sábado, 18 de febrero de 2017

Teoría vitalista de la evolución (y sus implicaciones en la manera de entender la enfermedad)

     Resumen: Según la teoría de Darwin, los procesos biológicos implicados en la evolución son fundamentalmente dos: las variaciones genéticas que produce el azar y la selección natural que el medio realiza de aquellas mutaciones que resultan más aptas, más adaptadas al mismo. El vitalismo, que en el artículo queda especialmente representado por Ortega, introduce un nuevo factor, incómodo para los materialistas, a los que las cosas parecían cuadrarles perfectamente sin estas intrusiones “acientíficas”: ese factor es lo que Bergson llamó “aliento vital” y Ortega “fuerza vital”, algo que bulle en el interior de los organismos, empujando hacia… no se sabe dónde, pero se entiende que hacia algún indeterminado fin. La medicina actual acata el paradigma darwiniano: la enfermedad se produce o por alteraciones genéticas o por invasión de agentes procedentes del medio externo. La inserción de la teoría vitalista en medicina permitiría, sin embargo, entender que un gran número de enfermedades se originan en distorsiones que tienen lugar en aquella intimidad en la que reside la fuerza vital, emergen desde el sustrato en el que habitan la emociones, cuando fracasan al buscar salida al exterior.

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     El punto de inflexión de la evolución en el que se sentaron las bases para que acabara apareciendo el ser humano fue, sin duda, el de la bipedestación: obligado el último prehomínido a bajar de los árboles y vivir en la sabana, debió de elevarse sobre sus extremidades inferiores para poder otear el entorno, liberando así las superiores. Las manos libres y la contraposición del pulgar al resto de la mano le permitieron utilizar instrumentos, la verticalidad cambió la morfología del cerebro, que aumentó también su tamaño y posibilitó la aparición de la inteligencia. A primera vista, pues, habría que darle la razón a Anaxágoras (500-428 a. de C.), que, anticipándose a Darwin, afirmó que el hombre es inteligente porque tiene manos, es decir, que el órgano precede a la función. Aristóteles (385-323 a. de C.), sin embargo, corrigió a Anaxágoras, y dijo lo contrario: el hombre tiene manos porque es inteligente, es decir, es la función, la inteligencia, la que hizo surgir al órgano.
     No estuvo lejos, sin embargo, Anaxágoras, de una interpretación vitalista de lo que eran el hombre y el universo, pues afirmaba que el origen de todo estaba en el nous, la inteligencia, la cual, era un «fluido» extremadamente sutil que se filtraba por entre los recovecos de la materia, a la que animaba con su movimiento. Pero centremos el asunto: ¿fueron antes las manos o la inteligencia, la materia o el fluido? Tal vez necesitemos de algún nuevo concepto que introducir en esta disquisición que nos permita vislumbrar alternativas. Henri Bergson usó del término impulso o aliento vital, algo anterior a la materia y que, como vislumbraba Anaxágoras, se introduce en ella animándola. También Ortega decía: “Cada uno de nosotros es ante todo una fuerza vital”.

