La medicina logró un incuestionable avance cuando sustituyó
al chamán por el médico, cuando arrancó el sufrimiento de la esfera de lo
sobrenatural, en la cual la enfermedad era una clase de castigo enviado por la
divinidad y de la que el enfermo era el último responsable, y lo ubicó en el
ámbito de los fenómenos naturales. Desde entonces, la enfermedad dejó de ser
algo que afectaba al individuo en su totalidad y pasó a estar acotada en solo
uno de sus órganos; y tanto el agente productor de la enfermedad como el
tratamiento dejaron de ser referidos al alma del enfermo y pasaron a ser algo
objetivado. Este ya no intervenía ni en la enfermedad ni en la curación, pues
se había convertido en paciente, en sujeto pasivo y receptor tanto de la una
como de la otra. A partir del siglo XIX, incluso el médico empezó a ser un
elemento cada vez más marginal en el proceso curativo, y pasó a tomar
preponderancia un factor completamente desprovisto de alma: el aparato. Paulatinamente, el laboratorio y la técnica fueron supliendo al médico en el
diagnóstico y, subsiguientemente, en el tratamiento, que se deducían de los
datos proporcionados por el análisis de fluidos, las radiografías, la
resonancia magnética, el escáner, los instrumentos de medición, el termómetro, las
exploraciones… En suma, por el conjunto de aparatos que venían a sustituir a la
voluble intuición del antiguo médico de cabecera, apenas armado de un
termómetro y un estetoscopio. Indudablemente, la medicina ha alcanzado logros
muy meritorios y resultados muy fecundos desde que asumió la perspectiva según
la cual la enfermedad es un proceso que le acaece al enfermo llegando desde
fuera, en forma de microbios, virus o, en general, procesos en los que para
nada interviene él, salvo como pasivo receptor; por ejemplo también, las taras
genéticas. Desde esa perspectiva, Paracelso (1493-1541) no dejaría de ser un vulgar
hechicero cuando, entre otras cosas, afirmaba: “Debéis saber que la acción de la
voluntad es un factor importante en medicina”.
Los caminos que el hombre recorre tratando de materializar
sus pretensiones (nunca del todo realizables) tienen siempre, al final, un
común destino: la exageración. Cuando en ese recorrido se llega a un punto de
saturación, la ley de la paradoja emite su ineludible mandato y obliga a volver
atrás, en busca de todo aquello que la hemipléjica exageración precedente había
dejado desatendido. El paradigma hoy dominante en medicina todavía no lo sabe,
pero ha llegado a ese punto de saturación, y por ello empiezan a asomar perspectivas
que habría que situar como prolongación de aquellos otros modos de la medicina
que quedaron interrumpidos en las prácticas chamánicas o que, en general,
observaban la enfermedad como un proceso que nace, no tanto, o no siempre, en
un agente externo, como en vicisitudes que implican al mismo enfermo y a su
intimidad. Diferentes casos, por ejemplo, de curaciones inexplicables desde la
perspectiva biomédica preponderante, en las que la mera sugestión es capaz de
lograr lo que todo el arsenal tecnológico de la medicina no ha podido antes
conseguir, empiezan a torcer la mirada de algunos investigadores médicos en busca
de nuevas explicaciones sobre el hecho de la enfermedad. Esta emergente
curiosidad está llevando a la medicina, dice Stefan Zweig, a atender “el
fenómeno de las ‘curaciones por el espíritu’ que todavía en el siglo XIX eran
reprobadas y ridiculizadas despectivamente por los graduados como embustes,
patrañas e idioteces (…) De manera inequívoca se nota en los médicos más
juiciosos y humanos una nostalgia por el viejo universalismo, un deseo
vehemente de volver a encontrar el camino que les lleve de la exclusiva
patología local a una terapia constitucional, un deseo de saber no sólo acerca
de las enfermedades particulares que afectan al hombre, sino acerca de la
personalidad que este hombre representa. Después de que el afán productivo de
saber ha investigado el cuerpo y la célula como sustancia general casi hasta la
molécula, al fin vuelve de nuevo la mirada hacia la totalidad de la esencia de
la enfermedad, siempre diferente, y busca tras las particularidades locales
otras de carácter superior”. De vuelta de aquella exageración en la que
la medicina ha explorado ya todo lo que da de sí la especialización, la
excluyente concentración en el síntoma y la atención a lo microscópico,
empezamos (de nuevo) a observar al enfermo como totalidad, al síntoma como mera
señal de una enfermedad que afecta al individuo completo, y a la forma de estar
en el mundo del enfermo como algo que a menudo participa en el proceso del
enfermar. En suma, la nueva perspectiva que está emergiendo empuja a ver la
enfermedad y la curación como algo en lo que también puede tener que ver el propio
enfermo como sujeto agente y no solo como paciente, como receptor pasivo. Camino de compensar la exageración de
la que venimos, quedaría así pautada la reflexión que hacía Paul Valéry cuando decía:
“Sólo
los extremos confieren valor al mundo, sólo el término medio le da estabilidad”.
