El primer invento propiamente humano, lo que definitivamente
nos separó del resto de los animales fue la fantasía. Resultó que la realidad
empezaba a resultarle insuficiente a nuestro primer ancestro, le comprimía, le
parecía algo así como una prisión de la que necesitaba escapar; pero su cuerpo
y las necesidades que este buscaba imperiosamente satisfacer le ataban a esa
realidad, así que para dar cauce a esta otra necesidad emergente tuvo que
trascender aquella realidad tangible que le encorsetaba. Lo hizo,
efectivamente, a través de la fantasía. Llegado un momento, esta, la fantasía,
que brotaba directamente de lo íntimo, encontró maneras de acoplarse con la
realidad, se convirtió, en fin, en imaginación. A este respecto decía Ortega y
Gasset que “la imaginación es el poder
liberador que el hombre tiene”.
La fantasía es, para empezar, un mecanismo de defensa. Todos
los mecanismos psíquicos de defensa están diseñados para ser un modo de eludir
o superar una realidad amenazante, la primera de todas ellas, desde un punto de
vista evolutivo, la que procede de la presencia de un depredador. Las
diferentes especies de animales fueron generando respuestas que de una u otra
manera sirviesen para confrontarse con aquella amenaza: algunas ranas, aves y
serpientes optan por hacerse las muertas, a la vez que relajan sus esfínteres y
expulsan contenidos fecales, con lo que, previsiblemente, el depredador
desistirá de ingerir una carne que aparenta estar putrefacta. Hay animales que
utilizan el mecanismo de defensa de la disociación, de modo que se hacen pasar
por otros: los sapos o determinadas especies de peces se hinchan, multiplicando
artificialmente de esa manera el volumen real de su cuerpo, con lo que
aparentan ser no tan inofensivos como en realidad son. Las abejas, por su
parte, se sincronizan para zumbar al mismo tiempo, de manera que la impresión
que produce un ejército tan numeroso emitiendo ese ruido ahuyentará también
previsiblemente a los depredadores. La protección (relativa) que supone
refugiarse en el número también la utilizan las tortugas cuando cientos de ellas,
recién nacidas, emergen de la arena al mismo tiempo para maximizar sus probabilidades
de llegar al mar sin ser devoradas por los depredadores al acecho. Todos estos
mecanismos de defensa, la impasibilidad, la disociación, el refugio en la masa…
son también utilizados por el hombre. Pero si la amenaza pasa de ser coyuntural
a permanente, esos mecanismos de defensa, prolongados más tiempo del debido, se
convierten ellos mismos en una amenaza para la supervivencia.
Ilustración: Samuel Martínez Ortiz
En el caso del hombre, a estas alturas de la evolución, ya
no solo estamos hablando de la supervivencia física, sino de la metafísica, la
que se refiere a la necesidad de ser alguien significativo, de tener una
identidad consistente, capaz de sobreponerse a unas circunstancias que, de otra
manera que cuando quien amenazaba era el depredador, siguen suponiendo un
peligro, si no de estricta desaparición, sí de irrelevancia o anulación. Y como
decía Carl Gustav Jung, “el hombre no puede soportar una vida
insignificante”. De esta manera, la impasibilidad, la indiferencia
(hacerse el muerto), cuando nos sentimos atacados por alguna circunstancia
especialmente hiriente, pueden dejar de ser útiles a partir de cierto momento,
esto es, cuando se pasa de decir “esto no me importa” a concluir que “nada me
importa”, y esta fórmula se convierte en expresión de una actitud vital
general. Asimismo, la disociación, sacar fuerzas de flaqueza, aparentar ser
quien no se es, puede distorsionar la percepción de la propia identidad si
acaba perdiéndose el contacto entre ambas posibilidades de ser: quien
efectivamente se es y quien se quisiera ser. Y el refugio en la masa, que en
principio puede suponer un complemento social a nuestra escasa identidad
individual, cuando se generaliza y se hace omnipresente, lleva inevitablemente
a la anulación de sí mismo como individuo.
