sábado, 26 de mayo de 2012

Metapolítica del hecho de pertenecer a una nación y del respeto a sus símbolos

Cuando Aristóteles desarrolló su filosofía, Grecia llevaba varias décadas arrastrando una grave crisis social y política que había comenzado antes de la Guerra del Peloponeso, y de la cual ésta fue sólo su primer gran estallido. Según Aristóteles, la palabra clave para expresar lo que entonces estaba ocurriendo era “disociación”: los griegos, en cuanto que individuos, habían dejado de sentirse parte de la sociedad, de colaborar en una empresa colectiva común. Estaban traicionando, pues, su ser como animales políticos, es decir, su esencia como seres humanos, puesto que la sociabilidad, la pertenencia a una polis, a una ciudad (a una sociedad), no es un añadido que se hace a la condición humana, sino algo constitutivo, esencial, primario. “Debe considerarse –decía específicamente Aristóteles– a la ciudad como anterior a la familia y aun a cada uno de nosotros, pues el todo necesario es primero que cada una de sus partes, ya que si todo nuestro cuerpo se destruye, no quedará pie ni mano”. Así pues, no somos por naturaleza individuos, como diría Rousseau, y como avalarían los ideólogos del contrato social; no somos seres sociales porque así lo hayamos decidido desde nuestra previa e incondicionada individualidad, sino que, igual que el brazo o la pierna forman parte de un organismo que les antecede, el individuo forma parte de la comunidad.

Rostovtzeff, un conspicuo historiador de la Grecia y la Roma clásicas, al analizar aquella crisis por la que la primera atravesó, la achacaba asimismo a la incertidumbre general, “que llevó a una fuerte restricción de la natalidad, a un individualismo creciente, a una preocupación por la prosperidad particular; en suma, a un estado de disociación”. Hegel, por su parte, explicaba que en tales tiempos de crisis, “los individuos se retraen en sí mismos y aspiran a sus propios fines (…) Esto es la ruina del pueblo; cada cual se propone sus propios fines según sus pasiones”.

La manera en que se expresa esa disociación que subyace a las crisis sociales es a través de la pérdida de vinculación con los valores que representan lo que se comparte: las fuerzas centrífugas se hacen más manifiestas que las cohesivas; podríamos decir que los símbolos que expresan lo unitario tienden a diluirse, mientras que prevalecen los signos que expresan particularismo, fragmentación, desprecio de lo común.

Ha llegado hace unos días a mi correo electrónico una de esas composiciones de power point que suelen circular por internet, y que me parece un estupendo ejemplo gráfico de lo que estamos diciendo. Queda allí expresado el contraste entre los posibles modos de conducirse a este respecto una sociedad, la sociedad francesa en este caso, manifestados a través de la exhibición de banderas en mítines contrapuestos, y que respectivamente reflejan la disociación o la idea de pertenencia a una misma comunidad. Como de los correlativos ejemplos españoles estamos ya saturados y sus respectivas racionalizaciones (que si el respeto a otras nacionalidades, que si el españolismo es sinónimo de fascismo, que si, en todo caso, los símbolos republicanos o los de la extinta Unión Soviética son los auténticamente progresistas…) han ido embotando la capacidad de atender a su significado más profundo, viene bien tener el contraste de lo que ocurre en otras sociedades para tratar de intuir cuál es el sustrato común de todo lo que diferencia la disociación de la asociación (es decir, una sociedad en crisis social y política de otra en la que los individuos se saben parte de una misma comunidad). Así que paso a exponer las fotos de esos dos expresivos ejemplos de maneras de estar en el mundo:







 
Con motivo de la celebración de la final de la Copa de España de fútbol entre el Athletic Club de Bilbao y el Barcelona C. F., ayer se produjo en Madrid un gravísimo insulto a los españoles en forma de atronadora pitada a nuestro himno nacional por parte de amplios sectores de las dos aficiones. Nuestros poderes públicos llevan décadas consintiendo en que todo lo que simboliza a la nación española sea constantemente desdeñado, humillado o ultrajado. A estas alturas, nuestra autoestima como españoles está bajo mínimos: argentinos (nacionalización de YPF), bolivianos (idem de la red eléctrica), gibraltareños (ataque a nuestros pesqueros)… saben que, en correspondencia con la debilidad que producen nuestros complejos y con el hecho de estar dirigidos por una clase política extraviada y pusilánime, nuestra capacidad de reacción como nación es despreciable. Y, efectivamente, la desprecian. ¿Cómo inspirar respeto si aquí lo único permisible es exhibir todo lo que simbolice nuestro estado de disociación y autodesprecio?


