lunes, 28 de noviembre de 2016

Cuándo la enfermedad tiene un origen emocional

     Al fondo de todo lo que somos está esa fuerza oscura, invisible e intangible que llamamos vitalidad. Lejos de consistir esta en algo abstracto, viene a confundirse con algo tan concreto como las ganas de vivir. O también podríamos identificarla con aquella clase de esfuerzo del cual decía Spinoza: “El esfuerzo con que cada cosa trata de perseverar en su ser no es sino la esencia actual de la cosa misma”. Definición que Unamuno traduce a términos más íntimos o subjetivos: “(La esencia de cada hombre) no es sino el conato, el esfuerzo que pone en seguir siendo hombre, en no morir”.  El molde en el que esa vitalidad, ese esfuerzo que dedicamos a seguir viviendo, se integra para acceder al mundo es el de las emociones. Las emociones son el conjunto de fuerzas vectoriales en las que se ramifica –a veces en forma de frustración o desistimiento– el deseo de vivir.
     El hecho de que el hombre sea al nacer el ser más vulnerable de la tierra determina que este deseo de vivir, de seguir viviendo, que lo constituye quede entonces mediatizado por ese correlato de su debilidad que es la omnipresente sensación de peligro, de amenaza para su ser que le llega emitida desde todos los rincones de su entorno. El miedo, la sensación de alarma, la desorientación que le producen los múltiples y caóticos estímulos que le llegan de ese entorno van configurando una, para empezar, preponderante disposición defensiva y de retraimiento frente al mundo. “El miedo, en efecto –decía Nietzsche–, ése es el sentimiento básico y hereditario del hombre; por el miedo se explican todas las cosas, el pecado original y la virtud original”. Así es como el bebé y el niño pequeño se caracterizan de modo muy principal por su actitud amedrentada ante el entorno, por su sensación de vulnerabilidad, su sentimiento de invalidez: esas son emociones que dominan e impregnan su primera manera de estar en la vida, el limitado cauce por el que de modo  muy decisivo discurre por entonces su deseo de vivir. Y es el cuerpo el exclusivo receptor de esas emociones.

     Desde que, superponiéndose al primigenio ser corporal, aparecen el yo y el aparato psíquico a él asignado, el sentimiento de amenaza a nuestro ser adquiere nuevos matices: ya no es solo nuestro cuerpo el encargado de percibir esas sensaciones de amenaza, y esta no solo contiene componentes de amenaza física, sino que pasa a incluirse en ella también todo lo que promueve o aviva nuestro sentimiento de insignificancia, de insuficiencia, de incapacidad para sostener sobre sí todo lo que la vida exige. Y las respuestas defensivas que emitimos frente a esas emergentes maneras de presentarse la amenaza ya no son, o no solo son, las que realiza nuestro cuerpo, sino las que nuestro aparato psíquico programa para conseguir superar aquel sentimiento de insignificancia e inferioridad, y que en última instancia se corresponden con la puesta en marcha de un programa vital destinado a conseguir ser alguien significativo. Respecto de esos dinamismos metacorporales a través de los cuales se mueve entonces la personalidad, dice Alfred Adler, el psicólogo que más estudió el sentimiento de inferioridad: “Todos estamos anhelando alcanzar un objetivo en el futuro mediante cuyo logros nos sentiremos fuertes, superiores y completos. (Hay quien) se ha referido a esta tendencia muy adecuadamente como el anhelo de seguridad. Otros la denominan el anhelo de autopreservación. Como quiera que se la llame, siempre encontraremos en los seres humanos esta gran línea de actividad: la lucha por ascender de una posición inferior a una posición superior, de la derrota a la victoria, del abajo al arriba. Comienza en nuestra primera niñez; continúa hasta el final de nuestra vida”. Idea que encuentra prolongación en esta otra que enuncia Nietzsche: “El hombre necesita para sus mejores cosas de lo peor que hay en él”; es decir, que nuestra vulnerabilidad e insignificancia son la plataforma de que disponemos para alcanzar la fortaleza y la vida con significado. Y ambas ideas se pueden complementar con esto que dice Ortega: “Nuestra persona toda, lo más noble y altanero, lo más heroico de ella, asciende de ese fondo oscuro y magnífico, el cual, a su vez, se confunde con el cuerpo”.