Hans Selye (1907-1982), el fisiólogo, médico y filósofo nacido
en Viena que puso nombre, definió e investigó durante toda su vida profesional
el estrés,
fue uno de los adelantados en esa nueva perspectiva que aún late en el
subterráneo de la práctica médica dominante. En el único libro suyo traducido
al español que un servidor sepa, “La
tensión en la vida (el stress)” (Buenos Aires, Compañía General Fabril
Editora, 1960) –un libro tan interesante como mal escrito– se apoyaba en la
emergente perspectiva que aportaba el psicoanálisis para dar enunciado a esta
nueva manera de mirar que involucra al enfermo en su enfermedad: “El
psicoanálisis ha demostrado que el conocimiento de uno mismo tiene valor
curativo. Pienso que esto también es verdad acerca de los trastornos
psicosomáticos y quizá hasta de aquellos que consideramos puramente somáticos u
orgánicos”. Asimismo afirma más adelante: “Nuestro fracaso para adaptarnos
correctamente a los acontecimientos de la vida se encuentra en la verdadera
raigambre de los conflictos productores de enfermedad”. Su objetivo
máximo como médico era encontrar una definición de la enfermedad que sirviese
de común denominador a todos los procesos morbosos particulares, y,
consiguientemente, encontrar leyes generales que dieran razón del proceso del
enfermar. Todo partía de la observación que había hecho ya en sus tiempos de
estudiante –y que veía cómo era desdeñada por los académicos y profesionales de
la medicina– de que había síntomas comunes a muchas enfermedades: los enfermos
tenían, en general, la lengua sucia, se hallaban aquejados de dolores difusos
en las articulaciones, de pérdida de apetito y de peso, de trastornos
intestinales, a menudo tenían fiebre, el bazo o el hígado agrandados, las
amígdalas inflamadas, erupciones en la piel… Como los médicos iban en busca de
causas específicas a las que referir cada enfermedad y estas manifestaciones
eran inespecíficas, generales, dejaban de tener utilidad para ellos.
Selye partía de los presupuestos que el biólogo Claude
Bernard había establecido en la segunda mitad del siglo XIX, según los cuales,
una de las cualidades más características de todos los seres vivos es su
capacidad para mantener la constancia de su medio interno a pesar de los
cambios que puedan producirse en el medio externo. Por ejemplo, un hombre puede
ingerir grandes cantidades de una u otra sustancia, sin que ello influya
mayormente en la composición de su sangre, gracias a los mecanismos de
adaptación. Si este poder de autorregulación fracasa, aparece la enfermedad o
incluso la muerte. Walter Cannon llamó posteriormente homeostasis a este poder
de permanencia, y puso el énfasis más en la relativa estabilidad que en la
absoluta constancia del medio interno. Partiendo de aquí, la enfermedad no
sería un mero sufrimiento producido por la agresión de los gérmenes al organismo
o por la lesión del mismo, sino una lucha por mantener el balance homeostático
de nuestros tejidos. Se recuperaría así la visión que ya dejó establecida hace
veinticuatro siglos Hipócrates, el padre de la medicina, cuando dijo que la
enfermedad no es solo sufrimiento (pathos),
sino también lucha (ponos), esto es,
el esfuerzo del organismo para volver a la normalidad. “El verdadero concepto de
enfermedad –concluía Selye– presupone un choque entre las fuerzas de
agresión y nuestras defensas”.
