sábado, 25 de julio de 2015

Por qué es tan alto el nivel de exasperación de los españoles

     En España, el tono en el que se desarrolla nuestra convivencia viene lastrado por un alto grado de exasperación que se hace especialmente patente en cuanto llegamos a rozar la fibra de los temas que se relacionan con la política. Parecería que esa exasperación tiene causas objetivas que la justifican suficientemente, y que hicieron eclosión en aquel movimiento de los “indignados” que, como el “fantasma que recorría Europa” en tiempos de Marx, Engels y su Manifiesto Comunista, empezó a recorrer esta vez más estrictamente nuestra geografía hacia 2011. El paro, la corrupción y los recortes fueron principalmente los motivos que se adujeron como más que suficientes para aquella explosión de indignación que acabó cristalizando, sobre todo, en la formación política Podemos.
     Sin embargo, es posible argumentar a propósito de la existencia de un sustrato emocional en nuestro estado de ánimo colectivo que nos predispondría para esa exasperación que desde hace un tiempo prende con especial facilidad entre nosotros, los españoles, y que no necesita más que la aparición de detonantes ocasionales para hacer erupción. Un primer atisbo de esa exasperación profunda que anida en nuestra alma colectiva podemos tenerlo al atender al nivel de los decibelios en que suelen transcurrir las conversaciones sobre temas políticos entre nosotros (siempre y cuando no hayamos ya desechado preventivamente la posibilidad de hablar de cosas así). La consecuencia de esa forma de conversar o, más bien, discutir, es que, en la misma proporción en que sube el volumen de las voces, baja la posibilidad de razonar e influirse mutuamente. Y el caso es que esas maneras tan rotundas de expresarse no indican precisamente seguridad en quien así se manifiesta, sino probablemente lo contrario, porque, como decía Ortega y Gasset, “cuando los hombres no tienen nada claro que decir sobre una cosa, en vez de callarse suelen hacer lo contrario: dicen en superlativo, esto es, gritan. Y el grito es el preámbulo sonoro de la agresión, del combate, de la matanza. ‘Dove si grida non è vera scienza’–decía Leonardo. Donde se grita no hay conocimiento”.


Ilustración: Samuel Martínez Ortiz
 
 
     Pero no solo en las conversaciones, también en otros modos más generales de expresar opiniones queda en evidencia esa exasperación profunda de la que hablamos, tan estéril dialécticamente como peligrosa para el normal desarrollo de la convivencia, especialmente si quienes la manifiestan tienen poder político. La actualidad suele traer a menudo ejemplos de ello. Por citar alguno, recordaremos cómo hace unos días se hicieron públicos unos tuits que hizo circular por internet Marisol Moreno, concejal en el Ayuntamiento de Alicante por Guanyar Alacant (formación integrada por Podemos, IU y otros colectivos) en los que escribió frases del estilo de:Mirar (sic) a estos hijos de puta... una (sic) bomba os tiraba yo a vosotros”, u otras semejantes refiriéndose a las personas que estaban en la plaza de toros de Pamplona, o comentarios apostando por utilizar las subvenciones destinadas a los toros para “asesinar políticos”. "No me da la gana que mis impuestos subvencionen asesinatos. A no ser que sean los de los políticos...", espetaba al subir la imagen de una campaña contra la tauromaquia. Algunos de esos tuits han sido eliminados de su cuenta de Twitter, otros aún los conserva. Marisol Moreno, que en Twitter se llama 'Marisol La Roja' (@marisolLaRoja), es ahora la titular de la recién creada concejalía de Protección Animal y se le ha asignado un sueldo de 50.600 euros anuales, según recogió ABC.

