuro porque no tenemos otro modo de regresar al pasado. En el acto sexual queda explícito de manera suprema nuestro profundo deseo de regresar al lugar del que partimos, que no puede ser el mismo útero, ni es posible regresar del todo: nos conformamos, las mujeres identificándose con el útero que abandonaron, y los hombres, depositando en su equivalente algo que nos representa: nuestros espermatozoides. Pero la nada de partida ya nunca más podrá ser recuperada: es sustituida por equivalentes cada vez más complejos y cada vez más alejados de ella. Como le ocurrió a la Roma clásica, de la que dice Pierre Grimal que sólo aspiraba a que la dejaran vivir en paz, pero ello la obligaba a una permanente ampliación de sus fronteras, conquistando aquellos territorios que potencialmente la amenazaban. Cada hombre, tratando de apaciguar nuestras inquietudes para así regresar a ese ámbito de paz del que al nacer fuimos expulsados, lo que realmente acabamos haciendo también es progresar, no regresar; ganar en complejidad, no retirarnos hacia la simplicidad uterina, avanzar hacia el futuro… aunque parezca que volvemos al pasado.

Todo lo que de nosotros y de nuestro mundo volviera hipotéticamente al pasado no podría evitar llevar sobre sí la carga (el aumento) de lo ya vivido, de la complejidad adquirida en el camino hacia el futuro. Incluso un neutrino, si fuera algo más que pura simplicidad, cuando regresara al pasado, lo haría con el valor añadido de todo lo que llevaba recorrido en dirección hacia el futuro. Nada, ni un supuesto viaje al pasado, podría quitarnos lo bailao; por tanto, no regresaríamos al pasado sino sólo a un equivalente simbólico suyo. La regresión nunca sería circular, sino en espiral, porque mientras regresáramos, seguiríamos avanzando. Sólo en una cultura perfectamente posmoderna sería posible creer en la deconstrucción de lo que hemos alcanzado a ser, creer que la historia no hace sino añadir capas irreales a lo que en nuestra realidad más simple, fragmentaria y auténtica fuimos una vez. ¡Vaya!… justo es ésa, la posmoderna (la que nació en ese fragmento de la filosofía de Nietzsche en el que pasado y futuro se identificaban), la cultura dentro de la cual unos científicos han formulado esa posibilidad de que en el futuro estuviera aguardando el pasado. Yo, que no me siento nada posmoderno, mientras tanto, seguiré pensando que el feto del final de la película de Kubrick era sólo un símbolo del trayecto de la espiral que nos espera en el futuro. Porque en realidad, por mucho que lo deseáramos y aunque hoy tocara revestir lo contrario de lenguaje científico, nunca más regresaremos al estado fetal.

sábado, 1 de octubre de 2011

EL DÍA DESPUÉS DEL FIN DEL MUNDO

“Cuando todo prejuicio y superstición son descartados, surge la pregunta: ¿y ahora qué? ¿Cuál es la verdad que ha difundido la Ilustración en lugar de esos prejuicios y supersticiones?”. Así razonaba Georg Wilhelm Friedrich Hegel, una de las mentes más preclaras de todos los tiempos, intuyendo el callejón de difícil salida en el que, para seguir avanzando, se había metido la historia. Con la llegada de la Ilustración se había llegado, efectivamente, a un punto sin retorno: definitivamente, y gracias a la apertura de mentes que ella, como punta de lanza de la Modernidad, estaba impulsando, se había venido a comprender de forma cada vez más generalizada que el hombre se encontraba solo, que no había nadie detrás de él dictándole lo que de manera insoslayable estuviera moralmente obligado a hacer, ninguna instancia sobrenatural a la que recurrir cuando a uno le flaqueen las fuerzas, ninguna meta prevista, ningún orden preestablecido que garantice que se acabará premiando al que actúe bien y castigando al que lo haga mal, ningún ser trascendente a quien agradecer la fortuna ni a quien culpar por la desgracia… Los hombres empezábamos, en fin, a entender que no había ninguna entidad paternal por encima de nosotros recogiendo y atendiendo nuestros rezos y súplicas, último recurso que muchas veces nos quedaba cuando todos los demás habían demostrado su inoperancia; que era inútil esperar consuelo cuando los hombres o el destino nos lo negaban; que nadie nos iba a perdonar unas culpas para descargarnos de las cuales no valieran las instancias de este mundo; que nadie vendría a socorrernos cuando, habiendo arribado a los extremos de nuestra soledad, tuviéramos miedo. Y aún más (algo realmente aterrador): acabamos por descubrir ya definitivamente que somos mortales. Hasta aquí hemos llegado, o al menos estamos en ello.


