sábado, 16 de septiembre de 2017

Cómo se llega a ser uno mismo

Resumen: Somos tan pequeños para empezar que preferimos sustituir lo que interiormente sentimos ser por lo que nuestro entorno, el que garantiza nuestra supervivencia, decide que seamos. Dice Jung: “Cuanto más pequeña sea la personalidad, tanto más indefinida e inconsciente se torna, hasta confundirse con la sociedad, perdiendo su propio carácter, que se disuelve dentro de la totalidad del grupo. La voz interior es reemplazada entonces por la voz de la sociedad y de sus conveniencias y el destino es sustituido por las necesidades colectivas”. El sí mismo, el que más auténticamente somos, suele asomar al exterior a raíz de algún tipo de crisis que deja en evidencia la insuficiencia o la falta de implantación de aquel yo prestado, de aquel personaje que construimos para adaptarnos a las exigencias de aquellos de quienes dependemos. Los cauces a través de los cuales irrumpe entonces el sí mismo son, de forma prototípica, fundamentalmente dos: la creatividad y la esquizofrenia.
 
 
     Una manera de definir lo que venimos a hacer a este mundo es la siguiente: conseguir llevar a cabo la tarea de encajar nuestras predisposiciones dentro de los márgenes del mundo real. Lo cual nos abre a dos tipos de consideraciones: de puertas adentro, no somos meras tablas rasas sobre las que vaya escribiendo el mundo externo a base de acumular experiencias; por el contrario, hay una intencionalidad en la base de lo que somos, que se diversifica en forma de instintos, aspiraciones, anhelos, proyectos, búsquedas… Todos ellos permanentemente activados, nunca del todo resueltos, siempre empujando hacia algo más, y respecto de los cuales sus respectivos y coyunturales objetos serán algo sobrevenido e inicialmente indeterminado o solo ambiguamente determinado. Y de puertas afuera, el mundo se nos presenta como resistencia, acotación, límite y forma que se contrapone a aquella intencionalidad informe de la que partimos.
     Nuestra inicial vulnerabilidad e incapacidad para valernos en modo alguno por nosotros mismos para mantener nuestra supervivencia al nacer tiende a cohibir o a relegar nuestra constitutiva intencionalidad, y hace que la sustituyamos por la adaptación a las exigencias del entorno del que dependemos. El yo que va apareciendo no es entonces, en gran medida, sino el personaje que nuestro entorno va haciendo de nosotros, un ser adaptado, que va aceptando los cauces que los padres y el resto de las figuras de referencia van marcando, y que va ocupando el puesto que para él está prefijado por los moldes sociales establecidos. Aquellas intencionalidades, aquellas predisposiciones íntimas que vinieron al mundo con nosotros tienden a quedar relegadas en una zona de sombra de nuestra personalidad, y a menudo permanecen allí arrinconadas durante toda la vida.
 
     ¿Cuándo llegan a manifestarse aquellas intencionalidades profundas, sobreponiéndose a la barrera que significa el yo establecido, el personaje que nos representa en el mundo, de manera que empiece a hacerse patente el hecho de que este resulta insuficiente para contener todo lo que somos, de que hay un sí-mismo más profundo que el yo que hemos articulado para moverse adaptativamente en ese mundo? Pues se manifiesta, ante todo, cuando la fuerza conformadora, estructuradora del yo, del yo adaptado al mundo, demuestra resultar escasa o insuficiente de cara a contrarrestar la fuerza autoafirmadora del sí-mismo, del yo profundo. Así, resulta que las tempranas experiencias de abandono infantil, que dejan a la personalidad sin encaje suficiente en los moldes que tiene preparados el mundo, sin cauce por el que discurrir para ir dando forma a aquel personaje en que, para empezar, consiste predominantemente el yo, son puertas abiertas para que por ellas pueda irrumpir aquella intencionalidad profunda, pero, al menos en sus grados más primarios, de una manera informe y desestructurada. En el extremo, en eso consiste la esquizofrenia.
     Cuando la falta de estructura y adaptación al mundo no es tan dramática y extrema como en el caso de la esquizofrenia, y el yo, el personaje, ha conseguido alguna virtualidad, algún encaje entre las cosas del mundo real, el yo profundo se puede colar entonces por las rendijas que aún quedan abiertas en ese personaje en forma de creatividad. Significativamente, volviendo a insistir en aquellas tempranas experiencias de abandono, muchas personas especialmente creativas perdieron a sus padres a edades muy tempranas (sin que ello vincule de manera fatal aquel efecto con esta causa, claro está). También ocurre esto en muchos esquizofrénicos. La creatividad es el conjunto de aportaciones, de añadidos, que el sí-mismo hace a lo que estaba ya conformado, estructurado, previsto y convertido en rutina. Procede de ese fondo inadaptado e inadaptable que guardamos en lo profundo como inagotable intencionalidad, y que tiende siempre a hacer que nos removamos insatisfechos dentro de lo que ya el mundo da por hecho.
 