     Por no salir de los ejemplos que ha proporcionado la prensa estos últimos días, podríamos hablar también de cómo, a raíz de las concesiones que decidió hacer el gobernante griego Tsipras a las instituciones económicas europeas, David Torres, un columnista de 'Público' pedía a este gobernante que tuviera la "decencia", de pegarse un tiro en la boca. También encajarían aquí los exasperados tuits del concejal madrileño Guillermo Zapata en los que se burlaba de las víctimas del terrorismo o hacía chistes cómplices con los modos en que los nazis llevaron a cabo el holocausto de los judíos. Tampoco estarían fuera de lugar en este contexto las muestras de solidaridad que toda la extrema izquierda manifestó hacia Alfonso Fernández Ortega, “Alfon” para sus muchos simpatizantes, cuando fue detenido y encarcelado hace unas semanas por orden del Tribunal Supremo por ser portador de una bomba cargada con metralla en la última jornada de huelga general que hubo en España. Pero no creo que sea necesario extenderse demasiado con los ejemplos: las muestras de exasperación producidas en los ámbitos en los que de alguna forma está implicada la política son suficientemente cotidianas y evidentes para todo el mundo, y no parece que sea preciso realizar un catálogo minucioso o exhaustivo de las mismas. Lo que procede, en cambio, es tratar de entender las raíces de esta exasperación colectiva, que, al amparo, en principio, de la bandera de la “indignación”, se ha adueñado de determinados sectores sociales.

