La gran innovación que a la historia del pensamiento humano
aportaron los primeros filósofos en Grecia fue la de explicar lo que son las
cosas remitiéndolas a su origen o primera causa. Así consideradas, toda la caótica
multiplicidad y dispersión con que ellas se presentaban ante los confusos seres
humanos quedaba reducida a mera apariencia, porque la explicación causal sacaba
a la luz la unidad, la base común que al fondo de ese caos subyacía. Cuando
tenemos un por qué al que referir nuestro inicial asombro o inquietud ante las
cosas y los acontecimientos, alcanzamos, al menos, la paz intelectual, y
disponemos asimismo de capacidad para, desde aquel sustrato causal, maniobrar
con eso que nos inquieta, transformándolo en algo acorde con nuestros deseos.
Así que cuando Tales de Mileto, Anaxímenes y Anaximandro, los primeros
filósofos, concluyeron respectivamente que todas las cosas proceden del agua, del
aire o de “lo indeterminado”, estaban sentando las bases de un método de
pensamiento que permitiría el desarrollo de toda la filosofía y toda la ciencia
posteriores. Es el que aplicó Descartes cuando estaba buscando una verdad
inicial e irrefutable desde la que empezar a comprender todas las cosas, y que
concluyó que era la que encierra su apotegma de “pienso, luego existo”, o la
que Ortega resumió en su “yo soy yo y mi circunstancia”. También Newton pudo
reducir la multiplicidad de fenómenos físicos y astronómicos a manifestaciones
de una ley común e inicial: la de la gravedad. Y, asimismo, Freud fundamentó el
psicoanálisis proclamando que los trastornos psíquicos se explicaban escarbando
en su raíz infantil y en alguna clase de trauma inicial.
Así que puestos a intentar comprender la razón de la
existencia de las discordias en política, esto es, de esa caótica dispersión de
argumentos que dividen a la población en planteamientos políticos
contrapuestos, habremos de intentar desbrozar el camino intelectual que nos
conduzca hasta su primera causa, el por qué inicial, que nos permita añadir al
fenómeno en cuestión ese foco de luz que surge de su raíz. Dejaremos para el
final, aunque en su forma más o menos implícita, un posible enunciado
concluyente y, a la manera freudiana, iremos elaborando la anamnesis de nuestro
“paciente”, la sociedad actual, acumulando datos de su “biografía”. Si damos
con la narración adecuada, la conclusión la obtendremos por añadidura.
Carl Gustav Jung |
Nuestra narración comienza en el hecho del intercambio
comercial como raíz primera de la actividad económica. De esa actividad
económica básica se derivó una consecuencia: la producción por parte del
comerciante de ingresos por encima de sus gastos, es decir, la acumulación de
capital. Ese ahorro estaba naturalmente destinado a revertir de nuevo sobre la
producción en forma de inversión que habría de añadir complejidades cada vez
mayores a esa producción. Por esa vía del ahorro, de la acumulación de capital, se llegó inevitablemente a las diferencias en cuanto a poder económico: no
todos producían lo mismo ni todos ahorraban y volvían a invertir de la misma
manera.
Especialmente la Ilustración levantó entre sus lemas
movilizadores más importantes el de la igualdad, pero esta, según entendía la
mayoría, no se refería a la igualdad económica, sino a la jurídica y política,
la que proclamaba que todos los ciudadanos habían de ser iguales ante la ley, y
que la aristocracia de la sangre o el poder religioso no supusieran un
privilegio jurídico o que prevaleciera sobre el mérito a la hora de adquirir
puestos de relevancia social. La acumulación de capital siguió siendo el factor
vertebrador del desarrollo económico: solo si alguien acumulaba la suficiente
riqueza podía adquirir los imprescindibles medios de producción que por
entonces estaban poniendo en marcha la Revolución Industrial. Pero poco más
tarde empezaron a surgir con fuerza movimientos que reclamaban también la igualdad
económica. Su principio básico podríamos enunciarlo diciendo que nadie merecía
ser rico mientras hubiera pobres, así que o bien habría que repartir la riqueza
igualitariamente entre todos, o bien el estado, en representación del conjunto
de los ciudadanos, habría de asumir la responsabilidad de la producción
económica, ya que de ahí nacían las desigualdades; es decir, los empresarios
habrían de ser sustituidos por funcionarios.
Así pues, la pretensión de suprimir las diferencias en poder
económico entre las personas conduce hacia uno de estos dos derroteros: o interrumpir
los procesos productivos, es decir, matar la gallina de los huevos de oro, la
acumulación de capital en la que se basa la producción, especialmente en las
sociedades avanzadas, para repartir (y disolver) la riqueza acumulada entre todos; o bien,
si se acepta la necesidad de que exista acumulación de capital, relegar a los
empresarios y sustituirlos por funcionarios, que supuestamente libres del
interés egoísta de los empresarios, producirían más y mejor por puro interés
social. Es lo que se propuso hacer sobre todo el comunismo.
