El rumor que, arrancado al impenetrable silencio de fondo, nos envía un arroyuelo desde la espesura, o el graznido, quizás, de un pájaro inquieto llegando también de tal zona de latencias, la que se oculta detrás de la primera fila de árboles, nos hace reparar en que eso que nuestros sentidos nos mostraban no era aún la realidad, que el bosque empieza a existir justo en el punto en el que ya no lo vemos, y en donde la escasez de lo que aportan nuestros sentidos ha de ser complementada con la intervención de nuestras interpretaciones. “El bosque –dice Ortega– nunca lo hallaré allí donde me encuentre. El bosque huye de los ojos”. Un bosque es una interpretación, no se conforma con el pasivo registro de aquella parte de su ser que se entrega dócilmente a nuestros sentidos, sino que, para llegar a existir, necesita de nuestra colaboración y de nuestro esfuerzo. “Necesitamos, es cierto –confirma el mismo Ortega–, para que este mundo superior exista ante nosotros, abrir algo más que los ojos, ejercitar actos de mayor esfuerzo; pero la medida de este esfuerzo no quita ni pone realidad a aquél. El mundo profundo es tan claro como el superficial, sólo que exige más de nosotros”. Estas realidades que empiezan a existir cuando dejamos atrás la superficie de las cosas, “viven, pues, en cierto modo, apoyadas en nuestra voluntad”. Aún podemos decir más: la voluntad y el esfuerzo que la sigue son las funciones sobre las que la vida humana –que no es otra cosa que la misión que consiste en añadir sentido a lo que hay– se sostiene, y sin esa activa aportación que hacemos al mundo, la vida languidecería desprovista de quehacer, dejando que paulatinamente nos fuésemos incorporando a esas fracciones del universo cuyo papel, como el de, por ejemplo, las piedras, consiste en un mero estar ahí.
La historia es la dimensión de profundidad que también el tiempo tiene, el conjunto de árboles que no vemos porque los tapa esa primera fila de ellos que constituye el presente, pero cuya realidad tiene tanta consistencia como ésta que nos es inmediatamente evidente. La historia, ese conjunto de posibilidades que laten en nuestro pasado y anuncian nuestro futuro (“nuestro”: el del pueblo que la construye) es lo que da sentido a nuestro presente, la capa epidérmica tras la que se oculta lo que fuimos y lo que hemos de ser. A la historia –dinamismo permanente sobre el que los pueblos van haciendo su vida– se opone la costumbre, el molde hierático al que van a parar nuestros actos cuando se desconectan de su última razón de ser, la que los sitúa en esa zona de tensión y de esfuerzo que transcurre entre lo que fuimos y lo que estamos llamados a ser. Cuando nuestros actos pasan a ser explicados por la costumbre (no digamos nada si lo son por el azar), cuando dejan de necesitar un por qué y un para qué que les sirvan de dimensión de profundidad, ellos, así como nuestra vida personal y nuestra historia colectiva que les contienen como materia prima, dejan de ser irrigados por la corriente vitalizadora de la voluntad, del esfuerzo consciente, y pasan a languidecer en los brazos de la repetición mecánica, de lo que se acepta sin más por el hecho de estar ahí, sin exigir que cumpla función alguna como parte de nuestros proyectos, encajado en nuestras aspiraciones.
A veces nos llega el rumor de intrépidos arroyuelos o incluso el clamor de torrentes vertiginosos que irrumpen sonoramente rompiendo la calma indolente de nuestras rutinas y avisándonos de que éstas eran insuficientes para dar razón de lo que hay; llamadas perentorias, pues, emitidas desde esa profundidad inadvertida que late al fondo de aquello a lo que nos hemos acostumbrado, y que demandan nuestra toma de conciencia, nuestra intervención activa para que la historia salga del sopor en el que lo acostumbrado la había hecho caer y nos plantee sus insoslayables exigencias, las que nos volverían a situar entre el por qué y el para qué, sin los cuales podemos quedar peligrosamente abocados a la indiferencia.