     El cuerpo seguirá siendo, efectivamente, la última referencia de nuestra vitalidad, de nuestra lucha por “perseverar en el ser”, que decía Spinoza, del “esfuerzo que ponemos en seguir siendo hombres”, que prefería decir Unamuno. De modo que cuando nuestro mundo psíquico entre en crisis, el miedo a la insignificancia, en vez de discurrir por las vías de la mente consciente y de movilizar los recursos propios de esta, puede desencadenar regresivamente las respuestas de estrés que nuestro organismo tiene previstas ante las amenazas físicas. Un yo inmaduro o insuficiente o en crisis responderá entonces a la sensación de amenaza no con un comportamiento destinado a sobreponerse a esa insuficiencia psíquica, sino con las extemporáneas respuestas orgánicas propias de aquella etapa en que solo éramos cuerpo: por ejemplo, entre otras, en el caso de la respuesta de estrés que Hans Selye asignó a lo que llamó Síndrome General de Adaptación, la sensación de amenaza promoverá que la adrenalina que producen las glándulas suprarrenales se vierta en la sangre haciendo que, por un lado, se contraigan los vasos sanguíneos, de modo que la sangre pueda circular más deprisa y afluir rápidamente hacia las partes del organismo que más la necesitan en tales momentos: las zonas musculares y el cerebro; aumentará, por tanto, la frecuencia cardíaca y la tensión arterial. Por otro lado, la adrenalina hará también que se dilaten los conductos de aire para de esa manera acoger una ración extra de oxígeno con la que producir el suplemento de energía que se va a necesitar. Las mismas glándulas suprarrenales, en esas situaciones de inminente peligro (real o valorado como tal), segregarán corticoides, hormonas que tienen la función de atenuar las respuestas del organismo a los efectos de la inflamación que puedan ocasionar las heridas, así como la de mantener, a pesar del desgaste por la lucha, la concentración de azúcar en la sangre, la presión arterial y la fuerza muscular. Asimismo, el páncreas producirá glucagón, una hormona que libera en los vasos sanguíneos el azúcar que estaba almacenado en el hígado y en los músculos, provocando de esa forma un aumento casi inmediato de la glucemia, con el objeto de elevar el tono del organismo. Además, y puesto que el estómago necesita liberar urgentemente todos sus contenidos para que la actividad del organismo se centre exclusivamente en la tarea de responder a la amenaza que ha sobrevenido, se producirá una gran secreción de jugos gástricos con el objeto de acelerar y poner término cuanto antes a través de una diarrea al proceso digestivo. Por otro lado, la musculatura se pondrá en tensión, para afrontar mejor la situación de peligro… Respuestas todas ellas destinadas a preparar nuestro cuerpo para la reacción defensiva. Pero cuando esas respuestas orgánicas son las que han tomado el relevo para defenderse no ya de la amenaza física, sino del sentimiento de insignificancia, no solo son inútiles, sino que, sostenidas en el tiempo, se acabarán volviendo crónicas y originando las correspondientes enfermedades: hipertensión, diabetes, úlceras, colon irritable, contracciones musculares crónicas…
     Cuando las enfermedades tienen este origen emocional, los remedios sintomáticos característicos de la medicina actual no pueden ser ni únicos ni definitivos, porque en última instancia aquellas enfermedades están delatando una insuficiencia del yo o una personalidad que ha entrado en crisis frente a la tarea de conseguir sobreponerse, no a un peligro que haya de registrar nuestro cuerpo, sino al sentimiento de inferioridad o insignificancia.

