martes, 31 de julio de 2012

La zona de riesgos que, como sociedad, estamos atravesando

Carl Gustav Jung ha sido, seguramente, el psicólogo más importante de la historia (aunque no siempre su capacidad para comunicar sus ideas estuviera a la altura de éstas). Fue un gran estudioso del alma humana, y por ello mismo, un profundo analista de los grandes acontecimientos de su tiempo... que es el nuestro. Lo decisivo de ese (de este) tiempo, decía (en 1933) que era "la paulatina y general transformación espiritual cuyo primer síntoma fue, en nuestra cultura, la Reforma (...) Su inevitable consecuencia fue el ascenso de la importancia del individuo (...) La destacada tendencia individualista de nuestra última evolución ha producido 'un retroceso compensatorio hacia el hombre colectivo' (Ese) hombre colectivo amenaza con sofocar al individuo singular". Estaba haciendo referencia a la amenaza de los totalitarismos entonces emergentes, y que dejarían su huella marcada de sangre y horror a lo largo del siglo XX.

Para Jung, comprender a fondo un acontecimiento histórico exigía adentrarse en las profundidades del alma de los individuos: "Cuando contemplamos la historia de la humanidad no vemos sino la superficie exterior de los acontecimientos (...) Guerras, dinastías, revoluciones sociales, conquistas, religiones, son los síntomas más superficiales de una secreta actitud anímica fundamental del individuo, inconsciente para él mismo y, por lo tanto, no transmitida por ningún historiador". Desde allí, desde las profundidades del alma, era posible observar cómo aquel individualismo característico de nuestra época estaba engendrando el monstruo del "hombre colectivo" compensatorio que se desarrollaba en la zona sombría, inconsciente, de los hombres de este tiempo, esos hombres que estaban conduciendo aquel individualismo hasta la exacerbación. Algo se estaba (se sigue) cociendo que le hacía decir a Jung: "Si somos sinceros debemos reconocer que en este mundo actual ya nadie se siente del todo a gusto, y la incomodidad será incluso creciente".



Un año antes, en 1932, decía de un modo mucho más crudo: "Las catástrofes dantescas que nos amenazan no son procesos elementales de índole física o biológica, sino acontecimientos psíquicos. Nos conminan en una medida aterradora guerras y revoluciones que no son más que epidemias psíquicas. En cualquier instante millones de hombres pueden ser atacados por una nueva locura y entonces tendremos otra guerra mundial o una revolución devastadora". La única manera auténtica de afrontar tales riesgos es operando en esas profundidades anímicas, allí donde las exageraciones de nuestra parte consciente preparan la venganza, igualmente exagerada, de nuestra parte sombría, repudiada e inconsciente (nuestra parte repudiada es, precisamente, la que nos liga a nuestra sociedad, a nuestro auténtico ser colectivo; nuestro falso ser colectivo es el que producen las utopías, que inevitablemente derivan hacia el totalitarismo).

Del individualismo extremo característico de nuestra cultura venimos hablando a menudo en este blog. Y también de los riesgos que sus desatenciones producen. Pero concluyamos, con Jung, de una manera digamos que optimista: "Una cultura no se desintegra, da a luz".

domingo, 22 de julio de 2012

El malestar de la civilización (y España como ejemplo destacado)

Noticia de estos tres últimos días en la prensa: James Holmes, un psicópata cuyos antecedentes, sin embargo, se reducían a una multa de tráfico por exceso de velocidad, irrumpe en un cine de Denver, Colorado, en el estreno de la película “El caballero oscuro” (de la saga de Batman), sintiéndose Jóker, el enemigo de Batman, y se pone a disparar al azar sobre los espectadores, matando a doce de ellos y dejando heridos a cincuenta y ocho. De 24 años de edad, el presunto asesino estudiaba para ser neurocientífico en la Universidad de Colorado, donde cursaba estudios de doctorado, y precisamente siguió esta primavera una asignatura sobre desórdenes psiquiátricos. Un portavoz del centro universitario explicó a The Washington Post que el estudiante era “tranquilo” y “socialmente aislado”.