El 13 de julio de 1997, ha hecho pues catorce años hace poco, ocurrió uno de esos acontecimientos que zarandean violentamente el alma de los pueblos: Miguel Ángel Blanco fue cruelmente asesinado por ETA tras dos días de secuestro, y mediando por parte de la organización terrorista unas demandas que entonces (¡cuánto tiempo ha pasado!) todo el mundo considerábamos inaceptables. El pueblo español, indignado (diríamos hoy), pareció por unos días despertar definitivamente de la sinrazón del terrorismo y del nacionalismo a la que se habían acostumbrado, y si no hubiera sido aquello nada más que una reacción inconsecuente, pronto sofocada por la incapacidad de nuestros políticos, que debían haberla liderado, cuando no por su premeditada intención de abortar aquella potencialidad (como explícitamente ocurrió con el PNV), es probable que la historia se hubiese reactivado, sacándonos a los españoles de nuestro conformismo y obligándonos a recuperar la línea directriz que, frente a los propósitos reaccionarios que los nacionalismos nos han impuesto estas últimas décadas, nos exige la marcha de un estado moderno e ilustrado, el que esa historia nos pide ser.
Aquello quedó, pues, abortado. Lo cual significó que metabolizamos nuestra fugaz rebeldía como pueblo hasta dejarla diluida en una renovada oleada de conformismo e inmersión en nuestras rutinas que volvían implícitamente a dar por hecho que las pretensiones de nuestros nacionalismos centrífugos eran inevitables. Despojadas de nuestra voluntad, de las exigencias que nos impone la necesidad de proseguir hacia nuestros destinos históricos, los nacionalismos persistieron con nuevo ímpetu en su tarea de destrucción de nuestra cohesión nacional y consiguiente regreso hacia fórmulas de ordenación de nuestra convivencia hace siglos periclitadas.
Esa marcha hacia atrás de la historia emitió entonces un estruendoso graznido de pajarraco que aún provocó un agitado estado de alarma en la conciencia de muchos españoles que reaccionamos vivamente a la nueva llamada de nuestras exigencias cívicas e históricas, que desde lo profundo alertaban contra tal desvarío. Al pajarraco aquel lo daba forma la defección de nuestros políticos gobernantes; al chirriante graznido que emitió lo llamaron “proceso de paz”. Lo más despierto del cuerpo social respondió, pues, todavía con encendidas manifestaciones multitudinarias que momentáneamente impidieron que las componendas de nuestros políticos gobernantes con ese ariete del nacionalismo que es ETA nos precipitaran en el pozo sin fondo que implícitamente anunciaban.
Nuestros políticos más descarriados (pero poderosos) mantuvieron, sin embargo, sus propósitos, hasta ir consiguiendo desarticular casi totalmente las voces críticas tanto del cuerpo social como de sus instituciones y de sus apesebrados medios de comunicación. Aún parecería que ese cuerpo social ha tenido un postrer gesto de rebeldía contra la degeneración social y política rampante, a través del movimiento asambleario que se ha dado en llamar del “15-M” o de los “indignados”. Si no hubieran demostrado ya suficientemente su inmadurez o sus planteamientos erráticos de otras formas, bastaría para sospechar de ese movimiento el que el presidente Zapatero, máximo representante de nuestra actual deriva hacia la catástrofe, no encontrara otra objeción que le hiciera desistir de acudir a las acampadas de indignados que el hecho de haber sobrepasado los 25 años; y que, de manera semejante, Rubalcaba, ex-segundo de a bordo de esta nave a la deriva, hoy capitán de tan aciaga embarcación, se esté ofreciendo descaradamente para apadrinar también ese peculiar estado de rebeldía. Su jefa de campaña, Elena Valenciano, ha confirmado que negocian con representantes de este movimiento.
En conclusión, a estas alturas casi parecería que nos hemos acostumbrado a nuestros males, que nuestra catatonia colectiva nos ha llevado a aceptar como inevitable y sin posible marcha atrás la deriva catastrófica que las partes más reaccionarias de nuestro cuerpo social, los nacionalismos, hoy plenamente incrustados en nuestras instituciones, incluida ETA (eso que los responsables del desaguisado llaman “momento de máxima debilidad de la organización terrorista”), nos han impuesto. En el horizonte asoma nuestra posible defunción como nación y como estado, elevando cualitativamente la dimensión de la crisis económica y de valores que sufrimos. Da la impresión de que la historia ha encallado para nosotros. Descontemos a la mayoría de los políticos, en los que no queda mucho para que podamos confiar en ellos: en los ciudadanos, nuestras rutinas van consiguiendo apagar el desasosiego que nos exigiría reaccionar, con fórmulas adormecedoras del tipo de “no será para tanto” o “los problemas auténticos van por otro lado”… aunque también quedaría el consuelo de pensar que eso que trasciende de la capa superficial, la primera fila de árboles del día a día y de nuestras rutinas o bien nunca ha existido o bien se trata de conceptos discutidos y discutibles.
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