¿Qué hacer? ...No tengo ya ni idea. Soy un desanimado más que sólo espera que algún día nuestra falta de autoestima, nuestro masoquismo colectivo acabe por tocar fondo y empecemos a reaccionar. Para entonces creo yo que será inevitable que la mayor parte de la clase política que ha regido nuestros destinos durante las últimas décadas desaparezca, espero que a velocidad de torrente, por las alcantarillas de la historia.

domingo, 20 de mayo de 2012

Desear es sentir nostalgia de algo que está por venir

     La vida toma su fuerza de las partes de la nostalgia que hemos conseguido transformar en Deseo. “La condición de toda productividad es el poder recordar”, decía Kierkegaard. Los objetos del Deseo son los hitos fugitivos de un camino que conduce a lo imposible. Si esos objetos se hacen estables y llegamos a vincularnos a ellos, es decir, si convertimos el Deseo en Amor, es que aceptamos desistir de lo que no puede ser, y volcamos sobre las formas de lo real toda la intensidad con la que hasta entonces nos sentíamos reclamados por nuestros sueños.

     Todo lo que amamos, por lo tanto, nos limita. En nuestra supeditación a lo que tiene forma va incluida la ineludible dosis de renuncia a ir más allá.

     También Dios encarnó su Espíritu, es decir, aceptó acotar sus sueños de infinitud dentro de la exigua monotonía de la forma. Pero mientras que nuestro Amor es tan sólo el reverso de apenas una ausencia, el Amor de Dios tuvo que contrapesar la nostalgia por la noche inmensa de la Nada. Para llegar a crear el mundo, tuvo Dios que renunciar primero a dar satisfacción a las demandas imposibles de su nostalgia infinita. La realidad es el molde restrictivo y decepcionante en el que acaban acotados finalmente los sueños utópicos de un Dios enamorado.

(De mi "Paradoja y Verdad. Propuesta de reforma del sentido común")



jueves, 17 de mayo de 2012

Rosa Díez: "Sr. Presidente, usted gestiona una herencia en régimen de gananciales"


De cómo Rosa Díez argumenta con sagacidad por qué considera que la responsabilidad de nuestra ruina como Estado y como nación se debe a los dos grandes partidos, PP y PSOE, y la forma chulesca en que el presidente le contesta (algo ya habitual entre estos dos interlocutores), atacando personalmente a Rosa Díez, no a sus argumentos.

