Abderramán III (891-961) debería haber sido feliz. Tuvo todo el poder
en la España musulmana del siglo X, a lo largo de 50 de los 70 años que vivió;
32 de ellos, como califa. Residía en Córdoba, una de las dos o tres ciudades
más deslumbrantes de su tiempo, con más de medio millón de habitantes, 70
bibliotecas creadas por él mismo, y el foco desde el que se irradiaba la más
alta civilización del mundo de aquel entonces. Para su solaz, además de para
dirigir desde allí los destinos de al-Ándalus, construyó la ciudad palatina de
Medina Azahara, un auténtico paraíso terrenal. No se privó de ningún placer. El
éxito le acompañó tanto en sus empresas militares como en las personales,
aunque entre aquéllas no lograra incluir la definitiva derrota de los reinos cristianos
del Norte. Pese a todo, al final de sus días escribió lo siguiente en un
curioso testamento espiritual: “He
reinado más de cincuenta años, en victoria o paz. Amado por mis súbditos,
temido por mis enemigos y respetado por mis aliados. Riquezas y honores, poder
y placeres, aguardaron mi llamada para acudir de inmediato. No existe terrena
bendición que me haya sido esquiva. En esta situación, he anotado
diligentemente los días de pura y auténtica felicidad que he disfrutado: SUMAN
CATORCE. Hombre, no cifres tus
anhelos en el mundo terreno”(1).
“La felicidad –decía
Ortega– es la coincidencia de
nuestro yo con las circunstancias”(2).
¿Qué otras circunstancias pueden serle más favorables al yo que aquéllas que el
primer califa de al-Ándalus disfrutó? Si aun así la felicidad no llega, ¿qué es
lo que lo impide? ¿Es realmente posible alcanzar la felicidad? El mismo Ortega
lo niega: “Es el hombre el único
ser infeliz, constitutivamente infeliz. Mas, por lo mismo, está lleno todo él
de ansia de felicidad. Todo lo que el hombre hace lo hace para ser feliz. Y
como la Naturaleza no se lo permite, en vez de adaptarse a ella como los demás
animales, se esfuerza milenio tras milenio en adaptar a él la Naturaleza, en
crear con los materiales de ésta un mundo nuevo que coincida con él, que
realice sus deseos”(3).
Los hombres, pues, no estaríamos destinados a ser felices, sino sólo a
pretenderlo. Nunca llegarán a coincidir del todo el yo y las circunstancias;
como también dijo Sören Kierkegaard, “el individuo es algo inconmensurable con la realidad”(4).
Heinrich von Kleist, escritor romántico, vino a decir lo mismo en una de las
cartas que escribió a su hermana: “Soy
un hombre inexpresable”(5),
un hombre, pues, incapaz de encontrar en la realidad elementos con los que
vestir su mundo interior. Leyó a Kant y eso le condujo a una grave crisis
personal que le hizo expresarse así en otra carta a su hermana: “La
idea de que no sabemos nada de la verdad, nada en absoluto, que aquello que
aquí llamamos verdad, tras la muerte se llamará de otra manera, y que por tanto
el afán de conseguir algo propio que nos siga también a la tumba es totalmente
vano y estéril, esta idea me ha estremecido en el santuario de mi alma (…) Mi
único y máximo objetivo ha caído y ya no tengo ninguno”(6).
Esa crisis tuvo finalmente para Von Kleist efectos dramáticos: a los treinta y
cuatro años se suicidó. Ya había explicado a su hermana en una carta más que “ser poca cosa sólo duele en el mundo, fuera
de él no duele”(7).
Algo buscamos en la vida que no acabamos de encontrar en el
mundo. “El hombre es un sistema
de deseos imposibles en este mundo”(8),
vuelve Ortega a decir. Después de tantas andanzas y tantos esfuerzos, Don
Quijote, a punto de aceptar las limitaciones que el mundo impone, al final de
su periplo aventurero, confesaba a su escudero: “Yo hasta agora no sé lo que conquisto a fuerza de mis trabajos”(9).
