jueves, 28 de abril de 2016

España y su población islámica

     Quizás resulte paradójico, pero la superioridad de Occidente reside ni más ni menos que en las dificultades que hemos decidido intercalar en el camino que transcurre entre nosotros y la verdad. Cuando San Agustín, en el friso de los siglos IV y V, sentenciaba que “en el interior del hombre habita la verdad”, dejaba a salvo la evidencia de que, como ya había dicho Platón, respecto de lo que hay en el mundo exterior solo podemos albergar opiniones, interpretaciones, hipótesis, dudas… La vida en el mundo la hemos acabado construyendo en Occidente a partir del método de ensayo-error, porque, reconociendo implícitamente que debía ser así,  ya decía el mismo San Agustín que “no puede errar quien no vive”… luego todos los demás, sí. Lo cual quedó confirmado a sensu contrario cuando admitió que “si me engaño, existo”. El legado de San Agustín estriba tanto en la seguridad que mostraba respecto de la idea de que la verdad a la que había que aspirar estaba fuera del mundo como en la correlativa evidencia de que vivir significa, no olvidarse de la verdad, que es algo irrenunciable, sino tratar de ir descubriéndola y decantándola mientras discurrimos a través de ese campo de incertidumbres e inseguridades que es la realidad. “(Quien) duda, vive”, decía también el santo antes de afirmar que, consiguientemente, “(quien) duda, piensa”.
     Trece siglos más tarde, Descartes sancionaba la vigencia de la duda en nuestro trato con el mundo, y relegaba asimismo a la verdad a un puesto ubicado en nuestro interior, en el ámbito de la subjetividad, y accesible solo al pensamiento puro. Gracias a estas premisas, a esta capacidad de convivir con la duda, fue posible construir el método científico en nuestro trato con la realidad: según él, toda afirmación no pasa de ser una hipótesis provisional que ha de someterse al criterio de falsabilidad, es decir, exponerse a la posibilidad de que aparezca un hecho hasta entonces ignorado que obligue a la elaboración de una nueva hipótesis que suba un escalón respecto del grado de verdad hasta entonces alcanzado. Es a todo esto que empuja nuestra íntima intuición de lo que es verdadero a buscar ratificación en el mundo externo a lo que se refería Ludwig Wittgenstein cuando decía que "un 'proceso interno' necesita criterios externos". Y gracias al método científico fueron posibles las subsiguientes revoluciones científica, tecnológica e industrial sobre las que se levantó lo que hoy es Occidente. La verdad, para nosotros los occidentales, es solo el final inaccesible de un camino hecho de incertidumbres, el resultado de una evolución que solo finalizará en la línea que marca un horizonte inalcanzable. “Evolución” es otro concepto que solo ha aflorado en el contexto de la mentalidad occidental, según el cual la vida, mientras es vida, es un camino, no algo que pueda reposar en nada definitivo.
     El Islam, al contrario que nosotros, no consiente la duda. Un musulmán se siente instalado en la verdad, la verdad que transmite el Corán. Dudar es pecado. No hay ningún sustrato en tal mentalidad que permita la evolución. La verdad en el siglo XXI es la misma que en el siglo VII, cuando las huestes mahometanas se pusieron a expandir la verdad que poseían en el único ámbito que podía ser expandida: el geográfico. Intelectualmente ya no quedaba ningún esfuerzo más por hacer: implantado el Corán, ¿qué sentido, qué función les queda a los demás libros? Por eso, los inmigrantes musulmanes en Europa sacan a sus hijos de los centros escolares durante largas temporadas para enviarlos a memorizar el Corán en algún país musulmán (unos periodistas de TV3 averiguaron en febrero de 2014 que los padres pagaban solo unos 30 euros al mes por hijo; no averiguaron quién subvencionaba el resto de los gastos). Sacrifican la enseñanza académica para que sus hijos aprendan de memoria el único texto que a fin de cuentas importa: el Corán. Como es lógico, en ese ambiente intelectual, los países islámicos han alcanzado ya el nivel que les es posible alcanzar: la duda (y sus secuelas: el pensamiento evolutivo, la ciencia, la filosofía…) no tiene cabida en ellos, y si no fuera por el petróleo y por los frutos que son capaces de recoger del árbol que crece en Occidente, su riqueza sería congruente con tal restrictiva cosmovisión. Todo lo cual viene a ser una forma de ratificar aquello que decía Bertrand Russell: “Gran parte de las dificultades por las que atraviesa el mundo se debe a que los ignorantes están completamente seguros y los inteligentes llenos de dudas”.
     Como bien saben los islamistas, su cultura y la nuestra no son demasiado compatibles. Allí donde, desde el siglo VII, todo está resuelto es difícil que quepa una manera de entender el mundo donde todo está en permanente estado de crecimiento, donde todo es, como Platón decía, doxa, opinión, debate, cuestionamiento, evolución… y, por tanto, tolerancia con el discrepante. Conscientes de esa incompatibilidad cultural, las comunidades musulmanas instaladas en Occidente, tienden a formar guetos cerrados que aspiran a que de nuestros modos de vida pase a ellos la menor contaminación posible. ¿Se puede deducir entonces que lo previsible habrá de ser que ambas comunidades puedan en Europa convivir aisladas una de otra, pero pacíficamente avecindadas? Es probable que no: un musulmán consecuente no puede renunciar a imponer la verdad. Por las buenas o por la yihad. Su último e irrenunciable objetivo es conseguir que Dar al-Islam, la casa del Islam, sea el universo entero. Lo que quiere decir que solo circunstancialmente, en función de que el momento sea o no el adecuado para poner en marcha sus pretensiones, esos musulmanes cabales interrumpirán su yihad. No se quiere decir, claro está, que los mil quinientos millones de musulmanes que hay en el mundo sean guerreros vocacionales dispuestos a imponer su religión como sea, pero tampoco están demostrando que muchos de ellos se vayan a constituir en un obstáculo para que aquellos que se pongan en la vanguardia de tal pretensión no traten de llevarla adelante.

     Según el estudio demográfico que cada año realiza la Unión de Comunidades Islámicas de España, había en nuestro país, a finales de 2015, 1.887.906 musulmanes, el 4,06 por ciento de la población, un número que ha crecido desde 2005 un 77%. Por nacionalidades, los más numerosos entre los musulmanes en nuestro país son los españoles: 779.080 conversos e inmigrantes que han adquirido la nacionalidad (el 41%), y en segundo lugar, los marroquíes: 749.274. En Melilla hay 85.584 habitantes; a finales de 2015 el número de musulmanes, evidentemente marroquíes o descendientes de ellos en su gran mayoría, era allí de 43.981, por tanto, mayoritario. Ceuta tiene una población de 84.498 habitantes; a finales de 2015, los musulmanes eran en esa ciudad 36.181. Son las dos ciudades de Europa más impregnadas de islamismo. En estas ciudades, así como en la periferia de Barcelona, es donde de manera más clara se está produciendo un peligroso caldo de cultivo entre, especialmente, los jóvenes musulmanes, que les empuja hacia el islamismo más radical. Después de Francia, que tiene un 8% de población musulmana, España, con un 4,06%, es el país europeo en el que las fuerzas de seguridad han realizado más operaciones contra el terrorismo islamista, más que Alemania (6% de población musulmana), Bélgica (6% y 25,5% en Bruselas) o Reino Unido (5%). No todo ello será achacable, seguramente, a la mayor eficacia de nuestra policía.
