Resumen - Decía el gran psicólogo que fue Alfred Adler: “Siempre
que he estudiado a adultos he tenido la impresión de que en ellos quedó algo de
su primera niñez y que permanecerá para siempre”. En todos los que hoy
somos adultos sobrevive, con mayor o menor intensidad, el sentimiento de
inseguridad que vino al mundo a la vez que nosotros. Dedicamos la vida a
contrarrestar esa inseguridad, aunque nunca podremos del todo con ella.
Nuestros mejores logros han resultado de la lucha contra esa deficiencia, pero
también nuestras taras llevan su sello. Los grandes personajes han añadido un
factor a ese denominador común de la inseguridad: ellos la han sentido de
manera más extrema y lacerante. Y tal circunstancia ha producido en ellos
efectos, quizás favorables la mayoría, pero también otros, a veces, perversos.
La lucha en la que todos estamos implicados por conseguir
alcanzar una identidad y una cosmovisión o manera de confrontarnos con el mundo
con las cuales consigamos añadir a las cosas un orden y sentido suficientes,
adquiere en los filósofos y en las personas en general que han logrado ir más
lejos en tal pretensión unos matices y una complejidad que señalan que el caos
y el absurdo que han tenido que contrarrestar para alcanzar la necesaria dosis
de confianza y seguridad en su vida ha sido mayor que en los demás. Alguna
razón asistiría, pues, a Emil Michel Cioran cuando decía que “la
filosofía es el arte de disimular los tormentos y los suplicios propios”.
El mayor esfuerzo que estos personajes han invertido en adquirir su cosmovisión
acaba repercutiendo, lógicamente, en el hecho de que esta consiga tener una
mayor complejidad y fortaleza. Sin embargo, al fondo de esa complejidad y de
esa fortaleza, tiende a latir todavía aquel plus de inseguridad de partida, de
modo que por las costuras de sus adquiridas autoconfianza y solidez, rezuman
todavía los rasgos de una personalidad que sigue siendo frágil y que siente su
seguridad aún amenazada, necesitada, en esa medida, del apoyo de contrafuertes
artificiosos añadidos, que hacen que sus comportamientos linden a veces con la
sobreactuación, cuando no directamente con la psicopatología. Lo veremos a través
de la exposición de unos pocos ejemplos que venimos a extraer de una lista que
podría ser mucho más larga.
Quizás la cosmovisión más acabada y robusta alcanzada por
alguien en el mundo moderno y contemporáneo sea la que adquirió Immanuel Kant
con su elevada filosofía, la cual ha dejado una huella indeleble en el
pensamiento de los más destacados filósofos que le han sucedido. Y sin embargo,
la personalidad de Kant exudaba aquella inseguridad de partida con la que todos
venimos al mundo, aunque, indudablemente en él, para bien y para mal, la había en
unas dosis mucho mayores de lo normal (las necesarias para que, al ser
compensadas, produjeran un aparato intelectual tan complejo y rico como el de
su filosofía). Es algo que queda de manifiesto, por un lado, en algunos de sus comportamientos
obsesivos y que rozaban la superstición, así como en sus llamativos temores
hipocondríacos. Y por otro lado, quedaba asimismo al descubierto aquella
inseguridad nuclear en el modo en que se confrontaba con quienes osaban contradecir
o poner en cuestión, en alguna medida, los principios de su filosofía. A veces,
para empezar, elogiaba sin reticencias el buen carácter de sus oponentes, pero
enseguida empezaba a ironizar sobre sus opiniones e incluso llegaba al ataque
personal. Mientras que manifestaba un gran aprecio hacia quienes se mantenían
fieles a sus ideas, aquellos que, sin embargo, posiblemente porque estaban intelectualmente
más dotados, se alejaban en alguna medida de sus enseñanzas y mantenían
criterios propios, hacían que se sintiese traicionado, y les dedicaba críticas
feroces. Entre otros, fue el caso de Fichte, quizás el más destacado de sus
inmediatos seguidores, y que Kant pasó a considerar el peor de sus críticos. En
una carta abierta sobre la filosofía de Fichte, citaba el proverbio: “De
mis amigos, líbrenos Dios, que de mis enemigos ya me cuido yo”. Carta
esta que terminaba con un correlativo panegírico de su inmortal filosofía, y en
la que afirmaba: “El sistema de la ‘Crítica (de la razón pura)’ descansa sobre
fundamentos plenamente seguros, establecidos para siempre”. Una
seguridad, como se ve, exhibida de manera estentórea, y que hay que hay que sospechar que
tiene la función de contrapesar una inseguridad de fondo.
