Aristóteles, por su parte, nos habla en su “Política” de cómo
la historia, para dar una nueva satisfacción a ese cósmico instinto de
repetición, generó otro de sus recurrentes cauces, complementario del anterior.
Lo hace cuando se refiere a Hipodamo de Mileto, un personaje que era tenido por
exaltado porque tenía una idea fija en su modo de vestir, podríamos decir que
desentendido de lo que ocurría en el mundo, puesto que “en verano vestía de riguroso
invierno”. Decía Aristóteles que Hipodamo, al tratar del mejor modo de
gobernar, tenía asimismo una idea en la cabeza que no entraba a considerar los
términos que impone la realidad. Y así, obsesionado por la geometría y la
numerología, “ordenaba que la ciudad hubiese de ser de diez mil vecinos y que
estuviese repartida en tres partes, correspondiendo respectivamente, a los
oficiales, labradores y hombres de guerra. Repartía también los términos de la
ciudad en tres partes: una para que fuese dedicada al culto divino, otra para
los menesteres y usos públicos, y la tercera sirviese particularmente para cada
uno (…) Era, asimismo, de parecer que no hubiera más que tres especies de leyes…”.
Asimismo, los magistrados debían de cuidar de tres tipos de asuntos, “de
las cosas referentes a la comunidad, a los forasteros y a los huérfanos”.
Pretender que la idea (una idea en este caso casi supersticiosamente
subordinada a la numerología) pueda sustituir sin más a la realidad, sin
reparar en los inconvenientes u obstáculos que esta y la multiplicidad de
vertientes que la constituyen ponen al ideal (o al ensueño), no solo es abogar
por lo finalmente irrealizable, sino que, dice Aristóteles, las contradicciones
que genera “ocasionarían realmente graves confusiones y revueltas”. Esa
propensión hacia la utopía anidaba ya en la filosofía de su maestro Platón, que
situaba lo ideal fuera del mundo, en el no-lugar que tiene acondicionado la
mente dentro de sí, y que nunca llega a cruzarse con este reino de meras
apariencias en el que realmente vivimos.
Cuando uno se despega de la realidad social lo hace por una
de las dos vías hasta aquí reseñadas: o bien se retrae hacia su interés
particular o bien construye en su mente una realidad social alternativa que
venga a corresponderse con sus ensueños o ideales, y eventualmente trata de
sustituir la realidad efectiva por esta otra. Si, como ocurría con Platón, el
mundo ideal y el real están incomunicados, aquella pretensión transformadora
resultará utópica, no habrá lugar para ella en el mundo de los hechos, de modo
que al pretender plasmar esa idea, se producirán “graves confusiones y revueltas”.
Las circunstancias por las que ha ido desenvolviéndose la
historia de España han generado un peculiar y prototípico modo de ser cuyas
características se pueden situar a lo largo de un continuo, en uno de cuyos
extremos podríamos situar como referente modélico al autárquico y perrofláutico
Antístenes, que desdeñaba la vida en sociedad, y en el otro al exaltado y utópico
Hipodamo, aquel que tomaba partido por sus construcciones mentales sin antes pasarlas
por la criba de lo que realmente son las cosas. Ambos modelos, variando en los
respectivos porcentajes, han venido, pues, a confluir entre nosotros en ese
prototipo humano que ha dado en conocerse castizamente como “progre”. El
sustrato que es común a los dos, el rechazo de la realidad social en la que efectivamente
se vive, resultó de la mezcla de varios ingredientes que fueron surgiendo a lo
largo de nuestra historia y que, en su parte fundamental, tal y como explica
Jesús Laínz en su último libro, “España contra
Cataluña”, acabaron cristalizando en lo que andando el tiempo se conocería
como la Leyenda Negra. Reflejada en el deprimente espejo de esa Leyenda, se fue
configurando una autoimagen degradada en muchos españoles, la cual pasó a ser
determinante de una cultura de rechazo de esa realidad social que constituye
nuestra nación. Veamos los ingredientes de esa Leyenda Negra que tan
dramáticamente ha condicionado nuestra forma de ser:
Según los términos de esa Leyenda, que circuló por el mundo sobre
todo desde los inicios de la Edad Moderna, y más en concreto desde Felipe II,
España es un país moralmente deslegitimado a causa de su inhumanidad, su
intolerancia y su fanatismo. Dos fueron, fundamentalmente, los elementos
demostrativos de esos caracteres: uno, la Inquisición española, y otro, la
manera en que, según los mentores de la Leyenda, se produjo la conquista y
colonización de los territorios americanos, singular ejemplo de crueldad y de
barbarie que aparentan quedar demostradas, sobre todo, en la “Brevísima relación de la destrucción de las
Indias” que en el siglo XVI escribió el obispo de Chiapas, fray Bartolomé
de Las Casas.