 
     La aparición de la creatividad tiende a coincidir con alguna crisis de nuestra personalidad adaptada, cuando el yo que habíamos construido para acoplarnos al mundo nos deja insatisfechos, se muestra insuficiente, quizás porque hayamos atravesado alguna experiencia extrema que deje descabalado a nuestro personaje. Entonces ocurre que los juicios que teníamos previstos sobre las cosas, aquellos que nos habíamos formado para adaptarnos al mundo, dejan de ser suficientemente válidos, y hemos de construirnos otros alternativos que hacemos entonces brotar de nuestro interior, sin supeditarlos a lo que el medio entorno considere adecuado o correcto.
 
     Precisamente los filósofos, personas creativas por excelencia, construyen muchas veces sus sistemas de pensamiento a raíz de alguna clase de crisis personal que los obliga a replantearse el modo de pensar que su entorno les había legado y sienten necesitar un modo particular de enfrentarse a sus dilemas vitales. Y así, Descartes, a partir de cierto momento, empezó a dudar de todo el conocimiento transmitido por la tradición filosófica y a buscar en sí mismo algún principio indudable en el que sustentarse. Spinoza quería también desvincularse del pensamiento común y del que le había legado el pasado. Hobbes deseó desde su juventud “probar las cosas según mi propio sentido”. Leibnitz decía que su autonomía como pensador se basaba en su autodidactismo, de modo que “no llené mi cabeza con enseñanzas hueras y engorrosas aceptadas por la autoridad del maestro en vez de por lo que me parecieran los argumentos”. Hume, durante la larga crisis depresiva que sufrió entre los 18 y los 23 años, después de leer a muchos de los filósofos que le habían precedido, consideró que todos ellos habían sido demasiado subjetivos e imaginativos, de modo que decidió depender solo de sus propios razonamientos. Nietzsche exclamaba: “¡Independencia del alma!... Ningún sacrificio es demasiado grande por ella!”. Y Wittgenstein observaba: “Es bueno que no me dejara influenciar”. Kant eleva a categoría la necesidad de pensar por sí mismo cuando da su famosa definición de la Ilustración: “La Ilustración es la salida del hombre de su autoculpable minoría de edad. La minoría de edad significa la incapacidad de servirse de su propio entendimiento sin la guía de otro. Uno mismo es culpable de esta minoría de edad cuando la causa de ella no reside en la carencia de entendimiento, sino en la falta de decisión y valor para servirse por sí mismo de él sin la guía de otro. Sapere aude! ¡Atrévete a saber! ¡Ten valor de servirte de tu propio entendimiento!, he aquí el lema de la Ilustración”. Y mostrando que, efectivamente, la asunción de la autorresponsabilidad en los juicios va vinculada a la aparición de algún tipo de crisis, incluso forzadas o promovidas, en la dependencia infantil de los juicios de los demás, recomendaba que a los niños se les enseñase a soportar la oposición y la privación, a fin de que así adquiriesen los recursos propios necesarios para ser independientes.
 