sábado, 12 de mayo de 2012

La mierda como referente artístico, moral y existencial de nuestra época

          ¿No está lo esencial de las cosas, según afirman quienes detentan la representación de los valores estéticos vigentes, al final de la labor deconstructora que pretende llegar a lo que las cosas son cuando se las desnuda de todo aditamento coyuntural? Cuando Miró rebuscaba durante la bajamar los desperdicios que el mar dejaba en la playa para realizar con ellos su próxima obra artística, ¿no estaba buscando ese fondo deconstruido de la realidad, lo que ésta resulta ser cuando retiramos de ella todo artificio cultural, todo lo que procede de nuestros conceptos o de nuestros prejuicios, para quedarse con la “realidad en sí”?
          Una vez descendidas (deconstruidas) las cosas hasta su grado de realidad más primaria, menos manipulada, más… natural, cualquiera de ellas puede ser una obra de arte. La única diferencia entre un mero desperdicio y una obra de arte residiría, si seguimos los criterios estéticos de la posmodernidad, en la mera atribución que sobre el primero realiza el artista. Piero Manzoni (1933-1963), en 1960, marcó su huella dactilar en varios huevos duros y con ello consideró que adquirían la condición de obras de arte. Después dejaba que el público asistente a su exposición se comiese esos huevos. Su siguiente gran descubrimiento estético fue comprender que incluso el huevo era una construcción, un artificio creado por nuestra mente, y que la labor deconstructora del proceso digestivo ayudaría a aproximarse a la auténtica realidad de las cosas. Así que, en 1961, colocó su propia mierda en 90 tarros herméticamente cerrados y los etiquetó como “Mierda de artista”. Vendió cada lata al peso teniendo en cuenta la cotización de oro del día. Algunas latas están hoy en Galerías de arte famosas, como el Museu d’Art Contemporani de Barcelona, el Centro Georges Pompidou de París, la TATE Gallery de Londres y el MOMA de Nueva York.
          Manzoni no era un excéntrico: por el contrario, comprendió claramente cuál era el centro del que emanaban los criterios estéticos de nuestro tiempo, al menos a partir de algún indefinido punto de inflexión en el que las cosas dejaron de tener preeminencia sobre las caricaturas o los esperpentos. Y cuando el público trata de conectar con el arte de este tiempo, del que lo más benévolo que se me ocurre decir es que a veces mantiene acorralado dentro de sus absurdos referentes a algunos artistas de talento, acaba decayendo en la insinceridad. Decir “a mí me gusta” o “me parece original” delante de un saco de arpillera pintado de blanco y rodeado por un marco de madera o a la vista de un montón desordenado de cajas de embalaje que el “artista” de turno, en el colmo de la osadía, denomina “Sin título”, es perder el contacto con las propias emociones, a las cuales, para que no atenten contra los criterios dominantes, se las condena a permanecer soterradas en los oscuros rincones en que el alma encierra, convirtiéndolo en foco de enfermedad, todo lo que no admitimos de nosotros mismos.
          Las parcelas de insinceridad (las que nos impiden comprender que una mierda es una mierda) van ganando en extensión dentro de la economía general de nuestra psique; lo que pretendemos ser retuerce de manera inclemente lo que en realidad somos, no precisamente para hacerlo crecer, sino para… deconstruirlo. La peste emocional (así lo llamaba Wilhelm Reich), consiguientemente, acaba impregnando todos nuestros comportamientos. Y mientras tanto, la realidad, sometida a esta denodada labor de deconstrucción y de fragmentación, deja de tener consistencia. Nada tiene fuerza suficiente para por sí mismo afirmarse como real. “Depende”, confirmaría cualquier policía de la posmodernidad. Porque la única diferencia entre las cosas estriba en la atribución que sobre ellas realiza cada cual. ¿Qué es la realidad?, acabamos preguntándonos, aturdidos, de vuelta de este Matrix en el que andamos envueltos. ¿Somos nosotros mismos reales?, inquirimos los dobles de aquellos replicantes de Blade Runner que hemos acabado siendo después de tanta acumulación de insinceridad y desconstrucción.

domingo, 6 de mayo de 2012

Fue Sísifo el que descubrió la ley de la gravedad

   Subir y bajar… mejor aún, levantarse y caer, son los dos movimientos básicos de la vida. Por eso, podemos decir que Sísifo fue el que diseñó su esquema fundamental. Nos pasamos la mitad de esa vida tratando de ser algo diferente de lo que somos, ascendiendo a las cumbres que señalan nuestras ilusiones, cargando esforzadamente el gravoso pedrusco de lo que sentimos que nos falta para ser felices. Y la otra mitad la utilizamos para aprender a aceptar nuestras limitaciones, desistir de alcanzar las alturas imposibles a las que apuntaban nuestros deseos, caer en la cuenta de lo que somos.