Pero, como decíamos, el mecanismo de defensa más
específicamente humano es la fantasía y, aún más, la imaginación: fantaseamos
para escapar de una realidad hostil; y un paso más allá, imaginamos para buscar
alternativas a esa realidad. La fantasía, dejada a su propia inercia, degenera
en pensamiento utópico, en salidas falsas a las situaciones problemáticas. La
función de la imaginación es conducirnos, sin salir de la realidad, hacia
ámbitos en los que habrían de quedar superados nuestros problemas, las
eventuales amenazas a nuestra integridad, a nuestra identidad. La vía por la que
discurre la imaginación, y que virtualmente une la realidad con lo deseado, es
la esperanza. Cuando uno está prisionero de una realidad frustrante o
amenazadora, cuando no encuentra otra alternativa que la de adaptarse a esa
realidad, es que ha desistido de lo que da la imaginación, un camino hacia lo
deseado; en suma, se ha desesperado. “Bajo la objetividad (…) alguna
esperanza ha quedado aprisionada”, decía María Zambrano.
Cuando nos enfrentamos a una situación amenazante, el primero en
reaccionar es el cuerpo, a través de lo que podríamos llamar el “lenguaje” de
los órganos. El organismo se moviliza, se prepara para responder; por ejemplo,
coge aire y lo retiene en actitud inspiratoria para hacer uso de él produciendo
energía extra en cuanto se ponga en marcha la respuesta. Pero si la situación
equivale a la de una amenaza de la que no es posible escapar, la respuesta para
la que se había preparado el organismo no acaba de realizarse, es decir, la
actitud inspiratoria se cronifica. Y esa falta de respuesta, esa cronificación
de la fase preparatoria puede entonces degenerar, entre otras cosas, como asma.
Henry Maudsley (1835-1918), psiquiatra británico famoso por sus investigaciones
sobre el autismo, decía: “Si la emoción no se libera afectará a los
órganos y perturbará su funcionamiento. La pena que puede expresarse con
gemidos o con llanto se olvida con rapidez, mientras que la pena enmudecida,
que roe sin cesar el corazón, acaba por desgarrarlo”. Es característica
de los asmáticos, precisamente, la dificultad que tienen para exteriorizar su
sufrimiento y para llorar. Tanto esa exteriorización como este llanto vienen a
suponer, si no aquella respuesta cabal para la que el organismo se había
preparado, sí una manera de descargar la tensión que se había acumulado: son
formas de espirar, de soltar el aire retenido. Por eso, las crisis asmáticas
ceden desde el momento en que el niño se permite romper a llorar.
De forma complementaria, podemos entender que el asma significa un
grito retenido, una llamada de socorro interrumpida… incluso una necesidad de
expresar algo para lo que no se tienen recursos expresivos suficientes. Y es
aquí donde podemos añadir a nuestro hilo argumental una nueva remesa de
silogismos. Ahora debemos de traer de nuevo a colación a la imaginación, que es
la función expresiva encargada de tomar el relevo al lenguaje o protolenguaje
de los órganos. Destaquemos, para empezar, el hecho de que la materia prima con
la que trabaja la imaginación son los símbolos. A este respecto, escribían
Sigmund Freud y Joseph Breuer en sus “Estudios sobre la histeria”: “Hemos
hallado, en efecto, y para sorpresa nuestra al principio, que los distintos
síntomas histéricos (es decir, síntomas en los que el problema psíquico
se expresa en forma de manifestaciones somáticas o corporales)
desaparecían inmediata y definitivamente en cuanto se conseguía despertar con
toda claridad el recuerdo (el aporte que hace la imaginación) del
proceso provocador (la situación traumática original), y con él
el afecto concomitante, y describía el paciente con el mayor detalle posible
dicho proceso, dando expresión verbal (simbólica) al afecto (…)
El proceso psíquico primitivo ha de ser repetido lo más vivamente posible,
retrotraído al status nascendi, y ‘expresado’ después. En esta reproducción
del proceso primitivo (aparecen) convulsiones, neuralgias, alucinaciones, etc.
Nuevamente con toda intensidad, para luego desaparecer de un modo definitivo.