La aportación de Selye consistió, para empezar, en definir
el síndrome del estrés, el cual se producía cuando el organismo era atacado de
alguna forma (física o psíquica), y que estaba orientado a buscar su
readaptación y a tratar de volver al estado original. Las
reacciones de adaptación son de dos tipos: las que se producen en respuesta a
ataques que el organismo percibe como generales, y que conformarían lo que
Selye llamó “síndrome general de adaptación” (SGA), y las que se emiten en
respuesta a ataques locales y específicos, y en este caso se trataría del “síndrome
local de adaptación” (SLA). Ambos se desarrollan en tres fases: 1) reacción de
alarma, 2) estado de resistencia, y 3) estado de agotamiento, si la agresión al
organismo se cronifica. Y añade Selye: “Muchas enfermedades comunes son debidas
principalmente a errores en la respuesta de adaptación al estrés, más bien que
al daño directo por gérmenes, venenos y otros agentes externos. En este
sentido, muchos trastornos nerviosos o emocionales, la hipertensión arterial,
la úlcera gastroduodenal, ciertos tipos de reumatismos y enfermedades
alérgicas, cardiovasculares y renales, parecen ser esencialmente enfermedades
de adaptación”. El origen de la enfermedad deja, pues, en estos casos,
de estar fuera del enfermo y pasa a ser producida, provocada, por el enfermo
mismo, a causa de una errónea interpretación por parte de su organismo del tipo
de defensas que ha de oponer.
En el síndrome general de adaptación (SGA) se producían
varios efectos que Selye observó para empezar en los animales de
experimentación: agrandamiento considerable de la corteza suprarrenal,
consecutivo a la producción masiva de hormonas antiinflamatorias (adrenocorticotropa
o ACTH, cortisona, hidrocortisona o cortisol, adrenalina), intensa reducción o
atrofia del timo, el bazo y los ganglios linfáticos, con la consiguiente
reducción de los linfocitos sanguíneos (es decir, se desactivaban los recursos
que nuestro sistema inmunitario opone a las agresiones que el organismo sufre),
y, por último, aparecían úlceras profundas, sangrantes, en las paredes del
estómago y del duodeno. El síndrome general de adaptación se ponía en marcha
cuando el organismo percibía un peligro o amenaza inespecíficos, también en
respuesta a la inyección de sustancias extrañas o de hormonas purificadas, como
la adrenalina o la insulina (hormonas antiinflamatorias), o bien a través de
agentes físicos tales como el frío o el calor intensos, los rayos X, el dolor o
el ejercicio muscular prolongado… Todas estas respuestas constituían la primera
fase de la respuesta adaptativa, la reacción de alarma. Seguía una fase de
resistencia, en la que se interrumpía la emisión de estas hormonas en la
sangre, y en la tercera fase o de agotamiento se regresaba a síntomas muy similares
a los de la reacción de alarma, y de nuevo subía de nivel la producción de
hormonas antiinflamatorias. El SGA se pondría típicamente en marcha en
situaciones percibidas como amenazantes, y en las que el organismo como
conjunto se viera perentoriamente obligado a responder con el ataque o la huida.
