sábado, 26 de diciembre de 2015

"Paulina": un sentimiento de culpa insaciable

     “La patota”, estrenada en España con el título de “Paulina”, es una película argentina de 2015 dirigida y co-escrita por Santiago Mitre. La película participó en la 68ª edición del festival de Cannes donde ganó el premio principal de la semana de la crítica en el festival de Cannes y en el Festival de San Sebastián obtuvo los tres premios principales de su sección. Además, ha obtenido varios premios más.


     Paulina era una abogada con una carrera floreciente en Buenos Aires, que en un determinado momento decide dejar atrás su prometedora trayectoria profesional y volver a su ciudad natal para convertirse en maestra rural y dedicarse a la actividad social en entornos de jóvenes marcados por la pobreza y la marginalidad. Fernando, su padre, años atrás hizo algo parecido, y en la actualidad es un juez progresista, pero ahora, ya en el viaje de vuelta de sus juveniles entusiasmos, intenta aconsejar a su hija para que armonice sus deseos de cambio social con sus capacidades como abogada y no renuncie a su brillante futuro. Paulina no le hace caso y, tal y como tenía decidido, empieza a trabajar como maestra.
     Enseguida observa la desproporción o desajuste existente entre sus fervorosos impulsos de mejorar el mundo y el desdén y la desidia con los que son recibidos por parte de su juvenil clientela. Más aún: después de la segunda semana de trabajo es interceptada por una patota (una pandilla de chicos marginales y aficionados a los actos vandálicos) y violada por el líder de la misma. Ante la mirada atónita de quienes la rodean, Paulina decide, después de un par de días, volver a trabajar en la escuela y en el barrio donde fue atacada, a pesar de que enseguida llega a saber que los integrantes de la patota eran alumnos suyos, excepto el líder, del que también llega a saber que fue quien la violó. A pesar de ella misma, los integrantes de la patota son detenidos por orden de su padre, el juez, pero Paulina, en la rueda de conocimiento, y con la intención de defenderlos, niega que fueran ellos quienes la atacaran, de modo que salen libres.
     Nuestra protagonista descubre al poco tiempo que, como resultado de la violación, había quedado embarazada, y muy al contrario de lo que le piden su novio, su padre y su amiga, decide no abortar, llevar adelante su embarazo. Ello le cuesta la ruptura con su novio, la desesperación de su tolerante y amado padre, la incomprensión de su amiga… Pero ella prefiere seguir adelante en el camino hacia su particular calvario.
      La bondad de Paulina y su intención de ayudar a los sectores más marginales de la sociedad, incluso cuando los beneficiarios de esa ayuda se muestran refractarios a ella, recuerdan a aquella Viridiana de Luis Buñuel (1961), una ex novicia que acoge en la mansión de la que inopinadamente había quedado dueña a un puñado de pobres y vagabundos a los que va encontrando al azar. Estos, en vez de agradecer la ayuda, abusan de lo que se les da, atacan a Viridiana y destrozan la casa que los acoge.
      No dejan de merecer compasión, y a veces admiración, personas como estas, que deciden renunciar a sí mismas para entregar su vida a los necesitados. Pero parece que hay líneas rojas que esa virtud extrema puede llegar a traspasar, y entonces se convierte en algo morboso y quizás hasta perverso. Es posible que ese fuera el caso, por ejemplo, de Santa Catalina de Siena, co-patrona de Italia junto a San Francisco de Asís y una de las patronas de Europa, que nació en 1347, poco antes de que la gran epidemia de peste arrastrara a la tumba a las dos terceras partes de la población de Siena. Era la hija número veintitrés de un total de veinticinco partos. Creció en un ambiente dominado por el miedo, los sentimientos de culpabilidad y el duelo, pues la gente pensaba que la “peste negra” era el castigo de Dios por la perdición humana.