De Edmund Husserl, fundador de la fenomenología, decía
también su discípulo y biógrafo Eugen Fink que en los debates él acababa siendo
su propio interlocutor, y cuando sus discípulos fundaron un anuario de
fenomenología, “llegó al extremo de declarar que el anuario se había convertido en una
institución regida por el propósito de aniquilar el significado fundamental del
trabajo de toda su vida” .
Sobre Sigmund Freud, comenta perspicazmente en su
autobiografía el que en las fechas en que
se produjo la siguiente conversación, en 1910, era predilecto discípulo suyo,
Carl Gustav Jung:
“Recuerdo
todavía muy vivamente cómo me dijo Freud:
‘Mi querido Jung, prométame que nunca desechará la teoría sexual. Es lo
más importante de todo. Vea usted, debemos hacer de ello un dogma, un bastión
inexpugnable’. Me dijo esto apasionadamente y en un tono como si un padre
dijera: ‘Y prométeme, mi querido hijo, ¡que todos los domingos irás a misa!’
(…) Fueron el ‘dogma’ y el ‘bastión’ lo que me asustó; pues un dogma, es decir,
un credo indiscutible, se postula sólo allí donde se quiere reprimir una duda
de una vez para siempre. Pero esto ya no tiene nada que ver con una opinión
científica, sino sólo con un afán de poder personal”. Un poder que
ejerció sin concesiones sobre sus discípulos, a los que exigió fidelidad
insobornable en la defensa de esa teoría sexual (y que provocó sucesivas y fulminantes
expulsiones de su círculo de seguidores, incluida la de Jung). Hasta tal punto esas exigencias de
fidelidad eran estrictas que en dos ocasiones en que se sintió cuestionado,
precisamente por Jung, se desmayó. Detrás de todo lo cual se puede ver que la
denodada firmeza en sus principios escondía una latente fragilidad.
Uno de los casos más expresivos de todo esto que decimos fue
el de Ludwig Wittgenstein (1889-1951), uno de los más destacados filósofos del
siglo XX. Él creía que su filosofía había creado un antes y un después
decisivos. Pensaba que había producido “un pliegue en el ‘desarrollo del
pensamiento humano’ comparable al que produjo la invención de la dinámica por
Galileo y sus contemporáneos, que se había descubierto un ‘método nuevo’, como
cuando ‘la alquimia evolucionó hasta convertirse en química’ ”. Sin embargo,
Bertrand Russell, que estaba convencido de conocerle muy bien, nos muestra que
tal demostración de fortaleza intelectual y de rebosante autoestima tenía mucho
de impostada, porque decía de él en 1912: “Cualquier cosa que dice, pide perdón por
decirla. Sufre accesos de vértigo y no puede trabajar”. En 1914,
Wittgenstein le escribía una carta al mismo Russel en la que decía: “A
menudo pienso que me estoy volviendo loco”. También, reforzando esa
impresión, dejó escrito lo siguiente: “Así como en la vida estamos rodeados por la
muerte, así también en la salud mental por la locura”. Y definía al
filósofo como “aquel que debe curar muchas enfermedades mentales en sí mismo antes de poder alcanzar los
conceptos de un entendimiento humano sano”. También dijo, en fin: “Solo
cuando uno piensa incluso mucho más locamente que los filósofos puede resolver
sus problemas”.