Por otro lado, Selye observó que, además del síndrome
general de adaptación (SGA), se producía alternativamente un síndrome local de
adaptación (SLA), que provoca reacciones contrapuestas a las del primero, estimulando
la producción de hormonas proinflamatorias (somatotrofina, aldosterona,
desoxicórticosterona). La defensa del organismo en este caso consiste
típicamente en la producción de una bolsa inflamatoria local, en el lugar
específico en el que se recibe (o se percibe) la agresión, y tiene lugar cuando
el organismo entiende que esta defensa local es prioritaria, mientras que cuando
es el SGA el que se pone en marcha, provoca reacciones que inhiben esas
defensas locales a través de las hormonas antiinflamatorias, atendiendo así a
las necesidades de defensa general e inespecífica del organismo, si esa es la
prioridad percibida por este. “Normalmente –dice Selye a este respecto–, el
estrés, aplicado a una región limitada del organismo, causa inflamación, pero
la habilidad de las partes del cuerpo para responder de esta manera es
dificultada cuando el organismo entero se halla bajo el estrés. En otras
palabras, los experimentos mostraban que los animales expuestos a algún
alarmógeno general (tales como una infección, una intensa excitación nerviosa o
una extrema fatiga muscular) dejaban de reaccionar con una inflamación en los
sitios donde algún alarmógeno local (por ejemplo, una sustancia a la que eran
alérgicos) se aplicaba directamente al organismo”. En el SLA, en vez de
ser inhibida la actuación de los linfocitos, como ocurre en el SGA, son ellos
los principales encargados de contraatacar al agresor con la bolsa inflamatoria
defensiva generada, y por tanto, se aumenta su producción. La inflamación,
cuando, por ejemplo, algunos microbios virulentos se introducen a través de la
piel por algún tipo de grieta, produce al principio cuatro síntomas característicos:
enrojecimiento, calor, hinchazón y dolor; asimismo, se produce la interferencia
y obstaculización en la función ejercida por la parte afectada. La inflamación
alcanza su madurez cuando se forma un forúnculo o un absceso, y finalmente, el
tejido local implicado se desintegra, se abre el absceso y se produce la
evacuación del líquido inflamatorio. En medicina, se acostumbra añadir el
sufijo itis después del nombre del
órgano afectado para indicar la existencia de una inflamación: conjuntivitis,
inflamación de la conjuntiva del ojo; nefritis, del riñón; artritis, de las
articulaciones; neuritis, de los nervios… La fiebre del heno es inflamación de
la mucosa nasal, porque algo de su estructura se ha hecho especialmente
sensible a ciertos pólenes de las plantas.
El mecanismo del SGA se pone en marcha a partir de una señal
de alarma que el cerebro emite sobre la hipófisis (glándula situada en la base
del cerebro). Esta, a su vez, produce corticotrofina (ACTH), que induce a las
glándulas suprarrenales a producir hormonas antiinflamatorias, como adrenalina,
cortisona o cortisol. Tales hormonas inhiben la respuesta en que consiste el
contrapuesto SLA, de modo que, de manera característica, el organismo se
prepara para lo que se percibe como una agresión general o inespecífica, del
tipo de las que conducen a la respuesta de ataque o huida, las que desde los
estratos más profundos de la mente tendríamos dispuestas los individuos ante,
por ejemplo, el ataque de un depredador: los órganos linfáticos entonces
involucionan y los glóbulos blancos tienden a desaparecer de la circulación (se
desactiva, en suma, el sistema inmunológico), porque el organismo desatiende
las posibles heridas concretas (de ahí que no sea raro que en medio del
combate, el soldado cargado de adrenalina no repare siquiera en que está
herido), la presión arterial aumenta para enviar sangre a las partes del
organismo más necesitadas de actividad, las arterias se endurecen para
contrarrestar esa presión, las pulsaciones se aceleran, el corazón realiza un
sobreesfuerzo para bombear la sangre a pesar del estrechamiento de las
arterias… En la fase que sigue a la reacción de alarma, la fase de resistencia,
la actividad de los corticoides cae a un nivel solo ligeramente por encima de
lo normal. Pero en la tercera fase, la de agotamiento (cuando la percepción de
ataque sufrido se cronifica), sube de nuevo, aún por encima del nivel máximo
alcanzado durante la reacción de alarma. Si el ataque o la percepción del mismo
persisten, el mecanismo de adaptación puede llegar al colapso. En este
mecanismo queda involucrada la propia psicología de la persona estresada, pues
resulta evidente que si es especialmente vulnerable o más temerosa de lo normal
tenderá a alarmarse y a desencadenar la respuesta de estrés con más facilidad
que otras personas.