 
     Hay un estrato del alma occidental en el que parece tomar inicial asiento este sentimiento de exasperación que nos caracteriza de un modo especial a los españoles. En ese estrato, el sentimiento que sirve de plataforma y palanca a nuestra exasperación es el desasosiego, algo que, situado en el contexto de una vida como la actual, en la que, en comparación con la de cualquier tiempo pasado, y a pesar de tantos inconvenientes, existen facilidades para llevarla a cabo que nunca antes existieron, a Ortega le resulta intrigante: “Nunca, ni de lejos –dice, en efecto– han contado estos pueblos de Occidente, y en general la humanidad, con más medios ni facilidades para vivir (¡lo decía en 1935!). ¿Cómo se explica entonces esa radical desazón?”. Y prosigue más adelante intentado encontrar una respuesta para tal pregunta: “Os invito a que imaginéis (el) caso de un hombre que se encuentra sin saber lo que tiene que hacer, lo que tiene que ser; que no lleva dentro de sí ningún horizonte de vida sinceramente suyo que se le imponga con plenitud y sin reserva (…)  Pues bien: yo creo que esto es lo que acontece a los hombres de Occidente: no saben de verdad qué hacer, qué ser, ni individual ni colectivamente”. Lo cual se traduce en una serie de comportamientos característicos: “En todas partes se advierte una protesta, una urgencia por reformar todo y por reformarlo hasta la raíz, que contrasta ostensiblemente con la falta de ideas claras sobre la sociedad, sobre el individuo”. En otro momento, y mientras conducía su reflexión por derroteros diferentes de los anteriores, el mismo Ortega añadía interesantes matices al asunto del que tratamos: “El mal humor es estéril –afirmaba entonces–. Todas las grandes épocas han sabido sostenerse sobre el abismo de miseria que es la existencia, merced al esfuerzo deportivo de la sonrisa. Por eso los griegos pensaban que el oficio principal de los dioses era sonreír y hasta reír. El rumor olímpico es, por excelencia, la carcajada”. Pero, concluye, “todas las potencias del mal están muy interesadas en instaurar el mal humor. Saben que un pueblo donde el mal humor se establezca es un pueblo destruido, aventurado, pulverizado”.
     Resultan irrenunciables estas reflexiones de Ortega si queremos abordar problemas como este del estado de ánimo de los españoles. Pero no haremos mal en complementarlas con estas otras de su más conspicuo discípulo, Julián Marías, que extraemos de una conferencia que dio sobre el tema, “Etapas y discordancias en la felicidad media de los españoles” (se puede seguir esa conferencia en este enlace de youtube: https://www.youtube.com/watch?v=yOPiRbQI3pI ). Dice Julián Marías que el español tiene cierta propensión a estar renegado, que se muestra a lo largo de la historia, y que se puede resumir en la sensación que suele quedar expresada cuando se dice: “la vida es un asco”. Y sin embargo, esta manera de ser ha sido tradicionalmente compensada por el hecho evidente de que, también a lo largo de la historia, el español ha sido bastante feliz. Hace un repaso de las distintas etapas históricas y va extrayendo esta conclusión de las muestras que aporta la literatura, el teatro, la pintura y otras expresiones culturales, incluida también la música. Y todo ello, incluso en el contexto de las dificultades económicas, de las restricciones impuestas a las ideas y de las guerras en las que estuvimos implicados. Resulta especialmente llamativo que, ya en el siglo XIX, después de los seis terribles años de guerra contra Napoleón y de la represión que Fernando VII llevó a cabo contra los liberales, en la época de los románticos, tan aparentemente sesgados, como estaban, hacia lo trágico, lo doloroso, la tristeza… los españoles vivían, sin embargo, impregnados de pasión, intensidad y alegría de vivir. “Es posible que nunca haya habido tanta felicidad real en España como en la época romántica”, llega a afirmar Marías de este período, por otro lado tan atribulado, de la historia de España.
     Pero hay un momento, ya bien entrado el siglo XX, en el que los españoles empiezan a no sentirse bien, a causa de algo terriblemente peligroso, que es la politización; no la política, que es algo importante, noble y necesario, sino la politización, que es otra cosa, y que significa que la política oculta todos los demás planos de la vida social. Esto empieza a producirse en España, dice Marías, a partir, quizás, de 1917 (en ese año se llevó a cabo una importante huelga general), en que aparecen los primeros síntomas, que se van acentuando con los reveses de la Guerra de Marruecos, la Dictadura de Primo de Rivera… Ya a partir de entonces, en las preocupaciones de la gente predomina de manera muy especial y exclusiva la política. Empieza a aparecer la discordia entre los españoles. La discordia no quiere decir que la gente opine cosas diferentes o incluso que luchen los diferentes bandos por sus respectivas ideas de cómo deben de ser las cosas. No; la discordia significa que unas personas no quieren convivir con las otras. Y esto es lo que emerge en estos años, y acabará de hacer erupción en nuestra Guerra Civil. Fue un proceso lento, que empezó por afectar solo a algunos sectores de la población, pero que se fue extendiendo hasta acabar en aquella terrible explosión de odio que fue la guerra.
     Pese a todo, después de aquello, de aquella horrible experiencia bélica, al acabar la guerra, la reacción de los españoles ante lo mucho que pudiera encontrarse de malo y penoso la resume Marías en tres palabras: ganas de vivir (y lo dice Marías, que tuvo que sufrir prisión al final de la guerra por haber militado en el bando republicano). Aconteció, pues, una explosión de ganas de vivir; se vivía mal, porque fueron tiempos muy difíciles, pero se tenían ganas de vivir. Se recuperó un sentimiento que había caracterizado a los españoles desde, al menos, el siglo XVI: la vitalidad. Consiguientemente, la discordia fue superándose y quedando, al final, más o menos orillada solamente en los ámbitos que sojuzgó el nacionalismo.
     Sin embargo, esa discordia sufrió un rebrote con José Luis Rodríguez Zapatero, uno de los peores gobernantes que hayamos tenido nunca, que hizo todo lo necesario para que reverdecieran las atribuladas emociones que habían predominado durante la guerra civil, lo cual acabó cristalizando finalmente en su Ley de Memoria Histórica. La oleada de crispación y exasperación que ahora estamos sufriendo tiene su precedente y su fuente más inmediata en las actitudes irresponsables de aquel iluminado adolescente tardío.
     Desde luego, hace falta cambiar muchas cosas en España. Algunas de ellas (solo algunas), coinciden con las que demandan nuestros indignados vocacionales. Pero si la etapa histórica que ha de venir para proveer esos cambios está canalizada a través de la discordia, el rencor y la exasperación, ya es posible prever que iremos de mal en peor.

domingo, 19 de julio de 2015

La razón: un engaño necesario

     Nassim Nicholas Taleb, el inteligente creador de la teoría de los cisnes negros, en donde resalta la importancia de los sucesos altamente improbables, nos previene contra la tendencia a la generalización. Pone el irrebatible ejemplo del pavo que, después de observar la conducta de su dueño y criador, vive 364 días del año engañado por la generalización que hizo deduciendo de aquella que ese dueño tenía hacia él exclusivamente buenos sentimientos, puesto que cada día le daba de comer y le mimaba y protegía. El día 365, el de la víspera de Acción de Gracias o, en nuestro más estricto ámbito cultural, el día de Nochebuena, es aquel en el que el pavo sale bruscamente de su engaño un momento antes de que su dueño le corte el gaznate para preparar la comida especial del día siguiente. Peligrosa, en conclusión, esa tendencia a generalizar de la que este mismo pavo fue víctima: la sorpresa, muchas veces desagradable, acecha detrás abriendo paso a lo imprevisto y, a menudo, desagradable.