     Denotan todos estos filósofos haber pasado por alguna clase de crisis en la que pusieron en cuestión a su personaje, esa parte de sí mismos que debían a los demás, al pensamiento tradicional, a lo que Ortega llamaría sistema de creencias. Lo cual no quiere decir que siempre esa crisis haya permitido aflorar al sí-mismo, a aquella parte de nosotros irreductible a la realidad externa: filósofos como David Hume, Bertrand Russel o el primer Wittgenstein, por el contrario, concluyeron que lo único real era el mundo externo… a costa, eso sí, de sufrir graves problemas psicológicos que inevitablemente conlleva el tratar de ignorar esa parte profunda que también nos constituye, nuestra inagotable e insobornable intencionalidad.
     Dediquemos alguna reflexión al formato en el que el sí-mismo busca incorporarse al mundo externo. Este se nos presenta en forma de  hechos o experiencias concretas e individuales. Como dijo el primer Wittgenstein: “La totalidad de los hechos atómicos existentes es el mundo”. La inteligencia, la creatividad, es decir, la potencia que surge de nuestra intimidad buscando acoplarse al mundo externo, lo que hace es crear puentes virtuales entre aquellos átomos, aquellas individualidades, construyendo conceptos, metáforas o símbolos que, siendo argamasa imaginaria, reúnen cosas o hechos diversos bajo su manto unificador. Las personas creativas son aquellas que encuentran modos virtuales e inéditos de relacionar unas cosas con otras. El esquizofrénico, mientras tanto, por ser un inadaptado extremo, solo, o de forma predominante, une imágenes entre sí, vive en su mundo interior, a merced de su yo profundo (no ha conseguido vivir entre los hechos ni construirse un personaje).

 
     La creatividad, en fin, correlaciona con la curiosidad. A través de esta, la persona creativa busca hacer encajar aquella potencialidad o intencionalidad inagotable que nos constituye en las cosas concretas, que nunca cubrirán suficientemente los márgenes de aquella intencionalidad, la cual empujará siempre hacia algo más, alguna nueva experiencia, alguna sorpresa que añadir a los conjuntos que va formando la creatividad.

miércoles, 6 de septiembre de 2017

La inseguridad de fondo que late en los grandes pensadores

Resumen - Decía el gran psicólogo que fue Alfred Adler: “Siempre que he estudiado a adultos he tenido la impresión de que en ellos quedó algo de su primera niñez y que permanecerá para siempre”. En todos los que hoy somos adultos sobrevive, con mayor o menor intensidad, el sentimiento de inseguridad que vino al mundo a la vez que nosotros. Dedicamos la vida a contrarrestar esa inseguridad, aunque nunca podremos del todo con ella. Nuestros mejores logros han resultado de la lucha contra esa deficiencia, pero también nuestras taras llevan su sello. Los grandes personajes han añadido un factor a ese denominador común de la inseguridad: ellos la han sentido de manera más extrema y lacerante. Y tal circunstancia ha producido en ellos efectos, quizás favorables la mayoría, pero también otros, a veces, perversos.
 