     El principal motivo que hace a los jóvenes musulmanes vulnerables frente a la propaganda de los grupos terroristas como el Estado Islámico no es la pobreza o el paro, sino la crisis de identidad que padecen en el contexto de un país al que incluso pertenecen y en el que estudian o trabajan, pero en el que rechazan integrarse. En España resulta significativo que casi la cuarta parte de los detenidos por yihadismo tenga formación universitaria. Esa crisis de identidad, dice Ignacio Cembrero en su libro recién editado “La España de Alá” (La Esfera de los Libros, 2016) “no surge entre los inmigrantes de primera generación, aún enraizados en el país en el que nacieron y empeñados en abrirse camino en el país donde se instalaron. Germina entre sus hijos y sus nietos (…) Son esas nuevas generaciones las que han proporcionado el grueso de los combatientes europeos en Siria e Irak”. El 70% de los presuntos yihadistas detenidos en España en 2013 y 2014 son nacionales españoles y viven en Ceuta y Melilla. Inmersos en su crisis de identidad, estos jóvenes la resuelven a través de un único sentimiento de pertenencia: el que les identifica como musulmanes.
     El contexto que ayuda a valorar el significado de la existencia de población islámica en Occidente tiene en España una importante peculiaridad: la que, prolongando el análisis que hicimos en el artículo anterior, nos permite añadir al mismo las implicaciones que se derivan de nuestros conflictos territoriales con Marruecos. Las que la vecina monarquía alauita considera irrenunciables aspiraciones a las ciudades españolas de Ceuta y Melilla, y, en una siguiente fase, a las Islas Canarias, mantienen en estado de latencia un enfrentamiento que en algún momento podría pasar a ser efectivo. El precedente de la Marcha Verde que permitió a Marruecos anexionarse el Sáhara español, cuando nuestra nación estaba atravesando una grave crisis política, convertiría en gravemente negligente cualquier análisis que excluyera la posibilidad de que Marruecos volviera a intentar algo parecido o equivalente en algún momento futuro con el resto de los territorios en conflicto. La invasión de la isla de Perejil en julio de 2002 hay que interpretarla no como un hecho aislado, sino como parte de la secuencia de vicisitudes en que va consistiendo este conflicto. Y lo cierto es que, llegado el caso de que se produjera el enfrentamiento abierto entre España y Marruecos, no es previsible que en la población islámica, y mucho más en la de ascendencia marroquí, prevalezca un sentimiento de identidad que la vincule políticamente a España sobre el sentimiento de pertenencia a la comunidad islámica y, por tanto, favorable a Marruecos. Máxime cuando para el reino alauita el conflicto estará prioritariamente planteado como de intento de recuperación para la casa de los musulmanes de un territorio hoy enajenado en manos de los infieles. Una nueva Marcha Verde sobre Ceuta y Melilla contaría, muy previsiblemente, con una nutrida quinta columna favorable a Marruecos dentro de esas ciudades, o al menos no desfavorable.
     Ante una eventualidad así, España tiene o tendrá dos opciones: o retirarse, que es lo que está acostumbrada a hacer desde hace muchas décadas en todos nuestros conflictos con Marruecos, e ir dejando que la sharia o ley islámica sustituya a la cultura occidental y democrática en territorios que hoy están bajo su jurisdicción; o bien poner en marcha las medidas preventivas, y si llegara el caso las militares, necesarias. Si opta por lo segundo, ello tendría implicaciones en tres niveles que deberían empezar a asumirse resueltamente:
     Primero, el estrechamiento de nuestras alianzas defensivas con Occidente, pues es precisamente el marco de la civilización occidental el que debe ampararnos en nuestros posibles conflictos con países musulmanes. Como dice César Vidal, “quizás más que nunca, Occidente es un archipiélago de libertades rodeado por un océano de totalitarismos”, y es preciso estar dispuesto a defenderlo. Estas alianzas internacionales deben otorgar un papel privilegiado a Estados Unidos y a Europa occidental, pero también a Israel y a otros países como Canadá, Australia o Japón. El yihadismo islámico es el enemigo global, y en España, además, el expansionismo marroquí.
     En segundo lugar, España (y Europa en general) debe de implantar limitaciones a la inmigración valiéndose de un sistema de cuotas. Dado que en España, a diferencia de lo que ocurre en otras naciones occidentales, se proporcionan además de manera gratuita a los inmigrantes ilegales recursos sociales, como la sanidad y la educación, que son costosos, la posibilidad de acogerlos queda más limitada, a menos que deseemos deteriorar la calidad de estos servicios que se costean con los impuestos de los contribuyentes. Esas cuotas habrán de establecerse en función del número de inmigrantes que España necesita y permitir únicamente la entrada de estos en el territorio nacional. Es lo que impone un humilde reconocimiento de nuestras limitaciones. Y en ese contexto, habrá que priorizar, de entre los inmigrantes, a aquellos cuya integración sea más fácil, bien porque hablen nuestra lengua o porque pertenezcan a nuestra cultura occidental. Correlativamente, habrá que preterir especialmente aquellos contingentes de inmigrantes que no estén dispuestos a integrarse en nuestros esquemas de vida o que tengan un sistema de valores que colisione directamente con el occidental. Respecto de la población islámica que ya está instalada en nuestro territorio nacional, obviamente debe ser objeto de un pleno respeto a la libertad religiosa, pero siempre y cuando este principio no atente contra otros establecidos en nuestro ordenamiento jurídico. Así, nunca deberá ampararse la libertad de culto cuando este suponga la aceptación del maltrato o discriminación femeninos, la mutilación sexual de las niñas o actividades que perjudiquen la seguridad nacional, por ejemplo, a través de predicaciones incendiarias en las mezquitas.
     Por último, debería exigirse la aplicación del principio de reciprocidad: si consentimos que Arabia saudita financie actividades islámicas en España, habría de ser a cambio de que su monarquía tolere el ejercicio y financiación de actividades misioneras cristianas o de expansión de la cultura occidental en aquel país. No podría ocurrir lo que actualmente ocurre, por ejemplo, que haya un millón de inmigrantes filipinos en aquel país, en su gran mayoría católicos, que no pueden acudir a misa porque no hay allí ni una sola iglesia.
     Si no estamos dispuestos a poner en práctica estas medidas, el porvenir de nuestra civilización y, respecto de España, de nuestra integridad territorial, estará gravemente amenazado.