ILUSTRACIÓN: SAMUEL MARTÍNEZ ORTIZ


     Y sin embargo, no podemos dejar de hacer uso de la generalización. En eso consiste el razonar: en buscar alojamiento para los casos particulares en conceptos generales, de modo que el caos en que, para empezar, consiste el universo, se vaya convirtiendo en mundo ordenado y previsible. Gracias a nuestra facultad de razonar, no tenemos que improvisar una respuesta para cada nueva experiencia que se nos presente, sino que sabemos cómo hemos de tratar con ella porque contamos con el bagaje generalizador que nos aporta nuestra inteligencia y que en buena medida nos legó nuestra cultura. Y tan es así, que puede decir Ortega y Gasset: “La realidad no es dato, algo dado, regalado –sino que es construcción que el hombre hace con el material dado”. Gracias a la función generalizadora de la razón (a la construcción mental que llevo a cabo a partir de lo que observo), consigo saber, por ejemplo, que eso que tengo ante mí es una silla, aunque nunca antes la hubiera visto, puesto que cuento con el concepto que surge de la experiencia repetida con otras sillas similares.
     Averiguar cuál es la circunstancia en la que a cada cual nos ha tocado vivir consistiría, según esto, en encontrar el punto de estabilidad y de previsibilidad en que las cosas adquieren un ser, es decir, en que llegamos a saber qué son esas cosas. Se trataría, pues, de encontrar conceptos unificadores en los que integrar los datos que pone ante nosotros la realidad, los cuales, para empezar, se nos presentan como múltiples y diversos, es decir, caóticos. De modo que, confirma Ortega, “un hecho humano (…) pertenece a un organismo de hechos donde cada cual tiene su papel dinámico y activo (…) La realidad, pues, del hecho no está en él”, en la medida en que ese hecho viene a acoplarse con nuestra manera de mirarlo, con el conjunto de los conceptos de los que usamos para organizar el mundo que nos rodea. El hecho objetivo está también en nosotros.
     Así pues, ¿dónde reside la verdad? ¿En las aportaciones que nos hace la razón cuando, por ejemplo, nos permite saber que ese hecho, ese dato que tenemos ante nosotros es una “silla”, aunque sea la primera vez que la veamos, porque contamos con el concepto, la generalización correspondiente, que nos facilita enormemente la vida ya que no tenemos que confrontarnos cada vez que veamos una silla con una experiencia inédita que hayamos de recrear totalmente? ¿O la verdad reside solo y exclusivamente en el caso particular, en lo que inmediatamente experimentamos, porque si nos ponemos a generalizar corremos el riesgo de llevarnos una sorpresa equivalente a la que tuvo aquel desdichado pavo del que hablaba Taleb?
     La historia de la cultura, y más específicamente de nuestra civilización occidental, es la zigzagueante trayectoria que hemos recorrido desde hace, sobre todo, dos milenios y medio transitando desde dominios en los que se reconocía la tutela que sobre nuestras experiencias ejercía la razón hasta otros en donde, por el contrario, el apego a los hechos concretos nos permitía o nos obligaba a estar en guardia frente a lo que pudiera producir cada fenómeno particular… para de nuevo acabar regresando –temporalmente, claro– a los dominios de la razón y la generalización.
     Ceñiremos el rastreo de esa trayectoria en zigzag que conforma nuestra historia al tramo de nuestra civilización que comienza con San Agustín, para el cual la verdad no reside en los hechos particulares que aporta el mundo, sino que, según él, y siguiendo la pauta que marcó Platón, “habita en nuestro interior”. Quiere decir San Agustín que es exclusivamente nuestra razón (nuestra potencia generalizadora), sin necesidad de ningún apoyo en la experiencia de los hechos externos, la que, echando mano de las ideas platónicas que moran en nuestro interior y de las cuales los hechos son mera imitación, accede a la verdad. Lo que ocurre en el mundo es, en realidad, mera distracción, porque puede despistar con sus imprevistas