Nietzsche hacía general esa misma descorazonadora conclusión del hidalgo
manchego: “No alcanzamos la
esfera en que hemos situado nuestros valores, con lo cual (…) estamos cansados,
porque hemos perdido el impulso principal. ‘¡Todo ha sido inútil hasta ahora!’
”(10).
La Biblia deja constancia, a través del infortunado Job, de esa búsqueda
infructuosa que todos llevamos a cabo: “¿Dónde se encuentra la sabiduría? ¿Cuál es la sede de la inteligencia?
El hombre ignora su precio, no la puede encontrar en este mundo. El abismo
dice: ‘No está en mí’, y el mar: ‘No está conmigo’ ”(11).
Y puesto que a eso que buscamos Job lo llamaba Dios, dice él también:
“Mas voy a oriente y no está allí,
a occidente, y no doy con Él.
Lo busco en el norte y no lo encuentro,
en el sur, y no alcanzo a verlo”(12)
a occidente, y no doy con Él.
Lo busco en el norte y no lo encuentro,
en el sur, y no alcanzo a verlo”(12)
Don Quijote, al poco de abismarse en reflexiones de este
tipo, regresó a la cordura, aceptó que aquello a lo que aspiramos es una
quimera inalcanzable, se adaptó al mundo que efectivamente hay… a costa de
empezar a deslizarse por el plano inclinado que sucesivamente le llevaría a la
depresión y a la muerte. Ya advierte María Zambrano que “vivir es no poder reposar hasta la muerte”(13).
Anticipar aquel reposo equivale a adelantar esta muerte. “Vivir, al menos humanamente, es transitar,
estarse yendo hacia… siempre más allá”(14),
concreta aún más Zambrano. No fue gratis que Don Quijote recobrara finalmente
el juicio y la lucidez; como dice Cioran: “Toda lucidez es consecuencia de una pérdida”(15).
O también: “La conciencia indica
siempre una ausencia”(16).
La misma María Zambrano, muy apreciada por Cioran, viene a rematar este encadenamiento
de reflexiones: “Al hombre no le
basta con vivir y cuando solamente vive, ni vive tan siquiera”(17).
Parecería que con lo dicho sería suficiente para dar por
concluidos los silogismos que hemos intentado construir a propósito de la
felicidad. Podríamos terminar diciendo que la vida es ese flujo de aconteceres
que vamos dejando atrás mientras perseguimos la inalcanzable felicidad; que,
como pensaba Sartre, “el hombre
es una pasión inútil”(18),
y fin del razonamiento. Pero Nietzsche, sin necesariamente negar todo lo dicho,
o sólo haciéndolo en apariencia, viene a prolongar nuestros cogitabundos
desvelos al irrumpir afirmando: “Hace
ya mucho tiempo que yo no aspiro a la felicidad, aspiro a mi obra”(19).
Porque si resulta que no pretendíamos ser felices, hay que volver a empezar la
reflexión en la que estamos metidos. Hegel, inopinadamente, porque no hay mucha
sintonía previa, viene a ayudarnos a entender a Nietzsche, aunque eleva la
perspectiva hasta implicar en su forma de mirar a los hombres como
conjunto: “La historia no es el
terreno para la felicidad. Las épocas de felicidad son en ella hojas vacías. En
la historia universal hay, sin duda, también satisfacción; pero esta no es lo
que se llama felicidad, pues es la satisfacción de aquellos fines que están sobre
los intereses particulares. Los fines que tienen importancia, en la historia
universal, tienen que ser fijados con energía, mediante la voluntad abstracta.
Los individuos de importancia en la historia universal que han perseguido tales
fines se han satisfecho, sin duda, pero no han querido ser felices”(20).
La vida, pues, consistiría en el intento de llevar a cabo una tarea, una finalidad, y no sería
un mero instrumento a través del cual perseguir la felicidad. Cumplir con tal
tarea no garantiza alcanzar esa felicidad, sólo consiente que nos sintamos
satisfechos; incluso pudiera ser que la búsqueda de esa satisfacción nos
conduzca por caminos contrapuestos a los de la felicidad. Nietzsche es en esto
taxativo: “¡Qué importa mi
felicidad! –exclama– Es
pobreza y suciedad y un lamentable bienestar”(21).
