Cuando Fernando Pérez del Río, me propuso participar en la
presentación de este libro suyo, yo sabía que, puesto que conoce mi afición a
la filosofía, esperaba de mí que aportase la perspectiva que se puede derivar
de ese enfoque filosófico, y que, a mi modo de ver, consistiría en integrar el
significado que este libro pueda tener en el marco de las grandes preguntas a
las cuales nos convoca la filosofía: ¿quiénes somos? ¿De dónde venimos? ¿A
dónde vamos? ¿Qué hacemos aquí?... Preguntas que, si nos ceñimos ya más
estrictamente al tema de este libro, yo haría derivar hacia la pregunta de ¿por
qué se droga la gente?
Podríamos encontrar una primera aproximación a la respuesta
a tal pregunta en el testimonio que da un adicto al crack y que es recogido en
el libro. Dice este joven que tomar drogas era para él “una forma de borrar la ansiedad,
la timidez, el insoportable peso de la propia conciencia. Las drogas solo me
hacían querer más drogas, más olvido. Así que cuando me drogaba, bebía más
vodka, tenía más sexo, tomaba más drogas”. Este testimonio viene a
confluir con la reflexión que Fernando realiza a propósito de las motivaciones
que están detrás de esa peculiar adicción que en el libro se incluye como
equiparable a las drogodependencias, y que es la adicción al sexo. Dice
Fernando, efectivamente, en el libro: “La persona adicta al sexo se apoya en un
mecanismo que podríamos llamar compensatorio: el sujeto opta por un estado
emocional propio de la adicción con el que puede defenderse de sentimientos
intensos de angustia, de culpa, de abandono, de dolor, rabia, vergüenza, o
atenuar su vacío, etc.”. En suma, sigue diciendo, “la dependencia cubre un
malestar, una insatisfacción, y superpone al malestar otro estado mental y
emocional proporcionado por la adicción, una actividad a priori estimulante”. A priori estimulante,
es decir, placentera. Sin embargo, a la larga, a posteriori, el refuerzo
positivo que al principio suponía la droga o la actividad adictiva, se
convierte en refuerzo negativo: ya no se consume la droga, ya no se realiza el
sexo de manera adictiva primariamente como una forma de obtener placer sino
para evitar el malestar y la angustia.
Aquel testimonio del adicto al crack y esta reflexión de
Fernando creo que nos aportan ya una primera clave para ir entendiendo la
motivación última de las drogodependencias y de las adicciones en general: no
sería tanto la búsqueda de placer como, al menos a medio plazo, la evitación de
una inquietud, de un malestar, de una angustia, de una sensación de vacío que
serían, en última instancia, los auténticos desencadenantes del proceso; el
placer, que parecía ser la motivación genuina que empujaba a tomar drogas,
pasa, pues, a ser solo, al final, un medio de evasión de la angustia y del
sentimiento de vacío, un ansiolítico en suma.
Así que se pone en el primer plano de nuestra indagación esa
angustia, ese sentimiento de vacío que parece que está más al fondo incluso que
aquella primaria búsqueda de placer. Y a partir de aquí es desde donde podemos
aspirar a encontrar la colaboración de los filósofos para proseguir con nuestra
pesquisa. Por ejemplo, de María Zambrano, que decía que “El hombre podría definirse –una
de tantas posibles definiciones– como el ser que alberga dentro de sí un vacío
(…) un vacío que ha de llenarse”. Tendríamos así una vía de
comunicación entre lo que le pasa al adicto y lo que nos ocurre a los hombres
en general, lo cual nos permitiría, de paso, empatizar con aquel, comprender de
qué profundidades del alma sale esa propensión a la adicción.
Así pues, de la mano de María Zambrano partimos de una
primera respuesta a la gran pregunta que se hace la filosofía: ¿qué o quiénes
somos? Somos, al menos para empezar, un vacío, es decir, una nada. Empezamos no
siendo nada, no siendo nadie, y precisamente dedicamos la vida a intentar
llenar ese vacío, a salir de la nada, a superar nuestra insignificancia de
partida. El gran psicólogo que fue Alfred Adler formulaba esta cuestión de una
manera parecida: decía que partimos de un sentimiento de inferioridad que es lo
que nos caracteriza en el origen, y convertimos la vida en un intento de
sobreponernos a esa inferioridad de partida. En suma: empezamos por ser
insignificantes y, en esa medida, débiles, vulnerables, y dedicamos la vida a
tratar de fortalecernos, de alcanzar un significado, a intentar ser alguien, a
conseguir realizar unos objetivos que den sentido a esa vida.
Bien, pues demos un paso más en nuestra indagación volviendo
de nuevo al libro que presentamos. “Somos conscientes –dice en él
Fernando en cierto momento en el que se plantea el tratamiento de una de estas
adicciones– (de) que las personas crecemos a través de la mirada de los otros”.
