Respecto de la intrigante, y quizás extravagante, hipótesis
de la inmortalidad, o al menos de alguna forma de supervivencia después de la
muerte, existe una interesante secuencia argumental que, en alguno de sus tramos
al menos, propone Julián Marías y que, como suele ser habitual con él, obliga a
detenerse y darle el relieve que merece. Podríamos dar comienzo a esa secuencia
destacando la característica que tiene el hombre que, como el filósofo
vallisoletano dice, le convierte en un ser futurizo (fue el mismo académico
Marías quien introdujo esta palabra en el Diccionario de la RAE). Con ello se
quiere decir que estamos volcados hacia posibilidades que nos abre el futuro; aún
más, que vivimos en función de algo que no existe, en función de ilusiones que
nos dinamizan hacia metas inciertas y que, de tener alguna consistencia, se
refieren a algo que está por venir. En suma, que la realidad que somos está
preñada de irrealidad. Pero esto no es solo una circunstancia más o menos
aislable de nuestra personalidad, una característica entre otras; no, sino que
lo que esto quiere decir es que la vida, toda ella, es una función de esa
propensión hacia lo que no somos y nos falta ser. Somos gracias a eso que no
somos (algo, por tanto, inaccesible a las ciencias de la naturaleza, que solo
tienen en cuenta lo que evidentemente somos), gracias a que tenemos algo a lo
que aspirar y sobre lo que estar ilusionados, algo que esperamos alcanzar y que
trasciende nuestro presente. Y, salvo que caigamos en esa forma de renuncia a
la vida que constituye la depresión, lo somos hasta el último instante de esa
vida. Si no participáramos de esa tensión que tira de nosotros hacia adelante,
hacia el futuro, la vida desaparecería, no tendría ninguna función que
realizar, ningún hueco que venir a rellenar. Por tanto, la misma condición
humana postula el más allá, puesto que si no lo hay, si no hay permanentemente
un más allá tirando de nosotros, no hay vida. María Zambrano decía,
precisamente: “Vivir, al menos humanamente, es transitar, estarse yendo hacia…
siempre más allá”.
ILUSTRACIÓN:
SAMUEL MARTÍNEZ ORTIZ
Fijémonos a este propósito en el ejemplo que nos aporta la
biografía de Cervantes. Nuestro emblemático escritor, cuando iba a morir,
expresó que tenía plena conciencia de ello. Lo hizo en el prólogo a “Los trabajos de Persiles y Segismunda”,
cuya redacción terminó cuatro días antes de su muerte, justo cuando recibió los
últimos sacramentos. Al día siguiente redactó la dedicatoria al conde de Lemos,
que dice así: “Puesto ya el pie en el
estribo / Con las
ansias de la muerte, / Gran
señor, ésta te escribo. Ayer me dieron la Extremaunción, y hoy escribo
ésta. El tiempo es breve, las ansias crecen, las esperanzas menguan, y con todo
esto, llevo la vida sobre el deseo que tengo de vivir…”. Aún sigue
escribiendo el 20 de abril, dos días antes de su muerte, en que dicta de un
tirón el prólogo a “Los trabajos de
Persiles y Segismunda”. Muere, efectivamente, el 22 de abril de 1616. Pero,
como se ve, no renuncia a sus proyectos. Aún tenía pendientes otras novelas que
había prometido escribir en sus prólogos y dedicatorias, así como la segunda
parte de “La Galatea”. Sigue deseando
escribir aun cuando sabe que ya no podrá hacerlo: “Llevo la vida sobre el deseo que
tengo de vivir…”, de vivir en función de sus proyectos, que nunca da
por terminados. Mientras Cervantes vive, sigue proyectando, sigue mirando al
futuro. Sabe quién es, y sigue queriendo serlo. El yo que siente ser le es
irrenunciable. Incluso cuando la muerte se le avecina. Y ese yo que es incluye
los proyectos, lo que todavía no es. Ese yo empuja hacia un futuro que
trasciende de lo que la duración de la vida permite. Por eso, lo que somos
postula el más allá, porque tenemos “yo” en la medida en que tenemos futuro,
incluso cuando objetivamente ya no tengamos futuro.
Y si ese más allá no existe, habría que concluir que somos
una inmensa errata cósmica, un lapsus, un despiste de la Creación. Más aún, la
Creación entera sería un despiste, porque toda ella participa de esa propensión
hacia lo que todavía no es, y sobre la cual discurre la evolución del
Universo. Todo estaría moviéndose
absurdamente en pos de un más allá (está claro que este tampoco es un lenguaje
aceptable para la ciencia natural), un movimiento que tarde o temprano vendría
a quedar interrumpido, confirmando el lapsus que tuvo el big bang al ponerse en
marcha, al desoír el arrepentimiento, el no-corras-que-es-peor que salió en el
mismo paquete de la explosión primigenia. ¿Es una posibilidad que sea el
absurdo el último destino al que está abocado el universo y que no haya
realmente nada que esperar al otro lado de ese absurdo? Por supuesto, es
posible que, efectivamente, no haya nada que esperar. Ahora bien, como diría
José Mota (y también Blaise Pascal): “¿Y si sí?”.