     El evolucionismo mecanicista, sin embargo, parecería que tuviera cerrada la cuestión: hasta que el prehomínido no bajó de los árboles y liberó las manos no apareció la inteligencia. Pero es que estamos hablando en realidad de algo anterior a la inteligencia misma e intrínseco a los cuerpos, cuya función es empujar… hacia algún indeterminado fin. De esto hablaba Ortega cuando decía: “Nuestros anhelos son energías prisioneras en la prisión de la materia y gastamos la mayor parte de ellas en resistir el gravamen que ésta nos impone”. El origen de esos anhelos no reside en la materia; por el contrario, esta es un obstáculo, una resistencia o un remanso que se opone a la fuerza que empuja nuestros anhelos hacia siempre más allá. La materia, el órgano, surgiría al condensarse ese anhelo, al refrenarse el aliento vital que emerge desde lo íntimo cuando alcanza su, podríamos llamarlo, umbral de decepción. “La forma es un movimiento detenido”, dice, efectivamente, Ortega: la materia conformada es una circunstancial interrupción del impulso que nos constituye y fundamenta. El movimiento, el impulso no cesarían jamás, porque “la vida es la grande, esencial inquietud”. Hegel llamaba espíritu a esa inquietud, ese anhelo inagotable: “El espíritu es infinito movimiento (energía, actividad) (…) El espíritu nunca cesa, nunca reposa y es un movimiento que, después de una cosa, es arrastrado a otra, y la elabora y en su labor se encuentra a sí mismo”. La mano es la forma, el punto de desistimiento en el que se detiene el impulso, el aliento vital, que sigue empujando hacia mayores cotas de complejidad, que irán añadiéndose a medida que las circunstancias externas lo permitan. “Lo superior, para realizarse en la historia, tiene que esperar a que lo inferior le ofrezca holgura y ocasión”, dice precisamente Ortega. Y la evolución sigue su marcha “porque hay en cada cosa una aspiración a ser más que materia, a ser lo que los físicos llaman fuerza viva”, la fuerza en la cual, en última instancia, consistimos. Y la materia, la carne que también somos, es la vestidura  de aquella fuerza vital. También lo dice Ortega: “La carne se nos presenta, desde luego, como exteriorización de algo esencialmente interno”; y amplía la idea: “El gesto, la forma de nuestro cuerpo, es la pantomima de nuestra alma. El hombre externo es el actor que representa al hombre interior”.
     Según esto, la evolución es, antes que nada, el cauce que ha encontrado la necesidad de expresión, de salir al exterior, que nos constituye a nosotros los hombres y al universo entero: “La vida –seguimos con Ortega– es precisamente un inexorable ¡afuera!, un incesante salir de sí al Universo (…) Es (el hombre) un dentro que tiene que convertirse en un fuera”. La necesidad de salir al exterior no está subordinada a su función adaptativa, sino, antes que eso, a su función expresiva; el lenguaje fue interjección, gesto, llamada antes de convertirse en un medio de conceptualización y comprensión del mundo exterior. La emoción –lo que desde lo íntimo trata de expresarse– es anterior a la intelección –lo que nos permite acceder al significado de las cosas del mundo externo– y forma el sustrato sobre el que se ha de levantar esta. La función significativa del lenguaje es, pues, distinta y sobrevenida respecto de su función expresiva. Sigamos con Ortega: “Lo significado en la significación o sentido del vocablo es siempre un objeto: ‘mesa’, ‘árbol’, ‘Yo’, ‘dos y dos son cuatro’. En cambio, lo expresado en la expresión es siempre lo subjetivo: ‘mi dolor’, ‘mi alegría’, ‘mi vanidad’, ‘mi bienestar’, etc. (…) Para averiguar si, en efecto, el que dice algo expresa su intimidad individual –su convicción, etc.–, es preciso desentenderse del significado de las palabras y fijarse en el tono de voz, en el acento emotivo con que son pronunciadas, en el resto de la fisonomía; en suma: es preciso atender a lo que el lenguaje tiene de gesto, de no significante, de inintelectual. Conste, pues, que ‘significación’ y ‘expresión’ son dos cosas, más aún que diferentes, opuestas”.
     A la hora de engarzar ambas funciones, la intelectual y la emocional, se producen desajustes: no todo lo que uno quiere expresar cabe en lo que se puede comunicar, no todo lo que brota de la emoción cabe en la intelección, en los conceptos que genera la función significativa del lenguaje. No todo nuestro “dentro” consigue acoplarse al “afuera” que nos espera en el mundo o que ese mismo mundo nos impone. Entonces, esa parte del lenguaje que pertenece a la expresión (la que nace en nuestras emociones) y que no conseguimos incorporar al lenguaje significativo, a su función intelectiva, queda secreta, incomprendida, inconsciente. La fuerza vital de Ortega, el aliento vital de Bergson, el poder impulsivo que nace en nuestras motivaciones, en nuestras emociones, queda fuera del cauce que aporta la inteligencia, la captación de significados, las modalidades que permite o que impone el mundo exterior. Y desde ese recóndito lugar de lo inconsciente en el que bulle esta fuerza inexpresada, empuja hacia dos posibles destinos: la creatividad o la enfermedad.