     Desde una edad muy temprana, Catalina se azotaba repetidamente y en secreto con el látigo. Rechazaba cualquier alimento que no fuera pan, verdura cruda y agua. Se ató a unas cadenas y guardó silencio, excepto en la confesión. Se incorporó a una orden laica de los dominicos y entre los dieciséis y los veintiocho años se sometió a ayunos extremos, y sus días transcurrían entre las plegarias, las autoflagelaciones y el cuidado de enfermos. El agotamiento físico extremo provocado por la falta de comida y sueño derivó en una experiencia de éxtasis (el estado de privación general es uno de los métodos de acceso a este tipo de experiencias), tras el cual manifestó los cinco estigmas o heridas de Cristo en manos, pies y corazón (manifestó los llamados “estigmas invisibles”: sentía el dolor en los lugares en los que Cristo tuvo sus llagas, pero no eran visibles externamente las heridas). Cuidaba de pordioseros, prisioneros y leprosos, y bebía el pus de las heridas de sus pacientes, con la esperanza de poder igualar la pasión de Cristo. Alguno de sus hagiógrafos considera que su principal milagro fue la paciencia de que hizo gala ante los severos ataques y reproches, aún de personas desagradecidas que ella había beneficiado con sus servicios. En el comienzo del año en que le sobrevino la muerte, 1380, Catalina renunció también al agua durante su ayuno. Murió unas semanas después, atormentada por culpas y demonios interiores; también en esto vino a imitar a Cristo: tenía treinta y tres años. “¿No habría aún suficiente sufrimiento en este mundo? –se preguntaba Cioran– Se diría que no, a juzgar por la complacencia de los santos, expertos en el arte de la auto-flagelación. No existe santidad sin voluptuosidad del sufrimiento y sin un refinamiento sospechoso. La santidad es una perversión inigualable, un vicio del cielo”.
     Ampliaremos nuestra reflexión añadiendo una cara más (de las muchas posibles) del poliedro que se abre a nuestra perspectiva al indagar en este tipo de comportamientos autodestructivos: recordaremos así la biografía de la singular poetisa norteamericana Sylvia Plath (1932-1963). Sylvia Plath fue una persona especialmente brillante: su currículum académico estuvo plagado de notas excelentes, del más alto nivel; llegó a ser admitida como becaria en las instituciones universitarias más prestigiosas, y desde muy joven refulgieron sus dotes como escritora. “No ser perfecto duele”, escribió Sylvia Plath en su “Diario” en 1957. Y unos párrafos antes: “Yo tengo este demonio que quiere que eche a correr gritando si resulta que tengo defectos, que soy falible. Quiere hacerme pensar que siendo tan buena como soy solo puedo admitir la perfección. La perfección o nada”. Al exceso de inquietud por encima de los motivos objetivos que la justifican, al campo de lejanías a las que uno quiere llegar pero a las que es imposible acceder, es a lo que propiamente llamamos ansiedad. En consecuencia, Plath sufría de insomnio crónico: un ansioso así no se puede permitir esa especie de abandono improductivo que es el dormir. Así que tomaba tranquilizantes y somníferos… que no llegaban a contrarrestar con suficiencia la fuerza de su inquietud. Durante toda su vida repitió un patrón de respuesta a cualquiera de sus logros: nunca eran suficiente. El último resultado de esa manera de instalarse en la vida fue que le diagnosticaron una depresión mayor. En noviembre de 1952, dejó escrito en su “Diario”: “Quiero matarme, escapar a toda responsabilidad, volver, arrastrándome abyectamente, al claustro materno. No sé quién soy ni a dónde voy, y soy yo quien tiene que contestar a esas horribles preguntas”. Fueron varios, efectivamente, los intentos de suicidio que siguieron a estos extravíos en el laberinto en que se había convertido su vida.