En conclusión, son dos las maneras que tiene el organismo de
enfrentarse a lo que le agrede (el alarmógeno): el síndrome general de
adaptación y el síndrome local de adaptación. El primero es una reacción
general del organismo que bloquea las respuestas parciales que procura el
segundo, es decir, la inflamación. Esta última consiste en oponer una barrera
inmunitaria a la agresión; esa barrera es la bolsa inflamatoria, que delimita
rigurosamente lo enfermo de lo sano. Los glóbulos blancos y el líquido
linfático acuden al lugar dañado para anular los gérmenes, bacterias o virus
que podrían infiltrarse en el organismo por la brecha producida y extenderse
por el organismo a través de la sangre. De manera prototípica, un grano de pus
contiene linfa, glóbulos blancos, los microbios atacantes y las células de
desecho del tejido sacrificadas.
Así resume Hans Selye sus descubrimientos: “El
estrés desempeña un papel importante en muchas enfermedades. Sus expresiones
generales (SGA) y regionales (SLA) encierran la verdadera esencia de lo que
llamamos enfermedad”. El caso
es que las enfermedades producidas a través de estos dos mecanismos de
adaptación, el SGA y el SLA, parecería que se pueden entender sin salirse del
paradigma dominante, según el cual son los agentes externos al organismo los
que producen la enfermedad; y en esa misma medida, el tratamiento dependería
también de factores externos. Pero existen asimismo, como ya vimos, las que
Selye denomina enfermedades de adaptación, que ya no son resultado directo de
algún agente externo (el ataque de un depredador, una infección, una
intoxicación), sino resultado de reacciones de adaptación inadecuadas. Un
ejemplo, precisamente, en el campo delimitado por el SLA, sería la fiebre del
heno a la que nos hemos referido, que se genera por el contacto con inocuos
pólenes; la mucosa nasal respondería de una manera hiperdefensiva, y sería esta
respuesta la que produce la enfermedad, no el agente externo. En el ámbito
referido al SGA, la hipertensión, por ejemplo, sería resultado de una sensación
de amenaza persistente que podría no corresponderse con la realidad.
La útil función defensiva por parte del organismo a través
de ambos síndromes, el SGA y el SLA, se convierte en un problema cuando el
individuo genera respuestas hiperdefensivas ante invasores inocuos; por
ejemplo, aquella respuesta de la alergia ante el polen primaveral. “La
inflamación no significa en este caso ninguna protección contra la enfermedad: es la enfermedad”, ratifica Selye.
Algo semejante ocurriría con la hipertensión o la úlcera gástrica ante amenazas
inexistentes o desdeñables. “En tales casos –dice también Selye–
no
estamos siendo dañados, simplemente nos dañamos a nosotros mismos”. Ampliando
las cotas de los circuitos argumentales previstos por Selye, podemos considerar
también que el dolor inútil de la fibromialgia apuntaría asimismo a un tipo de
respuesta del organismo que conservaría aquella característica propia de la
inflamación, pero que se habría puesto en marcha no, o no tanto, debido a agresiones
reales sufridas, como a algo que el afectado, desde su excesiva vulnerabilidad,
interpreta como tal. Algo equivalente ocurre cuando se genera angustia o ira
como respuesta a situaciones objetivamente inocuas o bien suponen una reacción
desproporcionada a las mismas. En general, en las enfermedades así ocasionadas,
tanto las procedentes de las respuestas inflamatorias propias del SLA como de
las antiinflamatorias del SGA, encontraríamos fundamento suficiente para, en
esa misma proporción, romper con el paradigma actualmente dominante en
medicina, según el cual la enfermedad procede de un ataque exterior al
organismo.
