domingo, 20 de enero de 2013

El catastrófico complejo de inferioridad de los españoles

PUBLICADO EN EL CORREO DE BURGOS EL 5 DE FEBRERO DE 2013

¿Por qué prosperan las naciones? Porque la vertebradora sensación de pertenecer a un mismo colectivo hace que se puedan aglutinar los esfuerzos individuales dirigiéndolos hacia objetivos compartidos y porque las iniciativas que ponen en marcha sus miembros más sobresalientes son secundadas ampliamente por el resto de la población ¿Por qué decaen las naciones? Porque en ellas faltan objetivos comunes vertebradores, porque cada cual atiende sólo a su interés personal y porque los que mandan son personajes mediocres que entienden el poder más como un medio al servicio de su promoción personal que como un servicio público. No hay que ser un experto en acertijos para saber en cuál de estas dos direcciones alternativas, la de la prosperidad o la de la decadencia, está hoy situada España.


Estos de los que hablamos son, sin embargo, hechos de segundo orden, consecuencias, y lo que importaría principalmente sería descubrir las causas. Se trataría, pues, de saber dónde está el punto de bifurcación a partir del cual las cosas, en vez de discurrir hacia la prosperidad, lo hacen hacia la decadencia. Enunciaremos escuetamente la hipótesis que luego trataremos de probar: la causa de nuestros males como nación es que estamos poseídos por un nefasto complejo de inferioridad.
 
Hubo un tiempo en que esto no era así: durante el siglo XVI y la primera parte del XVII, los españoles andábamos sobrados de autoestima. Las hazañas de nuestros ancestros (conquistadores, exploradores, militares, creadores literarios y artísticos…) fueron por entonces memorables, y no me detendré en añadir argumentos demostrativos a esta obviedad. El hugonote francés y enemigo de España Duplessis-Mornay decía expresivamente a fines del siglo XVI: “La ambición de los españoles, que les ha hecho acumular tantas tierras y mares, les hace pensar que nada les es inaccesible”. Pero fueron los mismos Austrias, bajo cuyo reinado nuestra nación alcanzó su más alta autoestima, los que precisamente nos abocaron a una decadencia que ya previeron los comuneros. Las guerras contra los protestantes y para defender los territorios del Imperio, la Inquisición, el estancamiento en la dinamización del proyecto colectivo que significaba España, el endeudamiento desorbitado que nos abocó a sucesivas bancarrotas del estado, la leyenda negra… nos condujeron fatalmente a la pérdida de la autoestima colectiva y consiguiente vitalización de nuestro sentimiento de inferioridad. Del siglo XVIII, el de las Luces, no salimos malparados, pero nuestro siglo XIX fue catastrófico: para empezar, Fernando VII, el peor rey de nuestra historia, rigiendo una nación totalmente devastada por la guerra contra Napoleón, tres guerras carlistas, numerosos pronunciamientos, el esperpento cantonalista de la I República… Y como culminación de esta cuesta abajo, el Desastre del 98, que llevó hasta el extremo nuestro sentimiento de inferioridad. 1898 fue una fecha crucial: allí empezaron a medrar nuestros nacionalismos y los grupos que hoy llamaríamos antisistema, expresiones máximas de nuestro complejo de inferioridad.

No guarda ningún respeto a las reglas de la lógica el hecho de que la nación moderna más antigua de Europa, con una historia previa milenaria que hunde sus raíces en la época romana y visigoda, con una presencia decisiva en la historia universal, con una lengua que es la segunda más hablada del mundo… haya generado los nacionalismos centrífugos más furibundos de Occidente y un masoquismo general tan exacerbado que hace que, no ya nuestra exuberante historia, sino hasta la palabra “España” siga siendo tabú para muchos. Hasta el punto, por ejemplo, de que, para encontrar un sujeto agente al que achacar nuestros éxitos futbolísticos hayamos inventado ese modo elusivo de referirnos a él que consiste en denominarle “La Roja”. Son modos no ya espurios, sino ridículos de tratar de escapar del sentimiento de inferioridad que hoy está asociado a la condición, para tantos desgraciada, de ser españoles. No contradice Ortega esta hipótesis que aquí exponemos cuando sostiene que “la soberbia es nuestra pasión nacional, nuestro pecado capital”. La soberbia es ese modo improductivo de sobreponerse al complejo de inferioridad que lleva directamente a sentirse superior sin más apoyo instrumental que el que proporcionan los propios delirios de grandeza. Es en ese vicio del carácter donde encuentran su apoyo psicológico los nacionalismos.