Año 1924: nace oficialmente el surrealismo, quizás el movimiento cultural más representativo del siglo XX, con la publicación por parte de André Breton del “Manifiesto del surrealismo”. En 1929 da a la luz un segundo Manifiesto, y en él escribe: “El acto surrealista más puro consiste en bajar a la calle, revólver en mano, y disparar al azar, mientras a uno le dejen, contra la multitud”.

Hablamos de un tipo de actos que tienen una profunda raigambre en algún oscuro rincón de la psique humana. En las tribus de Malasia se hablaba del amok, una forma de enajenación mental paroxística (es decir, en que el sujeto actúa en un estado mental que le lleva a perder todo control sobre sí mismo) que consiste en el intento de matar, sin cuidarse de la propia seguridad, a la primera persona que se encuentre. A menudo se desencadena por un contratiempo aparentemente trivial.

¿Cuáles son las causas últimas del amok, de estas formas extremas de violencia indiscriminada e incontrolada? El mismo André Breton nos da al respecto interesantes claves cuando, tratando de explicar las raíces del surrealismo, dice: “Todo acto lleva en sí su propia justificación”, y asimismo: “El hombre propone y dispone. Tan sólo de él depende poseerse por entero, es decir, mantener en estado de anarquía la cuadrilla de sus deseos, de día en día más temible”. Y de forma aún más definitiva: “Únicamente el surrealismo podrá explicar el estado de completo aislamiento al que esperamos llegar aquí en esta vida”. Fiódor Dostoievski, gran escrutador de almas, hace que Rodia Raskólnikov, el protagonista de su novela “Crimen y castigo”, exprese de esta forma, refiriéndose a la gente en general, el estado de ánimo del que estaba poseído inmediatamente antes de cometer su crimen: “¡Dejadme, dejadme todos –gritó furioso Raskólnikov–. ¿Me dejaréis en paz? ¡Verdugos! ¡No os tengo miedo! ¡Ahora no temo a nadie, a nadie! ¡Fuera de mi lado! ¡Quiero estar solo, solo, solo!”.

Ampliemos el campo de nuestra argumentación a través de un ejemplo bastante menos dramático: Maurice de Vlaminck, pintor representativo del fauvismo, que había participado, aunque desde la retaguardia, en las revueltas anarquistas que sacudieron París al final de la década de 1890, con lanzamientos de bombas y numerosos desórdenes, estaba reflejando también su mala relación con el mundo, aunque de una manera menos exacerbada que en los ejemplos anteriores, cuando escribió años más tarde de aquellos hechos, tratando de explicar los motivos de su pintura: “No estaba lleno ni de envidia ni de odio, pero me sentía tremendamente impulsado a recrear un mundo nuevo que había visto a través de mis propios ojos, un mundo que era enteramente mío”. Demostraba ser, pues, un individuo proclive a las utopías, a mundos inexistentes, pero imaginariamente preparados para servir de correlato a deseos incubados en la soledad. También Raskólnikov, un individuo como James Holmes, “socialmente aislado”, había elaborado unos cabales diseños para sus utopías. Asimismo, Anders Behring Breivik, autor de los atentados de Oslo en julio del pasado año en que murieron setenta y siete personas, era un individuo socialmente aislado que se sentía luchando por un mundo racialmente puro.