      Siempre por debajo de sí misma, de lo que interiormente se exigía, podríamos decir que ejercía sobre sí una especie de maltrato. La correlativa autoimagen la llevaría consigo cuando de mantener relaciones con los hombres se trató. Su primer amante, cuando tenía 22 años, la violó y maltrató físicamente. De hecho, pasó la noche después de esta primera relación en el hospital, tras lo cual… continuó saliendo con ese mismo sujeto, al que evidentemente disculpó, cargando sobre ella, tal vez “por haber malinterpretado la situación”, la responsabilidad por lo ocurrido. Asimismo, la primera vez que hizo el amor con el que después fue su marido, el también poeta Ted Hughes, sufrió por parte de él una paliza que la dejó llena de moratones y magulladuras. A lo largo del matrimonio, Hughes abusó de ella y la hizo objeto de sus frecuentes ataques de ira y violencia. Los últimos años, Plath se dio cuenta de que estaba siendo engañada, y ya no pudo confiar en su marido, a quien, pese a todo, se había entregado totalmente. Parece que podemos ir hallando una constante en esta propensión a sentir a los verdugos como víctimas y a sí mismo, la auténtica víctima en estos casos que tratamos, como verdugo, o al menos como el necesitado de perdón.
     De todas formas, Plath siguió sobresaliendo en sus estudios y obteniendo premios y galardones uno tras otro a lo largo de su vida: exitosas circunstancias mundanas incapaces de servir de fundamento a una personalidad que finalmente solo reconocía lo esencial de sí, en cuanto que habitante del mundo, en los momentos de fracaso. Logró el mayor de todos ellos en el invierno de 1963, cuando su marido, Ted Hughes, la abandonó junto a sus dos pequeños hijos para irse a vivir con otra mujer. Su último poema, escrito entonces, empieza con este verso: “La mujer alcanzó la perfección…”, justo lo que ella llevaba persiguiendo toda la vida. Había escrito también en otro de sus poemas, el titulado Lady Lazarus: “Morir / es un arte, como cualquier otra cosa. / Yo lo hago excepcionalmente bien”. Anunciando su inminente suicidio, acabó su último poema de esta concluyente manera: “Los pies parecen estar diciendo: hemos llegado muy lejos, se acabó” (poema “Límite”, último que escribió Plath, unas noches antes de su suicidio). Su tránsito hacia la lejanía había durado solo treinta años.
     Observemos una cara más de este poliedro que conforman las vidas dominadas por un impulso de autoagresión. En el siglo XII y principios del XIII, San Francisco, el otro co-patrono de Italia, conocido también como il poverello d'Assisi (“el pobrecillo de Asís”) a pesar de provenir de una familia rica, fundó una de las llamadas “órdenes mendicantes”, respondiendo a una llamada interior hacia el desapego de lo mundano. Cuando tenía veintiséis o veintisiete años, sus amigos le preguntaron si pensaba casarse, y él respondió: “Estáis en lo correcto, pienso casarme, y la mujer con la que pienso comprometerme es tan noble, tan rica, tan buena, que ninguno de vosotros visteis otra igual”. La “mujer” en cuestión era la Pobreza. En nombre de ella empleó el patrimonio de su padre (con gran enfado de este, que seguía perteneciendo a este mundo) en la reconstrucción de iglesias en ruinas. Cuando su padre lo llevó a juicio, devolvió el dinero que aún tenía, pero desde entonces proclamó que su verdadero Padre pasaba a ser el que estaba en el cielo. A partir de aquel suceso, él y sus seguidores vivieron de las limosnas y no aspiraron a otra cosa que a la vida eremítica, el silencio, la soledad y el ayuno. En septiembre de 1224, en el transcurso, precisamente, de un prolongado ayuno, Francisco oró para recibir dos gracias antes de morir: sentir la pasión de Jesús, y una enfermedad larga con una muerte dolorosa. Y efectivamente, como Santa Catalina, alcanzó la dudosa gracia de la estigmatización, una manera de somatizar su peculiar devoción que le causaba intensos dolores en las llagas, y la de una larga y acusada enfermedad. Ambas se prolongaron hasta octubre de 1226, en que, con 44 años, Francisco murió. 