A la vista de tales descubrimientos no precisamente reconfortantes, parece que lo mejor hubiera sido echarse a correr gritando ¡socorro! Pero ¿hacia dónde correr y a quién pedir ayuda? ¡Estamos solos…! Nos vienen tentaciones de maldecir esa historia, ese progreso fatal que ha acabado destripando nuestras fuentes de consuelo, nuestras benévolas mentiras, nuestros entrañables prejuicios y supersticiones. Ya prácticamente nadie los cree seria y profundamente, y de los pocos restos que quedan difícilmente se puede evitar pensar que tienen un futuro similar al de los pueblos que poco a poco están siendo abandonados, porque también han quedado situados en los márgenes de la historia. El consuelo y quien lo concedía han muerto y estamos solos con lo que esa muerte nos ha dejado: nuestra angustia.

¿Y para qué demonios nos puede servir la angustia? ¿Qué tiene ella que no hiciera preferible aquél consuelo, aunque fuera falaz y engañoso, que nos la evitaba? “El principio de la sabiduría es el temor”, decía, sin embargo, Miguel de Unamuno, aquel ateo que creía en Dios. “Por el miedo se explican todas las cosas, el pecado original y la virtud original”, decía por su parte Nietzsche. “No hay más que una vida desperdiciada –viene Kierkerkegaard, otro cristiano de la misma estirpe que Unamuno, a ayudarnos en esta reflexión–, la del hombre que vivió toda su vida engañado por las alegrías o los cuidados de la vida”. Y uno más que parece preferir la angustia al consuelo, ¡y que en el colmo de la paradoja también busca a Cristo, el que parecía el último baluarte frente al miedo, como referente!, es León Felipe, como muestra en estos versos:

“Cristo
Viniste a glorificar las lágrimas...
no a enjugarlas...
Viniste a abrir las heridas...
no a cerrarlas.
Viniste a encender las hogueras...
no a apagarlas
Viniste a decir:
¡Que corran el llanto,
la sangre
y el fuego...
como el agua!”
Peculiar confluencia de ideas ésta en que quien sancionó la muerte de Dios comparte ámbitos de reflexión con poetas y filósofos que buscan la referencia del cristianismo. Todos ellos parecen situarse en un punto extremo, aquél en el que la angustia (esto es, el temor que trasciende de cualquier motivo concreto) pasa de ser algo a evitar a toda costa (incluso con consuelos ilusorios) a convertirse en sustrato y palanca desde los que impulsar la vida. Porque –prosigamos con Kierkegaard esta vez– “la angustia, sin embargo, no es hermosa por sí misma, sino solamente cuando aparece acompañada por la energía que sabe dominarla”.
Hay que ascender, pues, hasta donde consigamos sobreponernos a ella, no eludirla. Primero tocar fondo, tras arrancar de nosotros toda la costra de ilusión que nos mantenía atrapados en ese ámbito infantil que nos permitía eludir la angustia, hundirnos en la desesperación, para después ascender, con nuestros propios medios, sobre ella. O como Nietzsche decía: “Debemos experimentar en nosotros el nihilismo para llegar a comprender cuál era el verdadero valor (…) Éste es solamente un estado de transición”.