Ya Cioran, en fin, nos había dejado advertidos sobre de dónde proviene y a dónde puede llevar todo esto cuando dijo: “¿La soledad no es, sin embargo, un terreno propicio para la locura?”. Aristóteles consideraba al individuo aislado como la materia de la que estamos hechos antes de adquirir ninguna forma; sólo somos realmente lo que somos cuando nos realizamos como zoon politikon, como animales sociales, como seres en sociedad. Cuando, por el contrario, regresamos hacia lo que éramos antes de ser ciudadanos, seres sociales, se produce un efecto catastrófico, que Aristóteles denominó disociación: cada individuo atiende sólo a sus personales intereses, desentendiéndose del bien de su comunidad. En el regresivo trayecto hacia el solipsismo, hacia ese egoísmo radical, nacen muchas de las utopías, fabulosas fórmulas de organización social que tienden a arrojar todo su potencial destructivo sobre lo que realmente es o ha de ser la sociedad.

La humanidad ha sufrido varias veces a lo largo de la historia los destructivos efectos de la regresión general a ese “estado de completo aislamiento” del que hablaba Breton. Hegel se refería así a este tipo de situaciones históricas: “La ruina (del espíritu del pueblo) arranca de dentro, los apetitos se desatan, lo particular busca su satisfacción y el espíritu sustancial no medra y por tanto perece. Los intereses particulares se apropian las fuerzas y facultades que antes estaban consagradas al conjunto. La Guerra del Peloponeso fue un momento culminante de la crisis social que sufrió el mundo heleno en los siglos V y IV a. de C., y que, más allá de aquella eclosión bélica, aún habría de durar, pues, varias décadas más, hasta enlazar con los tiempos de Aristóteles, que la analizó concienzudamente. “Rostovtzeff insiste –dice asimismo Julián Marías al analizar uno de los efectos característicos de estas épocas de crisis, la disminución de la natalidad– en que la causa de esta disminución de la población helénica no fue principalmente las pérdidas en las muchas batallas, sino la incertidumbre general, que llevó a una fuerte restricción de la natalidad, a un individualismo creciente, a una preocupación por la prosperidad particular; en suma, a un estado de disociación”. También Werner Jaeger habla de ese predominio, por entonces, del individualismo; decía aún más: “Probablemente veía con claridad toda persona inteligente que el estado no tenía salvación a menos que se superase tal individualismo, o siquiera la forma más cruda de él, el desenfrenado egoísmo de cada persona; pero era difícil desembarazarse de él cuando hasta el Estado estaba inspirado por el mismo espíritu –había hecho de él el principio de sus actos”.

El mismo Rostovtzeff, un clásico también en el estudio de Roma y de su decadencia, habla así, por otra parte, de la disgregación social que existía en los tiempos en los que la caída del Imperio (otra de esas grandes crisis por las que ha atravesado la humanidad) era inminente: “Los campesinos odiaban a los terratenientes y a los funcionarios; el proletariado de las ciudades odiaba a la burguesía urbana, y el ejército era odiado por todos, incluso por los campesinos... Las relaciones entre el Estado y los contribuyentes tomaron la forma de un latrocinio más o menos organizado”. Los más ricos se refugiaron en sus villas rurales, tratando de eludir desde allí sus obligaciones fiscales, la unidad nacional romana se fue deshilachando… Reinaba, pues, también, la disociación.

Nos hallamos hoy ante la tercera gran crisis histórica provocada por la recurrente aparición del individualismo, la constatación de que, como dijera Protágoras en los albores de la primera de estas crisis, “el hombre (cada hombre, cada individuo) es la medida de todas las cosas”. Erich Fromm trazó los límites temporales de este nuevo reinado del individuo: “El proceso por el cual el individuo se desprende de sus lazos originales, que podemos llamar proceso de individuación, parece haber alcanzado su mayor intensidad durante los siglos comprendidos entre la Reforma y nuestros tiempos”. Un proceso que, en otro sentido, ha sido fecundísimo, especialmente en cuanto se refiere al avance de las ciencias y al imparable desarrollo de la tecnología, pues ambas trayectorias están unidas, como Hegel reconoce: “Los individuos se retraen en sí mismos y aspiran a sus propios fines (…) Esto es la ruina del pueblo; cada cual se propone sus propios fines según sus pasiones. Pero con ese retraimiento del espíritu, destácase el pensamiento como una realidad especial y surgen las ciencias. Así las ciencias y la ruina, la decadencia de un pueblo, van siempre emparejadas”. Algo en el hombre, pues, aspira a la individuación, a la autorresponsabilidad, a desprenderse de las limitaciones que le impone lo general, pero, paradójicamente, si esa aspiración a ser “la medida de todas las cosas” llega a desprenderse efectivamente del marco que imponen la sociedad, las instituciones, el bien común, se acaba decayendo en un solipsismo destructivo o en la elaboración de utopías no menos destructivas.