     Las enseñanzas de Francisco de Asís han encontrado eco en uno de los próceres del mundo actual, el Papa Francisco, que escogió su nombre como Papa en honor y reconocimiento de aquel santo. Ambos Franciscos encontraron respaldo a sus decididos desapegos de todo lo mundano en aquel extremo pendular desde el que Jesucristo afirmó: “Mi reino no es de este mundo”. Lo cual se tradujo en propuestas doctrinales tan descarnadas como esta que el mismo Jesucristo proclamó: “Si alguno quiere venir conmigo y no está dispuesto a renunciar a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, hermanos y hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío”. Una doctrina que fue secundada por San Pablo, el auténtico fundador del cristianismo como institución, que decía: “En lo que resta, los que tienen mujer vivan como si no la tuvieran; los que lloran, como si no lloraran; los que se alegran, como si no se alegraran; los que compran, como si no poseyeran; los que disfrutan del mundo, como si no disfrutaran. Porque la apariencia de este mundo está a punto de acabar”. Este desapego del mundo predicado por el cristianismo vino a identificarse con una vocación que empujaba a la pobreza por la pobreza misma, que veía, en última instancia, que esa  pobreza era en sí misma una virtud. Porque, como el evangelista Mateo recoge de entre las palabras de Jesucristo: "Es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que el que un rico entre en el Reino de los Cielos". Se siguen de este modo los principios que el mismo Cristo dejó también enunciados cuando, según el mismo Mateo, proclamó: “No os inquietéis diciendo: ¿Qué comeremos? ¿Qué beberemos? ¿Con qué nos vestiremos? Esas son las cosas por las que se preocupan los paganos. Ya sabe vuestro Padre celestial que las necesitáis. Buscad ante todo el reino de Dios y lo que es propio de él, y Dios os dará lo demás. No andéis preocupados por el día de mañana, que el mañana traerá su propia preocupación. A cada día le basta su propio afán”. Una forma de estar en el mundo que ya antes había seducido a Diógenes el cínico, que decidió apartarse del mundo y vivir dentro de un tonel; los cristianos prefirieron apartarse yendo a vivir a los desiertos y luego a los cenobios.
     San Francisco de Asís ha sido, como decimos, el modelo preferido por el Papa Bergoglio. En una visita que este hizo a la ciudad de Asís, llamó a la Iglesia a “despojarse de toda mundanidad”. De modo que por debajo de una pretendida lucha contra la pobreza que se expresa en uno de los niveles del discurso papal, asoma una identificación más profunda con esa pobreza en cuanto que eventual virtud que viene a expresar aquel desapego del mundo que ya predicó su predecesor en la doctrina, San Francisco de Asís. Cioran decía que “El remordimiento metafísico es una turbación sin causa, una inquietud ética en el límite de la vida. No tienes culpa alguna de la que arrepentirte y sin embargo sientes remordimientos. No te acuerdas de nada, pero te invade un sentimiento infinitamente doloroso del pasado. No has hecho nada malo, pero te sientes responsable de los males del universo”. Y hablaba de “esa necesidad de remordimientos que precede al Mal, mejor dicho, que lo crea...”. De una forma semejante podríamos hablar aquí de esa necesidad de alejarse del mundo que precede a la Pobreza, mejor dicho, que la crea…
     Y resumiendo las actitudes de todos estos tipos de personas que se ven fatalmente abocadas a la autoagresión, podríamos concluir hablando de esa necesidad de castigo que precede al remordimiento, mejor dicho, que lo crea.