lunes, 18 de abril de 2016

Marruecos: nuestro inveterado enemigo

     La cercanía geográfica del Islam ha supuesto para España el encadenamiento de una dilatada serie de conflictos y calamidades a lo largo de la historia. En el siglo VIII, significó la aniquilación prácticamente total de una cultura hispano-germana-romana que, a la sazón, era por entonces la más importante de Europa occidental. Durante los siglos IX y X implicó una política de exterminio contra los cristianos que habitaban en Al-Andalus, la España dominada por el Islam, y continuos ataques, las conocidas razias, contra los núcleos de resistencia que se mantenían en el norte de la Península. En los siglos siguientes, y en respuesta al avance de los reinos cristianos, llegaron aquí, procedentes del norte de África, sucesivas oleadas de contingentes de guerreros musulmanes: almorávides, almohades y benimerines, que pretendían salvaguardar la ortodoxia islámica más estricta.

     Cuando el Islam fue definitivamente derrotado en 1492, y siguiendo una pauta que permanece a lo largo del tiempo según la cual nunca renuncia a un territorio ocupado con anterioridad, se convirtió en una fuerza acechante que, hasta le expulsión de los moriscos por Felipe III en 1609, tuvo en el interior de España una eficaz quinta columna. Los moriscos españoles nunca dejaron de soñar con restaurar el poder islámico en la Península, y en el último tercio del siglo XVI promovieron la Guerra de las Alpujarras, el más cruento conflicto bélico habido en España desde el final de la Reconquista hasta la Guerra de la Independencia de 1808. Esta quinta columna islámica colaboraba en los ataques de los piratas berberiscos a las costas hispánicas que, procedentes de África, no solo realizaban su consabida labor de destrucción, sino que también capturaban españoles que convertían en esclavos. Por el frente europeo, mientras tanto, las tropas turcas de Solimán el Magnífico amenazaban gravemente en el siglo XVI a los territorios cristianos. La victoria de Lepanto, protagonizada fundamentalmente por los españoles, logró poner freno, circunstancialmente, al expansionismo islámico.
     Prosiguieron, sin embargo, los conflictos y los persistentes ataques moros a las posesiones españolas del norte de África. El 25 de septiembre de 1766, España suscribió con el sultán de Marruecos –cuyos dominios eran mucho menores de los que actualmente abarca este país– un tratado de paz y comercio que pretendía zanjar cualquier posible litigio y que venía acompañado por la designación de un embajador en Marruecos. Se reconoció entonces el derecho de España a pescar pacíficamente en la zona de Canarias y la posesión de Ceuta y Melilla. Como ha sido costumbre a lo largo del tiempo, los moros no respetaron lo pactado con España. Así, comenzaron al poco tiempo un asedio a Melilla con un ejército de trece mil efectivos militares que fracasó. Siguieron nuevos tratados y sus correspondientes incumplimientos y ataques a las posesiones españolas.
     El Secretario de Estado de Carlos III, el conde de Floridablanca, decidió, como (nefasta) señal de apaciguamiento, entregar las posesiones españolas de Orán y Mazalquivir a Argel. Igual que siempre en casos así, los musulmanes interpretaron el gesto como una muestra de debilidad. Un año después de completar la evacuación española, en 1793, fue Ceuta la agredida. El ataque, de nuevo, fracasó, pero los moros terminaron convencidos de que, convenientemente presionada, España se acabaría retirando de las partes de su territorio enclavadas en el continente africano.
     Tanto Ceuta como Melilla, así como las Islas Canarias, entraron a formar parte de los reinos hispánicos antes de que determinadas porciones de la península Ibérica fueran reconquistadas del dominio islámico que finalizó en 1492. Pero este es un argumento que carece de valor para los musulmanes. Para ellos, el contencioso de la posesión de estos territorios no se sustenta en argumentos políticos sino religiosos. No se trata para ellos tanto de liberar unos territorios de un supuesto invasor como de plasmar en hechos la legitimidad que a sus ojos tiene el Islam de extender sus dominios. El objetivo último es convertir el orbe entero, por las buenas o por las malas, en Dar al-Islam, territorio sometido al Islam. Esa estrategia se apoya en pasos tácticos que habrán de sucederse y que irán extendiendo los dominios del Islam en etapas sucesivas. La de conquistar Ceuta y Melilla, y posteriormente las Islas Canarias, son etapas en el camino hacia el objetivo final al que nunca se ha renunciado ni se renunciará.
     En 1859 las cabilas o tribus de Anjera atacaron a las tropas españolas acantonadas en Ceuta, asesinando a varios españoles y destruyendo las fortificaciones defensivas que se estaban levantando. El gobierno español declaró la guerra a Marruecos, que resultó victoriosa y obtuvo de los marroquíes las indemnizaciones solicitadas. Durante tres décadas no se produjo ningún incidente armado de importancia. Mientras tanto, en el sur, en el territorio costero del Sahara, y a partir de acuerdos verbales con los jefes de las tribus saharauis, se fueron estableciendo a finales del siglo XIX diversas factorías españolas con fines pesqueros y comerciales. Nada tenían que ver aquellas tribus con las que estaban sometidas al sultanato de Marruecos, del cual ya entonces estas recelaban. En 1893 se reanudaron los conflictos armados entre España y los cabileños, que arrasaron las obras de fortificación de Melilla esta vez. Se firmó un nuevo tratado y se acordaron asimismo indemnizaciones.
     Con la entrada en el nuevo siglo, las potencias europeas tenían razones suficientes para convencerse de que Marruecos no era sino un conglomerado inestable, y en esa medida peligroso, de cabilas. Por razones de seguridad internacional se imponía una intervención en la zona. El sultán Hafiz solicitó en marzo de 1911 la ayuda de Francia para poder mantener en pie su reino. Un año después suscribía el denominado tratado de Fez, en virtud del cual se concedía a Francia el protectorado perpetuo sobre Marruecos. Las masas marroquíes, sin embargo, se rebelaron contra el tratado, y en Fez, por ejemplo, se dedicaron a asesinar a todos los extranjeros que encontraron. Las fuerzas francesas restablecieron el orden, pero no lo consiguieron totalmente hasta 1934.
     En noviembre de 1912 Francia firmaba con España un acuerdo por el que se otorgaba a España el protectorado de una parte menor de Marruecos: 19.900 kilómetros cuadrados en los que habitaban 760.000 indígenas de origen bereber, organizados tribalmente y, especialmente el Rif, no controlado por el sultán. Las tribus del Rif conformaban un universo especialmente bárbaro, en congruencia con las costumbres islámicas: las mujeres eran consideradas inferiores y asimismo existía la poligamia; los hombres no adquirían la auténtica condición de tales y no contraían matrimonio hasta que no hubieran matado a alguien; se excluía la cárcel pero no los castigos físicos, de modo que, por ejemplo, el robo era castigado con la ceguera ocasionada mediante un hierro candente o la mutilación de la mano derecha; en algunas cabilas la homosexualidad se castigaba con la muerte (por ejemplo quemando vivos a los homosexuales), mientras que en otras los cabileños se podían proveer de efebos en mercados para su disfrute sexual… A este tipo de harkas morunas aceptó España colaborar en su regulación y administración.