En realidad, la Leyenda Negra se conformó mezclando hechos
ciertos y burdas exageraciones que sirvieron de esencial arma propagandística
de los rivales de una España hegemónica en el tiempo en que se originó,
especialmente los ingleses, necesitados de argumentos con los que deslegitimar
la privilegiada presencia española en el Nuevo Mundo. Tres siglos después,
alrededor de 1898, la Leyenda se revitalizaría para dar legitimidad a los
Estados Unidos en su enfrentamiento con España a causa de la Guerra de Cuba.
Laínz rastrea los orígenes de esa Leyenda hispanofóbica y los sitúa en unos
hechos históricos precedentes, los de la expansión catalanoaragonesa por el
Mediterráneo a partir del siglo XIII, con sucesos tan truculentos como los que
se conocieron como la “Venganza catalana”, feroces ataques que los almogávares
lanzaron en tierras bizantinas entre 1305 y 1307, como venganza por el
asesinato de Roger de Flor. De la imagen de crueldad y altanería que dejó por
aquellos lares el entonces independiente reino de Aragón quedaron
posteriormente impregnados los españoles en general.
La pieza clave en la construcción de la Leyenda Negra fue,
sin embargo, la “Brevísima relación…”
de Las Casas, que en su loable intento de defender a las poblaciones indígenas
de los abusos cometidos por algunos conquistadores y gobernantes españoles,
levantó, junto a denuncias acertadas, un monumento de exageraciones y fantasías
que fue hábilmente aprovechado por los enemigos de España. Menéndez Pidal solo
se pudo explicar las aseveraciones de Las Casas como producto de un “delirio
paranoico”. Efectivamente, como observan incluso algunos de los hagiógrafos del
fraile, sus escritos están llenos de vaguedades, generalizaciones y carencia de
datos concretos. Manuel José Quintana, un poeta, historiador y político liberal
del siglo XIX, muy partidario de Las Casas, no tuvo más remedio que reconocer
en la biografía que le dedicó, que el obispo de Chiapas había defendido una
buena causa “con las artes de la exageración y la falsedad”. A los
británicos, especiales gestores de la Leyenda Negra, y como dice el historiador,
precisamente inglés, John H. Elliot, “les faltó la capacidad autocrítica respecto
a los errores cometidos en la conquista de América del norte, que fueron igual
de sangrientos que los realizados por los españoles. España, al menos, tuvo a
un Bartolomé de Las Casas o a un Sahagún, que hicieron un enorme esfuerzo para
comprender a los indios”. El principal reproche de Menéndez Pidal al
obispo de Chiapas fue que este acusó “como destructora de las razas indígenas a
la única nación que se preocupó de conservarlas” (las citas están extraídas del libro de Jesús Laínz). Efectivamente, la
colonización de América del Norte por los ingleses y del Oeste americano por
los estadounidenses significó la práctica extinción de los indígenas, lo mismo
que ocurrió en Australia. Hoy sigue condenándose a España como autora de un
genocidio sin tener en cuenta, por ejemplo, los numerosos estudios sobre las
causas biológicas de las grandes mortandades indígenas por viruela, sarampión,
paperas, gripe o tuberculosis que devastaron algunos lugares debido al contacto
entre los europeos y los amerindios carentes de las defensas necesarias por su
largo aislamiento del resto de las tierras habitadas. Por otra parte, las
cifras de indígenas muertos que se manejan son un disparate: todavía hoy
tendrían los españoles que fueron a América que seguir ejecutando indios para
poder acercarse a las cifras que manejó y maneja la propaganda antiespañola.