Y Kierkegaard (éste sí que se sentiría extraño aquí, en compañía de Hegel)
abunda: “No hay más que una vida
desperdiciada, la del hombre que vivió toda su vida engañado por las alegrías o
los cuidados de la vida”(22).
En suma, que estamos obligados a aceptar, con María
Zambrano, que “toda vida se vive
en inquietud”(23),
y si es así, la felicidad, que sería un estado de serenidad y contemplación,
podría incluso llegar a distraernos. Así lo deducimos de esto que dice
Ortega: “Lo que vale más en el
hombre es su capacidad de insatisfacción. Si algo de divino posee es,
precisamente, su divino descontento, especie de amor sin ser amado y un como
dolor que sentimos en miembros que no tenemos”(24).
Es lo que, adaptado a su estilo poético y a su carácter melancólico, decía
también León Felipe:
“Sabemos que no hay tierra
ni estrellas prometidas.
Lo sabemos, Señor, lo sabemos
y seguimos, contigo, trabajando”(25)
ni estrellas prometidas.
Lo sabemos, Señor, lo sabemos
y seguimos, contigo, trabajando”(25)
[1] Extraído
de Juan A. Vallejo-Nágera: “Locos egregios”, Ed. Planeta, 1998, p. 24.
[2] Ortega y
Gasset: “Goya”-O. C. Tº 7, Madrid, Alianza, 1983, p. 553.
[3] Ortega y
Gasset: “Sobre un Goethe bicentenario”, O. C. Tomo 9, Alianza, Madrid, 1983, pp.
583-584
[4] Sören
Kierkegaard: “Temor y temblor. Diario de un seductor”, Madrid, Guadarrama, 1976,
p. 73.
[5] Von
Kleist citado por László F. Földényi en “Melancolía”, Barcelona, Galaxia
Gutenberg, 2008, pág. 220.
[6] Von
Kleist citado por László F. Földényi en “Melancolía”, Barcelona, Galaxia
Gutenberg, 2008, pág. 220.
[7] Von
Kleist citado por László F. Földényi en “Melancolía”, Barcelona, Galaxia
Gutenberg, 2008, pág. 234.
[8] Ortega y
Gasset: “Una interpretación de la historia universal”, O. C., Tº 9, p. 210
[9] Miguel
de Cervantes: “Don Quijote de la Mancha”, Barcelona, Crítica, 1998, pág. 1.097.
[10]
Friedrich Nietzsche: “La voluntad de poderío”, Madrid, Edaf, pp. 26-27
[11] Job,
cap. 28, versículos 12 a 14
[12] Job,
cap. 23, versículos 8 y 9
[13] María
Zambrano: “Persona y democracia”, Madrid, Siruela, p. 149
[14] María
Zambrano: “Persona y democracia”, Madrid, Siruela, p. 62
[15] E. M. Cioran:
“El ocaso del pensamiento”, Barcelona, Tusquets, p. 104
[16] E. M. Cioran:
“El ocaso del pensamiento”, Barcelona, Tusquets, p. 87
[17] María Zambrano:
“Hacia un saber sobre el alma”, Madrid, Alianza, p. 136
[18] Sartre,
J.-P.: “El ser y la nada: Ensayo de ontología fenomenológica”,
Buenos Aires, Losada, p. 708.
[19]
Friedrich Nietzsche: “Así habló Zaratustra”, Madrid, Alianza, p. 321
[20] G. W.
F. Hegel: “Lecciones sobre la Filosofía de la Historia Universal”, Madrid,
Alianza, 1982, p. 88.
[21]
Friedrich Nietzsche: “Así habló Zaratustra”, Madrid, Aianza, p. 35
[22] Kierkegaard:
“La enfermedad mortal (o De la desesperación y el pecado)”, Madrid, Guadarrama,
1969 pág. 70.
[23] María Zambrano:
“Hacia un saber sobre el alma”, Madrid, Alianza, pág. 84.
[24] Ortega
y Gasset: “La ‘Filosofía de la Historia’ de Hegel y la historiología”, O. C. Tº
IV, Madrid, Alianza, 1983, p. 521.
[25] León
Felipe: “Obras Completas”, Buenos Aires, Losada, pág. 83