“Necesitamos
a los otros”, dice también más adelante. Esta vinculación con los
demás, cuando es sana, es perfectamente compatible con la autonomía personal;
no es sana, por el contrario, cuando conduce a la dependencia emocional. Y,
como afirma Fernando en su libro, “un adicto siempre tiene algo de dependencia
emocional”. Podría servir de ejemplo el caso de un drogodependiente, Martín,
que se cita asimismo en el libro, el cual adoptó un posición de sumisión hacia
su hermano, dos años mayor que él, hasta el punto de que a partir de los 8 años
aceptó pasivamente ser víctima de abusos sexuales por parte de él. Fernando
afirma que Martín “(tendía) a cumplir las expectativas de los demás como forma de buscar
el refuerzo y valoración de los otros”. Esa dependencia emocional de
este joven no sería sino una derivada de su tendencia a “huir ante las dificultades y no
afrontar los problemas que le iban surgiendo, dificultad que tenía identificada
y que él mismo definía como problema principal que le llevaba al consumo de
drogas”. Es fácil comprender que el dependiente emocional tiene, dice
de nuevo Fernando, “un bajo concepto de sí mismo y un gran miedo a la soledad”. La
emoción principal desde la que se mueve una persona así es el miedo
(especialmente, el miedo a ser abandonada), que es correlativo a la falta de
confianza en sí misma.
Desde aquí, hemos de comprender que incluso los eventuales
rasgos de rebeldía característicos de otros muchos drogodependientes vendrían a
ser también, en realidad, modos de evitar enfrentarse a las dificultades
propias de la vida, que quedarían enmascarados como rebeldía, como rechazo a
compartir el sistema de obligaciones que le vinculan a la sociedad. Una
sociedad a la que, como rebelde, se opone, supuestamente que porque aquellas
obligaciones y responsabilidades le parecen alienantes o absurdas, pero que en
realidad conforman el conjunto de normas y compromisos que son los propios de
la vida adulta.
Nos quedaría aquí reunir en una misma narración los dos
segmentos en los que hemos parcelado nuestra reflexión: recordemos cómo de la
mano de María Zambrano y de Alfred Adler habíamos entrevisto que, para empezar,
cuando comenzamos a vivir somos seres insignificantes, débiles, vulnerables…
Adler decía que el primer sentimiento desde el que nos enfrentamos al mundo y a
la vida es el sentimiento de inferioridad. Decíamos también que la vida era el
trayecto a través del cual abordábamos la tarea de alcanzar a dar a nuestra
personalidad una entidad, una fortaleza, una autonomía, un significado. Ahora,
después de nuestro repaso, estamos en condiciones de entender mejor que la dependencia
emocional es una etapa preliminar en el camino hacia ese objetivo de llegar a
ser alguien significativo, es la manera que el niño tiene de comenzar a salir
al mundo. El niño, que se siente tan débil y vulnerable, no tiene otro recurso
para atreverse a salir al mundo que el que presupone la dependencia emocional.
Podríamos poner en su boca las palabras que a menudo oye Fernando decir a los
drogodependientes: “no puedo funcionar en el mundo sin asistencia de los demás”.
Solo paulatinamente logrará el niño adquirir autonomía. Entre aquella
dependencia y esta autonomía, el drogodependiente se ha quedado atascado, es un
ser cuyo desarrollo ha quedado interrumpido en su sentimiento de inferioridad.
Pedirle que asuma responsabilidades es lo mismo que si se lo pidiéramos a un
niño. No puede con ellas. Por tanto, el drogodependiente huye, trata de
evadirse de su lugar en el mundo, un mundo en el que está obligado a intentar
ser alguien, a tomar decisiones, a adquirir responsabilidades, a esforzarse por
alcanzar metas propias… Trata de evadirse porque no se siente capaz de afrontar
la tarea de dar sentido a su vida.