Dice Selye, en fin, que “algunas enfermedades tienen causas
específicas: las acciones directas de ciertos agentes particulares productores
de enfermedad, tales como microbios, venenos o lesiones físicas. (Sin
embargo) Un número mucho mayor de enfermedades no son originadas por ninguna
causa en particular; se originan por la propia respuesta del organismo a alguna
situación desacostumbrada (…) Algunas veces las reacciones del organismo son
excesivas y completamente desproporcionadas respecto a la irritación
fundamental inocua”. Los fallos en el juego compensatorio entre los dos
conjuntos de hormonas movilizadas respectivamente por el SGA (hormonas
antiinflamatorias) y por el SLA (hormonas proinflamatorias), estarían en la
base de la explicación de muchas enfermedades. De esta manera, mientras que el
exceso de corticoides antiinflamatorios “desempeñan un papel en el desarrollo de las
enfermedades renales y cardiovasculares del hombre”, un exceso de
hormonas proinflamatorias provocaría desde enfermedades alérgicas a la artritis
reumatoide.
Y aquí residiría asimismo la explicación de muchas
curaciones que la medicina todavía oficial no tiene más remedio que desechar
como supercherías, y que, entre otros, nos retrotraen a los tiempos de los
chamanes, que ya apuntamos que de alguna más refinada manera habremos de
retomar cuando acaben de emerger los nuevos paradigmas. Así, por ejemplo, los
hechiceros o sacerdotes realizaban antiguamente rituales de curación en los que
se incluían métodos destinados a infundir terror en los pacientes, con el fin
de expulsar a los demonios de la enfermedad. Movilizaban de esta manera los
mecanismos de alarma propios del SGA, es decir, la producción de hormonas
antiinflamatorias (adrenalina, corticotrofina, cortisona o cortisol…), de modo
que las enfermedades con base en algún tipo de inflamación remitían. El mismo
sentido tendrían prácticas tan extravagantes como las sangrías, la toma de
drogas o brebajes putrefactos, los vendajes dolorosos o los tratamientos de
choque. Nadie sabía en realidad cómo actuaban estas terapéuticas, y
generalmente suponían además graves riesgos, pero el caso es que a veces
funcionaban, de manera semejante a como un vaso de agua fría en la cara de un
niño puede interrumpir drásticamente una de sus pataletas. Señala Selye en este
sentido que durante la primera mitad del siglo XX “una variedad de los llamados
tratamientos inespecíficos estuvo en gran boga (…) Se basaban en la observación
de que el estado de paciente de varias clases de enfermedades crónicas, como el
reumatismo, es a menudo mejorado por la inyección de sustancias extrañas, tales
como leche, sangre ajena o ciertas preparaciones base de metales pesados, los
cuales estimulan una fuerte reacción del organismo”. Sería la reacción
general del organismo promovida por el SGA la que impediría la formación de
bolsas inflamatorias como las que, entre otras enfermedades, están detrás del
reumatismo, según demostró Selye en sus experimentos con animales. Unos médicos
alemanes que compartían con él estos presupuestos, los pusieron en práctica con
una paciente afectada por una artritis reumatoide grave y crónica en las
articulaciones de manos, pies y rodillas que la mantenía inmovilizada. Le
produjeron artificialmente el estrés provocándole varios choques insulínicos, y
fue después de ello cuando la paciente pudo levantarse y caminar por primera
vez en tres años. La movilización de las propias glándulas endocrinas de la
paciente y la correspondiente producción de corticoides antiinflamatorios fueron
responsables de este éxito terapéutico. Selye confirma que observaciones
similares fueron publicadas por otros médicos que usaron diferentes tipos de
alarmógenos, además del choque insulínico. Prácticas, en fin, no tan diferentes
de aquellas que en otros tiempos realizaban los chamanes. Lo cual
demostraba que “estas enfermedades son debidas esencialmente a reacciones de
adaptación inadecuada frente a agresores comparativamente inocuos. Son debidas
a la mala adaptación”.