     Antes de 1921 España había construido en el protectorado poco menos de 500 kilómetros de carreteras y de líneas telegráficas y telefónicas, así como caminos, escuelas, graneros… Las escaramuzas se sucedieron, sin embargo, a menudo, como cuando el rebelde Raysuli atacó con gas mostaza a una columna española en Wad-Ras, cerca de Tánger. Mientras los españoles se ahogaban por efecto de la nueva arma, los moros, provistos de caretas antigás, procedieron a apuñalarlos sin sufrir una sola baja.
     En 1919, el general Dámaso Berenguer era el alto comisario en Marruecos, mientras que el general Manuel Fernández Silvestre era el comandante de Ceuta (la otra comandancia era la de Melilla). Había concluido la primera Guerra Mundial y Francia, libre de compromisos bélicos en Europa, comenzó a exigir el dominio sobre todo Marruecos. En 1921, efectivamente, se podía decir que España controlaba, al menos en apariencia, la totalidad de su protectorado. Sin embargo, en su avance, Silvestre no había desarmado a las tribus del Rif, considerándolas pacíficas y sometidas, y los avances los realizó de una manera deficiente y descuidada desde el punto de vista del refuerzo de las líneas de abastecimiento y la disposición de los blocaos (fortines de madera desmontables).  En enero de 1921, Silvestre ocupaba la aldea de Annual, y, pese a la oposición de Berenguer, que lo consideraba escasamente prudente, siguió avanzando.
     Mientras tanto, el cabecilla moro Abd el Krim había articulado en 1920 un poderoso contingente armado aunando a diversas cabilas rifeñas. Durante aquellos días previos a Annual enardeció a sus correligionarios diciéndoles: “España (…) solo quiere ocupar nuestras tierras para arrebatarnos nuestras propiedades, nuestras mujeres y hacernos abandonar nuestra religión”. Y declaró la guerra santa contra los españoles. El 17 de julio de 1921 lanzó un ataque sorpresa sobre la totalidad de las líneas españolas. Cayó Ibereguiren, y todos sus hombres fueron pasados a cuchillo por los musulmanes. También cayeron otras posiciones (Sivestre había cometido, entre otros igualmente dramáticos, el error de dividir las fuerzas en muchas posiciones diferentes). El 21 atacaron Annual. El 22, el general Silvestre ordenó retirada general, que se convirtió en desbandada, y los españoles fueron diezmados. Silvestre resultó muerto y Abd el Krim se complacería en lucir la cabeza del general durante su posterior marcha a Tetuán. Se produjo una espantosa retirada de todas las aldeas que había entre Annual y Melilla, donde gran número de soldados y civiles resultaron muertos y se pasó a cuchillo y se torturó de la manera más cruel a los heridos. En Monte Arruit, por ejemplo, murieron dos mil setecientos soldados incluidos aquellos desdichados que se rindieron; cuando llegaron las fuerzas que reconquistaron la ciudad comprobaron lo que para un islamista significa la guerra santa (semejante a lo que hoy ocurre con el Estado Islámico): los restos de los cadáveres aparecían castrados, con la lengua y los ojos arrancados, con las manos atadas con los intestinos, decapitados e incluso violados con las estacas de las alambradas. Las propias fuerzas regulares de nativos al servicio de España se contagiaron y cambiaron de bando, pasando a participar de aquella carnicería de infieles. Las fuerzas de Abd el Krim llegaron a mediados de agosto hasta los arrabales de Melilla, donde la Legión, recién fundada, resultaba ser el último baluarte que quedaba para defender la ciudad. De manera inesperada, sin embargo, los rebeldes  no se atrevieron a atacar Melilla.
     El número de muertos españoles en el desastre de Annual, según el informe Picasso, fue de 13.192. Además, se perdió una enorme cantidad de material militar. Y la obra civilizadora de España en Marruecos a lo largo de doce años, escuelas, hospitales, dispensarios, líneas férreas, cultivos agrícolas… quedó reducida a cenizas en veinte días por las fuerzas musulmanas.
     En poco tiempo se recuperaron Nador, Zeluán, Monte Arruit… Sin embargo, Abd el Krim no tenía ningún interés en interrumpir la guerra santa contra España, y seguía dominando la región del Rif. Incluso lanzó, en abril de 1925, un ataque contra posiciones francesas que resultó tan catastrófico para nuestros vecinos europeos como para nosotros fue el desastre de Annual. Una contraofensiva hispano-francesa logró expulsar a Abd el Krim del protectorado francés, pero era obvio que solo con la derrota total del cabecilla moro volverían la paz y la seguridad. El peso de esa labor iba a recaer sobre los españoles de manera casi exclusiva. La operación decisiva comenzó con el desembarco de más de ocho mil hombres en la bahía de Alhucemas el ocho de septiembre de 1925. El 2 de octubre las tropas españolas entraban en Axdir, la capital de Abd el Krim. La victoria de Alhucemas fue una de las más importantes de la historia contemporánea de España, aunque hasta el 10 de julio de 1927 no se dio por concluida oficialmente la rebelión de Abd el Krim, que evitó ser apresado por los españoles y disfrutó de un exilio dorado a costa de Francia, en El Cairo.
     Las décadas siguientes fueron pacíficas y España llevó a cabo su labor civilizadora. El 2 de marzo de 1956 Francia reconoció la independencia de su protectorado. El 7 de abril hizo lo propio España, obteniendo previamente el reconocimiento de la españolidad de Ceuta y Melilla y los peñones de Alhucemas y Vélez de la Gomera. Sin embargo, en las décadas siguientes el objetivo privilegiado de los ataques del estado musulmán emergente sería precisamente nuestro país.
     Una de las posesiones que España tenía al margen de Marruecos era el territorio de Ifni, que no regía como protectorado (soberanía compartida), sino que era una colonia, igual que lo era el Sahara (soberanía exclusiva de España). El primer contacto de España con el territorio de Ifni y Sáhara fue en 1476, cuando Diego García de Herrera levantó en la costa, frente a las Canarias, la fortaleza y factoría de Santa Cruz de la Mar Pequeña. El territorio, a pesar del reconocimiento internacional de la soberanía española sobre el mismo, no se ocupó militarmente hasta 1934. Pues bien, apenas unos días después de que España entregara en 1956 su protectorado y Marruecos fuera independiente, fuerzas guerrilleras promovidas por Marruecos comenzaron a realizar incursiones armadas en Ifni. Al cabo de meses de lucha despiadada, las guarniciones militares españolas se replegaron a Sidi Ifni, la capital, más un exiguo perímetro defensivo. El 10 de enero de 1958, el gobierno español convirtió, mediante decreto, en provincias españolas a Guinea, Ifni y Sáhara, con lo que sus habitantes tenían, en principio, los mismos derechos que cualquier otro español. Poco duró, sin embargo, Ifni en manos españolas: en 1969 las Cortes aprobaron su entrega a Marruecos. Como compensación, España había ultimado con el gobierno norteafricano un acuerdo de pesca… que los marroquíes, apenas se vieron dueños del territorio tras la completa retirada española, incumplieron, prohibiendo pescar a los españoles. Los marroquíes aprendieron que España, a partir de entonces, podía ser fácilmente doblegada.
