Resumen: Somos tan pequeños
para empezar que preferimos sustituir lo que interiormente sentimos ser por lo
que nuestro entorno, el que garantiza nuestra supervivencia, decide que seamos.
Dice Jung: “Cuanto más pequeña sea la personalidad, tanto más indefinida e
inconsciente se torna, hasta confundirse con la sociedad, perdiendo su propio
carácter, que se disuelve dentro de la totalidad del grupo. La voz interior es
reemplazada entonces por la voz de la sociedad y de sus conveniencias y el
destino es sustituido por las necesidades colectivas”. El sí mismo, el
que más auténticamente somos, suele asomar al exterior a raíz de algún tipo de
crisis que deja en evidencia la insuficiencia o la falta de implantación de
aquel yo prestado, de aquel personaje que construimos para adaptarnos a las
exigencias de aquellos de quienes dependemos. Los cauces a través de
los cuales irrumpe entonces el sí mismo son, de forma prototípica,
fundamentalmente dos: la creatividad y la esquizofrenia.
Una manera de definir lo que venimos a hacer a este mundo es
la siguiente: conseguir llevar a cabo la tarea de encajar nuestras
predisposiciones dentro de los márgenes del mundo real. Lo cual nos abre a dos
tipos de consideraciones: de puertas adentro, no somos meras tablas rasas sobre
las que vaya escribiendo el mundo externo a base de acumular experiencias; por
el contrario, hay una intencionalidad en la base de lo que somos, que se
diversifica en forma de instintos, aspiraciones, anhelos, proyectos, búsquedas…
Todos ellos permanentemente activados, nunca del todo resueltos, siempre
empujando hacia algo más, y respecto de los cuales sus respectivos y
coyunturales objetos serán algo sobrevenido e inicialmente indeterminado o solo
ambiguamente determinado. Y de puertas afuera, el mundo se nos presenta como
resistencia, acotación, límite y forma que se contrapone a aquella
intencionalidad informe de la que partimos.
Nuestra inicial vulnerabilidad e incapacidad para valernos
en modo alguno por nosotros mismos para mantener nuestra supervivencia al nacer
tiende a cohibir o a relegar nuestra constitutiva intencionalidad, y hace que
la sustituyamos por la adaptación a las exigencias del entorno del que
dependemos. El yo que va apareciendo no es entonces, en gran medida, sino el
personaje que nuestro entorno va haciendo de nosotros, un ser adaptado, que va
aceptando los cauces que los padres y el resto de las figuras de referencia van
marcando, y que va ocupando el puesto que para él está prefijado por los moldes
sociales establecidos. Aquellas intencionalidades, aquellas predisposiciones
íntimas que vinieron al mundo con nosotros tienden a quedar relegadas en una
zona de sombra de nuestra personalidad, y a menudo permanecen allí arrinconadas
durante toda la vida.
¿Cuándo llegan a manifestarse aquellas intencionalidades
profundas, sobreponiéndose a la barrera que significa el yo establecido, el
personaje que nos representa en el mundo, de manera que empiece a hacerse
patente el hecho de que este resulta insuficiente para contener todo lo que
somos, de que hay un sí-mismo más profundo que el yo que hemos articulado para
moverse adaptativamente en ese mundo? Pues se manifiesta, ante todo, cuando la
fuerza conformadora, estructuradora del yo, del yo adaptado al mundo, demuestra
resultar escasa o insuficiente de cara a contrarrestar la fuerza autoafirmadora
del sí-mismo, del yo profundo. Así, resulta que las tempranas experiencias de
abandono infantil, que dejan a la personalidad sin encaje suficiente en los moldes
que tiene preparados el mundo, sin cauce por el que discurrir para ir dando
forma a aquel personaje en que, para empezar, consiste predominantemente el yo,
son puertas abiertas para que por ellas pueda irrumpir aquella intencionalidad
profunda, pero, al menos en sus grados más primarios, de una manera informe y
desestructurada. En el extremo, en eso consiste la esquizofrenia.
Cuando la falta de estructura y adaptación al mundo no es
tan dramática y extrema como en el caso de la esquizofrenia, y el yo, el
personaje, ha conseguido alguna virtualidad, algún encaje entre las cosas del
mundo real, el yo profundo se puede colar entonces por las rendijas que aún
quedan abiertas en ese personaje en forma de creatividad. Significativamente,
volviendo a insistir en aquellas tempranas experiencias de abandono, muchas
personas especialmente creativas perdieron a sus padres a edades muy tempranas
(sin que ello vincule de manera fatal aquel efecto con esta causa, claro está).
También ocurre esto en muchos esquizofrénicos. La creatividad es el conjunto de
aportaciones, de añadidos, que el sí-mismo hace a lo que estaba ya conformado,
estructurado, previsto y convertido en rutina. Procede de ese fondo inadaptado
e inadaptable que guardamos en lo profundo como inagotable intencionalidad, y
que tiende siempre a hacer que nos removamos insatisfechos dentro de lo que ya
el mundo da por hecho.