   Más que en un aquietado punto medio, la virtud estriba en saber cuándo toca bajar y cuándo subir. Sólo desistir o sólo perseverar son dos formas incompletas de moverse por la vida. Séneca, el estoico, estaba sesgado hacia la media virtud que apunta hacia lo que declina: “El sabio –decía– encuentra contentamiento en sí mismo (…) En cuanto el hombre busca una parte de él fuera de sí mismo, cae bajo la esclavitud de la fortuna. Y aun llegaba a suspirar de esta manera: ¡Cuán dulce es haber fatigado y abandonado los deseos!”. Hasta acabar concluyendo con esta recomendación: “Redúcete al nivel más humilde, un nivel del que no puedas ya caer”. El estoicismo es, pues, la filosofía que Sísifo pergeñó mientras bajaba de la montaña. Seguramente que buscando cómo prevenir los males que afectaron a Ícaro, su mítico colega, aquel imprudente que quiso volar demasiado.
   En el extremo de la otra media virtud, la que quiere hacer de nosotros seres en permanente ascensión, encontramos al atribulado Nietzsche, que decía: “Yo soy lo que tiene que superarse siempre a sí mismo”. Condenado a no reconciliarse nunca con lo que llegaba a conseguir, afirmaba también: “En última instancia lo que amamos es nuestro deseo, no lo deseado”. Por eso, como a Sísifo una vez devuelto a la base de la montaña, no le importaba volver a subirla de nuevo: el objetivo, para él, no era la cumbre, sino el hecho de subir. María Zambrano sabía la condena que Nietzsche sobrellevaba con su sesgada manera de conducirse; por eso escribió sobre él: “Nietzsche, ímpetu sin fin de vida, necesitaba la gracia luminosa que detuviera su desesperada carrera, que encantara su ambición demoníaca, que hiciera al fin descansar al judío errante”. Y el mismo filósofo que alumbró la idea del superhombre acabó confesando lo que suponía tanta exigencia: “¿Qué me ha quedado ya? Un corazón cansado y desvergonzado; una voluntad inestable; alas para revolotear; un espinazo roto”.


   No hablamos de algo que sólo tenga descubierto la filosofía. O la física newtoniana. Las enseñanzas de Sísifo también las ha acabado recogiendo la psicología… la buena psicología que sigue la estela de aquella pléyade de genios que rodeó (para discutirle, más que para servirle de altavoz) a Sigmund Freud: Jung, Adler, Otto Rank, Reich… (¡Wilhelm Reich!... La medicina del futuro le considerará un pionero; él habría hecho un buen diagnóstico de ese psicosomático espinazo roto de Nietzsche). Desde uno de los tramos de esa cometa, escribió Alexander Lowen: “Levantarse y caer son funciones antitéticas, que no pueden existir una sin la otra. El que no puede caerse no puede levantarse. Esto se ve claramente en el fenómeno del sueño, del cual decimos que caemos dormidos y nos levantamos por la mañana. (Quienes tienen problemas para dejarse caer en el sueño) tienen dificultades para abandonar el lecho. Tras este problema está la ansiedad de caer (…) La consecuencia es que estos individuos están cansados por la mañana y carecen de energía para levantarse con facilidad”. También dijo Lowen que “la ansiedad de caída y los trastornos de la respiración son dos aspectos de un mismo proceso”. Con esto último, tenemos ya disculpa para remitirnos a las dos penúltimas entradas de este blog.
   Somos, pues, a la vez, seres decadentes y exaltados, desalentados e inspirados, materiales y espirituales. Recurramos, ¡cómo no!, a Ortega para confirmar esta idea: “No es desdeñable enseñanza que la materia, lo más opuesto al alma, sea la encargada de hacer vivir a ésta. El resto del espíritu que no ha logrado materializarse se evapora”. Una lucha cordial de la que también nos habla Unamuno: “El espíritu dice: ¡quiero ser! Y la materia le responde: ¡no lo quiero!”. Pero dejaremos que el marco para esta reflexión que Sísifo nos hizo llegar desde el reino de los mitos lo ponga León Felipe con aquellos versos que los seguidores, pocos aunque suficientes, de este blog ya conocen, y que yo, si hubiera sido psicoterapeuta (una de las muchas cosas de las que me he tenido que dejar caer), habría puesto, bien visibles, en el hall de entrada de mi consulta:
“Mi amor tiene el ritornelo
del agua que, sin cesar,
en nubes sube hasta el cielo
y en lluvia baja hasta el mar.
Y el agua aquel ritornelo
de mi amor que, sin cesar,
en sueños sube hasta el cielo
y en llanto baja hasta el mar”

Rosa Díez: "Respétenos, aunque no seamos nacionalistas"