En España estamos llegando a un punto culminante en la decepción que nos están produciendo nuestras instituciones, los gobiernos de uno y otro signo político, la forma de organización de nuestra sociedad. Para los próximos meses se prevén amplios movimientos de protesta contra todo ello que pueden ir degenerando, aún más, hacia la regresión al mero interés particular o hacia la cristalización de movimientos extremistas que contagien de utopismo las mentes de muchos de esos decepcionados. La disociación de la que hablaba Aristóteles encuentra en nuestro país un caldo de cultivo inmejorable para prosperar, en la medida en que llevamos décadas descuidando nuestra educación en los valores del patriotismo y de pertenencia a un mismo ser social.

Ojalá que a la vista del abismo que se abre a nuestros pies, seamos capaces de reaccionar y actuemos en pro de la http://www.reconversion.es/


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domingo, 15 de julio de 2012

La irrenunciable búsqueda del sentido de la vida

Me he acordado, Vicente, de haber leído una vez cómo alguien ponía en cuestión el buen gusto de la naturaleza, que había escogido que, para hacer el amor y llevar adelante las funciones de la procreación, los órganos implicados habrían de ser los mismos que utilizamos para nuestras funciones excretorias. Una guarrada, oye, en el fondo, que, sin embargo, no podemos ni intentar variar. Con la búsqueda del sentido de la vida ocurre algo parecido: no podemos dejar de aspirar a él, independientemente de que en la realidad efectiva la vida tenga sentido o no. Estamos hechos de esa materia prima tan absurda… o tan antiabsurda que ni siquiera cuenta con la realidad, o sólo cuenta con ella como un punto de partida, a la hora de pretender que la vida tenga sentido. No tenemos elección: si dejamos de respirar, nos morimos; y si dejamos de buscarle un sentido a la vida, nos deprimimos (que es una especie de muerte psíquica). Y, por el contrario, mientras buceamos en la realidad con esas antiabsurdas pretensiones, la vida va desvelándonos aspectos bastante entretenidos, que nos perderíamos si la aceptáramos tal y como se nos aparece. Recuerda, Vicente, a los románticos, grandes pioneros en esto de descubrir y aceptar que la vida es absurda: estaban aquejados por el spleen; llamaban así a un estado de ánimo del que lo más resaltable era el aburrimiento mortal. Bueno, no del todo mortal: Lord Byron decía que estaba tan aburrido que ni siquiera tenía fuerzas para coger un revólver y pegarse un tiro (muchos otros románticos sí lo hicieron).


En fin, Vicente, que la vida es un reto que consiste en buscar en ella lo que no hay (¡maldición!, dirás, ¡otra vez, está Javier hablando de Dios!).

Y respecto de nuestra desgraciada España, me muevo, Vicente, por los mismos raíles argumentales: yo no digo que nuestra nación sea un ente que alguna vez haya existido cabalmente y que no pretendamos sino reconstruir o recuperar. Una nación, decía Ortega, es un proyecto sugestivo de vida en común, no una vida en común ya realizada. Digo, eso sí, que lo que la historia ha puesto ante nosotros (como la naturaleza puso ante nosotros las guarradas aquéllas) es la obligación moral y cívica de ir construyendo esta entidad llamada España, y no ya, sobre todo desde la Ilustración, reconstruir la tribu vascona ni los condados catalanes.