Algo similar en cuanto a la tergiversación de los hechos
sucede con el segundo pilar de la Leyenda Negra, la especial intolerancia
española encarnada en la Inquisición. No se trata, desde luego, de minimizar los
graves efectos de esta, sino de considerarlos en su veracidad. Fernando García
de Cortázar ha escrito al respecto que “con perspectiva histórica, más que el
número de víctimas, el drama de la Inquisición es lo que supuso de mordaza
ideológica para un país vivo y en expansión. Fue instrumento del Estado contra
la herejía, pero sobre todo una traba para la revolución científica y para la
difusión de las ideas ilustradas y liberales”. Sin embargo, en cuanto a
las víctimas de la Inquisición española, las investigaciones más recientes y
fidedignas sitúan en no más de tres mil los ejecutados por ella a lo largo de
sus tres siglos y medio de existencia, cantidad que palidece ante las víctimas
por violencia religiosa habidas en casi cualquier otro país europeo. Y respecto
de otra de las lacras de la Inquisición, la expulsión de los judíos por los
Reyes Católicos, no hay que olvidar que idénticas expulsiones de judíos
tuvieron lugar en todos los países europeos, desde Rusia hasta Portugal, antes
y después de la española.
Lo que hace de la Leyenda Negra y de la hispanofobia un
fenómeno singular, dice Jesús Laínz, es su extraordinaria persistencia –lo que
Julián Marías definió como “la condenación y descalificación de todo el
país a lo largo de toda su historia, incluida la futura”–, su facilidad
para el rebrote en los momentos adecuados y su sorprendente asunción por parte
de los propios españoles. Así, fue uno de los argumentos principales usados por
los dirigentes independentistas criollos (es decir, de estirpe española)
cuando, tras tres siglos y medio, y en algunos casos cuatro, de convivencia con
la metrópoli (mientras que los británicos solo rigieron sus colonias americanas
durante siglo y medio), y ante el vacío de poder generado en España por la
invasión napoleónica, se declararon partidarios de la independencia. Los
actuales dirigentes indigenistas y bolivarianos de Hispanoamérica siguen
situados en la misma corriente hispanofóbica y dando pábulo a las versiones más
extremas de la Leyenda Negra. Por otro lado, ya a finales del siglo XIX, buena
parte de la intelectualidad española veía a España como una nación fallida;
mortalmente enferma, el desastre del 98, al socaire de una Leyenda Negra
revitalizada en los ámbitos internacionales, pareció venir a confirmarlo. Según
esas ideas en gran medida vigentes entre las propias élites españolas, la regeneración
de España habría de llegar, por tanto, a través de la negación de toda su
historia y cultura, a las que se despreciaba. La idea del fracaso de España fue
precisamente uno de los ejes principales sobre los que se articuló el
republicanismo que finalmente acabaría tomando el poder en 1931, idea no muy diferente de la que mayoritariamente mantiene el republicanismo actual. Ese rechazo global
de la realidad histórica y fáctica española abrió entonces la puerta a todo tipo de
ensoñaciones utópicas –comunistas, anarquistas y nacionalistas–, que tomaron su
impulso principal también del desastre del 98 (aquella puerta, resulta obvio que sigue hoy abierta).
Efectivamente, el 98 lo cambió todo, pero no siempre habían
sido así las cosas. El filósofo catalán Jaime Balmes (1810-1848) subrayó a
menudo en sus escritos el hecho de que España era, de todas las europeas, la
nación con una unidad más fraguada y de más improbables tendencias a la
disgregación, como lo demostró la manera en que confluyeron todos los españoles
en la común tarea de la Reconquista contra el enemigo islámico, o como volvió a
suceder en 1808, contra Napoleón, cuando los poderes públicos estaban anulados
o en desbandada, y fue el pueblo entonces el que, en todas las regiones, se
organizó libremente en las juntas de cada provincia, rápidamente unificadas.