     En los textos de los teóricos del imperialismo marroquí se reivindicaba que el límite norte de ese imperio debía ser Toledo, ya que hasta allí habían llegado en su día los almorávides, y al sur, Senegal y Tombuctú. Sin embargo, de momento, las agresiones marroquíes iban a limitarse a los territorios ubicados en el continente africano. En paralelo a la guerra de Ifni, en la que murieron centenares de soldados españoles, las fuerzas marroquíes, convenientemente disfrazadas de guerrilleros incontrolados, lanzaron una ofensiva contra los puestos militares del territorio del Sahara. En 1960 España reconoció que el Sáhara era un territorio no autónomo, un movimiento previo a la independencia futura. Por otro lado, la ocupación española resultaba ruinosa: el gasto de España por habitante saharaui casi cuadruplicaba al de la media de los demás españoles. A partir de 1965, la ONU exigió cada año la celebración de un referéndum de autodeterminación en el Sáhara. Enviaron observadores y comprobaron que el sentimiento absolutamente mayoritario de la población saharaui era el de convertirse en un país independiente.  Pero Marruecos lo que quería era apoderarse del Sáhara (aunque nunca había sido un territorio sometido al sultanato de Marruecos), no impulsar la independencia de una nueva nación.
     En abril de 1973 nacía el Frente Polisario, que realizó algunas acciones armadas contra las fuerzas españolas, pero pronto se dieron cuenta sus integrantes de que el verdadero enemigo eran Marruecos y su política anexionista. Esta acabó cristalizando en lo que se conoció como Marcha Verde. Reforzando su presión, el rey Hasán II pasó el 15 de octubre de 1975 a reivindicar como territorios marroquíes Ceuta, Melilla, los peñones de Alhucemas y Vélez de la Gomera y las islas Chafarinas. Un día después, el Tribunal Internacional de la Haya publicó un dictamen en el que se establecía que no existía “ningún lazo de soberanía territorial entre el territorio del Sáhara Occidental y el reino de Marruecos o el complejo mauritano”. Por lo que consideraba que debía celebrarse el referéndum propugnado por España. Apenas unas horas después de publicarse el dictamen, Hasán II anunció que 350.000 civiles marroquíes protegidos por el ejército iban a dirigirse hacia el Sáhara. El 6 de noviembre, la Marcha Verde invadió el Sáhara. Hasán II aprovechaba así la debilidad de un gobierno español dirigido por un Franco agonizante. Entre los civiles circulaban columnas militares armadas con blindados y autoametralladoras. Finalmente, el gobierno español claudicó.
     Entre  el 12 y el 14 de noviembre se negociaron los denominados Acuerdos de Madrid. España se comprometía a ceder el Sáhara y Marruecos a reconocer los derechos de pesca en la zona (los pesqueros españoles llevaban siglos faenando por allí) de ochocientos barcos españoles y a otros ochocientos en el resto de la costa atlántica y mediterránea por una duración de veinte años. Una vez más, Marruecos, igual que cuando se abandonó Ifni, incumplió los compromisos, y los apresamientos de pesqueros y el encarcelamiento de sus tripulaciones pasaron a ser habituales. Mientras tanto, la entrada del ejército marroquí en el Sáhara revistió auténtico carácter de genocidio. Para empezar, machacaron a cerca de cuarenta mil civiles –en su mayoría ancianos, mujeres y niños– con napalm y fósforo blanco. A ello se sumaron las ejecuciones sumarias, los saqueos, las violaciones de las saharauis ante sus familiares, las torturas…
     El siguiente objetivo marroquí, al que nunca han renunciado ni renunciarán, es la expulsión de España de las ciudades de Ceuta y Melilla. Solo esperarán el momento más propicio para pasar de nuevo a la ofensiva (por ejemplo, cuando nuestros nacionalismos centrífugos lleven a nuestra nación a un punto de colapso). Desde que Marruecos accedió a la independencia, tanto durante el reinado de Hasán II como en el actual de Mohamed VI, han sido recurrentes las reivindicaciones del reino alauita sobre la soberanía de esas ciudades españolas. Los marroquíes han estado utilizando diversas armas de presión, además de la ruptura de los acuerdos pesqueros: entre ellas, la inmigración ilegal y el tráfico de drogas, dos grandes negocios respecto de los que las autoridades marroquíes no han cumplido con su deber de controlarlos, sino que en repetidas ocasiones han actuado en connivencia con las respectivas mafias.
     2001 fue un año especialmente tenso. Entre los días 19 y 22 de agosto doscientos municipios andaluces celebraron distintos referendos en favor de la independencia del Sáhara. En respuesta, el día 27 el embajador marroquí en Madrid fue llamado a consultas y se cancelaba una cumbre prevista al más alto nivel. El 12 de noviembre el ministro marroquí de Asuntos Exteriores reivindicaba los “derechos de soberanía sobre Ceuta y Melilla”. El entonces torpe jefe de la oposición en España, Rodríguez Zapatero, viajó a Marruecos en lo que entendió como un gesto conciliador. Mientras el gobierno español desautorizaba el viaje, los marroquíes obligaron a Zapatero de manera humillante a posar ante los fotógrafos debajo de un mapa en el que Ceuta, Melilla y las Canarias aparecían como territorios pertenecientes a Marruecos.
     El gobierno de Aznar mantuvo, pese a todo, su posición favorable a la celebración de un referéndum en el Sáhara Occidental. Marruecos volvió a utilizar la presión, esta vez recurriendo a una agresión armada: la invasión de la isla de Perejil, de soberanía española, situada en aguas del Estrecho. Si España no hubiera respondido, resultaba evidente que aquello habría sido interpretado por Marruecos como un signo de debilidad más por parte española que allanaba el camino a las futuras iniciativas que Marruecos pudiera tomar para “recuperar” Ceuta y Melilla. Afortunadamente, España respondió y recuperó de manera incruenta el islote.
     ¿Se conformó el reino alauita?
     El 11 de marzo de 2004 estallaron diez bombas en los trenes de cercanías de Madrid. Otras dos se desactivaron, y otra supuesta mochila-bomba apareció aquella noche en la comisaría del Puente de Vallecas. Murieron 191 personas y 2.057 resultaron heridas. Inmediatamente comenzaron las tareas de destrucción de pruebas, empezando por el desguace de los trenes, así como la confección de pruebas falsas. Solo hay una persona cumpliendo condena por ser autor de los atentados, Jamal Zougam, a pesar de que las bombas fueron trece (respecto de esto, un servidor escribió el siguiente artículo: http://elblogdejavigracia.blogspot.com.es/2011/12/la-increible-y-triste-historia-de-jamal.html ). No se sabe tampoco quiénes fueron los autores intelectuales del atentado. De manera vergonzosa, las instituciones, la prensa y la misma opinión pública renunciaron a saber lo que pasó, a pesar de las incuestionables interrogantes y lagunas que rodean el suceso. Todo lo cual legitima la especulación de los únicos periodistas que han seguido dando la voz de alarma al respecto de este fraude descomunal, que consideran probable la implicación de los servicios secretos marroquíes en el atentado, como manera de responder a la humillación sufrida por Marruecos en Perejil, de forma que las instituciones prefirieron ocultar esa posible verdad (y colaborar en la destrucción de pruebas) porque ello hubiera supuesto muy probablemente un enfrentamiento bélico con Marruecos.
