¿Por qué prosperan las naciones? Porque la vertebradora sensación de pertenecer a un mismo colectivo hace que se puedan aglutinar los esfuerzos individuales dirigiéndolos hacia objetivos compartidos y porque las iniciativas que ponen en marcha sus miembros más sobresalientes son secundadas ampliamente por el resto de la población ¿Por qué decaen las naciones? Porque en ellas faltan objetivos comunes vertebradores, porque cada cual atiende sólo a su interés personal y porque los que mandan son personajes mediocres que entienden el poder más como un medio al servicio de su promoción personal que como un servicio público. No hay que ser un experto en acertijos para saber en cuál de estas dos direcciones alternativas, la de la prosperidad o la de la decadencia, está hoy situada España.
Estos de los
que hablamos son, sin embargo, hechos de segundo orden, consecuencias, y lo que
importaría principalmente sería descubrir las causas. Se trataría, pues, de
saber dónde está el punto de bifurcación a partir del cual las cosas, en vez de
discurrir hacia la prosperidad, lo hacen hacia la decadencia. Enunciaremos escuetamente
la hipótesis que luego trataremos de probar: la causa de nuestros males como
nación es que estamos poseídos por un nefasto complejo de inferioridad.
Hubo un
tiempo en que esto no era así: durante el siglo XVI y la primera parte del
XVII, los españoles andábamos sobrados de autoestima. Las hazañas de nuestros
ancestros (conquistadores, exploradores, militares, creadores literarios y
artísticos…) fueron por entonces memorables, y no me detendré en añadir
argumentos demostrativos a esta obviedad. El hugonote francés y enemigo de
España Duplessis-Mornay decía expresivamente a fines del siglo XVI: “La ambición de los españoles, que les ha
hecho acumular tantas tierras y mares, les hace pensar que nada les es
inaccesible”. Pero fueron los mismos Austrias, bajo cuyo reinado
nuestra nación alcanzó su más alta autoestima, los que precisamente nos
abocaron a una decadencia que ya previeron los comuneros. Las guerras contra
los protestantes y para defender los territorios del Imperio, la Inquisición,
el estancamiento en la dinamización del proyecto colectivo que significaba
España, el endeudamiento desorbitado que nos abocó a sucesivas bancarrotas del
estado, la leyenda negra… nos condujeron fatalmente a la pérdida de la
autoestima colectiva y consiguiente vitalización de nuestro sentimiento de
inferioridad. Del siglo XVIII, el de las Luces, no salimos malparados, pero
nuestro siglo XIX fue catastrófico: para empezar, Fernando VII, el peor rey de
nuestra historia, rigiendo una nación totalmente devastada por la guerra contra
Napoleón, tres guerras carlistas, numerosos pronunciamientos, el esperpento
cantonalista de la I República… Y como culminación de esta cuesta abajo, el
Desastre del 98, que llevó hasta el extremo nuestro sentimiento de
inferioridad. 1898 fue una fecha crucial: allí empezaron a medrar nuestros nacionalismos
y los grupos que hoy llamaríamos antisistema, expresiones máximas de nuestro
complejo de inferioridad.
No guarda ningún respeto a las reglas de la lógica el hecho de que la nación moderna más antigua de Europa, con una historia previa milenaria que hunde sus raíces en la época romana y visigoda, con una presencia decisiva en la historia universal, con una lengua que es la segunda más hablada del mundo… haya generado los nacionalismos centrífugos más furibundos de Occidente y un masoquismo general tan exacerbado que hace que, no ya nuestra exuberante historia, sino hasta la palabra “España” siga siendo tabú para muchos. Hasta el punto, por ejemplo, de que, para encontrar un sujeto agente al que achacar nuestros éxitos futbolísticos hayamos inventado ese modo elusivo de referirnos a él que consiste en denominarle “La Roja”. Son modos no ya espurios, sino ridículos de tratar de escapar del sentimiento de inferioridad que hoy está asociado a la condición, para tantos desgraciada, de ser españoles. No contradice Ortega esta hipótesis que aquí exponemos cuando sostiene que “la soberbia es nuestra pasión nacional, nuestro pecado capital”. La soberbia es ese modo improductivo de sobreponerse al complejo de inferioridad que lleva directamente a sentirse superior sin más apoyo instrumental que el que proporcionan los propios delirios de grandeza. Es en ese vicio del carácter donde encuentran su apoyo psicológico los nacionalismos.
Pero son
más aún las consecuencias catastróficas que ha generado nuestro sentimiento de
inferioridad. De los individuos afectados por tal complejo decía Ortega
glosando la noción que del resentido daba Nietzsche: “El hombre inepto, torpe,
vitalmente fracasado, va por el mundo rezumando desestima de sí mismo. Como no
logra acallar ese menosprecio de sí, que sopla en bocanadas de su propio
interior y no le deja vivir, se produce en él una reacción salvadora, que
consiste en cegarse para todo lo valioso que hay en torno. Ya que no puede
estimarse a sí mismo, tenderá a buscar razones para desprestigiar toda
excelencia”. Estamos hablando, pues, de ese gran derivado del complejo
de inferioridad que ha alcanzado entre los españoles el grado de institución:
la envidia, calamitoso apéndice de nuestro carácter que, despilfarrando las
capacidades de nuestra sociedad, lleva a la marginación de los mejores y a la
exaltación de los mediocres, y que nos conduce finalmente al punto en el que,
dice también Ortega, “se acepta rencorosamente como el mal menor
un ‘¡todos iguales!’, ese terrible, negativo, destructor ‘¡todos iguales!’ que
se oye de punta a punta en la historia de España si se tiene fino oído
sociológico”. Especialmente es así en ese tramo de nuestra historia que
hace eclosión en 1898, y que, desde entonces sobre todo, fue a refugiarse o a
camuflarse en todas las ideologías que se prestaron como lugar de acogida de
tal envidia igualitaria, y que han llevado a sospechar de la iniciativa
individual como algo esencialmente perverso, necesitado de la tutela
pretendidamente igualadora que supone un agobiante intervencionismo estatal. Intervencionismo
que, por el contrario, ha sido el hontanar en el que han bebido todas las
corrupciones políticas.
En conclusión, sólo superaremos nuestros males si nos enfrentamos decididamente a los perversos derivados de nuestro complejo de inferioridad: los nacionalismos, nuestra fobia a lo español y la envidia. Si se mantienen tan vigorosos como hasta ahora, seguirá expedita ante nosotros la vertiginosa cuesta abajo de nuestra decadencia, que no se sabe hasta qué nuevos y lamentables parajes puede llevarnos todavía.
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