Date por vencido, Vicente: no tenemos otra cosa que hacer, ni siquiera en esto de España, que seguir buscando lo que no hay.

domingo, 8 de julio de 2012

Vivir, incluso para los pueblos, es seguir el rastro de la unidad

Cuenta Andrzej Szczeklik, médico y escritor polaco, en un libro que se acaba de publicar (“Core. Sobre enfermos, enfermedades y la búsqueda del alma de la medicina”, El Acantilado, 2012), cómo una vez le pidieron que examinara a un célebre profesor de historia de la literatura cuyo comportamiento empezaba a preocupar a sus allegados. Se pusieron a hablar. La conversación del profesor era inteligente e interesante; giraba alrededor de Marcel Proust, sobre quien éste había escrito algunos ensayos. Derivaron fácilmente hacia el tema del paso del tiempo, el tiempo perdido. Cuando ya estaban completamente sumergidos en la conversación, el médico dijo: “Profesor, ¿podría dibujarme usted qué hora es?”. El profesor, solícito, tomó papel y lápiz  e hizo un dibujo que le pasó a Szczeklik. Consistía en una esfera de reloj vacía y unas manecillas al lado. Aquél dibujo contenía una prueba diagnóstica clara para el médico: se trataba de la enfermedad de Alzheimer. Su memoria se estaba descomponiendo y, con ella, “todo su mundo se iba deshaciendo en partes disociadas”. Si alguna vez la esfera y las manecillas habían formado parte de un mismo conjunto significativo en la mente del profesor, ahora su tiempo, su tiempo vital, estaba empezando a desembocar en ese mar inmenso e informe que constituye, precisamente, el tiempo perdido, el tiempo del olvido, el tiempo en el que las cosas dejan de estar relacionadas entre sí y la realidad regresa a aquel estado del que Demócrito, uno de los primeros nihilistas de la historia, decía que se componía de átomos y de vacío.



Cambiemos un poco el ángulo de nuestra perspectiva. Pierre Janet, un destacado psicólogo de aquella gran hornada de la que salieron Freud, Jung, Adler… alumbró el concepto de psicastenia para designar con él un trastorno del sentido de la realidad caracterizado por la debilidad psíquica de quien lo sufre, que le impide confrontarse adecuadamente con las experiencias cambiantes que van surgiendo en la vida. Confrontados los variables estímulos con un yo pasivo y retraído, éste no consigue darles una forma organizada, de modo que lleguen a la percepción convertidos en conjuntos congruentes, por lo cual el sujeto psicasténico, colocándose a la defensiva, reduce su trato con los estímulos en general (derivando hacia la agorafobia, la fobia social…), renuncia a adentrarse en esa fuente de inquietud permanente, de caos, que son el mundo y los demás. Prolongando esa retirada, se hacen frecuentes los sentimientos de cansancio, incluso cuando falta la actividad, los dolores corporales, las dudas que llevan a la irresolución, los pensamientos obsesivos, los miedos infundados… La psicastenia vendría a ser un equivalente psíquico, funcional, de lo que, más al fondo, pasaría a ser la degeneración orgánica e irreversible que significa el Alzheimer: ambas enfermedades se abren paso hacia la disociación, hacia la incapacidad de aglutinar los datos de la experiencia bajo un manto unificador.