(La mayor parte de la información necesaria para la elaboración de este artículo ha sido extraída del libro de César Vidal “España frente al Islam”, La Esfera de los Libros, 2004)

domingo, 3 de abril de 2016

El sentido de la vida

     Vivimos encadenados a nuestro doble. Un doble que lo es no tanto porque se nos parezca –en realidad, es nuestro permanente contrapunto, lo que quedaría de nosotros si de ello amputáramos nuestro deseo de ser otra cosa–, sino porque nos sigue a todas partes y se dedica a lastrar cada uno de nuestros gestos, a contraponer la fuerza de su inercia a cada paso que damos, a orlar con una espesa capa de arrepentimiento todas nuestras iniciativas. Nos sigue pues como si fuera nuestra Sombra: fue así como lo llamó, precisamente, a esto o a algo parecido, Carl G. Jung.
     El que somos de verdad (¿?), ni nos da tiempo a constatarlo; y es que vivimos proyectados, lanzados hacia donde nos guían nuestros deseos, dirigidos por aquello que esperamos. Hemos nacido a partir del inconformismo, somos un movimiento de insurrección contra la fatalidad o “factualidad”, contra el imperio de lo dado, el que representa nuestro doble, la parte constatable de lo que somos. Empezamos el día venciendo ya la inercia de lo que en nosotros no espera nada más que lo que ya es, y nos ponemos en marcha hacia lo que pretendemos que sea. Y los saludos que ya de mañana dirigimos a nuestros congéneres van también impregnados de todo eso que en nosotros es deseo: “buenos días”, “que te vaya bien”, “buen viaje”, “saludos” o “que sigas con salud”. No somos capaces de aceptar sumisamente que las cosas vayan por sus propios derroteros, no nos sentimos genuinos habitantes del reino de los hechos. Ahí atrás, entre los hechos, dejamos solo a nuestro doble, tirando de nosotros hacia ese fondo en el que reside, inerte, la realidad. “Pero mira que eres… ¡Déjalo estar!”, sentimos que nos dice. “Las cosas son como son, no como queremos que sean. ¿Crees que desear un buen día influye sobre lo que la fatalidad tenga ya previsto? ¿Crees que con tanto desear salud para todos puedes conjurar el hecho último de que nadie escapa de la muerte?”.
     Decía Sartre, en representación de nuestro descreído doble, el que anda atrapado entre los hechos, que negar la falta de sentido de la existencia era un acto de cobardía, y que “la vida comienza al otro lado de la desesperación”. No hay nada que esperar, confirmaba su coetáneo Samuel Beckett a través de Vladimir y Estragón, los personajes de su obra más famosa, “Esperando a Godot”… un Godot que, efectivamente, nunca llegó. Y sin embargo, el filósofo canadiense Jean Grondin afirma en su libro “Del sentido de la vida. Un ensayo filosófico” que “toda vida se funda en la esperanza”. Una esperanza, eso sí, que “no se trasformará nunca en certidumbre, no será nunca un dato, solo una esperanza”. Vladimir y Estragón son el doble fáctico de Grondin: todos ellos saben que eso que esperan no llegará nunca, y en eso se parecen, y sin embargo, aquellos aceptarían el aserto de Sartre y solo después de la desesperación comenzarían a vivir… o a llevar adelante lo que les quedase de la vida después de esa amputación. Mientras que Grondin, por el contrario, lo que propone es afirmarse en la esperanza, porque, dice, “la esperanza es inmanente a la vida (…) sin ésta no hay ninguna vida que sea posible vivir”.
     Pero hemos acelerado demasiado el paso: no siempre tiene uno la suerte de vivir escindido, es decir, confrontado con su doble, habituado al diálogo interior. Aún más, la mayoría vive por inercia, sometida a las convenciones, dando por ciertas las rutinas de vida ordinaria que ya se encontró hechas. Para poder dudar, hacerse preguntas, sorprenderse de lo que antes se daba por hecho, hay que sufrir antes una crisis de identidad, quebrantarse. Alfred Adler, el sobresaliente y pronto centrifugado discípulo de Sigmund Freud, lo confirma: “¿Pero para qué sirve la vida? ¿Qué significa la vida? –interpelaba– Podemos afirmar (…) que (las personas) solamente se hacen estas preguntas cuando han sufrido una derrota. Mientras que todo va bien, mientras que no surgen ante ellos pruebas difíciles, jamás formularán esas interrogantes”. Entonces, después de haberlo pasado mal, es cuando uno puede llegar a pensar por sí mismo, es decir, filosofar, puesto que, como Platón decía, “la filosofía es un silencioso diálogo del alma consigo misma”, es decir, con su doble. Solo aquel para el que la vida convencional, la que se encuentra dada, resulta fallida o insuficiente, puede aspirar a ser filósofo, a preguntarse por el sentido de la vida, a pensar por sí mismo. Dice Jean Grondin que “no se puede filosofar verdaderamente sino en primera persona, solo solitariamente”
Ilustración: Samuel Martínez Ortiz
     Suele ocurrir que, antes de propiamente dedicarse al diálogo interior, el incipiente filósofo derive primero su crisis personal hacia el simple extravío vital y hacia la transgresión. San Agustín, por ejemplo, antes de dedicarse cabalmente a la filosofía llevó una vida de crápula contra la que nada podían los consejos y las oraciones de su atribulada madre, Santa Mónica. Los primeros atisbos de respuesta a las grandes preguntas de la vida los llevó, como según lo que hemos dicho era de prever, por el lado de la marginalidad: se apuntó a la secta herética de los maniqueos. Ya empezaba por entonces a sentir la llamada de la sensatez, pero negociaba con Dios un cierto retraso en el acceso a la misma, porque parece que la vida transgresora tenía sus compensaciones; así que, según dejó transcrito en sus “Confesiones” le decía a Dios: “Hazme puro… pero aún no”. San Pablo tuvo que caerse del caballo para iniciar su cambio de vida; en San Agustín, el equivalente aconteció cuando un día escuchó la voz de un niño que canturreaba: “Toma y lee; toma y lee”. Cuando uno está presto para el cambio de vida, el azar, o quizás su subordinado, el destino, se confabula para precipitar los procesos. Así que Agustín se tomó aquel canturreo del niño en serio y se dijo que lo que procedía era abrir la Biblia que en ese momento tenía entre las manos por donde ese azar siguiera diciendo, y leyó lo primero que llegó a su vista, que fueron las palabras de la carta de San Pablo a los Romanos en la que decía: “nada de comilonas y borracheras; nada de lujurias y desenfrenos… revestíos más bien del Señor Jesucristo y no os preocupéis de la carne para satisfacer sus concupiscencias”. No tuvo que llamar a la sibila para saber interpretar esas délficas instrucciones, y, efectivamente, sintió que su daimon (su doble incipiente, la parte movilizadora de sí) le estaba hablando de manera admonitoria. A partir de ahí se preguntó seriamente sobre el sentido de su vida y, como se puede deducir, se dedicó a la filosofía. “No vayas fuera, entra en ti mismo: en el hombre interior habita la verdad”: esa fue la manera en que San Agustín vino a sugerir que para encontrar la verdad que da sentido a la vida no hay que buscarla en el conjunto de convenciones que dan sustento al mundo externo, al mundo dado, sino en el interior de uno mismo, en la respuesta que uno mismo ha de darse en íntimo diálogo con su alma. La respuesta al para qué estamos aquí, el sentido de las cosas, o dicho de otra manera, Dios, no es que resida en nuestra intimidad, no: reside en las cosas, en el mundo (a esta constatación no llegó, sin embargo, San Agustín), pero es algo que solo podemos ir descubriendo en íntimo diálogo con nosotros mismos. La verdad de que dos y dos sean cuatro la descubre, efectivamente, nuestra mente, pero solo llega a su culminación cuando conseguimos aterrizarla en la realidad mundana. Aunque esa búsqueda del sentido nunca llegará a agotarse, a alcanzar un punto definitivo: decía San Agustín que ni yo mismo comprendo todo lo que soy”; es decir, que no conseguía llevar a término esa búsqueda de la verdad que iba manando de su interior, siempre es posible profundizar más, siempre se puede ir más allá.