Pero son más aún las consecuencias catastróficas que ha generado nuestro sentimiento de inferioridad. De los individuos afectados por tal complejo decía Ortega glosando la noción que del resentido daba Nietzsche: “El hombre inepto, torpe, vitalmente fracasado, va por el mundo rezumando desestima de sí mismo. Como no logra acallar ese menosprecio de sí, que sopla en bocanadas de su propio interior y no le deja vivir, se produce en él una reacción salvadora, que consiste en cegarse para todo lo valioso que hay en torno. Ya que no puede estimarse a sí mismo, tenderá a buscar razones para desprestigiar toda excelencia”. Estamos hablando, pues, de ese gran derivado del complejo de inferioridad que ha alcanzado entre los españoles el grado de institución: la envidia, calamitoso apéndice de nuestro carácter que, despilfarrando las capacidades de nuestra sociedad, lleva a la marginación de los mejores y a la exaltación de los mediocres, y que nos conduce finalmente al punto en el que, dice también Ortega, “se acepta rencorosamente como el mal menor un ‘¡todos iguales!’, ese terrible, negativo, destructor ‘¡todos iguales!’ que se oye de punta a punta en la historia de España si se tiene fino oído sociológico”. Especialmente es así en ese tramo de nuestra historia que hace eclosión en 1898, y que, desde entonces sobre todo, fue a refugiarse o a camuflarse en todas las ideologías que se prestaron como lugar de acogida de tal envidia igualitaria, y que han llevado a sospechar de la iniciativa individual como algo esencialmente perverso, necesitado de la tutela pretendidamente igualadora que supone un agobiante intervencionismo estatal. Intervencionismo que, por el contrario, ha sido el hontanar en el que han bebido todas las corrupciones políticas.

En conclusión, sólo superaremos nuestros males si nos enfrentamos decididamente a los perversos derivados de nuestro complejo de inferioridad: los nacionalismos, nuestra fobia a lo español y la envidia. Si se mantienen tan vigorosos como hasta ahora, seguirá expedita ante nosotros la vertiginosa cuesta abajo de nuestra decadencia, que no se sabe hasta qué nuevos y lamentables parajes puede llevarnos todavía.

sábado, 12 de enero de 2013

La licuefacción de los políticos

(PUBLICADO EN EL CORREO DE BURGOS EL 21 DE ENERO DE 2013)

La tenacidad, la persistencia en el intento de alcanzar los objetivos perseguidos ha sido una cualidad profundamente arraigada en el hombre. Tiene incluso poderosos precedentes en caracteres que tuvieron una importante implicación en la conformación de la vía evolutiva que acabó desembocando en el homo sapiens. Cuenta en este sentido el prestigioso biólogo y naturalista Edward O. Wilson cómo los homínidos que estaban evolucionando hacia la configuración de ese homo sapiens, cuando dejaron atrás su vida arbórea, se adentraron en la sabana y se dedicaron a cazar, tenían el inconveniente de ser mucho más lentos corriendo en distancias cortas que sus potenciales presas, antílopes, cebras, avestruces y otros animales igualmente rápidos. “Sin embargo –continúa diciendo– (…) en algún punto, los humanos se convirtieron en corredores de larga distancia. Sólo necesitaban comenzar una persecución y seguir la pista de la presa, kilómetro tras kilómetro, hasta que esta se agotaba y podía ser vencida”. La misma necesidad empujaría, pues, no sólo hacia el desarrollo de las aptitudes físicas que había que emplear en tan largas persecuciones, sino hacia el moldeamiento de esa tenacidad que otros depredadores que resolvían sus persecuciones en el corto plazo no necesitaban de la misma manera.