Pero, ¿qué es lo que sobreviviría de nosotros caso de que
hubiera un más allá de la muerte? Esta pregunta obliga, antes de responderla, a
decidir sobre la cuestión de si somos un epifenómeno de nuestro cuerpo o el
cuerpo es una circunstancia nuestra. De si pertenecemos a ese nuestro cuerpo o,
por el contrario, nuestro cuerpo nos pertenece. De si, en fin, somos reducibles
a nuestros componentes bioquímicos o estos son solo el soporte de nuestro yo.
Hay razones poderosísimas que aportan las ciencias naturales en favor de la
primera de estas hipótesis, y que les llevan a afirmar que la vida es solo una
forma de organización de la materia con cierto grado de complejidad. Solo eso.
Desaparece el cuerpo… y adiós, muy buenas. Y sin embargo, se han dado también
experiencias que llevan a conclusiones contrarias a estas, aunque suelen ser
rápidamente desechadas por los partidarias de la primera hipótesis, que parece
mucho más sensata y atenida a hechos más cotidianos y evidentes. El caso es que
no, que hay, precisamente, experiencias que la contradicen y que a estas
alturas nadie con el instinto de la curiosidad y la atención despiertos puede
negar si no es por negligencia o abandono en ambos atributos. La percepción
extrasensorial, las experiencias post mortem relatadas por personas que han
estado aparentemente muertas durante un tiempo y que, tras regresar, han
relatado sucesos que obligaban a suponer que han salido de su “envoltura
corporal”, por cuanto hablan de cosas que no podrían haber “visto” si no es de
esa manera… todo esto obliga a relativizar las conclusiones de que solo somos
lo que nos permite ser nuestro cuerpo, y que ese es nuestro límite.
Y de existir el más allá, ¿de qué estaría hecho? Ahí está el
tope al que nuestra filosófica tendencia a hacernos preguntas podría llegar.
Las preguntas previas pueden tener alguna clase de respuesta más o menos
verosímil, más o menos contradictoria, pero toda indagación filosófica
auténtica es un camino que acaba no en forma de respuesta sino de pregunta. De
pregunta irresoluble. Quizá entraríamos a formar parte de un “organismo” algo
así como espiritual que recogería en su seno todas las formas que la Creación
ha ido generando para caminar hacia el más allá, desde la más pequeña hormiga
de los tiempos de los dinosaurios hasta el último hombre nacido. Unamuno le
haría una pedorreta a esa posibilidad, desde luego, porque lo que le importaba
(lo que importa) es que no desaparezca su ser individual, su conciencia de sí,
su yo. Pero ¿dónde cabríamos tantos seres individuales, especialmente si al
sobrecogedor margen del tiempo habido y por haber añadimos el espacio de unos cuantos
miles de millones de planetas semejantes al nuestro, que habrán evolucionado
seguramente también hacia formas de individualidad? ¡Vaya overbooking!
En fin, que hay que tener afición a la filosofía para
hacerse preguntas y más preguntas, hasta llegar a las que no tienen ninguna respuesta
razonable. Yo no pienso, sin embargo, ir a mirármelo. Aún más, creo que quien
se lo tiene que hacer mirar es quien renuncia a hacérselas. Porque ¿y si sí?
(Incluyo aquí el comentario que le he hecho a mi amigo Juan Chico en el facebook)
ResponderEliminarYo creo, Juan, que las dudas metafísicas están latentes en todo el mundo. ¿Por qué? Pues a mí esas dudas se me inician en el hecho de que hacemos la vida como si aspiráramos a algo que, en realidad, nunca alcanzaremos del todo. Cada meta es una etapa de la meta siguiente. Imposible parar, porque la vida consiste en eso, en aspirar siempre a algo más que lo que hemos alcanzado. Sobre esa aspiración siempre insatisfecha discurre la vida, que se inventó, precisamente, para recorrer el camino hacia lo imposible, quiero decir, que consiste estrictamente en eso. ¿Qué sentido tiene esto de vivir, es decir, de perseguir lo inalcanzable? Vaya tontada. O no. Se llega a un punto en el que se concluye que o estamos tontos o esto tiene algún sentido. Si uno se inclina hacia el lado del sentido, podemos incluso llamar Dios a eso que es inalcanzable (Inalcanzable), eternamente desconocido (Desconocido), siempre escondido (Escondido), pero que tira de nosotros hacia delante, en su busca. Algo que no existe o que nunca llegaremos a conocer resulta que es lo que explica que las cosas existan… Tampoco te niego que todo sea, en el fondo, una tontada, pero es que es sobre esa tontada sobre la que discurre, necesita discurrir, la vida. Sin esa aspiración a lo que no existe, la vida tampoco existiría.
Esto, después de unas chuletas en el jardín se discute mejor… Aunque tampoco estoy seguro de que sea la conversación de sobremesa más oportuna (ni que el acompañamiento nos dejara meternos en tales berenjenales).