“Varios tratamientos por choque –dice Selye asimismo–, y
otros inespecíficos, han demostrado claramente que el estrés general puede
curar ciertas enfermedades; sin embargo, también sabemos que, muy a menudo, una
tendencia latente a una enfermedad es transformada en una afección manifiesta
por demasiado estrés y tensión”. Sería este último el caso, por
ejemplo, de la tuberculosis, en la que la reacción que el organismo estresado
opone a la presencia del bacilo de Koch que eventualmente ha irrumpido en la
sangre consistente en inhibir las hormonas proinflamatorias, favorece la
diseminación del bacilo por todo el organismo, porque la inflamación que los
pulmones oponían al vacilo era una respuesta adecuada. En la apendicitis aguda,
en que la expansión de la infección es suficientemente amenazante y grave como
para que el organismo la impida a toda costa, la acción de las hormonas
antiinflamatorias sería también desastrosa, porque la inflamación protege a los
tejidos vecinos y al organismo en general. En sentido contrario, señala Selye
que “la
gran mayoría de todas las enfermedades de la piel y de los ojos son
esencialmente inflamaciones y muchas de ellas son causadas por agentes que no
serían particularmente dañosos si el organismo no reaccionara contra ellos con
respuestas inflamatorias indebidamente violentas”. Afirmación que
resulta congruente con el hecho, que también resalta Selye, de que precisamente
durante los períodos de estrés general intenso, las enfermedades de la piel y
de los ojos, predominantemente inflamatorias, tienden a mejorar. La ley de la
paradoja, sin embargo, obliga a no cruzar el umbral de la exageración, puesto
que un exceso de corticoides antiinflamatorios administrados para combatir esas
inflamaciones hace que el organismo se vuelva propenso o vulnerable a las
infecciones, así como a la hipertensión arterial, el insomnio, los trastornos
gastrointestinales, etc. hacia los cuales aboca la descompensación del
organismo en favor de las hormonas antiinflamatorias. Por ejemplo, es un hecho
bien conocido que el estrés y la tensión predisponen a la tuberculosis, que
resultaría de la ruptura de barreras inflamatorias que el organismo opone al
bacilo de Koch, que de otra manera quedaría acotado por la respuesta
proinflamatoria. Por eso, a los tuberculosos se les aconseja largas curas de
reposo para recobrar su resistencia contra el bacilo. Lo mismo se puede decir
respecto de otras clases de infección.
Una cuestión que interesó a Selye y que le llevó a
investigarla expresamente fue el por qué los jugos gástricos, que eran capaces
de digerir perfectamente la carne consumida, no digerían también las paredes
del estómago. Experimentando con ratas de laboratorio, comprobó que cuando se
las sometía a estrés intenso, se generaban úlceras gástricas, es decir, que los
jugos de la digestión, efectivamente, digerían las paredes del estómago. Y sin
embargo, cuando esas ratas eran tratadas con hormonas proinflamatorias, las
úlceras se evitaban. Dedujo que el estómago venía a ser equivalente a una bolsa
o barricada inflamatoria, y que esa protección era la que evitaba que los jugos
gástricos afectaran a las paredes del estómago.
Otra enfermedad que encontraría explicación en estos
mecanismos que resultan del estrés sería la diabetes: el estrés provoca la
producción masiva de glucosa en la sangre para que sea utilizada como fuente de
calor por los tejidos en situaciones de alarma que exigen un rendimiento extra.
Superado el umbral que el organismo marca a la producción de glucosa y al
estancamiento de esta en la sangre, sobreviene la diabetes, que ha de ser
tratada con insulina, la cual sirve para reutilizar, y consiguientemente
consumir, la glucosa por parte de los tejidos.
Una enfermedad de particular interés que encuentra ángulos
de interpretación asequibles a la teoría del estrés es el cáncer. Observa Selye
que muchos tipos de cáncer se desarrollan en sitios de lesión tisural crónica.