La lejanía y la perseverancia cuentan, por lo tanto, con una larga tradición en cuanto que componentes del bagaje de lo humano. Aunque a veces, en determinadas épocas (por ejemplo, del Renacimiento para acá), los hombres han tenido que acortar la distancia con lo observado para acceder a los detalles que constituyen lo más inmediato, la falta o deficiencia en la visión de lo lejano han de ser indicio de alguna clase de crisis o descalabro en la manera de estar en el mundo. Porque, como dice María Zambrano, “sólo tras de haberse  señalado un fin lejano aparecen las finalidades inmediatas. Esa lejana luz es claridad que recae sobre las circunstancias inmediatas y las ordena, las hace cobrar sentido”. Y antes Ortega y Gasset: “Lo próximo, el objeto que vemos en nuestra inmediatez, se nos presenta desde luego destacando sobre un fondo de otras cosas más distantes; esto es, sobre el fondo de un horizonte”.

Y en esas estamos: en la pérdida de la referencia que significa el horizonte, la lejanía en el trato con las cosas, y, consiguientemente, el agotamiento en la perseverancia necesaria para acceder a ellas. El escenario de nuestra vida ha pasado en gran medida a estar copado sólo por lo inmediato y efímero. Zygmunt Bauman, entre otras cosas premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades 2010, denomina este modo de vida característico de nuestra época “vida líquida”. “La vida líquida –sostiene– es una vida precaria y vivida en condiciones de incertidumbre constante (…) Entre las artes del vivir moderno líquido y las habilidades necesarias para practicarlas, saber librarse de las cosas prima sobre saber adquirirlas”. En nuestra sociedad, nada puede permitirse perdurar más de lo debido. El modo de vida triunfante es el propio de quien sabe adaptarse a la fluidez y fugacidad de las cosas, el de quien sabe no acostumbrarse a nada salvo a la propia movilidad en la que todo está inmerso, el de quien “prospera en medio de la desarticulación”. Y prosigue Bauman (citando a Richard Sennett): “Es probable que el horizonte ideal de estas personas sea Eutropia, una de las ‘Ciudades invisibles’ de Italo Calvino, cuyos habitantes, en cuanto se sienten presa del hastío y ya no pueden soportar su trabajo ni a sus parientes ni su casa ni su vida, se mudan a la ciudad siguiente, donde cada uno de ellos conseguirá un nuevo empleo y una esposa distinta, verá otro paisaje al abrir la ventana y dedicará el tiempo a pasatiempos, amigos y cotilleos diferentes”.

Un modo de ser, este que está adaptado a la vida líquida, que había de afectar, quizás de manera especial, a nuestros dirigentes políticos. Efectivamente, confirma Bauman que “las personas que circulan en las proximidades de la cumbre de la pirámide de poder global (…) son personas que se sienten como en casa en muchos sitios, pero en ninguno en particular (…) Viven en una sociedad de valores volátiles, despreocupadas ante el futuro, egoístas y hedonistas. Para ellas la novedad es una buena noticia, la precariedad es un valor, la inestabilidad un imperativo, la hibridez es riqueza. En diverso grado todas ellas dominan y practican el arte de la ‘vida líquida’: la aceptación de la desorientación, la inmunidad al vértigo y la adaptación al mareo, y la tolerancia de la ausencia de itinerario y de dirección y de lo indeterminado de la duración del viaje”. En suma, ausencia de principios, máxima versatilidad en las posibilidades sobre las que optar y falta de objetivos en los que perseverar.