Después de todo lo dicho, creo que tenemos claves suficientes
para ensayar una respuesta a la pregunta que dejé formulada al principio: ¿por
qué se droga la gente? Dejaré la respuesta en manos de Viktor Frankl, psicólogo
y psiquiatra, fundador del método terapéutico conocido como logoterapia o
terapia del sentido, y que no es ajeno al bagaje intelectual del que echan mano
las comunidades terapéuticas que tratan a los drogodependientes. Dice Viktor
Frankl: “Cuando falta un sentido de la vida, cuyo cumplimiento hubiera hecho
feliz a una persona, esta intenta conseguir el sentimiento de felicidad mediante
un rodeo, que pasa por la química. De
hecho, el sentimiento de felicidad no suele ser en circunstancias normales la
meta de la tendencia humana, sino solo un fenómeno concomitante de la
consecución de su meta”. Es decir, que el hombre no busca
prioritariamente ser feliz, sino dar sentido a su vida, y, como propina, con
suerte, buscando ese sentido, puede llegar a sentirse feliz. Por el contrario,
el mismo Viktor Frankl cita estudios que incluso concluyen categóricamente que “en
los drogadictos aparece el complejo de vacuidad (el sentimiento de
vacío) en el cien por cien de los casos”. El drogodependiente, el
adicto, a falta de otro medio mejor, consume drogas o realiza su conducta
adictiva para intentar contrarrestar su sentimiento de vacío. Charles Baudelaire,
poeta maldito del siglo XIX, y habitual consumidor de drogas, decía que el
alcohol se había convertido para él en un arma “para matar a algo que llevaba
dentro, a un gusano que no podía morir”. Ese “gusano”, esa inquietud
que nunca nos abandona es el sentimiento de vacío que, como decía María
Zambrano, nos constituye, es lo que últimamente somos. Somos “un
vacío que ha de llenarse”, y si no sabemos cómo llenarlo, tratamos de
ahogar la angustia que ello nos genera en alcohol o en alguna otra clase de
droga. Tenesse Williams, dramaturgo estadounidense, ganador de tres Premios
Pulitzer, también era alcohólico. Sufrió durante toda su vida ataques de terror
ansioso. Y encontró en las drogas y el alcohol la manera de medicarse contra su
ansiedad. Uno de los personajes de una de sus obras más conocidas, “La gata sobre el tejado de zinc”
hablaba de un “clic” que señala que, una vez activado, se alcanza un estado de
tranquilidad suficiente: “Este clic que hay en mi cabeza y que me
tranquiliza –dice este personaje–. Tengo que beber hasta que se activa. Es
algo mecánico (…) Simplemente todavía no tengo el nivel correcto de alcohol en
la sangre”.
Pero tratar de anular el sentimiento de vacío, intentar
eludirlo en vez de llenarlo dando sentido a la vida, es una opción enteramente
autodestructiva. El adicto acaba dañando gravemente, a menudo de forma
irreparable, la arquitectura de su vida. Pierde su trabajo. Arruina sus
relaciones de amistad y familiares. Sufre accidentes, arrestos y heridas. Es
cada vez más negligente con sus responsabilidades. Es vulnerable a un numeroso
grupo de enfermedades. Sufre cambios de personalidad causados por daños en el
cerebro, etc. Quienes antes eran individuos respetables, pueden acabar
mintiendo, engañando, robando y envueltos en todo tipo de fraudes para proteger
u ocultar su adicción. El ya citado Charles Baudelaire,
poeta y adicto a diversas drogas, dice en la obra paradigmática que dedicó a
las mismas, “Los paraísos artificiales”:
“Confieso
que los venenos excitantes no solo me parecen uno de los más terribles y
seguros medios de que dispone el Espíritu de las Tinieblas para enrolar y
esclavizar a la deplorable humanidad, sino una de sus encarnaciones más
perfectas”.
Todo lo dicho nos aboca hacia la conclusión de que la vida
está delimitada por dos puntos extremos entre los cuales ha de transcurrir: uno
de ellos, el que marca el punto de partida, es el sentimiento de vacío, de
insignificancia o, en su versión más elaborada, el sentimiento de que la vida
es absurda, con toda la carga de angustia y desesperación que ello conlleva. El
otro extremo es aquel hacia el que apunta la tarea de dar un sentido a la vida,
de llenar el vacío que nos constituye con un plan de vida que logre
justificarla y darle significado. El sentimiento de vacío y el sentido de la
vida señalarían, por tanto, los dos polos del trayecto que todos estamos
obligados a recorrer, y que el drogodependiente tendría que transitar en el
camino hacia su curación.
Todo esto vendría a ser el marco que se me ocurre sugerir
para, más o menos, insertar este libro en el contexto de las grandes preguntas
que la filosofía nos plantea. Y por lo demás, en fin, no me queda sino resaltar
aquí la trayectoria profesional e intelectual de Fernando, que quienes le
conocemos hemos ido comprobando que se va desarrollando desde hace años en un
sentido ascendente y acumulativo, y de la cual este libro que presentamos no ha
dado tiempo a considerar que sea el último hito, porque hace pocos días tuvimos
ocasión de conocer que ha ganado el concurso “Una ciudad para vivir”, concedido por el Colegio de Psicólogos de
Castilla y León, por su proyecto “Más
aportaciones de la psicología a la calidad de vida”. Hoy toca felicitarle
sobre todo por su libro, pero aprovecho para felicitarle también por el
conjunto de esa brillante trayectoria profesional e intelectual.
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