aportaciones y particularidades. Si el mundo se sale de los raíles que previó nuestra razón, no es esta la que se equivoca, según Agustín, sino el mundo. Si el pavo de Taleb hubiera podido escoger orden religiosa en la que profesar, habría optado por ser, al menos 364 días al año, agustiniano. El resultado de esa manera de mirar fue que la Edad Media se alejó del mundo real, el mundo de los hechos concretos. Dice Ortega y Gasset: “Esto es lo esencial para la estructura de la vida medieval (…) Esta vida no se cura sino con la otra. Lo único que el hombre puede hacer con sus propias fuerzas es negativo –negarse y negar el mundo, retraer de sí y de las cosas su atención y así aligerado de peso terrenal ser sorbido por Dios (…) El hombre se queda, por lo pronto, solo con Dios”. Y siguiendo esta misma pauta, la parte de sí que en los hombres daba inevitablemente hacia el mundo, buscaba, aun así, la guía de aquella razón extramundana de San Agustín, la que aspiraba a la máxima generalización, es decir, la más depurada reglamentación y previsibilidad. Hasta el punto de que, según Erich Fromm, “la vida personal, económica y social se hallaba dominada por reglas y obligaciones a las que prácticamente no escapaba esfera alguna de actividad”, y el mismo Ortega confirmaba: “En el siglo XIV el hombre desaparece bajo su función social. Todo es sindicatos o gremios, corporaciones, estados. Todo el mundo lleva hasta en la indumentaria el uniforme de su oficio. Todo es forma convencional, estatuida, fija; todo es ritual infinitamente complicado”.
     Santo Tomás (1225-1274) abrió ventanas en el alma (en la capacidad de razonar): las que permitían entrar en ella a las aportaciones de los sentidos, de lo particular, aunque lo hizo en la seguridad de que esas aportaciones a la razón que provenían de los hechos eran fiables, de que la experiencia del mundo era una vía de acceso a la verdad divina. Pero Santo Tomás no lograría darle al pavo una explicación satisfactoria de lo que ocurría la víspera de Navidad, cuando la verdad que surge de lo íntimo y la verdad de los hechos se contradicen. Así que tuvo que llegar Guillermo de Ockham (1280/1288-1349) unas décadas más tarde para ensanchar la grieta que había abierto Santo Tomás y servir de rotundo punto de inflexión al cambio en zigzag que por entonces iba a acontecer en nuestra historia. Efectivamente, Ockham llegó diciendo que las generalizaciones de nuestra razón no existían en la realidad, que eran meros “flatus vocis” (soplos de voz), y que lo único que existían eran los hechos particulares y concretos. El bosque (la generalización) era un invento de la razón; lo único realmente existente eran los árboles concretos. Nicholas Taleb y su pavo le habrían aplaudido sin reservas. Un ockamiano estricto, Martín Lutero, llegó a decir que “la razón es la ramera del diablo”. El Renacimiento fue resultado de esa revolución a la que Ockham había abierto la puerta. Para empezar, nació por entonces ese ser tan particular y concreto que es el individuo. Procede, en este contexto, traer a colación la siguiente reflexión de Carl Gustav Jung: “Cuanto más retrocedemos en el tiempo, con tanta mayor frecuencia vemos a la personalidad desvanecerse oculta bajo el manto de la colectividad. Y si descendemos tan lejos como para llegar a la psicología primitiva, nos encontraremos con que allí ni tan siquiera tiene sentido hablar de la idea de individuo. (…)  Lo que nosotros entendemos por la idea de ‘individuo’ constituye una conquista relativamente reciente en la historia del espíritu y la civilización humanas”. Erich Fromm es incluso más rotundo a este respecto: “La historia europea y americana desde fines de la Edad Media no es más que el relato de la emergencia plena del individuo”. Ortega completa la idea: “El llamado Renacimiento es, pues, por lo pronto, el esfuerzo por desprenderse de la cultura tradicional que, formada durante la Edad Media, había llegado a anquilosarse y ahogar la espontaneidad del hombre”.