Estos últimos días hemos asistido a la demostración de un claro ejemplo de comportamiento líquido en nuestros políticos, el que sobre todo han protagonizado Borja Sémper, presidente del Partido Popular de Guipúzcoa, y Javier Maroto, alcalde del PP de Vitoria, perfectos prototipos de políticos licuados y, a pesar de la inofensiva desautorización que han sufrido por parte de dirigentes nacionales del PP, auténticos representantes de los nuevos modos de hacer política en este partido, pues, como ha dicho Sémper, la tesis según la cual hay que “hacer un esfuerzo (que) pasa por entender que (en el futuro del País Vasco) estará Bildu (es una tesis que) manejan también Mariano Rajoy y el ministro del Interior”. Un apoyo, este de los máximos dirigentes del PP, evidente para quien quiera verlo, y que queda confirmado cuando, después del evidente fracaso del PP vasco en las últimas elecciones autonómicas, que ha perdido un 40% de los votos en relación con los que en 2005 obtuvo el PP de María San Gil, un 60% respecto de los que obtuvo en 2001 con Mayor Oreja, y un 49% en relación con los obtenidos cuando el PP vasco fue dirigido por Carlos Iturgáiz en 1998, no ha sido removido ni cuestionado ninguno de los actuales dirigentes de ese partido vasco.

El alcalde del PP de Vitoria Javier Maroto ha declarado que “no le tiemblan las piernas” por llegar a acuerdos con Bildu, la franquicia de ETA. Una ETA que, coyunturalmente, ha renunciado al empleo de las armas por dos motivos: por la excelente labor que contra ellos ha llevado a cabo la Guardia Civil y la Policía Nacional, y porque hoy sacan mucha más rentabilidad ocupando las instituciones, gracias al PP y al PSOE, que matando; pero los miembros de sus comandos siguen siendo detenidos con aquellas armas en su poder. Ese mismo alcalde licuado de Vitoria se ha llegado a pavonear de que se va de potes con los concejales de Bildu, es decir, de que acepta humillar la memoria de sus propios compañeros asesinados por la misma banda a la que pertenecen los miembros de esa franquicia, los mismos que se encargan de organizar los homenajes cuando el gobierno del PP excarcela a alguno de los asesinos.

El máximo dirigente del PP de Guipúzcoa, Borja Sémper, ha declarado por su parte que “el futuro de Euskadi se tiene que construir también con Bildu”; con un partido totalitario, pues, con el que se está dispuesto a pactar, es decir, a buscar un punto medio entre el partido que hoy gobierna en España y ellos, los que pretenden destruir esa misma nación. “No hay ningún inconveniente para el acuerdo –había declarado el alcalde Maroto–, el acuerdo es bueno. Hay municipios en Euskadi en los que, aunque PP y Bildu coincidan en sus prioridades, no votan juntos. Y esto nos hace distintos en Vitoria. A lo mejor es cuestión de talante”. El talante propio de quien busca ese “virtuoso” centro aristotélico entre un partido que cuenta con numerosos asesinados y otro que pertenece a la misma trama en la que se incluyen los asesinos, y que nunca ha renegado de sus crímenes.

Cuando Sémper ha buscado contra quién desahogarse después de sentir que su actitud no era muy bien acogida, sólo ha podido encontrar un partido enfrente contra el que cargar: UPyD. Así, acusa a Rosa Díez de tener una “actitud de inquisidores que no aceptan ni matiz ni reflexión”. Es decir, no aceptan que la política sea tan acuosa como para que quepa en un mismo partido aquello que defendieron Mayor Oreja, María San Gil, Santiago Abascal, Ortega Lara, Carlos Iturgáiz, Regina Otaola, Carmelo Barrio, Carlos Urquijo o el asesinado Gregorio Ordóñez y esto que defiende el PP pop de los Basagoiti, Oyarzábal, Sémper y Maroto. Un orgullo para mí pertenecer al único partido contra el que hoy puede cargar el acuoso Sémper.

Una prueba de que la política es hoy algo en estado perfectamente líquido es el hecho de que esté en manos de personas que no entienden la virtud de la perseverancia en los principios y en los objetivos. Aquellos humanoides de los que hablaba Edward O. Wilson en los que la perseverancia era un valor tan importante se hubieran muerto de hambre si hubieran asumido comportarse de acuerdo con estas otras variables líquidas. Otros llevamos camino de morirnos de asco.


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