Janet, en su libro “De la angustia al éxtasis”, describe así a uno de sus pacientes psicasténicos-tipo: “Por lo demás, de cuando en cuando, esta misma enferma se queja de dificultades en la percepción, bastante singulares. Los objetos son vistos con un detalle excesivo, sin percepción suficiente del conjunto, y además pierden su significación, y sobre todo su uso: ‘Veo las hojas de los árboles una por una, las piedras de la pared demasiado claras, y no veía yo así antes… veo que es un banco, pero no tengo ya la idea de que es posible sentarse en él, es un banco porque tiene patas, y me parece que no sirve para nada’ ”. La misma impresión, pues, que produciría la contemplación de una aislada rueda de bicicleta o cualquiera de las otras ready-made de Marcel Duchamp, tan desconectadas de su función, de lo que les daría sentido, y que nuestra posmodernidad ha considerado algo así como la quintaesencia del arte (la obra que Duchamp denominó “Fuente”, un urinario sin ningún otro añadido que el del título, fue considerada la obra de arte más influyente del siglo XX, por votación entre 500 críticos de arte). Centrar la atención, pues, en  los detalles, en los elementos inconexos, impide captar las globalidades o vislumbrar grandes asuntos dentro de los que lo trivial, cotidiano o inmediato sólo debería aparecer como parte de un todo. Porque, como dice María Zambrano, “sólo tras de haberse  señalado un fin lejano aparecen las finalidades inmediatas. Esa lejana luz es claridad que recae sobre las circunstancias inmediatas y las ordena, las hace cobrar sentido”. El arte deconstructor de nuestra época nos avisa de una cultura que actualmente atraviesa un paraje constituido, precisamente, por elementos aislados. O dicho de otra forma: transcurrimos por los peligrosos y amenazadores dominios del nihilismo, de una forma de estar en el mundo que considera que cada cosa, cada ser individual, agotan su sentido en lo que son por sí mismos.

Encaminémonos hacia la conclusión: vivir es incorporarse a ese flujo universal del que hablaba San Agustín cuando decía que “todo tiende a la unidad”, es decir, a sintetizar en unidades complejas lo que antes eran elementos dispersos. Un embrión aparece como una unidad celular capaz de integrar a las células individuales que bajo su amparo sintetizador van emergiendo. La inteligencia, asimismo, es la función psíquica que, a partir de un cierto punto, toma el relevo vital de lo orgánico y sigue conjuntando elementos (imágenes esta vez) que en principio estaban aislados, hasta formar con ellos los conceptos o sus equivalentes poéticos, las metáforas; la memoria se encarga de fijar en la mente esos elementos sobre los que la inteligencia efectuará después su labor unificadora.

Caminar hacia la muerte es, por el contrario, ir regresando a la simplicidad, a los detalles aislados, a la desintegración de la realidad en átomos independientes. Desprovisto de fuerza cohesionadora, el organismo, efectivamente, se desintegra hasta encontrarse con su cadáver, y la memoria, perdida la función unificadora de la inteligencia, se disuelve en un caos de elementos independientes entre sí, hasta acabar desembocando en el olvido. La depresión sería asimismo el morbo psíquico que nos pone en el camino que conduce hacia la muerte; partiendo de este contexto, podemos entender lo que Ortega nos dice que entonces ocurre: “Cuando hemos llegado hasta los barrios bajos del pesimismo y no hallamos nada en el universo que nos parezca una afirmación capaz de salvarnos, se vuelven los ojos hacia las menudas cosas del vivir cotidiano”, esto es, hacia los detalles aislados, atomizados, desprovistos de significado.
No sólo descubrimos la labor desintegradora de la muerte en los organismos y en las mentes de los individuos: también las sociedades viven y mueren gracias a esta misma clase de dinamismos, como pone de manifiesto el mismo Ortega: “Los pueblos se van haciendo mediante la aglutinación progresiva de elementos extraños entre sí. Viven de la cohesión lograda y mueren por disociación de lo que un tiempo estuvo unido, sólido, compacto”. España, precisamente, resulta ser un claro ejemplo de esa inercia desintegradora que hoy parece poseernos a los españoles, la que nos pone rumbo a la disociación, la psicastenia colectiva (el marasmo), el olvido de lo que hemos sido y somos… y lo que espera más allá de todos esos síntomas.

domingo, 1 de julio de 2012

La cueva de los sueños olvidados. El porqué de las pinturas rupestres.