El caso es que estos planteamientos que presuponen la
expropiación de los medios de producción han conducido persistentemente a
estrepitosos fracasos. Y es así porque las empresas proceden de la acumulación
de capital e, idealmente al menos, a través de la libre competencia y los
mecanismos de la oferta y la demanda, producen nueva acumulación si la
capacidad de los empresarios lo permite, pero un funcionario es un mero administrador
de unos bienes que no ha producido, una persona que viene a interferir en los
procesos productivos para sustituirlos por otros con fundamento político, es
decir, subordinados a las respectivas ideologías. Y la experiencia demuestra una
y otra vez que al sustituir a los empresarios por funcionarios y a la ley de la
oferta y la demanda por criterios políticos e ideológicos, las sociedades no se
hacen más justas, sino más pobres, porque se quiebran los principios básicos
del funcionamiento económico. Y complementariamente, también se fundamenta en
la experiencia y en la evidencia el hecho de que las sociedades han adquirido
su mayor nivel de riqueza y de ampliación de oportunidades cuando su
funcionamiento económico se ha regido por los criterios de libertad de empresa
y de libre competencia entre unas empresas y otras. En sentido contrario, la
interferencia del poder político en la actividad económica correlaciona asimismo
de manera persistente no tanto con una mayor justicia social como con un mayor
nivel de corrupción y de creación de clientelas.
Y aquí reside el núcleo de lo que diferencia las opciones
políticas (dejando aparte las que generan los nacionalismos), las cuales
discurren sobre un continuo que va desde el extremo de la libertad económica y
la libre competencia al extremo contrapuesto de intervencionismo en la economía
y en los procesos productivos. Todos los demás criterios que muestran la
diferencia entre unas posiciones políticas y otras pueden finalmente remitirse
a esta raíz, a esta discrepancia básica. La desigualdad económica, es decir, la
posibilidad de que exista acumulación de capital, es un bien para un liberal,
porque sobre ello se fundamenta la existencia de la producción económica desde
los orígenes del intercambio comercial básico, y es cada vez más necesaria en
un mundo cuya complejidad productiva aumenta sin cesar (hoy, de todas formas,
la base social de esa acumulación económica es amplia, puesto que una gran parte
de la población participa como accionista en las empresas). Y es un mal para un
socialista y un comunista, porque ellos aspiran a la supresión de las
desigualdades económicas. La misma disposición que lleva a interferir en los
principios del funcionamiento económico básico lleva a los intervencionistas a
intentar fiscalizar o controlar diferentes áreas de la vida de los ciudadanos y
a injerirse en dominios que la ideología arrebata a los modos genuinos de
conducirse de los particulares. En suma, las políticas intervencionistas
tienden al totalitarismo, especialmente las de raigambre comunista (también los
nacionalistas), porque los hombres no se comportan naturalmente como ellos prevén
que deben comportarse.
Otro concepto, esta vez procedente de la psicología, sobre
todo de la que tiene su fundamento en la obra de Carl Gustav Jung, nos permite
encontrar nuevas claves desde las que entender mejor estas posturas políticas
de las que hablamos. Jung diferenciaba, en la psicología de los individuos,
entre dos vertientes de la personalidad: el “personaje”, arquetipo al cual
remitimos todo lo que admitimos de nosotros mismos, porque nuestras premisas
morales le dan su visto bueno, y la “sombra”, el arquetipo que viene a ser el
negativo del “personaje”, y a la cual enviamos todo aquello de lo que, aun
perteneciendo a nuestra personalidad, renegamos, todo aquello de nosotros que,
puesto que se contrapone a nuestras valoraciones morales, rechazamos ser. Y
así, si traspasamos estos presupuestos de la psicología individual al análisis
de los comportamientos colectivos de los que tratamos, podemos observar cómo la aspiración a la
igualdad económica cursa en la superficie del “personaje social” –en la que
aparece como moralmente respetable–, como
una aspiración a la justicia social y a la solidaridad entre los hombres. Hacia
ese mismo criterio moral suele afluir el presupuesto complementario, de
raigambre fundamentalmente marxista, de
que la riqueza es casi obligatoriamente el resultado de un robo o de alguna
forma de explotación a los demás (tampoco se defiende aquí la idea de que nunca ocurra esto, desde luego). Pero esta apariencia del “personaje social”
moralmente aceptable se ve gravemente cuestionada por la realidad, porque a lo
que conducen realmente tales pretensiones y presupuestos no es a una mayor
justicia social sino a una mayor pobreza de las sociedades igualitaristas en
todos sus segmentos sociales (excepto en el de las burocracias y clientelas
privilegiadas). Se cumple así, pues, salvadas las distancias, la misma función
que en el neurótico cumple el síntoma, es decir, la distorsión que avisa de que
su “personaje” se está conduciendo por un camino equivocado. El fracaso
económico es el “síntoma” al que hay que hacer caso si se quiere recuperar la
salud social, y no eludirlo a través de racionalizaciones o actitudes evasivas que dejen
a salvo al “personaje” que se cree ser (el que parecía obrar exclusivamente
motivado por la aspiración a la justicia social). Así que, salvadas las buenas intenciones de muchos
individuos que confían en la veracidad de lo que sostiene el “personaje
colectivo” encargado de llevar adelante esos presupuestos intervencionistas, lo
que asoma al fondo de esa pretensión igualitarista es la envidia, la perversa
intención de que, como dice la letra del himno “La Internacional”, los nada de
hoy consigan serlo todo, si no por las vías del mérito y de la libre
competencia, por las de arrebatar a los que tienen lo que a ellos les falta.
Para prepararnos a la asunción de este tipo de verdades, decía Jung que “el
conocimiento de nuestra alma, comienza en todos sus aspectos por el extremo más
repugnante, por todo lo que no queremos ver”.