Cuando comenzó la Primera Guerra Mundial, Wittgenstein sufría
una hernia que le dispensaba de cualquier clase de servicio militar. Sin
embargo, en su persistente búsqueda de autoafirmación, realizó repetidas
solicitudes de alistamiento hasta conseguir que le mandaran al frente. Ganó
condecoraciones por su valor. Un valor que, una vez más en el contexto de su
biografía, aparece como una compensación. La otra cara de su personalidad, la
que daba a su profunda inseguridad y degradada autoestima que tanto combatía y
trataba de contrarrestar, queda de manifiesto en las afirmaciones que realizó
más tarde de que había ingresado voluntario en el ejército como una forma de
suicidio, para encontrar la muerte (ya había pensado en otros momentos
anteriores en el suicidio, y también lo haría después). Según se ve, la
inseguridad básica da, en casos extremos como este, a esas dos pronunciadas
laderas: el autodesprecio y el deseo de desaparecer, y el heroísmo como fórmula
de compensación. Correlacionando con aquella primera y degradada versión de sí
mismo, al acabar la guerra insistió en donar todo lo que le había dejado en
herencia su padre (uno de los más ricos industriales de Austria) a sus hermanos,
y decidió, asimismo, tomar una ocupación muy humilde y hacerse maestro de
escuela en una aldea. También trabajó como jardinero en un monasterio y
contempló la idea de hacerse monje.
A la vez que mordazmente autocrítico, Wittgenstein era de
muy difícil trato en sus relaciones con los demás. Dice F. Pascal, uno de sus
biógrafos, que “sus opiniones sobre la mayoría de las cosas eran absolutas, sin
permitir ninguna discusión… Tenía una gran capacidad para la ofensa… Era
difícil imaginar un hombre menos inhibido, más dado a la ira y al enfado
rápido”. Asimismo, se quejaba de que tenía una gran necesidad de
afecto, pero era incapaz de darlo; en medio de su soledad, se lamentaba de que
aquellos que lograran entenderle lo valorarían por sus ideas, no por sí mismo.
Su amigo George Moore decía: “Posiblemente no puedo hacer justicia a la
intensidad de convicción con que decía todo lo que decía ni al sumo interés que
suscitaba en sus oyentes”. Y sin embargo, después de cada clase “se
sentía disgustado con lo que había dicho y consigo mismo”. El mismo
Wittgenstein, reflejando esa extrema ambivalencia, decía de sí mismo: “Derrocho un esfuerzo indecible en la ordenación de
los pensamientos, los cuales quizás no tienen ningún valor”. Sus
irresolubles dudas, su inagotable combate entre lo que decía y el
arrepentimiento de haberlo dicho, entre el decir y el no decir, tuvo un
revelador reflejo en un persistente tartamudeo que nunca le abandonó del todo.
Él mismo afirmaba, refiriéndose a un ámbito más abstracto que este de su
particular dificultad expresiva: “Luchamos con el lenguaje. Estamos luchando
con el lenguaje”.
Todo en Wittgenstein era demostración de un agónico combate
entre sus logros y ese fondo sombrío que todos tenemos en alguna medida que se
asemeja a una especie de inexorable vocación por el fracaso, una esencial vulnerabilidad
que no permite nunca que alcancemos la plena confianza y seguridad en nosotros
mismos. Luchamos denodadamente, incluso grotescamente, contra esta parte de
nosotros, pero siempre y pese a todo, como el dinosaurio de Monterroso, sigue
ahí. Y es tan poderosa que a Wittgenstein incluso le hizo rondar alrededor de
la idea del suicidio frecuentemente. Pero es que, quizás, la marca de las
personas sobresalientes esté, precisamente, en la diferencia en el fragor de
ese combate interior que, cuando es más intenso, lleva a esas personas tantas
veces a comportamientos grotescos. Decía Cioran, otro sobresaliente e
incansable luchador contra sí mismo: “Los mediocres. Sólo estos viven a una
temperatura normal; a los otros les consume un fuego devastador”.
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