     El libro en que se funda la filosofía moderna, es el Discurso del método”, de Descartes, que es otra autobiografía como las “Confesiones” de San Agustín. No es un tratado, no es una exposición de tesis, es un relato de la propia vida de Descartes, que se apoya en un argumento, que es el cogito, el “pienso, luego existo”, que ha aparecido de forma distinta y con propósito distinto, pero que constituye también una apelación a la radical evidencia que surge de lo íntimo, como  en San Agustín. De nuevo, la filosofía surge de una apelación al diálogo interior, al pensamiento, como forma de sobreponerse a los errores, engaños o insuficiencias de los convencionalismos, del saber ajeno que sustituye al propio esfuerzo, de las respuestas a preguntas que no hemos tenido que hacernos. En el inicio de sus “Meditaciones metafísicas”, Descartes escribe, en efecto: “Hace ya algún tiempo que me he dado cuenta de que, desde mis primeros años, había recibido como verdaderas gran cantidad de opiniones falsas, y que lo que yo había fundamentado sobre principios tan poco firmes no podía ser más que dudoso e incierto; de manera que se me hizo ineludible emprender por una vez en mi vida la tarea de deshacerme de todas las opiniones a las que hasta entonces había dado crédito, para comenzar de nuevo desde los fundamentos si quería establecer algo firme y constante en las ciencias”. En suma, Descartes fiaba a su propio yo, a su intimidad, la tarea de descubrir la verdad, que comprendió que estaba oculta tras un velo de convencionalismos, de opiniones externas. Debía, por tanto, pensar por sí mismo. Su “Tratado sobre las pasiones” se abre también de esta manera: “(Las pasiones) sintiéndolas cada cual en sí mismo, no es menester recurrir a ninguna observación ajena para descubrir su naturaleza; lo que los antiguos han enseñado de ellas es tan poco, y tan poco creíble en general, que solo alejándome de los caminos seguidos por ellos puedo abrigar alguna esperanza de aproximarme a la verdad. Por esta razón me veré obligado a escribir aquí como si se tratara de una materia que nadie, antes que yo, hubiera tocado”. Solo es posible la claridad cuando se piensa desde sí mismo, no cuando uno recibe pasivamente los pensamientos ajenos.
     Poco después Spinoza escribía su “Tratado de la reforma del entendimiento y de la mejor vía a seguir para llegar al conocimiento verdadero de las cosas”. También recurrió a una exposición de principios semejante a la que utilizó Descartes: “La experiencia me había enseñado que todas las ocurrencias más frecuentes de la vida ordinaria son vanas y fútiles (…) yo resolví en fin buscar si existía algún objeto que fuese un bien verdadero, capaz de comunicarse y por el cual el alma, renunciando a cualquier otro, pudiera ser afectada únicamente; un bien cuyo descubrimiento y posesión tuviesen por fruto una eternidad de alegría continua y soberana”. Spinoza buscaba también, por tanto, el sentido de la vida, aquel bien que, elevándose por encima de las banalidades de la vida ordinaria (de la vida vivida según fórmulas que nos vienen dadas, las que preceden a nuestra escisión interior) sea capaz de servir de fundamento cabal a la existencia en este mundo.
     Miguel de Unamuno sufrió una grave crisis personal en 1897, a partir de la cual, la religión que le habían legado sus mayores y que había servido de soporte a su transcurrir vital, dejó de resultarle válida. A partir de entonces, de manera decisiva, se escindió: después de 1900, se instaló de un modo definitivo en la lucha y en la duda, en el constante debate interior, en el combate agónico entre sus vertientes contrapuestas. En suma, en el equivalente al silencioso diálogo del alma consigo misma que decía Platón, que, filtrado por el carácter de Unamuno, venía a parecer bastante menos silencioso y más atribulado. También sabía el de Bilbao que ese diálogo íntimo, esa búsqueda del sentido de la vida, no habría de cesar nunca, no era posible llegar en ello a nada definitivo y concluyente: “Mi religión —escribe en 1907— es buscar la verdad en la vida y la vida en la verdad, aun a sabiendas de que no he de encontrarlas mientras viva; mi religión es luchar incesante e incansablemente con el misterio”. Y es que, como dice Grondin, la esperanza que sustenta nuestro intento de encontrar la verdad “no se transformará nunca en certidumbre, no será nunca un dato, sólo una esperanza”.
     Para encontrar sentido a la vida hay que decidirse a tomarla en las propias manos, superar la primera fase en la que todos nos iniciamos, la de dejarse llevar, una fase en la que ni siquiera llega uno a preguntarse por ese sentido. Este se manifiesta de varias maneras, aunque sobre todo lo hace en un sentido direccional: la vida está orientada hacia un fin, un fin futuro, y ese fin, nunca del todo conformado y nítido, nos atrae con una fuerza que no es reducible solo a términos racionales ni objetivos. Hay que recurrir también a la fe, en este sentido del que hablaba María Zambrano: “La fe es la actitud que corresponde al futuro; es el modo de tratar con él; de abrirle paso. Las raíces habrían de tenerla de la flor, si la planta realizara su esfuerzo conscientemente”. Igual que la raíz apunta hacia la flor, nosotros buscamos realizar nuestra potencialidad, según diría Aristóteles, o aproximarnos al Bien, según Platón esta vez. Así pues, mi vida tiene sentido porque voy hacia alguna parte que de alguna manera mejora lo que ahora soy. Ahora bien, el último sitio al cual voy es, resulta evidente, la muerte; Heidegger repetía que, efectivamente, la vida es una carrera hacia la muerte, que, por tanto, acaba con cualquier intento de mejora individual: todo lo que construyo como individuo se acabará encontrando con ese tope fatal. ¿Debería esto anular nuestra pretensión de encontrar un sentido a la vida? ¿Habremos de ubicarnos, como Sartre proponía, en la desesperación, y solo después de ello ir tirando como y hasta donde podamos, es decir, hasta que la muerte ponga fin a esa inutilidad acumulativa que hasta entonces fue la vida?