domingo, 13 de diciembre de 2015

El sentido de la enfermedad

     Empezaremos nuestra reflexión partiendo de casos prácticos: cuenta el psicólogo de la corriente humanista David Bakan (“Enfermedad, dolor, sacrificio”, F. C. E., 1979) cómo el desarrollo del cáncer en los animales  parece relacionarse con su situación “social”: hay unos ratones experimentales, denominados C3H, en los que se ha observado que, después de ser inyectados con una sustancia cancerígena, cuando están enjaulados juntos, la metástasis progresa menos que cuando se hallan solos, circunstancia que se apoya en datos estadísticos suficientemente significativos. Asimismo, el mal se retrasa si manos humanas manejan regularmente a estos roedores. Experimento que sirve de metáfora o parábola de lo que ocurre asimismo en el ser humano, porque, de modo semejante, se ha observado, por ejemplo, que el índice de mortalidad de los niños privados del cuidado materno, aunque reciban la atención física necesaria, es considerablemente mayor que el de las criaturas que gozan de la solicitud de sus madres. Otros ejemplos: la tasa de fallecimiento durante el primer año de vida en el asilo de ancianos es mucho más elevada que la de los viejos con hogar. Asimismo, las enfermedades somáticas resultantes del rompimiento brusco y traumático de relaciones con personas emocionalmente importantes se manifiestan en lapsos de tiempo tan breves como incluso veinticuatro horas, y sus efectos se han constatado en numerosos padecimientos: asma, cáncer, infarto cardíaco, diabetes melitus, eritematosis, hemorragia uterina funcional, artritis reumatoide, colitis ulcerativa…
     En general, la incidencia de un padecimiento somático entre personas con un trastorno psicológico definido es mucho mayor que entre las personas que no sufren ese tipo de trastornos, y en gran número de estudios se ha constatado un nexo entre el desarreglo psicológico y diversas formas de separación y desintegración social y cultural. Estas disociaciones surtirían efecto especialmente cuando actúan sobre la base de un previo historial de rechazo o abandono en la primera infancia.
     Desde el modelo biomédico hoy dominante se entiende que las enfermedades tienen su causa en una perturbación orgánica o agente etiológico específicos: una bacteria, un virus, un trastorno hereditario… Según este modelo, los mecanismos biológicos, los que actúan en el interior del organismo, con pocas excepciones, trabajan esencialmente en favor de la supervivencia del individuo, y su funcionamiento estaría orientado hacia la salud, mientras que los agentes de la enfermedad son, en esa misma medida, externos o ajenos al organismo. Sin embargo, los ejemplos antes expuestos encuentran mejor explicación considerando, para empezar, que en la mayoría de las enfermedades intervienen varios factores que incluyen la condición integral del individuo, es decir, que la enfermedad sería un estado del organismo total, y la dolencia específica podría considerarse un síntoma particular de esa totalidad. Diversas investigaciones  han señalado asimismo que los individuos que habían enfermado alguna vez eran más propensos a los achaques -aunque aparentemente no tuvieran nada que ver unos con otros- que quienes siempre gozaron de buena salud; lo cual puede conducirnos a la conclusión de que existe en aquellos individuos una propensión a las enfermedades, que al parecer puede extenderse también hacia una posible propensión a los accidentes, lo cual apuntaría a una fuente interna de las enfermedades y de esa facilidad para sufrir accidentes (es decir: lo contrario de aquellos agentes etiológicos externos que, como fórmula general, propone el modelo biomédico). Con todo ello podemos ir trazando una vía de conexión, no simple y lineal, pero sí tendencial, entre experiencias de abandono infantil, trastornos psíquicos y, junto a los componentes genéticos o ambientales que puedan concurrir, propensión a las enfermedades y a los accidentes. Hans Selye, el fisiólogo y médico austríaco que creó el concepto de estrés (1956), decía que había un mínimo común denominador vinculado a la ansiedad en eso que llamamos “estar enfermo”. Famosas son asimismo las investigaciones del Dr. Karl Simmollthong, USA, (1.999), donde demuestra las altas correlaciones que existen entre factores estresantes mantenidos y ciertos tipos de cáncer, diabetes, trastornos inmunológicos, dermatitis, enfermedades digestivas y cardiopatías (resaltemos, sin embargo, que el estrés es causa de enfermedades solo cuando supera el umbral de adaptación, que es más bajo, precisamente, en las personalidades inseguras con experiencias infantiles de abandono).