     La lucha en la que todos estamos implicados por conseguir alcanzar una identidad y una cosmovisión o manera de confrontarnos con el mundo con las cuales consigamos añadir a las cosas un orden y sentido suficientes, adquiere en los filósofos y en las personas en general que han logrado ir más lejos en tal pretensión unos matices y una complejidad que señalan que el caos y el absurdo que han tenido que contrarrestar para alcanzar la necesaria dosis de confianza y seguridad en su vida ha sido mayor que en los demás. Alguna razón asistiría, pues, a Emil Michel Cioran cuando decía que “la filosofía es el arte de disimular los tormentos y los suplicios propios”. El mayor esfuerzo que estos personajes han invertido en adquirir su cosmovisión acaba repercutiendo, lógicamente, en el hecho de que esta consiga tener una mayor complejidad y fortaleza. Sin embargo, al fondo de esa complejidad y de esa fortaleza, tiende a latir todavía aquel plus de inseguridad de partida, de modo que por las costuras de sus adquiridas autoconfianza y solidez, rezuman todavía los rasgos de una personalidad que sigue siendo frágil y que siente su seguridad aún amenazada, necesitada, en esa medida, del apoyo de contrafuertes artificiosos añadidos, que hacen que sus comportamientos linden a veces con la sobreactuación, cuando no directamente con la psicopatología. Lo veremos a través de la exposición de unos pocos ejemplos que venimos a extraer de una lista que podría ser mucho más larga.
     Quizás la cosmovisión más acabada y robusta alcanzada por alguien en el mundo moderno y contemporáneo sea la que adquirió Immanuel Kant con su elevada filosofía, la cual ha dejado una huella indeleble en el pensamiento de los más destacados filósofos que le han sucedido. Y sin embargo, la personalidad de Kant exudaba aquella inseguridad de partida con la que todos venimos al mundo, aunque, indudablemente en él, para bien y para mal, la había en unas dosis mucho mayores de lo normal (las necesarias para que, al ser compensadas, produjeran un aparato intelectual tan complejo y rico como el de su filosofía). Es algo que queda de manifiesto, por un lado, en algunos de sus comportamientos obsesivos y que rozaban la superstición, así como en sus llamativos temores hipocondríacos. Y por otro lado, quedaba asimismo al descubierto aquella inseguridad nuclear en el modo en que se confrontaba con quienes osaban contradecir o poner en cuestión, en alguna medida, los principios de su filosofía. A veces, para empezar, elogiaba sin reticencias el buen carácter de sus oponentes, pero enseguida empezaba a ironizar sobre sus opiniones e incluso llegaba al ataque personal. Mientras que manifestaba un gran aprecio hacia quienes se mantenían fieles a sus ideas, aquellos que, sin embargo, posiblemente porque estaban intelectualmente más dotados, se alejaban en alguna medida de sus enseñanzas y mantenían criterios propios, hacían que se sintiese traicionado, y les dedicaba críticas feroces. Entre otros, fue el caso de Fichte, quizás el más destacado de sus inmediatos seguidores, y que Kant pasó a considerar el peor de sus críticos. En una carta abierta sobre la filosofía de Fichte, citaba el proverbio: “De mis amigos, líbrenos Dios, que de mis enemigos ya me cuido yo”. Carta esta que terminaba con un correlativo panegírico de su inmortal filosofía, y en la que afirmaba: “El sistema de la ‘Crítica (de la razón pura)’ descansa sobre fundamentos plenamente seguros, establecidos para siempre”. Una seguridad, como se ve, exhibida de manera estentórea, y que hay que hay que sospechar que tiene la función de contrapesar una inseguridad de fondo.
     De Edmund Husserl, fundador de la fenomenología, decía también su discípulo y biógrafo Eugen Fink que en los debates él acababa siendo su propio interlocutor, y cuando sus discípulos fundaron un anuario de fenomenología, “llegó al extremo de declarar que el anuario se había convertido en una institución regida por el propósito de aniquilar el significado fundamental del trabajo de toda su vida” .
 