La aparición de la creatividad tiende a coincidir con alguna
crisis de nuestra personalidad adaptada, cuando el yo que habíamos construido
para acoplarnos al mundo nos deja insatisfechos, se muestra insuficiente,
quizás porque hayamos atravesado alguna experiencia extrema que deje
descabalado a nuestro personaje. Entonces ocurre que los juicios que teníamos
previstos sobre las cosas, aquellos que nos habíamos formado para adaptarnos al
mundo, dejan de ser suficientemente válidos, y hemos de construirnos otros
alternativos que hacemos entonces brotar de nuestro interior, sin supeditarlos
a lo que el medio entorno considere adecuado o correcto.
Precisamente los filósofos, personas creativas por
excelencia, construyen muchas veces sus sistemas de pensamiento a raíz de
alguna clase de crisis personal que los obliga a replantearse el modo de pensar
que su entorno les había legado y sienten necesitar un modo particular de
enfrentarse a sus dilemas vitales. Y así, Descartes, a partir de cierto
momento, empezó a dudar de todo el conocimiento transmitido por la tradición
filosófica y a buscar en sí mismo algún principio indudable en el que
sustentarse. Spinoza quería también desvincularse del pensamiento común y del que
le había legado el pasado. Hobbes deseó desde su juventud “probar las cosas según mi propio
sentido”. Leibnitz decía que su autonomía como pensador se basaba en su
autodidactismo, de modo que “no llené mi cabeza con enseñanzas hueras y
engorrosas aceptadas por la autoridad del maestro en vez de por lo que me
parecieran los argumentos”. Hume, durante la larga crisis depresiva que
sufrió entre los 18 y los 23 años, después de leer a muchos de los filósofos
que le habían precedido, consideró que todos ellos habían sido demasiado
subjetivos e imaginativos, de modo que decidió depender solo de sus propios
razonamientos. Nietzsche exclamaba: “¡Independencia del alma!... Ningún
sacrificio es demasiado grande por ella!”. Y Wittgenstein observaba: “Es
bueno que no me dejara influenciar”. Kant eleva a categoría la necesidad de pensar por sí mismo
cuando da su famosa definición de la Ilustración: “La Ilustración es la salida del hombre de su autoculpable minoría de
edad. La minoría de edad significa la incapacidad de servirse de su propio
entendimiento sin la guía de otro. Uno mismo es culpable de esta minoría de
edad cuando la causa de ella no reside en la carencia de entendimiento, sino en
la falta de decisión y valor para servirse por sí mismo de él sin la guía de
otro. Sapere aude! ¡Atrévete a
saber! ¡Ten valor de servirte de tu propio entendimiento!, he aquí
el lema de la Ilustración”. Y
mostrando que, efectivamente, la asunción de la autorresponsabilidad en los
juicios va vinculada a la aparición de algún tipo de crisis, incluso forzadas o
promovidas, en la dependencia infantil de los juicios de los demás, recomendaba
que a los niños se les enseñase a soportar la oposición y la privación, a fin
de que así adquiriesen los recursos propios necesarios para ser independientes.
Denotan todos estos filósofos haber pasado por alguna clase
de crisis en la que pusieron en cuestión a su personaje, esa parte de sí mismos
que debían a los demás, al pensamiento tradicional, a lo que Ortega llamaría
sistema de creencias. Lo cual no quiere decir que siempre esa crisis haya
permitido aflorar al sí-mismo, a aquella parte de nosotros irreductible a la
realidad externa: filósofos como David Hume, Bertrand Russel o el primer
Wittgenstein, por el contrario, concluyeron que lo único real era el mundo
externo… a costa, eso sí, de sufrir graves problemas psicológicos que
inevitablemente conlleva el tratar de ignorar esa parte profunda que también
nos constituye, nuestra inagotable e insobornable intencionalidad.
Dediquemos alguna reflexión al formato en el que el sí-mismo
busca incorporarse al mundo externo. Este se nos presenta en forma de hechos o experiencias concretas e
individuales. Como dijo el primer Wittgenstein: “La
totalidad de los hechos atómicos existentes es el mundo”. La
inteligencia, la creatividad, es decir, la potencia que surge de nuestra
intimidad buscando acoplarse al mundo externo, lo que hace es crear puentes
virtuales entre aquellos átomos, aquellas individualidades, construyendo
conceptos, metáforas o símbolos que, siendo argamasa imaginaria, reúnen cosas o
hechos diversos bajo su manto unificador. Las personas creativas son aquellas
que encuentran modos virtuales e inéditos de relacionar unas cosas con otras. El
esquizofrénico, mientras tanto, por ser un inadaptado extremo, solo, o de forma
predominante, une imágenes entre sí, vive en su mundo interior, a merced de su yo
profundo (no ha conseguido vivir entre los hechos ni construirse un personaje).
La creatividad, en fin,
correlaciona con la curiosidad. A través de esta, la persona creativa busca
hacer encajar aquella potencialidad o intencionalidad inagotable que nos
constituye en las cosas concretas, que nunca cubrirán suficientemente los
márgenes de aquella intencionalidad, la cual empujará siempre hacia algo más,
alguna nueva experiencia, alguna sorpresa que añadir a los conjuntos que va
formando la creatividad.