     Selye hablaba de que los mecanismos defensivos puestos en marcha por el organismo en situaciones estresantes pueden resultar más nocivos para el mismo que si no se defendiera. En tales ocasiones, Freud diría que no se responde primariamente a ningún concreto peligro externo, sino que la respuesta la desencadena para empezar una íntima sensación de angustia que secundariamente buscaría acoplarse a algún objeto externo. “La angustia –dice en concreto Freud– constituye un estado semejante a la expectación del peligro y preparación para el mismo, aunque nos sea desconocido”. Así pues, el organismo humano se predispone para poder realizar aquella respuesta defensiva de la manera aparentemente más efectiva: como si estuviera frente a un depredador en una situación de vida o muerte (por buscar una concreción aproximada para esa sensación de peligro indefinido), para empezar, la adrenalina que producen las glándulas suprarrenales se vierte en la sangre haciendo que, por un lado, se contraigan los vasos sanguíneos, de modo que la sangre pueda circular más deprisa y afluir rápidamente hacia las partes del organismo que más la necesitan en tales momentos: las zonas musculares y el cerebro; aumenta, por tanto, la frecuencia cardíaca y la tensión arterial. Por otro lado, la adrenalina hace también que se dilaten los conductos de aire para de esa manera acoger una ración extra de oxígeno con la que producir el suplemento de energía que se va a necesitar. Las mismas glándulas suprarrenales, en esas situaciones en las que el organismo se dispone a dar la perentoria respuesta de ataque o de huida ante un peligro exageradamente valorado como extremo, segregan corticoides, unas hormonas que tienen la función de atenuar las respuestas del organismo a los efectos de la inflamación que puedan ocasionar las heridas, así como la de mantener, a pesar del desgaste por la lucha, la concentración de azúcar en la sangre, la presión arterial y la fuerza muscular. Asimismo, el páncreas produce glucagón, una hormona que libera en los vasos sanguíneos el azúcar que estaba almacenado en el hígado y en los músculos, provocando de esa forma un aumento casi inmediato de la glucemia, con el objeto de elevar el tono del organismo. Además, y puesto que el estómago necesita liberar urgentemente todos sus contenidos para que la actividad del organismo se centre exclusivamente en la tarea de responder a la amenaza que ha sobrevenido, se produce una gran secreción de jugos gástricos con el objeto de acelerar y dar término cuanto antes al proceso digestivo. Por otro lado, y con objeto de proteger la cabeza, especialmente la nuca, que es la parte de la anatomía que resulta más vulnerable sobre todo si el ataque se intuye que va a llegar por detrás, los hombros se alzan, se encoge el cuello y se tensa la musculatura general.
     ¿Pero qué pasa si la sensación de amenaza persiste en el tiempo? Inevitablemente ocurrirá que esas respuestas que el organismo debiera tener previstas solo para pasajeras situaciones de emergencia tenderán a cronificarse. Entonces, lo que estaba destinado a defender al organismo acabará desbordando las posibilidades de este y derivando hacia peligrosas anomalías. De esta manera, la sobreproducción de adrenalina provocará una hipertensión permanente que acabará formando grietas y fisuras en los vasos sanguíneos y produciendo el síncope vascular; debido a lo mismo, aparecerán también taquicardias y problemas respiratorios. Por otro lado, el exceso de corticoides en el organismo conducirá hacia la desmineralización ósea, es decir, la osteoporosis. La hiperglucemia, cuando se cronifica, puede llevar a la enfermedad diabética, a la disminución de la resistencia a las infecciones y a disfunciones multiorgánicas.  Si además los jugos gástricos se siguen produciendo por encima de lo conveniente, la hiperacidez acabará provocando lesiones irreversibles en el aparato digestivo que concluirán en la úlcera duodenal o diversas formas de colitis. Asimismo, aquella necesidad de vaciar con urgencia los contenidos digestivos para que el organismo se dedique exclusivamente a preparar respuestas de ataque/huida puede derivar, si estas se prolongan, hacia la enfermedad del colon irritable. Y en fin, las actitudes corporales que estaban previstas para situaciones de amenaza física, por ejemplo, la elevación de los hombros o la tensión muscular general, derivarán hacia contracciones musculares recurrentes que serán causa de graves disfunciones en los hombros y la espalda, así como de dolores de cabeza o fatiga muscular. Las reacciones hiperdefensivas del alérgico podrían también incluirse en este mismo catálogo de respuestas contraproducentes y exageradas a un supuesto ataque al organismo. Selye dice de manera diáfana que “nuestras indisposiciones provienen a menudo de nuestras propias respuestas”. De modo que, para eludir esos efectos dañinos, llegaba a recomendar que el sujeto afectado alentase a su cuerpo a “no defenderse”.