Bien, pues nuestra actual cultura, la que heredamos de la Ilustración y ha proseguido por un camino cada vez más poblado de incertidumbres, ha hecho perfectamente la mitad de la tarea: nos ha enseñado a hundirnos en la desesperación, a prescindir de toda ilusión, de todo consuelo engañoso, a ensimismarnos en la soledad y en la apoteosis del subjetivismo, a desdeñar el pensamiento mágico, las supersticiones, los prejuicios. Ha sido una cultura que ha sabido colocarnos eficazmente ante el abismo de las verdades desnudas… ¡Pero aún queda la otra mitad de la tarea por hacer! “Yo amo a quienes no saben vivir de otro modo que hundiéndose en su ocaso, pues ellos son los que pasan al otro lado”, decía Nietzsche por boca de Zaratustra; sin embargo, aunque nos hemos hundido en nuestro ocaso maravillosamente bien, no estamos sabiendo pasar al otro lado.


“Vuestro sí-mismo (…) no es capaz de hacer lo que más quiere: crear por encima de sí. Eso es lo que más quiere, ese es todo su ardiente deseo”, decía el mismo Nietzsche, renegando de quienes han interpretado que su mensaje quedaba interrumpido en la asunción del nihilismo. Para nuestro tiempo está todavía prácticamente virgen, sin hollar, el camino que parte de la desesperación, sí, pero asciende desde allí hacia el hombre renovado (el “superhombre” lo llamaba Nietzsche), hacia la conversión de la energía, que en estado de inercia se manifiesta como angustia, en energía creadora, en inquietud que ponga en marcha nuestro destino más propio y genuino. “Es de la desesperación y sólo de ella de donde nace la esperanza heroica, la esperanza absurda, la esperanza loca”, confirma Unamuno. Y de nuevo León Felipe:

“Marinero...
capitán...
no te asuste
naufragar,
que el tesoro que buscamos,
capitán,
no está en el seno del puerto
sino en el fondo del mar”

Por eso decía también Nietzsche que “siempre aniquila el que tiene que ser un creador”; es preciso tener el valor de derruir el mundo de lo ilusorio, naufragar en el mar de los prejuicios y supersticiones para renacer en un mundo surgido de la verdad desnuda y de la consiguiente desesperación. Cuando aquel viejo mundo llegue a su fin, quedará todo un nuevo mundo por construir. León Felipe explica a su manera lo que significa la asunción de las nuevas, y para empezar dolorosas, responsabilidades:

“Puedo justificar mi orgullo:
el mundo nunca se ha movido
ni se mueve ahora mismo sin mi llanto”


Ese (nuevo) mundo es el que necesita de mí (de cada mí) para existir. Las nuevas tareas no se llevarán a cabo en respuesta a una exigencia exterior o que no nos tenga en cuenta. “Olvidadme ese “por”, creadores –recomienda, en este sentido, Nietzsche–: precisamente vuestra virtud quiere que no hagáis ninguna cosa “por” y “a causa de” y “porque”. A estas pequeñas palabras falsas debéis cerrar vuestros oídos”. Nadie ni nada ha de imponernos, prescindiendo de nosotros, lo que moralmente estamos obligados a hacer: nuestra conducta, aunque necesariamente habrá de estar dirigida hacia nuestra circunstancia, ha de brotar de nosotros mismos, somos nosotros quienes hemos de exigírnosla, porque los nuevos principios que han de regir nuestro comportamiento no están ya prescritos, es nuestra voz interior la que ha de guiarnos. Incluso si por ello tuviéramos que enfrentarnos a todos esos “por”, “a causa de” o “porque”. El orden, el sentido, la razón… lo mismo que el consuelo, ya no vendrán impuestos ni concedidos. O nos responsabilizamos de ellos en primera persona o no llegaremos a conocerlos; regresaremos entonces a aquel viejo mundo que nos venía ya dado.

Ese viejo mundo ya no sirve. Ha muerto. Lo que en él estaba iluminado ha quedado a oscuras. Y hemos de aprender a ver y a guiarnos en el nuevo mundo con otra luz, la que ha de surgir de nosotros mismos en libertad.