Cuando un cristiano comulga, cree recibir dentro de sí a la divinidad, y quedar investido de o poseído por ese poder espiritual. No está haciendo otra cosa que ayudar a dar forma a un círculo concéntrico que amplía el diámetro de una liturgia que, en lo que se nos alcanza, tuvo su núcleo inicial en el Paleolítico Superior, en las cuevas que contienen arte rupestre. Sobre una de ellas, la de Chauvet, en Francia, el director de cine Werner Herzog ha hecho un excelente documental que se exhibe en las salas de cine desde 2010, y que yo acabo de ver anteayer. La cueva de Chauvet es reconocida como la que alberga las pinturas rupestres de mayor antigüedad: de hace 32.000 años; fue descubierta en 1994, y sus pinturas tienen un grado de conservación extraordinario, gracias a que la entrada quedó sellada por un derrumbamiento hace miles de años.

Fascinación en grado superlativo la que ejercen esas pinturas que nos hablan de un tiempo en el que la realidad y la imaginación transcurrían, entremezcladas, por los mismos derroteros. Dicho de otra manera: en que la percepción y la alucinación intercambiaban sus papeles en el conjunto de la economía psíquica de los individuos, ocupando ambas su lugar en la estela que se forma detrás de los deseos cuando éstos discurren hacia sus objetivos. Son los deseos, pues, los que están encargados de propulsarnos desde la realidad de partida hacia donde las insuficiencias de ésta quedarían resueltas. En los tiempos en los que la magia aún no había sido reemplazada por la acción efectiva, la alucinación sustituía a la percepción cuando ésta demostraba ser un cauce insuficiente en la conducción de los deseos hacia su realización.

La alucinación es, pues, el estrato más antiguo de la imaginación, el propio de la mentalidad mágica característica de los más lejanos tiempos prehistóricos. Es el estrato que recuperamos cuando la mente desarrollada, la que es capaz de organizar la realidad en clave racional (conceptual), entra en crisis o rebaja su nivel de alerta (lo primero es lo que ocurre en la enfermedad mental; lo segundo, en los sueños… o cuando la estructura psíquica de quien lo sufre es muy primaria). Cuando en 1857 Bernardette Soubirous vio en dieciocho días diferentes lo que se interpretó como una aparición de la Virgen María en una cueva cerca de Lourdes, estaba teniendo una visión no muy diferente de la que experimentaron los chamanes del Paleolítico en otras cuevas no muy distantes de allí (las que vieron nacer el arte rupestre), unas decenas de miles de años antes. Podríamos decir que aquella niña de catorce años, una pastorcilla analfabeta y con dificultades para expresarse, vio ante sí representado un sueño sobre un escenario real, en un estado mental de alerta relajada o trance hipnótico subsiguiente, la primera vez, a un ataque de asma que le sobrevino y a un estado mental que ella misma calificó de sueño (los fenómenos extraños, incluso milagrosos, que pueden ocurrir en paralelo o la posibilidad de que este tipo de alucinaciones sean compartidas a la vez por diversas personas, como ocurrió en Fátima en 1917, ocupan otro capítulo que no vamos a intentar desarrollar aquí… ni seríamos capaces de hacerlo con una solvencia mínima; quien tenga urgencia por adentrarse en este terreno, que la transforme en paciencia y empiece por estudiar la obra, no precisamente fácil, de Carl Gustav Jung).