     ILUSTRACIÓN: SAMUEL MARTÍNEZ ORTIZ
     Sigmund Freud, por su parte, habló, a partir de un determinado momento de su trayectoria intelectual, de la existencia de Tánatos, el instinto de muerte, que también se mostraría en aquellos momentos en los que la mente escoge defenderse frente a situaciones amenazantes: los mecanismos de defensa que el yo opone a esas situaciones (represión, desplazamiento, negación, regresión…) resultarían ser finalmente más nocivos para la integridad psíquica del sujeto que los pone en marcha que el hecho mismo de  enfrentarse a la situación que los desencadenó, y la enfermedad mental sería precisamente resultado de esa defensa exagerada. Podría servir de prototipo de lo dicho la defensa que el fóbico realiza frente a aquello que es objeto de su fobia; de ese modo, la respuesta defensiva a la inocua presencia de una simple araña puede llegar a desorganizar la vida entera de quien padece de aracnofobia.
     Así pues, los desórdenes considerados por Selye (la respuesta de estrés) y las enfermedades mentales consideradas por Freud (desencadenadas por los mecanismos de defensa del yo) proceden de las respuestas defensivas frente al agente externo nocivo (el que, sin embargo, el modelo biomédico actual considera causante de la enfermedad), y no del ataque por parte de este. De esa forma, Freud llega incluso a concluir en “Más allá del principio del placer” que “toda sustancia viviente está sujeta a morir por causas internas”. Y también que “el objetivo de la vida entera es la muerte”. Pero ¿cómo es posible que aquello que estaba dispuesto para defender al organismo y a la psique sea precisamente lo que puede llegar a destruir a ese organismo y a esa psique?
     Para intentar explicarlo, el referido David Bakan parte de que la vida en su conjunto existe como medio de alcanzar un fin, que es la forma concreta que cada organismo tiene empeño en conseguir (se trataría no solo de una forma física o biológica, sino también de una forma psíquica, biográfica). El modelo biomédico vigente, siguiendo la pauta mecanicista que dejó fijada Descartes, entiende que lo más bajo explica lo más alto, es decir, que hay que partir de la descomposición del todo en sus partes y explicar después aquel en función de estas. Pero eso no permitiría entender el hecho de que cuando hay un tejido dañado por una herida, las células de alrededor (las partes) se muevan con el objeto de recomponer ese tejido tal y como había sido hasta entonces; es decir, que en las células hay una especie de mandato que las empuja a algo más de lo que resultan ser cuando están aisladas, es decir, como meras partes que, simplemente sumadas, dan el todo. En suma: esas partes celulares tienen incorporada en sí la presencia del todo, en este caso, del tejido completo (el que resultó dañado), de modo que se mueven en la dirección de recomponer ese todo que coyunturalmente había desaparecido. Es el todo, pues, el que explica el funcionamiento de las partes. Cuando las partes del organismo entienden su subordinación al todo y se sacrifican en aras del mismo, hay salud. Pero cuando esas partes se hacen autónomas y dejan de tomar en consideración al todo, sus respuestas parciales pueden llegar a poner en peligro al conjunto. Por ejemplo, en el caso de la alergia respiratoria, la respuesta defensiva puesta en marcha por esa parte del organismo que es el sistema respiratorio puede acabar produciendo asma, es decir, poner en peligro al todo orgánico. El caso extremo es el del cáncer, en el que las células cancerosas se independizan del conjunto y luchan por su propia y particular sobrevivencia, a pesar de que ello significará al final la muerte del organismo global. En la obra citada, Freud decía que el instinto de muerte estaba primitivamente alojado en la célula individual, aislada, y que la existencia de organismos multicelulares resultaba de la acción del instinto opuesto, el de Eros.