     Porque, efectivamente, todo lo dicho hasta aquí viene a repercutir –dejemos hoy a un lado esa otra vía que conduce a la creatividad– sobre la manera de entender la enfermedad. Hans Selye, el fisiólogo, médico y filósofo que creó el concepto de estrés y que dedicó su vida a investigarlo, decía: “Nuestro fracaso para adaptarnos correctamente a los acontecimientos de la vida se encuentra en la verdadera raigambre de los conflictos productores de enfermedad”. Gracias a Selye podemos comprender cabalmente que el origen de muchas enfermedades no está en la impetuosa invasión de agentes externos sobre el cuerpo, sino en el modo de responder a esos ataques por parte del sujeto. Dice Selye, por ejemplo: “Algunas enfermedades tienen causas específicas: las acciones directas de ciertos agentes particulares productores de enfermedad, tales como microbios, venenos o lesiones físicas. (Sin embargo) Un número mucho mayor de enfermedades no son originadas por ninguna causa en particular; se originan por la propia respuesta del organismo a alguna situación desacostumbrada (…) Algunas veces las reacciones del organismo son excesivas y completamente desproporcionadas respecto a la irritación fundamental inocua”. Esas respuestas inadecuadas se originan, pues, en la intimidad de los sujetos, en las actitudes emocionales desde las cuales respondemos a los agentes externos que acometen a nuestro organismo, en el sustrato emocional que no ha conseguido incorporarse a la función adaptativa que ejercen la conciencia y la inteligencia. Se responde así de manera inconveniente a los desafíos que nos llegan del mundo. Es el alma, pues, la que moldea el cuerpo y, en estos casos, le hace enfermar. “El alma esculpe el cuerpo”, decía Ortega. Y matizaba: “Nuestro cuerpo desnuda nuestra alma, la anuncia y la va gritando por el mundo. Nuestra carne es un medio transparente donde da sus refracciones la intimidad que la habita”. Y también: “El cuerpo humano tiene una función de representar un alma”.
     La teoría de la evolución de Darwin, heredera del mecanicismo de Descartes, hace residir el dinamismo de esa evolución en dos factores: el azar, que decide las mutaciones biológicas, y el medio externo, que selecciona aquellas mutaciones que se adaptan mejor a él. Según el paradigma que impusieron la filosofía cartesiana y el evolucionismo darwinista, no hay ningún factor interno al hombre que intervenga en los procesos biológicos. Consiguientemente, tampoco en la enfermedad interviene de ninguna manera el sujeto salvo como “paciente”, como receptor de algo que se le impone desde fuera de él. Es este un paradigma que está impidiendo la comprensión del hecho de que un buen número de enfermedades tienen un origen emocional; de que nacen en la inadecuación de las funciones expresivas a las exigencias del medio y a las de las formas orgánicas, biológicas, que ese medio ha ido seleccionando y consolidando, que por lo demás son las que se corresponden con las funciones significativas, intelectuales, de captación y adaptación a la realidad externa.
     “La carne del hombre manifiesta algo latente, tiene significación, expresa un sentido”, dice Ortega. Es por ignorar esto por lo que el paradigma hoy prevalente en la medicina no ha podido extraer las debidas consecuencias que se derivan de los descubrimientos de Hans Selye o de la psicología psicosomática. Hacia dónde hemos de ir para superar esta situación, también lo dejó expuesto Ortega: “La hermandad radical entre alma y espacio, entre el puro ‘dentro’ y el puro ‘fuera’, es uno de los grandes misterios del Universo que más ha de atraer la meditación de los hombres nuevos. El error que ha cerrado la vía a su estudio fue buscar entre ambos una relación ‘física’, no advirtiendo que ello implicaba parcialidad por uno de los dos elementos. Se hablaba de ‘mutuo influjo’ entre alma y cuerpo. Esto era ver la cuestión desde una sola de las vertientes y condenarse al dilema entre espiritualismo y materialismo. Ahora vemos que más allá de estas formas de relacionarse alma y mundo hay entre ellos un nexo nada físico, un influjo irreal: la funcionalidad simbólica. El mundo como expresión del alma”. Aquellas porciones del alma, aquellas emociones que no consiguen incorporarse de manera adaptativa al cauce expresivo que desemboca en el mundo a veces empujan hacia la creatividad, pero otras lo hacen hacia la enfermedad.