     Habrá que conjugar estas sugerencias de nuestra parte sombría y adaptada a los hechos con la constatación de que vivir es volcarse hacia las posibilidades que nos abre el futuro. Lo demás es ponerse de parte de la muerte. Aún más, vivimos en función de algo que no existe, en función de ilusiones que nos dinamizan hacia metas inciertas y que, de tener alguna consistencia, se refieren a algo que, todo lo más, está por venir. En suma, que la realidad que somos está preñada de irrealidad. O de una realidad que nos trasciende. Pero esto no es solo una circunstancia más o menos aislable de nuestra personalidad, una característica entre otras; no, sino que lo que esto quiere decir es que la vida, toda ella, es una función de esa propensión hacia lo que no somos y nos falta ser. Somos gracias a eso que no somos (algo, por tanto, inaccesible a las ciencias de la naturaleza, que solo tienen en cuenta lo que evidentemente somos, lo que es nuestro doble sombrío), gracias a que tenemos algo a lo que aspirar y sobre lo que estar ilusionados, algo que esperamos alcanzar y que trasciende nuestro presente. Y, salvo que caigamos en esa forma de renuncia a la vida que constituye la depresión, lo somos hasta el último instante de esa vida. Si no participáramos de esa tensión que tira de nosotros hacia adelante, hacia el futuro, la vida desaparecería o se pondría en el trance de desaparecer, no tendría ninguna función que realizar, ningún hueco que venir a rellenar. “Toda vida aspira a lo que hay de mejor”, dice Grondin, que añade: “La tensión hacia el Bien, hacia lo mejor, hacia la sobrevivencia es así inmanente a la vida”. Por tanto, la misma condición humana postula el más allá, puesto que si no lo hay, si no hay permanentemente un más allá tirando de nosotros, no hay vida. María Zambrano decía, precisamente: “Vivir, al menos humanamente, es transitar, estarse yendo hacia… siempre más allá”.
     Fijémonos a este propósito en el ejemplo que nos aporta la biografía de Cervantes. Nuestro emblemático escritor, cuando iba a morir, expresó que tenía plena conciencia de ello. Lo hizo en el prólogo a “Los trabajos de Persiles y Segismunda”, cuya redacción terminó cuatro días antes de su muerte, justo cuando recibió los últimos sacramentos. Al día siguiente redactó la dedicatoria al conde de Lemos, que dice así: “Puesto ya el pie en el estribo / Con las ansias de la muerte, / Gran señor, ésta te escribo. Ayer me dieron la Extremaunción, y hoy escribo ésta. El tiempo es breve, las ansias crecen, las esperanzas menguan, y con todo esto, llevo la vida sobre el deseo que tengo de vivir…”. Aún sigue escribiendo el 20 de abril, dos días antes de su muerte, en que dicta de un tirón el prólogo a “Los trabajos de Persiles y Segismunda”. Muere, efectivamente, el 22 de abril de 1616. Pero, como se ve, no renuncia a sus proyectos. Aún tenía pendientes otras novelas que había prometido escribir en sus prólogos y dedicatorias, así como la segunda parte de “La Galatea”. Sigue deseando escribir aun cuando sabe que ya no podrá hacerlo: “Llevo la vida sobre el deseo que tengo de vivir…”, de vivir en función de sus proyectos, que nunca da por terminados. Mientras Cervantes vive, sigue proyectando, sigue mirando al futuro. Sabe quién es, y sigue queriendo serlo. El yo que siente ser le es irrenunciable. Incluso cuando la muerte se le avecina. Y ese yo que es incluye los proyectos, lo que todavía no es. Ese yo empuja hacia un futuro que trasciende de lo que la duración de la vida permite. Dando sustento a esta aparente incongruencia, decía Viktor E. Frankl: “No existe ninguna situación en la que la vida deje ya de ofrecernos una posibilidad de sentido, y no existe tampoco ninguna persona para la que la vida no tenga dispuesta una tarea”… incluso cuando ya no haya tiempo de realizar esa tarea. Por eso, lo que somos postula el más allá, porque tenemos “yo” en la medida en que tenemos futuro, aun cuando objetivamente ya no tengamos futuro.
      Y si ese más allá no existe, habrá que inventarlo: eso es lo que el hombre se ha dedicado a hacer desde que se preguntó por el sentido de la vida, desde que se escindió y envió una parte de sí hacia allá donde los hechos no gobiernan. Más aún, la Creación entera parece discurrir sobre esa ficción del más allá, porque toda ella participa de la propensión hacia lo que todavía no es, y sobre la cual discurre la evolución del Universo. El Big Bang parece, pues, que es el momento en que el Universo se escindió y no se conformó con ser solo, como hasta entonces, nada. Esta quedó circunscrita a ser solo el contrapunto, el doble de lo que hay, la versión sartreana de ese componente de la evolución cósmica que constituye el arrepentimiento, la inercia o la desesperación. La nada queda así configurada como el negativo del ser.
     El sentido de la vida discurre sobre el hecho (¿?) de que hacemos la vida como si aspiráramos a algo que, en realidad, nunca alcanzaremos del todo. Cada meta es una etapa de la meta siguiente. Imposible parar, porque la vida consiste en eso, en aspirar siempre a algo más que lo que hemos alcanzado. Sobre esa aspiración siempre insatisfecha discurre la vida, que se inventó, precisamente, para recorrer el camino hacia lo imposible, más aún, que consiste estrictamente en eso. ¿Qué sentido tiene esto de vivir, es decir, de perseguir lo inalcanzable? Si dejamos que responda nuestro doble, concluiremos que resulta evidente que ninguno. Si, después de la escisión interior, respondemos nosotros mismos, los que estamos metidos en el empeño de vivir, diremos que el sentido de la vida es una verdad que, como que dos y dos sean cuatro, descubrimos en nuestra intimidad y que esperamos que esa verdad culmine de alguna manera en la realidad externa, la que nos trasciende. Si uno se inclina hacia el lado del sentido, podemos incluso llamar Dios a eso que es inalcanzable (Inalcanzable), eternamente desconocido (Desconocido), siempre escondido (Escondido), pero que tira de nosotros hacia delante, en su busca. "Nos has hecho para ti, Señor, y nuestro corazón estará insatisfecho hasta que descanse en ti", decía San Agustín. Algo que no existe o que nunca llegaremos a conocer resulta que es lo que explica que las cosas existan. Sobre esta paradoja se ha constituido la vida. Sin esa aspiración a lo que no existe, la vida tampoco existiría.