De entre las interpretaciones sobre los motivos que llevaron a los hombres del Paleolítico Superior a pintar o grabar sus representaciones artísticas en las paredes de las cuevas, y cuyos yacimientos arqueológicos más significativos se encuentran en el Sur de Francia y en el Norte de la Península Ibérica, ha irrumpido con fuerza la que, siguiendo la estela de autores como Mircea Eliade, exponen Jean Clottes (prehistoriador) y David Lewis-Williams (arqueólogo y antropólogo social) en su obra “Los chamanes de la Prehistoria” (Ariel, 2010). Sostienen ambos que lo que los hombres de la prehistoria que se adentraban en las cuevas hacían al plasmar su obra artística no era sino traducir a arte parietal las visiones que previamente, y emergiendo de su mundo interior (aunque considerando ellos que surgían de las entrañas de la tierra), habían tenido en aquel entorno que consideraban habitáculo de los seres espirituales del mundo subterráneo. Las cuevas eran para aquellos hombres el recinto de entrada a ese submundo mágico, y las paredes de las mismas, membranas de separación entre el mundo de los mortales y el del más allá. “Las imágenes, sin contexto y con tamaños diferentes –afirman estos autores–, flotan sobre los muros y los techos que las envuelven. Lo que importa es que, cualquiera que sea la veracidad de los detalles anatómicos y de las posturas, pinturas y grabados no representaban animales reales, cazados para alimentarse y situados en un paisaje concreto. Más bien, se trata de visiones que se iban a buscar en el mundo subterráneo de los espíritus, por su poder sobrenatural y con la mediación de los chamanes”.

Eran tiempos aquellos en los que aún no habían aparecido los usos mentales propios de la mente racional. La imaginación aún no había producido conceptos, ni siquiera los moldes que habrían de permitir el discurso narrativo (momento en el cual aparecerían los mitos, es decir, los delirios). Los hombres se encontraban en una fase de desarrollo en la que sólo era posible en la práctica el pensamiento visual (percepciones y alucinaciones o imágenes mentales entremezcladas). “El pensamiento –dice Carl Gustav Jung– tiene para el primitivo carácter visionario y auditivo y por ello carácter de revelación (…) Nos sorprenden las supersticiones del primitivo sencillamente porque en nosotros se ha logrado una amplia asensualización de la imagen psíquica, es decir, hemos aprendido a pensar ‘abstractamente’ ”, a pensar con conceptos. Y también: “Los espíritus no son otra cosa que lo que nosotros llamamos sencillamente pensamientos”. En contraste con el alucinado y delirante hombre primitivo, los hombres modernos, unos más y otros menos, nos desenvolvemos mentalmente a través de conceptos. Todavía cuando en el hombre actual, capaz de esa abstracción que le eleva por encima de sus percepciones y de sus imágenes mentales, se produce el colapso o la ausencia de pensamientos abstractos con los que explicar o dar salida a una situación que se ha vuelto desasosegante, regresa a las primitivas formas de pensamiento, la visionaria o la delirante. Así lo ratifica el mismo Jung: “Cuán fácilmente se reproduce la realidad original de la imagen psíquica se evidencia, en el normal, en los sueños, y en las alucinaciones en caso de pérdida del equilibrio mental”.

En suma, el chamán del Paleolítico buscaba en las cuevas la entrada a ese mundo subterráneo en el que bullen los espíritus, y trataba de ser poseído por ellos, como el fiel cristiano, al comulgar, trata de ser poseído por Dios. Algunas pinturas rupestres (pocas) representan seres mitad humanos mitad animales, sirviendo de ejemplo gráfico de esa posesión; las ceremonias de los pueblos primitivos en las que los celebrantes se visten con pieles y máscaras de animales o en las que se come al animal como fórmula litúrgica de incorporación de su poder, evidencian estos atávicos intentos de conexión con los espíritus animales. A través de ellos, el chamán, bañado en esa atmósfera en la que el pensamiento se convierte en revelación visual, realizaba, entre otras cosas, sus curaciones. Alexis Carrel, Premio Nobel de Medicina en 1912, fue testigo excepcional de, sobre todo, una curación milagrosa ocurrida en Lourdes en 1902, que podríamos considerar heredera de aquellas otras curaciones que consiguen realizar los chamanes cuando el enfermo se adentra en ese estrato mental primario en el que ya no rige la razón sino la alucinación en alguna de sus formas.

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