     Por otro lado, además de esa realidad concreta que es el individuo, aparece el interés por los hechos particulares: “El hombre moderno –dice asimismo Ortega– vive asomado al mañana para ver llegar la novedad”, es decir, lo que rompe los moldes de lo general, de lo que estaba previsto (por ejemplo, por el pavo los 364 días previos a la Navidad). De ese nuevo interés que empieza a surgir con el Renacimiento dan testimonio los que se conocieron como gabinetes de curiosidades, precedentes de los que con el tiempo llegaron a ser los museos de historia natural. Quien tenía recursos y afición, se dedicó al coleccionismo, a atesorar ejemplares curiosos que procedían de los campos más heterogéneos: piezas arqueológicas, reliquias, ingenios mecánicos, animales raros, esqueletos, minerales, fósiles, hierbas, artefactos de interés etnográfico… Resultado, en fin, todo ello, de aquel cambio de perspectiva que había llevado desde el interés por los principios generales y el curso ordinario de la naturaleza por el que se había regido la escolástica (y el pavo de nuestro ejemplo durante casi todo el año), hasta el interés contrapuesto, según el cual lo que merecía atención eran los fenómenos singulares, lo extraordinario y su observación empírica. La curiosidad, la atracción por lo extraño dejó de ser, como pensara San Agustín, una inclinación pecaminosa. Y el telescopio, el microscopio y la bomba del vacío (inventada en 1650) fueron los instrumentos más característicos de la Revolución Científica, los que mejor cumplieron con la función de ayudar a la observación y satisfacer la curiosidad de los hombres de aquel tiempo. Los datos y mediciones que los hombres realizaban no eran un engaño, la objetividad era posible y los hechos, no solo la razón que los precede, contenían su propia verdad.

    
     Asimismo, y paralelamente a esta puesta en primer plano de los hechos particulares, aparece por entonces un determinado tipo de desasosiego, como queda expreso en esto que también dice Ortega: “El hombre antiguo parte de un sentimiento de confianza hacia el mundo, que es para él, de antemano, un Cosmos, un Orden. El moderno parte de la desconfianza, de la suspicacia, porque (…) el mundo es para él un Caos, un Desorden”. Renunciar a hallar una ley, una generalización, que sirva para entender los acontecimientos, aceptar estar siempre predispuesto a la confrontación con lo nuevo y sorprendente (con lo imprevisible, con el caos) es una experiencia finalmente agotadora y desestructuradora. De manera que en el tránsito del siglo XV al XVI, dice Stefan Zweig, “de la noche a la mañana, las certidumbres se convierten en dudas, cualquier cosa perteneciente al ayer parece tener milenios y se descarta (…) El desasosiego fermenta en los países, el miedo y la impaciencia alientan en las almas”. Es lo que tiene esto de prescindir de las generalizaciones, de sospechar de la razón, de confrontarse con una realidad de la que se ha amputado la ley, el orden, el sentido. Cuando los filósofos posmodernos afirman que no hay realidades generales, sino solamente fragmentos de realidad, están llevando a su culminación esta trayectoria individualizadora que comenzó en el Renacimiento o, mejor dicho, con Guillermo de Ockham. Y cuando los individuos creen que no hay realidades generales a las que subordinarse, y que cada cual tiene su propia verdad única e intransferible; cuando, por ejemplo, cualquiera puede decidir personalmente el sexo con el que inscribirse en el Registro Civil, o convertir, como hizo Marcel Duchamp, cualquier objeto en obra de arte a partir de su personal decisión, también se está alineando con Ockham y con el pavo de la víspera de Navidad. Julián Marías dice que la inestabilidad es el fenómeno más característico de nuestra época. La consecuencia es que la venta de psicofármacos aumenta cada vez más, porque la improvisación permanente, la ausencia de criterios generalizadores que permitan saber lo que las cosas son (lo que establemente son), produce angustia.