Ese patriotismo español fue manifiesto a lo largo del siglo XIX, quedando
expreso en la manera en que tanto la población de todas sus regiones (de manera
especial, curiosamente, en las Provincias Vascongadas y en Cataluña) como los
medios de comunicación apoyaron entusiásticamente las campañas militares del
ejército español en los escenarios
bélicos africano (Marruecos), asiático (Filipinas) y americano (Cuba)… justo
hasta el desastre de 1898.
En el exiguo en el tiempo punto de inflexión que significó
el cambio de posición, y que, entre otros utopismos, propulsó la irrupción de
nuestros nacionalismos, el 17 de abril de 1898, en plena escalada de la tensión
prebélica con Estados Unidos a causa de Cuba, nos cuenta Laínz cómo el periódico catalán La Veu de Catalunya se explicaba de esta
manera: “Venga lo que venga, España se va a al fondo; si de los pueblos que la
forman alguno quiere volver a las alturas, que no se duerma: afloje los lazos y
entréguese libremente a los dos grandes instintos de la vida, el de
conservación y el de perfeccionamiento”. Y el poeta Joan Maragall
(1860-1911), abuelo del que fue presidente de la Generalitat, Pascual Maragall,
decía: “Creemos llegada a España la hora del sálvese quien pueda, y hemos de
desligarnos bien deprisa de todo tipo de atadura con una cosa muerta”.
La pérdida de las colonias, pues, marcó ese punto de inflexión en el que el
Estado sufrió un enorme desprestigio, y la idea de pertenencia a la nación
española quedó seriamente dañada. Ventura Gassol, uno de los fundadores, en
1931, de Esquerra Republicana, y que, en los tiempos de la II República, fue
consejero de Cultura de la Generalitat con los gobiernos de Macià y Companys,
resumió, desde el nacionalismo catalán, lo que podríamos considerar el ideario
básico del que han quedado impregnados todos aquellos que quisieran huir de su
identidad española, que queda expresado en esta atrabiliaria proclama suya: “Nuestro
odio contra la vil España es gigantesco, loco, grande y sublime. Hasta odiamos
el nombre, el grito y la memoria, sus tradiciones y su sucia historia”.
La Leyenda Negra y el fracaso colectivo de 1898 confluyeron
para apuntalar el que Jesús Laínz considera el peor de nuestros pecados, por
encima incluso de la proverbial envidia: el nacional-masoquismo del que hacemos
gala los españoles. Según refería García de Cortázar en 2008, durante un curso
celebrado en El Escorial, el prestigioso historiador hispanista Henry Kamen
(británico para más señas) recriminó a sus universitarios alumnos de esta
forma: “Es inaudito. Los únicos en todo el mundo que se creen ya la Leyenda
Negra a pies juntillas son ustedes, los universitarios españoles. Me abochorna”.
El caso es que, desde el perro-flauta hasta el delirante utópico (nacionalista
o antisistema), pasando por los que simplemente no consiguen metabolizar su
condición de españoles, es el progre español el prototipo que ha venido a dar
expresión a ese rechazo de la propia identidad que está en el origen principal
de nuestros problemas nacionales.
Este prototipo del progre se fue, en fin, construyendo con todos
esos ingredientes que la historia nos ha legado. Si cabe, habría que añadir
otros (no necesariamente exclusivos de él) de los que debiera dar razón más la
psicología y que agravan el problema que su condición supone hasta convertirlo
en muy difícilmente soluble. Por ejemplo, el vicio de querer tener cabal
opinión de todo y sobre todo, sin más bagaje imprescindible que el que marca su
propia voluntad, así como el sentimiento de superioridad moral e intelectual
que exhibe temerariamente y que le lleva, ya que no a poner en cuestión o en debate
sus ideas, sí a menospreciar, cuando no escarnecer, al contrincante dialéctico,
y, en general, todo aquello que no entiende; también se inclina el progre
fatalmente hacia el insulto fácil y a alzar la voz más de lo debido.
Estos son los mimbres, pues. Con ellos no hay manera de
hacer el cesto de nuestra convivencia. Un país no se puede hacer con quienes
desprecian u odian a ese país. La única vía que conduce a una convivencia
normalizada no es la que propondrían Antístenes o Hipodamo, sino la que nos
exigiera partir, a veces humildemente, otras no tan apocados, de lo que en
realidad ha habido y hay.