martes, 7 de febrero de 2017

Un secreto nos habita (o también: Un monstruo viene a verme)

     Resumen: La filosofía idealista de Kant y de Fichte nos dejó el precioso legado de entender que, si bien la realidad, la realidad de los objetos, es algo que se constituye al margen de nosotros mismos, la verdad, por el contrario, necesita de nuestra intervención: llegamos a conocer de verdad solo aquello que nuestra inquietud nos empuja a desear conocer. Esa verdad habita en nuestro interior en estado de latencia, en forma de interrogantes que emitimos hacia el exterior, y que el mundo nos devolverá en forma de respuestas. Mientras no acabe de desvelarse, y nunca lo hará del todo, es un secreto, un arcano. Y si renunciamos a desvelarlo, se acaba convirtiendo en un monstruo que puede llegar a devorarnos.
   En la película “Un monstruo viene a verme” asistimos al desvelamiento de un secreto que hará que el protagonista pase de poseer la pequeña verdad de un niño a otra verdad más grande, más abarcadora, que le conducirá a dejar de ser niño y madurar como adolescente.
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     “Qué clase de filosofía se elige depende de qué clase de hombre se es”, dice, desde el punto álgido de su posición filosófica, Johann Gottlieb Fichte. Cada cual, desde su particular modo de ser, escoge su manera de tratar con la verdad. Más aún: cada cual escoge la manera de hacer brotar la verdad, las preguntas que determinarán la clase de respuestas a las que accederá. “Para el hombre que quiera encontrar la verdad –dice María Zambrano–, su voluntad es decisiva; la verdad es cosa a querer, algo a lo que hay que entregar totalmente la vida, algo implacablemente, infatigablemente buscado”. Pongamos que tenemos ante nosotros el Sol. Un hombre simple buscará alcanzar frente a él solo una verdad simple, por ejemplo, que el sol es, simplemente, un astro que nos da luz y calor. Eso es verdad, pero la filosofía escogida para alcanzar esa verdad tan escueta es la propia de un pequeño ser. El Sol… ¡es el mismo Dios! ¿Cómo va a caber su verdad en afirmaciones tan escasas? Hay que desplegar la voluntad en busca de esa otra verdad que nunca llega a ser alcanzada del todo. Otros hombres más ambiciosos, como Giordano Bruno, descubrieron el infinito para crear un ámbito en el que el Sol, y Dios mismo, cupieran de modo más holgado. Salvo como momentánea etapa del camino, no hay ahí afuera, frente a nosotros, una verdad dada, un objeto que haya que entender reduciéndolo a efecto de alguna causa externa. La verdad empieza por emerger de nuestra voluntad, desde el campo de preguntas que lanzamos hacia afuera para que vaya acudiendo a nosotros en forma de más o menos solícitas respuestas. Por eso, como dice Kant, “no se enseña filosofía, se enseña a filosofar”, se enseña a formular preguntas, a situarse frente al mundo en actitud interpelante.  
     Lo que afirmaba San Agustín, que “la verdad habita en nuestro interior”, es una parte de la verdad: ciertamente, habita en nuestro interior… en forma de preguntas, interpelaciones o inquietud. Y asimismo –esta es la otra parte de la verdad– llega a nosotros en forma de respuestas procedentes del exterior. Somos el alambicado recipiente que toma la forma de signo de interrogación que viene a llenar el enigmático mundo externo con sus respuestas. Cuantas más preguntas y más abarcadoras, más verdad estaremos preparándonos para recibir.