     Sobre Sigmund Freud, comenta perspicazmente en su autobiografía el que en las fechas en que se produjo la siguiente conversación, en 1910, era predilecto discípulo suyo, Carl Gustav Jung:
     “Recuerdo todavía muy vivamente cómo me dijo Freud:
     ‘Mi querido Jung, prométame que nunca desechará la teoría sexual. Es lo más importante de todo. Vea usted, debemos hacer de ello un dogma, un bastión inexpugnable’. Me dijo esto apasionadamente y en un tono como si un padre dijera: ‘Y prométeme, mi querido hijo, ¡que todos los domingos irás a misa!’ (…) Fueron el ‘dogma’ y el ‘bastión’ lo que me asustó; pues un dogma, es decir, un credo indiscutible, se postula sólo allí donde se quiere reprimir una duda de una vez para siempre. Pero esto ya no tiene nada que ver con una opinión científica, sino sólo con un afán de poder personal”. Un poder que ejerció sin concesiones sobre sus discípulos, a los que exigió fidelidad insobornable en la defensa de esa teoría sexual (y que provocó sucesivas y fulminantes expulsiones de su círculo de seguidores, incluida la de Jung). Hasta tal punto esas exigencias de fidelidad eran estrictas que en dos ocasiones en que se sintió cuestionado, precisamente por Jung, se desmayó. Detrás de todo lo cual se puede ver que la denodada firmeza en sus principios escondía una latente fragilidad.
     Uno de los casos más expresivos de todo esto que decimos fue el de Ludwig Wittgenstein (1889-1951), uno de los más destacados filósofos del siglo XX. Él creía que su filosofía había creado un antes y un después decisivos. Pensaba que había producido “un pliegue en el ‘desarrollo del pensamiento humano’ comparable al que produjo la invención de la dinámica por Galileo y sus contemporáneos, que se había descubierto un ‘método nuevo’, como cuando ‘la alquimia evolucionó hasta convertirse en química’ ”. Sin embargo, Bertrand Russell, que estaba convencido de conocerle muy bien, nos muestra que tal demostración de fortaleza intelectual y de rebosante autoestima tenía mucho de impostada, porque decía de él en 1912: “Cualquier cosa que dice, pide perdón por decirla. Sufre accesos de vértigo y no puede trabajar”. En 1914, Wittgenstein le escribía una carta al mismo Russel en la que decía: “A menudo pienso que me estoy volviendo loco”. También, reforzando esa impresión, dejó escrito lo siguiente: “Así como en la vida estamos rodeados por la muerte, así también en la salud mental por la locura”. Y definía al filósofo como “aquel que debe curar muchas enfermedades mentales  en sí mismo antes de poder alcanzar los conceptos de un entendimiento humano sano”. También dijo, en fin: “Solo cuando uno piensa incluso mucho más locamente que los filósofos puede resolver sus problemas”.
     Cuando comenzó la Primera Guerra Mundial, Wittgenstein sufría una hernia que le dispensaba de cualquier clase de servicio militar. Sin embargo, en su persistente búsqueda de autoafirmación, realizó repetidas solicitudes de alistamiento hasta conseguir que le mandaran al frente. Ganó condecoraciones por su valor. Un valor que, una vez más en el contexto de su biografía, aparece como una compensación. La otra cara de su personalidad, la que daba a su profunda inseguridad y degradada autoestima que tanto combatía y trataba de contrarrestar, queda de manifiesto en las afirmaciones que realizó más tarde de que había ingresado voluntario en el ejército como una forma de suicidio, para encontrar la muerte (ya había pensado en otros momentos anteriores en el suicidio, y también lo haría después). Según se ve, la inseguridad básica da, en casos extremos como este, a esas dos pronunciadas laderas: el autodesprecio y el deseo de desaparecer, y el heroísmo como fórmula de compensación. Correlacionando con aquella primera y degradada versión de sí mismo, al acabar la guerra insistió en donar todo lo que le había dejado en herencia su padre (uno de los más ricos industriales de Austria) a sus hermanos, y decidió, asimismo, tomar una ocupación muy humilde y hacerse maestro de escuela en una aldea. También trabajó como jardinero en un monasterio y contempló la idea de hacerse monje.
     A la vez que mordazmente autocrítico, Wittgenstein era de muy difícil trato en sus relaciones con los demás. Dice F. Pascal, uno de sus biógrafos, que “sus opiniones sobre la mayoría de las cosas eran absolutas, sin permitir ninguna discusión… Tenía una gran capacidad para la ofensa… Era difícil imaginar un hombre menos inhibido, más dado a la ira y al enfado rápido”. Asimismo, se quejaba de que tenía una gran necesidad de afecto, pero era incapaz de darlo; en medio de su soledad, se lamentaba de que aquellos que lograran entenderle lo valorarían por sus ideas, no por sí mismo. Su amigo George Moore decía: “Posiblemente no puedo hacer justicia a la intensidad de convicción con que decía todo lo que decía ni al sumo interés que suscitaba en sus oyentes”. Y sin embargo, después de cada clase “se sentía disgustado con lo que había dicho y consigo mismo”. El mismo Wittgenstein, reflejando esa extrema ambivalencia, decía de sí mismo: Derrocho un esfuerzo indecible en la ordenación de los pensamientos, los cuales quizás no tienen ningún valor”. Sus irresolubles dudas, su inagotable combate entre lo que decía y el arrepentimiento de haberlo dicho, entre el decir y el no decir, tuvo un revelador reflejo en un persistente tartamudeo que nunca le abandonó del todo. Él mismo afirmaba, refiriéndose a un ámbito más abstracto que este de su particular dificultad expresiva: “Luchamos con el lenguaje. Estamos luchando con el lenguaje”.
     Todo en Wittgenstein era demostración de un agónico combate entre sus logros y ese fondo sombrío que todos tenemos en alguna medida que se asemeja a una especie de inexorable vocación por el fracaso, una esencial vulnerabilidad que no permite nunca que alcancemos la plena confianza y seguridad en nosotros mismos. Luchamos denodadamente, incluso grotescamente, contra esta parte de nosotros, pero siempre y pese a todo, como el dinosaurio de Monterroso, sigue ahí. Y es tan poderosa que a Wittgenstein incluso le hizo rondar alrededor de la idea del suicidio frecuentemente. Pero es que, quizás, la marca de las personas sobresalientes esté, precisamente, en la diferencia en el fragor de ese combate interior que, cuando es más intenso, lleva a esas personas tantas veces a comportamientos grotescos. Decía Cioran, otro sobresaliente e incansable luchador contra sí mismo: “Los mediocres. Sólo estos viven a una temperatura normal; a los otros les consume un fuego devastador”.