domingo, 12 de julio de 2015

La inmortalidad y una duda hacia la que nos empuja José Mota

     Respecto de la intrigante, y quizás extravagante, hipótesis de la inmortalidad, o al menos de alguna forma de supervivencia después de la muerte, existe una interesante secuencia argumental que, en alguno de sus tramos al menos, propone Julián Marías y que, como suele ser habitual con él, obliga a detenerse y darle el relieve que merece. Podríamos dar comienzo a esa secuencia destacando la característica que tiene el hombre que, como el filósofo vallisoletano dice, le convierte en un ser futurizo (fue el mismo académico Marías quien introdujo esta palabra en el Diccionario de la RAE). Con ello se quiere decir que estamos volcados hacia posibilidades que nos abre el futuro; aún más, que vivimos en función de algo que no existe, en función de ilusiones que nos dinamizan hacia metas inciertas y que, de tener alguna consistencia, se refieren a algo que está por venir. En suma, que la realidad que somos está preñada de irrealidad. Pero esto no es solo una circunstancia más o menos aislable de nuestra personalidad, una característica entre otras; no, sino que lo que esto quiere decir es que la vida, toda ella, es una función de esa propensión hacia lo que no somos y nos falta ser. Somos gracias a eso que no somos (algo, por tanto, inaccesible a las ciencias de la naturaleza, que solo tienen en cuenta lo que evidentemente somos), gracias a que tenemos algo a lo que aspirar y sobre lo que estar ilusionados, algo que esperamos alcanzar y que trasciende nuestro presente. Y, salvo que caigamos en esa forma de renuncia a la vida que constituye la depresión, lo somos hasta el último instante de esa vida. Si no participáramos de esa tensión que tira de nosotros hacia adelante, hacia el futuro, la vida desaparecería, no tendría ninguna función que realizar, ningún hueco que venir a rellenar. Por tanto, la misma condición humana postula el más allá, puesto que si no lo hay, si no hay permanentemente un más allá tirando de nosotros, no hay vida. María Zambrano decía, precisamente: “Vivir, al menos humanamente, es transitar, estarse yendo hacia… siempre más allá”.