Las parálisis y anestesias desparecen también”. Es decir, Freud se
planteaba hacer regresar al paciente a la posición que adoptó ante la situación
traumática original, con lo cual, para empezar, se había de recuperar con toda
viveza la disposición que el organismo preparó para responder a la situación
entonces creada. Aquella disposición quedó interrumpida en ese momento inicial,
pues no se llegó entonces a la respuesta cabal, al momento de la descarga de
aquella actitud preliminar, preparatoria. Una vez recuperado el recuerdo de
aquella situación crítica, con toda su fuerza emocional concomitante, de lo que
se trataba era de llegar a descargar la respuesta que entonces quedó
interrumpida. Y Freud comprobó que no necesariamente esa respuesta había que
darla en el mismo plano orgánico en el que se fraguó o quedó predispuesta en
primera instancia, sino que era posible la descarga en el nivel del lenguaje
simbólico, para empezar, y sobre todo, en el lenguaje hablado, el lenguaje de
los conceptos. “La reacción del sujeto al trauma –dicen así Freud
y Breuer– solo alcanza un efecto ‘catártico’ cuando es adecuado; por
ejemplo, la venganza. Pero el hombre encuentra en la palabra un subrogado del
hecho, con cuyo auxilio puede el afecto ser también casi igualmente descargado
por reacción (Abreagiert). En otros casos es la palabra misma el reflejo
adecuado a título de lamentación o de alivio del peso de un secreto (la
confesión). Cuando no llega a producirse tal reacción por medio de actos o
palabras, y en los casos más leves, por medio de llanto, el recuerdo del suceso
conserva al principio la acentuación afectiva”. De esta manera, Freud
fue fijando los principios de su método psicoterapéutico y encontrando la razón
de por qué actuaba curativamente: “Anula la eficacia de la representación
no descargada por reacción en un principio, dando salida por medio de la
expresión verbal, al afecto concomitante, que había quedado estancado, y
llevándolo a la corrección asociativa por medio de su atracción a la conciencia
normal”. La respuesta, en suma, que el organismo previó para ser
emitida ante la situación de peligro o amenaza, y que quedó registrada y
bloqueada en diferentes actitudes corporales preparatorias (la “coraza
muscular” de Wilhelm Reich), puede encontrar entonces una manera de ser
descargada y finalmente concluida en forma de expresión verbal. Con ello se
quiere decir que la tensión corporal preparatoria de la respuesta puede también
disolverse a través de esa expresión verbal.
El caso es que, descontando la directa descarga motora, no solo la
expresión verbal sirve como cauce para la respuesta del organismo, en forma
sublimada, a la situación traumática original en la que quedó atascado el ayer
sujeto amenazado y hoy víctima de sus síntomas neuróticos o psicóticos (o dicho
de otra forma: víctima de la insignificancia, de la irrelevancia existencial).
Hay otras formas de lenguaje simbólico a través de las cuales esa respuesta puede
buscar satisfacción, puede buscar descargarse. Adentrémonos en ellas.
En 1979, la crítica literaria francesa consideró que el mejor libro del
año había sido la autobiografía que escribió Fritz Zorn, un suizo de treinta y
dos años, y que empieza así: “Soy joven, rico y culto. Y soy desgraciado,
neurótico y estoy solo (…) Recibí una educación burguesa y he sido sensato toda
mi vida. Hay en mi familia taras hereditarias, por lo que llevo sobre mí una
pesada carga y me siento abrumado por mi entorno. Y, claro, también tengo
cáncer, lo que cae por su propio peso si tenemos en cuenta lo que acabo de
decir”. El joven Fritz Zorn murió al día siguiente de entregar sus
memorias al editor. Lo que afirmaba estaba en sintonía con una línea de
investigación cada vez más mayoritaria en medicina: la que considera que en el
cáncer están involucrados, además de otros posibles factores fisiológicos o
ambientales, los que tienen un origen psíquico. Cuando en 1948 Wilhelm Reich
publicó su “Biopatía del cáncer” sosteniendo estas mismas tesis, generó
un escándalo que el tiempo se ha ido encargando de diluir. “Creo –decía,
convencido de la intervención de estos factores psíquicos, Fritz Zorn– que
el cáncer es una enfermedad del alma que hace que un hombre que devora toda su
pena sea a su vez devorado al cabo de algún tiempo por esa misma pena que está
en él”. Una infancia neurotizada, una juventud dominada por la soledad,
la tristeza y el pesimismo, una existencia hecha de lágrimas contenidas que no
llegaban a fluir, un sufrimiento moral ahogado a lo largo de los años,
frustraciones afectivas, incapacidad de expresar cólera o agresividad,
hiperadaptación, vida sexual inexistente… Zorn sabía, cuando escribió su libro,
que su cáncer era la consecuencia de todos esos factores. Diversos
investigadores han añadido a todos ellos un factor recurrente más: un shock
emocional violento acompañado de desesperanza, que suele preceder entre seis
meses y seis años a la aparición del tumor.