domingo, 13 de noviembre de 2016

Enfermamos dentro, sanamos fuera

     “La carne –dice Ortega– se nos presenta (…) como exteriorización de algo esencialmente interno”. Cada hombre, podríamos decir, es dos hombres: uno exterior que asoma a través de las formas del cuerpo, y otro interior, el alma, que habita en aquel. La función última del cuerpo no reside en él propiamente, sino que existe para que a través suyo podamos acceder al alma, de la cual es expresión. “El alma esculpe el cuerpo”, afirma también Ortega. Y asimismo: “El hombre externo es el actor que representa al hombre interior”.
     Analiza por otro lado nuestro filósofo el significado de los gestos, contrastándolos con el de las emociones: mientras estas tienden a dirigirse hacia un objeto determinado, por ejemplo en la ira, que tiene un concreto destinatario, el gesto en que esa ira se manifiesta cuando su descarga no es directa, tiene un significado simbólico: golpeamos la mesa con el puño o nos damos una fuerte palmada en el muslo, es decir, al descargar nuestra ira sustituimos el objeto inicial hacia el que iba dirigida por otro que lo simboliza. De manera complementaria, podemos decir que ningún gesto o movimiento del cuerpo es reducible a su función utilitaria, a simple respuesta a la demanda del mundo exterior. Todo gesto y todo movimiento, incluso toda forma orgánica, llevan en disolución algún ingrediente emocional; además de su componente utilitario y de respuesta, son expresión todos ellos de ese trasfondo íntimo emotivo que preexiste o subsiste a las demandas del mundo exterior, y que, a falta de concreto destinatario, se emite en forma de metáfora o símbolo. Si un gesto o un movimiento vienen a expresar un particular y circunstancial estado del alma, la forma del cuerpo, incluido el organismo, expresan ya de manera constitutiva el carácter de la persona. “La forma es un movimiento detenido”, dice Ortega, “un gesto petrificado”. O dicho de otro modo: el carácter es una manera habitual de emocionarse, un modo persistente y consolidado de trasladar nuestro fondo anímico al mundo exterior. Y también: el cuerpo, además de ser el resultado de un proceso adaptativo al entorno, de acoplamiento con las demandas del mundo, es, en última instancia, una metáfora del alma. Así que Novalis tenía razón cuando afirmaba: "Estamos más cerca de lo invisible que unidos a lo visible".
     Pues bien: habría dos dinamismos contrapuestos del alma que constituirían los extremos de un continuo al que podríamos referir el conjunto de las emociones. Ortega habla de esas dos emociones básicas contrapuestas que aquí consideramos que acotan el continuo que forma el alma, y que son la alegría y la pena, las cuales se corresponderían con sendas morfologías corporales, que también podríamos denominar gesticulaciones, modos simbólicos que el alma tiene de expresarse a través del cuerpo, conjunto de metáforas a través de las cuales el alma se acaba convirtiendo en cuerpo. “La alegría produce una dilatación de nuestra persona íntima –dice el filósofo–, la hace irradiar en todas direcciones, despreocuparse; esto es, perder concentración (…); en suma, ejecuta un movimiento de dispersión muscular. En cambio, la pena ocupa y preocupa, contrae el alma, la concentra y recoge sobre la imagen del hecho penoso, haciéndonos herméticos al exterior. Parejamente, su gesto frunce todo el rostro hacia un centro, recoge todos los músculos y cierra los poros”.
     La psicología y la medicina, a menudo, simplemente, han desdeñado esta conjunción profunda que existe entre alma y cuerpo; y cuando no ha sido así, se han limitado a hablar del mutuo influjo entre ambas instancias, de la acción del cuerpo sobre la mente y viceversa. Ortega da un paso más allá: el cuerpo, el mundo en general, son expresión del alma, representan, simbolizan a esta otra instancia invisible por sí misma que discurre por debajo de ellos, y que es el alma. El mismo Ortega proclama asimismo la importancia que tiene esta perspectiva por la cual él aboga: “La hermandad radical entre alma y espacio, entre el puro ‘dentro’ y el puro ‘fuera’, es uno de los grandes misterios del Universo que más ha de atraer la meditación de los hombres nuevos”.   
     Siendo consecuentes con esta intuición sobre lo que debiera guiar nuestra meditación, corresponde ahora superponer sobre este conjunto de orteguianas reflexiones aquellas otras que Hans Selye, el médico y filósofo que dio nombre y fundamento teórico al estrés, produjo para intentar explicar en qué consiste la enfermedad. Afirmaba este autor que, en gran medida, las enfermedades no se producían como respuesta adaptativa y, podríamos decir también, utilitaria ante las agresiones de agentes nocivos procedentes del mundo exterior, sino que tales enfermedades venían a traducir erradas predisposiciones íntimas que, al exteriorizarse, las provocaban (no siempre ocurre así, claro está: hay muchas enfermedades que, efectivamente, son consecuencia de una tara genética o adquirida, o de una agresión ambiental). El estrés no siempre se origina, pues, en respuesta a circunstancias ambientales, sino que suele dar expresión a predisposiciones íntimas para las cuales aquellas circunstancias podrían actuar como mero desencadenante. En su nivel más profundo, estas predisposiciones generadoras de enfermedades se caracterizan por ser expresión de actitudes hiperdefensivas, que son las responsables de que se pongan en marcha los procesos mórbidos, y que no se deben, pues, al hecho de responder de manera proporcionada a agentes externos, que a menudo son inocuos. Un ejemplo paradigmático sería el asma, otro la fobia: en ellos, la causa externa que pondría en marcha la enfermedad sería prácticamente inofensiva, y el problema residiría ante todo en la respuesta excesivamente alarmista del organismo y del propio sujeto.
     Esta actitud hiperdefensiva que está en el origen de muchas de las enfermedades asociadas al estrés se correspondería con el retraimiento orgánico y psíquico que Ortega sitúa como característico de la pena, y que podríamos ampliar hacia las emociones que, en general, nos empujan a desvincularnos del mundo, a encastillarnos dentro de nosotros mismos. Esa actitud, conformada ya como carácter, haría que nuestras respuestas a los estímulos del mundo exterior tendieran a estar impregnadas de miedo, de recelo y de alarma. Por el contrario, la alegría sería la emoción de referencia cuando de lo que se trata es de manifestar apertura hacia el mundo, desinhibición, proactividad. Tales disposiciones, cuando enraízan o se plasman como carácter, tendrían su reflejo también en el organismo, el cual serviría de expresión, de símbolo de aquellas. La enfermedad no achacable a agresiones de agentes externos o a taras genéticas o adquiridas por accidente, sería un modo de expresión de un alma que, asumiendo la dicotomía propuesta por Ortega, podríamos decir que está apenada, y si ampliamos los márgenes, diríamos también que está angustiada, amedrentada. Sería esa una clase de enfermedad que vendría a servir de símbolo de un alma que, recelosa del mundo exterior, se siente amenazada y en peligro. La curación exige entonces no mejorar nuestras defensas, sino dejar de defenderse, abrirse confiadamente, en la medida en que sea posible, al mundo. Lo cual viene a ser congruente con esta visión que Unamuno tenía de los procesos evolutivos: "No consiste tanto el progreso (la evolución) en expulsar de nosotros los gérmenes de las enfermedades, o más bien las enfermedades mismas, cuanto en acomodarlas a nuestro organismo, enriqueciéndolo tal vez, en macerarlas en nuestra sangre"