ILUSTRACIÓN: SAMUEL MARTÍNEZ ORTIZ

     Fijémonos a este propósito en el ejemplo que nos aporta la biografía de Cervantes. Nuestro emblemático escritor, cuando iba a morir, expresó que tenía plena conciencia de ello. Lo hizo en el prólogo a “Los trabajos de Persiles y Segismunda”, cuya redacción terminó cuatro días antes de su muerte, justo cuando recibió los últimos sacramentos. Al día siguiente redactó la dedicatoria al conde de Lemos, que dice así: Puesto ya el pie en el estribo / Con las ansias de la muerte, / Gran señor, ésta te escribo. Ayer me dieron la Extremaunción, y hoy escribo ésta. El tiempo es breve, las ansias crecen, las esperanzas menguan, y con todo esto, llevo la vida sobre el deseo que tengo de vivir…”. Aún sigue escribiendo el 20 de abril, dos días antes de su muerte, en que dicta de un tirón el prólogo a “Los trabajos de Persiles y Segismunda”. Muere, efectivamente, el 22 de abril de 1616. Pero, como se ve, no renuncia a sus proyectos. Aún tenía pendientes otras novelas que había prometido escribir en sus prólogos y dedicatorias, así como la segunda parte de “La Galatea”. Sigue deseando escribir aun cuando sabe que ya no podrá hacerlo: “Llevo la vida sobre el deseo que tengo de vivir…”, de vivir en función de sus proyectos, que nunca da por terminados. Mientras Cervantes vive, sigue proyectando, sigue mirando al futuro. Sabe quién es, y sigue queriendo serlo. El yo que siente ser le es irrenunciable. Incluso cuando la muerte se le avecina. Y ese yo que es incluye los proyectos, lo que todavía no es. Ese yo empuja hacia un futuro que trasciende de lo que la duración de la vida permite. Por eso, lo que somos postula el más allá, porque tenemos “yo” en la medida en que tenemos futuro, incluso cuando objetivamente ya no tengamos futuro.
     Y si ese más allá no existe, habría que concluir que somos una inmensa errata cósmica, un lapsus, un despiste de la Creación. Más aún, la Creación entera sería un despiste, porque toda ella participa de esa propensión hacia lo que todavía no es, y sobre la cual discurre la evolución del Universo.  Todo estaría moviéndose absurdamente en pos de un más allá (está claro que este tampoco es un lenguaje aceptable para la ciencia natural), un movimiento que tarde o temprano vendría a quedar interrumpido, confirmando el lapsus que tuvo el big bang al ponerse en marcha, al desoír el arrepentimiento, el no-corras-que-es-peor que salió en el mismo paquete de la explosión primigenia. ¿Es una posibilidad que sea el absurdo el último destino al que está abocado el universo y que no haya realmente nada que esperar al otro lado de ese absurdo? Por supuesto, es posible que, efectivamente, no haya nada que esperar. Ahora bien, como diría José Mota (y también Blaise Pascal): “¿Y si sí?”.
     Pero, ¿qué es lo que sobreviviría de nosotros caso de que hubiera un más allá de la muerte? Esta pregunta obliga, antes de responderla, a decidir sobre la cuestión de si somos un epifenómeno de nuestro cuerpo o el cuerpo es una circunstancia nuestra. De si pertenecemos a ese nuestro cuerpo o, por el contrario, nuestro cuerpo nos pertenece. De si, en fin, somos reducibles a nuestros componentes bioquímicos o estos son solo el soporte de nuestro yo. Hay razones poderosísimas que aportan las ciencias naturales en favor de la primera de estas hipótesis, y que les llevan a afirmar que la vida es solo una forma de organización de la materia con cierto grado de complejidad. Solo eso. Desaparece el cuerpo… y adiós, muy buenas. Y sin embargo, se han dado también experiencias que llevan a conclusiones contrarias a estas, aunque suelen ser rápidamente desechadas por los partidarias de la primera hipótesis, que parece mucho más sensata y atenida a hechos más cotidianos y evidentes. El caso es que no, que hay, precisamente, experiencias que la contradicen y que a estas alturas nadie con el instinto de la curiosidad y la atención despiertos puede negar si no es por negligencia o abandono en ambos atributos. La percepción extrasensorial, las experiencias post mortem relatadas por personas que han estado aparentemente muertas durante un tiempo y que, tras regresar, han relatado sucesos que obligaban a suponer que han salido de su “envoltura corporal”, por cuanto hablan de cosas que no podrían haber “visto” si no es de esa manera… todo esto obliga a relativizar las conclusiones de que solo somos lo que nos permite ser nuestro cuerpo, y que ese es nuestro límite.
     Y de existir el más allá, ¿de qué estaría hecho? Ahí está el tope al que nuestra filosófica tendencia a hacernos preguntas podría llegar. Las preguntas previas pueden tener alguna clase de respuesta más o menos verosímil, más o menos contradictoria, pero toda indagación filosófica auténtica es un camino que acaba no en forma de respuesta sino de pregunta. De pregunta irresoluble. Quizá entraríamos a formar parte de un “organismo” algo así como espiritual que recogería en su seno todas las formas que la Creación ha ido generando para caminar hacia el más allá, desde la más pequeña hormiga de los tiempos de los dinosaurios hasta el último hombre nacido. Unamuno le haría una pedorreta a esa posibilidad, desde luego, porque lo que le importaba (lo que importa) es que no desaparezca su ser individual, su conciencia de sí, su yo. Pero ¿dónde cabríamos tantos seres individuales, especialmente si al sobrecogedor margen del tiempo habido y por haber añadimos el espacio de unos cuantos miles de millones de planetas semejantes al nuestro, que habrán evolucionado seguramente también hacia formas de individualidad? ¡Vaya overbooking!
     En fin, que hay que tener afición a la filosofía para hacerse preguntas y más preguntas, hasta llegar a las que no tienen ninguna respuesta razonable. Yo no pienso, sin embargo, ir a mirármelo. Aún más, creo que quien se lo tiene que hacer mirar es quien renuncia a hacérselas. Porque ¿y si sí?