     El hombre no es una cosa, un objeto, pues este está ya delimitado, concluido, fijado. A los objetos los estudian las ciencias naturales. Qué sea una cosa no depende para nada de los sujetos que sobre ella se interroguen. Pero la verdad… ¡la verdad la generamos nosotros mismos, brota de nuestra libre voluntad! El mundo, el mundo en el que estoy, en el que me muevo, en el que hago mi vida… ¡ese mundo lo he creado yo! Lo ha creado mi inquietud indagadora, y abarca hasta donde esa inquietud ha logrado llegar. Por supuesto que mi mundo no es el mundo, pero respecto de aquel mundo mío, yo soy su último creador.
     Nos habita la verdad, pues –en su forma incipiente, aún por desvelar–. Que es tanto como decir que nos habita el secreto, eso a cuya revelación dedicamos la vida. Dice María Zambrano que el escritor escribe porque “quiere decir el secreto; lo que no puede decirse con la voz por ser demasiado verdad; las grandes verdades no suelen decirse hablando”. Y también: “Descubrir el secreto y comunicarlo, son los dos acicates que mueven al escritor. El secreto se revela al escritor mientras lo escribe y no si lo habla”. Valdría decir que se puede acceder también al secreto que nos constituye convirtiéndose en narrador, contando historias. Para eso se inventó la literatura: para rodear el secreto, como los israelitas hicieron con Jericó, atronando el aire, ellos con sus trompetas, los narradores con sus historias, hasta conseguir que las murallas que protegen ese secreto acaben derribándose.

     En la película “Un monstruo viene a verme”, que Juan Antonio Bayona dirigió basándose en la novela homónima de Patrick Ness, asistimos al desvelamiento del secreto que su protagonista guardaba en su interior, el que, una vez descubierto, habría de permitirle pasar desde la pequeña verdad de un niño invisible, aferrado a su pasivo papel de ser integrado en un entorno maternal, hasta la gran verdad de un adolescente madurado y capaz de aceptar la nueva realidad; una realidad que habría de surgir de la apocalíptica destrucción de su pequeño mundo de antaño. El monstruo que vive en él, igual que la Sombra de Jung, es tan destructivo como creador, absurdo para la mente de un niño, luminoso para la del adolescente que emerge. Ese monstruo ayudará a Conor, el protagonista que hacía poco que había cumplido trece años, a desvelar su secreto tal y como es debido: contando historias, haciendo aflorar en él el lenguaje literario con el que ha de construir la nueva verdad.
     “ ‘Historias’, pensó Conor con un escalofrío mientras caminaba hacia su casa (…) ‘Vuestras historias –había dicho la señorita Marl–. No penséis que no habéis vivido lo bastante como para no tener una historia que contar’. ‘Escribir la vida’, lo había llamado; un trabajo sobre ellos mismos. Su árbol genealógico, dónde habían vivido, los viajes en vacaciones y los recuerdos felices. Cosas importantes que hubieran pasado”. Así empezó Conor a pensar en esa clase de lenguaje que da acceso al secreto interior. Aquella noche, cuando dieron las 00:07 h., el monstruo se presentó ante la ventana de su habitación:
“–¿Qué quieres de mí?
–No es lo que yo quiera de ti, Conor O’Malley. –El monstruo pegó la cara a la ventana–. Es lo que tú quieres de mí.
–Yo no quiero nada de ti –replicó Conor.
–Todavía no –dijo el monstruo–. Pero ya lo querrás.
‘Es solo un sueño’, se dijo Conor.
(“En los sueños –dice Carl Gustav Jung– penetramos en el hombre más profundo (…) donde todavía él era todo y todo estaba en él, en la naturaleza indiferenciada, exenta de toda yoidad”. El monstruo de Connor era esa naturaleza, era un árbol personificado)
(…)
–Pero ¿qué es un sueño, Conor O’Malley –El monstruo bajó la cabeza hasta la cara de Conor–. ¿Quién dice que no es todo lo demás lo que es un sueño?