Carl Simonton (1942-2009), radiólogo americano, fue considerado el más
importante profesional en el área de tratamiento de causas psicológicas del
cáncer (http://bugui.blogia.com/2008/061304-enfoque-simonton-contra-el-cancer..php ). Trabajó en los hospitales y escuelas de medicina
más importante de los EE. UU. y de varios países más, ayudando a crear el mismo
tipo de programas de tratamiento del enfermo canceroso que utilizaba en su
clínica de Texas. Él mismo tuvo su propia experiencia con el cáncer a los
16 y 33 años, respectivamente, con procesos neoplásicos en piel y nariz. Una
vez que se dedicó de lleno al estudio y tratamiento del cáncer, rápidamente
llegó a esta conclusión: "Mis pacientes tienen desesperanza",
y señaló a esta cuestión como la más crucial a la hora de determinar las causas
de la enfermedad. Así resolvió investigar y aplicar un método sencillo, poco
ortodoxo y que, en todo caso, tenía escaso predicamento en el establishment
científico hasta ese momento: el que residía en el poder de la imaginación y
que consistía en ejercicios de visualización. Siguiendo ese método, el paciente
imagina, por ejemplo, que sus glóbulos blancos son un ejército de caballeros en
encarnizada guerra contra las células cancerosas, sus enemigas. Si sigue un
tratamiento de quimioterapia, visualiza los medicamentos como tiburones que
penetran en los más recónditos pliegues de su cuerpo, limpiándolo todo a su
paso y devorando los tumores a dentellada limpia. "Cuando cambiamos nuestras creencias conscientes y
actitudes, cambia la química básica en nuestros órganos", decía Simonton,
que consideraba que cuando se abre un cauce para el sentimiento de esperanza,
el organismo lo convierte en procesos biológicos que restauran las defensas
naturales y frenan la producción de células malignas. “La mente se
refleja en el cuerpo”, decía, repitiendo una idea que ya antes había
sostenido Ortega y Gasset: “El alma esculpe el cuerpo”.
Carl Simonton utilizó por primera vez su método en 1971 con un paciente
cuyo cáncer, en fase terminal, se consideraba incurable (cito de Jacques
Thomas: “Enfermedades psicosomáticas”, Salvat, 1990). El enfermo repetía
tres veces diarias los ejercicios de visualización de cáncer. El tratamiento
demostraba ser más y más eficaz cada día. “Los resultados han sido
espectaculares –confirmó finalmente Simonton–: el paciente
agonizante ha vencido la enfermedad”. El método no es que obrara
milagros, pero se demostraba como una eficaz y poderosa ayuda complementaria de
los tratamientos de quimioterapia y radiación. La psicóloga Nicole Alby
sostenía que, en el cáncer, “el éxito terapéutico, cada vez más
frecuente, depende de hecho, en buena medida, de factores psicológicos”.
Según Simonton, la Sociedad Americana de Cáncer de Estados Unidos encomendó a
un especialista que demostrara "la falsedad" de sus investigaciones.
Pero lo que acabó haciendo fue certificar el trabajo realizado.