Por ejemplo, la exposición prolongada de la piel a los rayos de sol o al calor
puede conducir a la formación de un cáncer en el lugar en el que esa irritación
ha sido persistente. Interesantes estudios estadísticos muestran asimismo cómo
nunca se ha observado cáncer en el cuello de la matriz entre mujeres enclaustradas,
y sin embargo es muy común en mujeres casadas, especialmente después de partos
repetidos. Experimentalmente, ha sido posible producir cánceres extremadamente
malignos en animales por medio de una irritación crónica con aceites irritantes
introducidos en bolsas inflamatorias. Complementariamente, comprueba Selye que “el
estrés general tiende a suprimir el crecimiento canceroso”. También se
llega a inhibir el crecimiento de ciertos cánceres mediante el tratamiento con
grandes dosis de hormonas antiinflamatorias, las que están precisamente
encargadas de disminuir o suprimir las respuestas inflamatorias a algún tipo de
lesión local. Todo lo cual aboga por la interpretación de que esos cánceres
vendrían a ser bolsas inflamatorias formadas en lugares de persistente daño
tisural. La función habitual de las bolsas inflamatorias incluye la destrucción
de los tejidos involucrados en ellas, que son eliminados como residuos
producidos en el combate contra los agentes productores de ese daño en el
tejido. La exacerbación de esa defensa proinflamatoria acabaría resultando en
la formación de un cáncer. De manera prototípica, las leucemias serían esencialmente
cánceres de los leucocitos sanguíneos o glóbulos blancos, los que cuando existe
una herida acuden, precisamente, de forma masiva a combatir a los gérmenes que
puedan tratar de invadir el organismo a través de esa grieta, y que finalmente
serían eliminados, junto a los restos del tejido muerto, a través de los
abscesos o formaciones purulentas. Los tumores serían formaciones equivalentes
a estos abscesos. Esa sería la causa de que el tratamiento con hormonas
antiinflamatorias resulte eficaz frente al crecimiento de ciertos cánceres,
especialmente aquellos en los que con tales hormonas queda inhibido el
crecimiento de los tejidos linfáticos (leucemia) y en cánceres hepáticos de
evolución lenta.
En conjunto observamos que se puede hablar de que en el
organismo se produce un balance entre las hormonas pro y antiinflamatorias del
cual depende la salud. “Cuando la inflamación es excesiva –dice
Selye–, como por ejemplo en la artritis reumatoidea, la situación es
corregida mediante tratamiento con corticoides antiinflamatorios. Al contrario,
un efecto adverso podrá esperarse de tal tratamiento en enfermedades
caracterizadas por una incapacidad relativa para construir barricadas
inflamatorias adecuadas contra los invasores, como, por ejemplo, en la
tuberculosis”. Este balance hormonal es el responsable de dirigir los
mecanismos de adaptación frente a los factores de desequilibrio que puedan
surgir en el organismo. Y precisamente, en los desarreglos de nuestro mecanismo
de adaptación radica de forma decisiva el desarrollo de muchas enfermedades. De
modo que Selye puede afirmar que, por sí sola, “la entrada de los gérmenes en
nuestro organismo no constituye la enfermedad”. Es así porque, en unos casos, algunos microbios pueden vivir
pacíficamente en nuestros intestinos, pulmones o gargantas sin causar ningún
trastorno. Otros microbios pueden dañarnos, pero antes de que lo hagan,
nuestros tejidos los acantonan dentro de barricadas inflamatorias
impenetrables, o simplemente los matan con sustancias químicas conocidas como
anticuerpos. Sin embargo, esta función defensiva de la inflamación puede verse
alterada cuando se producen situaciones de estrés intenso. Lo cual sería la causa de que tantas
infecciones se produzcan durante las guerras, el hambre, el frío o el calor
extremos. Así que podemos concluir que la responsabilidad de la enfermedad hay
que achacarla tanto a los gérmenes invasores como a las respuestas que les
oponemos.
Y llegando a una conclusión más general, diremos que el
paradigma todavía dominante en medicina ha desarrollado unas terapéuticas muy
eficaces en el combate contra las enfermedades que tienen un origen en el
exterior del organismo, pero va abriéndose paso una nueva perspectiva que
obliga a atender de manera diferenciada ese otro gran conjunto de enfermedades
que se originan en el individuo y en su errónea manera de enfrentarse a los
posibles ataques que proceden del exterior.