(“El alma –dice, efectivamente, Jung– (…) es algo lo suficientemente misterioso como para no estar seguros de en qué proporción yo soy mundo y en qué proporción el mundo soy yo).
(…)
–Esto es lo que pasará, Conor O’Malley –continuó el monstruo–: vendré a ti de nuevo otras noches y… –Conor sintió que se le encogía el estómago, como si se estuviera preparando para recibir un golpe– te contaré tres historias”.
(…)
–Bueno… –Conor miró a un lado y a otro sin dar crédito–. ¿Y qué clase de pesadilla es esa?
–Las historias son lo más salvaje de todo –retumbó la voz del monstruo–. Las historias persiguen y muerden y cazan (…) Y cuando yo haya contado mis tres historias (…) tú me contarás a mí una cuarta (…) y será la verdad (…) Tu verdad.
–Vale –dijo Conor–, pero dijiste que antes del final pasaría miedo, y eso no da nada de miedo.
–Sabes que no es cierto –dijo el monstruo–. Sabes que tu verdad, esa verdad que escondes, Conor O’Malley, es lo que más miedo te da en el mundo.
(…)
–Y si no te la cuento, ¿qué? –dijo Conor.
El monstruo volvió a esbozar su sonrisa diabólica.
–Entonces te comeré vivo.”
     El secreto permanece en la Sombra en forma de pecado. Por eso es impronunciable, por eso la conciencia lo rechaza. Pero si no se llega a confesarlo, acaba devorándonos. “Aceptando el propio pecado –decía Jung– se puede vivir con él, mientras que su rechazo trae consigo incalculables consecuencias”. Cuando Emil Michel Cioran escribió “En las cimas de la desesperación”, se justificó diciendo: “Es evidente  que, de no haberme puesto a escribir este libro a los veintiún años, me hubiese suicidado”. “¿Por qué no podemos permanecer encerrados en nosotros mismos? ¿Por qué buscamos la expresión y la forma intentando vaciarnos de todo contenido, aspirando a organizar un proceso caótico y rebelde? (...) Siempre es peligroso refrenar una energía explosiva, pues puede llegar el momento en que deje de poseerse la fuerza necesaria para dominarla (...) Existen estados y obsesiones con los que no se puede vivir. La salvación ¿no podría consistir en confesarlos? (...) El lirismo representa una fuerza de dispersión de la subjetividad, pues indica en el individuo una efervescencia incoercible que aspira sin cesar a la expresión (...) Su verdadero valor consiste, precisamente, en no ser más que sangre, sinceridad y llamas”.
     Efectivamente, Jung sabía que la Sombra, el guardián de nuestros secretos (de nuestros pecados), ha de salir a la luz, porque si no se convierte en un ser maligno y destructor. Entonces aparece la neurosis: “La enfermedad (neurótica) –dice– no es ninguna carga superflua y por lo tanto carente de sentido, sino que es la persona misma como ‘otro’ al que siempre se ha tratado de excluir, por infantil comodidad, por ejemplo, o por miedo, o por cualquier otro motivo”. La vida le estaba exigiendo a Conor crecer, ser “otro”, que su parte todavía infantil estaba tratando de evitar. El monstruo, igual que “el inconsciente –así llama Jung al hábitat de la Sombra– (…) es un organismo natural, indiferente al punto de vista moral, estético e intelectual, que no se hace realmente peligroso sino cuando nuestra actitud consciente respecto a él es desesperadamente falsa (…) Desde el instante en que el paciente comienza a asimilar sus datos hasta entonces inconscientes, los peligros disminuyen”. Porque “los contenidos inconscientes (…) no son en sí destructivos sino ambivalentes, y depende totalmente de la constitución de la consciencia que los capta que se conviertan en maldición o en bendición”. Cuando Cioran se confesó escribiendo su primer libro, cuando Conor, después del proceso catalizador de dejar que su monstruo le contara historias externas, acabó contándose su propia historia, descubrieron la verdad, y así consiguieron evitar ser devorados por su secreto, su pecado, su monstruo.
     Se escribe, pues, para no ser devorado por el monstruo que nos habita.