La doctora Jeanne Achterberg, partidaria del método de Simonton,
definió el de las visualizaciones como "el
modo más antiguo utilizado en la historia de la medicina, tal como lo
demuestran los templos curativos de la Grecia antigua y, en la actualidad, los
laboratorios de biofeedback" (efectivamente, el biofeedback es un método de
visualización en el cual el paciente, colocado frente a una máquina que
registra diferentes medidas fisiológicas de su organismo como la tensión
arterial, las pulsaciones…, es capaz de cambiar tales registros solo con la
fuerza de su mente). Otro resultado a añadir a la eficacia de la intervención
de la imaginación en los procesos curativos lo constituye, evidentemente, el
efecto placebo.
Ya Einstein dejó dicho que “la imaginación es más
fuerte que el conocimiento”. Y Carl Gustav Jung hizo uso de manera
profusa del método de visualización creativa en sus terapias. Pero el caso es
que el uso de la imaginación para conducir nuestras inquietudes y sentimientos
de angustia hacia fórmulas de resolución es algo cotidiano que de una u otra
forma ha sido siempre usado por el hombre. En tiempos prehistóricos, reunido
alrededor del hogar, hacía uso de este recurso cuando se dedicaba a contar
mitos, cuentos y leyendas que permitían dramatizar sus miedos, sus desasosiegos
o sus deseos insatisfechos para conducirlos, a través de la narración, hacia
finales felices o resolutivos. La literatura o el cine no cumplen otra función.
En este sentido, es conocido el caso del periodista científico y colaborador de
las más importantes revistas médicas americanas Norman Cousins (1915-1990),
autor del libro Anatomía de una enfermedad, en donde narra cómo se curó
de una enfermedad tan grave como la espondilartritis anquilosante tras ser
desahuciado por los médicos, a pesar del arsenal de medicamentos que usaron con
él. Cousins acababa de llegar de Rusia, donde había tenido una estancia muy
estresante y pletórica de fracasos, y fue entonces cuando se le manifestó la
enfermedad. Entonces puso en práctica un método de curación que le haría
famoso: se curó gracias a la risa, encerrándose en una habitación con vídeos de
Buster Keaton, Charles Chaplin, el gordo y el flaco y otras películas graciosas
del mismo estilo. Su médico, el doctor William Hitzig, le hizo pruebas para
comparar la velocidad de sedimentación de su sangre antes y después de una
sesión de risa, y comprobó estupefacto que aquella se reducía, lo cual era una
estupenda señal, porque la velocidad de sedimentación es reflejo de la magnitud
de una inflamación o infección existente en el cuerpo. Además, a lo largo del
proceso curativo quedó demostrado que ese descenso no era momentáneo sino
acumulativo. A raíz de esto, Cousins fue llamado para colaborar en la red de
hospitales de California. En otra de sus obras, Principios de autocuración,
expuso cómo estos mismos presupuestos terapéuticos que de una u otra manera
implican la intervención de la imaginación podían ser aplicados al tratamiento
del cáncer.
La defensa que la imaginación supone frente a nuestros desasosiegos y
frustraciones es algo perceptible ya desde nuestra más tierna infancia. Cuando
toca la hora de irse a dormir, en el niño pequeño asoma una inquietud heredera
del miedo atávico a la oscuridad, de donde manan todas las amenazas y angustias
que desde siempre nos acompañan, normalmente amortiguadas por las
compensaciones que frente a ellas elaboramos en el tiempo de vigilia. Por eso,
solemos recurrir a un método con el que ayudamos a nuestros niños a dramatizar
sus miedos y a conducirlos hacia una imaginaria resolución, y cuya eficacia
está avalada por el uso que de él se ha hecho durante milenios: les contamos un
cuento. Gracias a la visualización imaginaria que permite la narración, el niño
hace discurrir unos miedos paralelos a los que sufriría Caperucita Roja frente al lobo hacia la solución que supone
que ella triunfe y el lobo salga derrotado. Desde luego, si el cuento acabara
mal, al apagar la luz, la habitación se parecería a la inquietante boca de un
lobo que habría quedado al acecho.