     Un organismo tiende más de lo normal a la enfermedad cuando hay una parte de él que actúa al margen del conjunto y superpone su propia dinámica defensiva a la marcha del conjunto. ¿Cómo nace esta subestructura que transcurre al margen de y en oposición al conjunto psicosomático del organismo? Nace en los primeros años de vida, aquellos en los que la vulnerabilidad es extrema y consustancial a la frágil instalación del niño pequeño en su mundo. La expectativa de amenaza percibida por ese niño es correlativa a esa extrema vulnerabilidad, y cuando no se siente suficientemente protegido, pone en marcha los mecanismos de defensa fisiológicos que hemos analizado en la respuesta de estrés, que se caracterizan por ser una respuesta preverbal, exclusivamente somática al principio, pues no tiene recursos con los que elaborar otra clase de respuesta a la expectativa de peligro. El organismo queda finalmente anclado en aquella primera respuesta cuando la sensación de inseguridad y la expectativa de amenaza es estable (cuando el niño no se siente, pues, suficientemente atendido o incluso sufre la sensación de abandono). El aparato psíquico puede seguir evolucionando al compás del desarrollo de la capacidad de expresión verbal, pero aquella actitud preverbal, fisiológica, de respuesta a la amenaza quedará anclada en una parte de su cuerpo y de su mente y desde la zona oscura (reprimida) en la que seguirá habitando, seguirá condicionando la marcha del conjunto mente-cuerpo. La respuesta defensiva frente a la amenaza, exagerada desde el punto de vista del adulto, es un esquema de respuesta generado en la primera edad y que en aquel entonces se correspondía con la extrema vulnerabilidad del niño; ese esquema de respuesta quedó fijado y anclado en una zona inconsciente (por preverbal) del organismo psicofísico. Partiendo de aquí, lo que caracterizará a una persona enfermiza es su exceso de respuestas defensivas. Visto desde el otro lado: le caracteriza la exagerada expectativa de amenaza, la sensación de peligro inminente (la angustia incontrolada) que sigue conformando desde lo inconsciente los modos de responder al entorno del individuo adulto. La tarea terapéutica, según Freud, consiste en hacer evidente (consciente) que la forma de enfrentarse a los sucesos actuales por parte del individuo adulto son el eco del recuerdo inconsciente de un trozo del pasado.
     Decía Freud que el proceso curativo de las neurosis debía regirse por esta máxima: “donde hay ello debe de haber yo”. El ello es la parte de la personalidad que va por libre, que está fuera de lo que es capaz de incorporar la conciencia como constitutivo de la propia autoimagen. Ese ello (semejante a la sombra de Jung) irrumpe imponiendo sus propias necesidades, y saltando por encima de lo que conscientemente se es. El ello representa a la parte de la personalidad que, sintiéndose amenazada, ha sido excluida de la misma hacia el inconsciente por los mecanismos de defensa del yo, de manera paradigmática por la represión, para eludir la angustia que conlleva la amenaza; y representa también a ese contrapunto de la amenaza que son los deseos prohibidos por la conciencia. La sensación de amenaza puede relativizarse cuando pasa del nivel preverbal en el que el niño pequeño la incorporó al nivel verbal en que un adulto puede más fácilmente elaborarla y contraponerse a ella. La psicoterapia es, por tanto, y en buena medida, una tarea literaria. Y, concluyendo todo lo argumentado hasta aquí, el paso previo a la visita al médico encargado de curar gran parte de nuestras enfermedades habría de ser la visita al psicoterapeuta, un psicoterapeuta entrenado en esta perspectiva sobre la enfermedad que hemos expuesto, y que dotado de este marco explicativo indague en las fuentes de amenaza infantiles hasta alcanzar la situación catártica en que el sujeto deje de defenderse de esa amenaza en clave preverbal, corporal, y empiece a poder mirar esas supuestas fuentes de amenaza en clave adulta y apoyado en el poder de la palabra.