En España, el tono en el que se desarrolla nuestra
convivencia viene lastrado por un alto grado de exasperación que se hace
especialmente patente en cuanto llegamos a rozar la fibra de los temas que se
relacionan con la política. Parecería que esa exasperación tiene causas
objetivas que la justifican suficientemente, y que hicieron eclosión en aquel
movimiento de los “indignados” que, como el “fantasma que recorría Europa” en
tiempos de Marx, Engels y su Manifiesto Comunista, empezó a recorrer esta vez
más estrictamente nuestra geografía hacia 2011. El paro, la corrupción y los
recortes fueron principalmente los motivos que se adujeron como más que
suficientes para aquella explosión de indignación que acabó cristalizando,
sobre todo, en la formación política Podemos.
Sin embargo, es posible argumentar a propósito de la
existencia de un sustrato emocional en nuestro estado de ánimo colectivo que
nos predispondría para esa exasperación que desde hace un tiempo prende con
especial facilidad entre nosotros, los españoles, y que no necesita más que la
aparición de detonantes ocasionales para hacer erupción. Un primer atisbo de
esa exasperación profunda que anida en nuestra alma colectiva podemos tenerlo
al atender al nivel de los decibelios en que suelen transcurrir las
conversaciones sobre temas políticos entre nosotros (siempre y cuando no
hayamos ya desechado preventivamente la posibilidad de hablar de cosas así). La
consecuencia de esa forma de conversar o, más bien, discutir, es que, en la
misma proporción en que sube el volumen de las voces, baja la posibilidad de
razonar e influirse mutuamente. Y el caso es que esas maneras tan rotundas de
expresarse no indican precisamente seguridad en quien así se manifiesta, sino
probablemente lo contrario, porque, como decía Ortega y Gasset, “cuando
los hombres no tienen nada claro que decir sobre una cosa, en vez de callarse
suelen hacer lo contrario: dicen en
superlativo, esto es, gritan. Y el grito es el preámbulo sonoro de la agresión,
del combate, de la matanza. ‘Dove si grida non è vera scienza’–decía Leonardo. Donde se grita no hay
conocimiento”.
Ilustración:
Samuel Martínez Ortiz
Pero no solo en las
conversaciones, también en otros modos más generales de expresar opiniones
queda en evidencia esa exasperación profunda de la que hablamos, tan estéril
dialécticamente como peligrosa para el normal desarrollo de la convivencia, especialmente
si quienes la manifiestan tienen poder político. La actualidad suele traer a
menudo ejemplos de ello. Por citar alguno, recordaremos cómo hace unos días se
hicieron públicos unos tuits que hizo circular por internet Marisol Moreno,
concejal en el Ayuntamiento de Alicante por Guanyar Alacant (formación
integrada por Podemos, IU y otros colectivos) en los que escribió frases del
estilo de: “Mirar (sic) a estos hijos de
puta... una (sic) bomba os tiraba yo a vosotros”, u otras
semejantes refiriéndose a las personas que estaban en la plaza de toros de
Pamplona, o comentarios apostando por utilizar las subvenciones destinadas a
los toros para “asesinar políticos”. "No me da la gana que mis impuestos
subvencionen asesinatos. A no ser que sean los de los políticos...",
espetaba al subir la imagen de una campaña contra la tauromaquia. Algunos de esos
tuits han sido eliminados de su cuenta de Twitter, otros aún los conserva. Marisol
Moreno, que en Twitter se llama 'Marisol La Roja' (@marisolLaRoja), es ahora la
titular de la recién creada concejalía de Protección Animal y se le ha asignado
un sueldo de 50.600 euros anuales, según recogió ABC.
Por no salir de los ejemplos que ha proporcionado la prensa
estos últimos días, podríamos hablar también de cómo, a raíz de las concesiones
que decidió hacer el gobernante griego Tsipras a las instituciones económicas europeas, David
Torres, un columnista de 'Público' pedía a este gobernante que tuviera la "decencia",
de pegarse un tiro en la boca. También encajarían aquí los exasperados tuits
del concejal madrileño Guillermo Zapata en los que se burlaba de las víctimas
del terrorismo o hacía chistes cómplices con los modos en que los nazis
llevaron a cabo el holocausto de los judíos. Tampoco estarían fuera de lugar en
este contexto las muestras de solidaridad que toda la extrema izquierda
manifestó hacia Alfonso Fernández Ortega, “Alfon” para sus muchos simpatizantes,
cuando fue detenido y encarcelado hace unas semanas por orden del Tribunal
Supremo por ser portador de una bomba cargada con metralla en la última jornada
de huelga general que hubo en España. Pero no creo que sea necesario extenderse
demasiado con los ejemplos: las muestras de exasperación producidas en los
ámbitos en los que de alguna forma está implicada la política son
suficientemente cotidianas y evidentes para todo el mundo, y no parece que sea
preciso realizar un catálogo minucioso o exhaustivo de las mismas. Lo que
procede, en cambio, es tratar de entender las raíces de esta exasperación
colectiva, que, al amparo, en principio, de la bandera de la “indignación”, se
ha adueñado de determinados sectores sociales.
Hay un estrato del
alma occidental en el que parece tomar inicial asiento este sentimiento de
exasperación que nos caracteriza de un modo especial a los españoles. En ese
estrato, el sentimiento que sirve de plataforma y palanca a nuestra
exasperación es el desasosiego, algo que, situado en el contexto de una
vida como la actual, en la que, en comparación con la de cualquier tiempo
pasado, y a pesar de tantos inconvenientes, existen facilidades para llevarla a
cabo que nunca antes existieron, a Ortega le resulta intrigante: “Nunca,
ni de lejos –dice, en efecto– han contado estos pueblos de Occidente, y en
general la humanidad, con más medios ni facilidades para vivir (¡lo
decía en 1935!). ¿Cómo se explica entonces esa radical desazón?”. Y prosigue
más adelante intentado encontrar una respuesta para tal pregunta: “Os
invito a que imaginéis (el) caso de un hombre que se encuentra sin saber lo que
tiene que hacer, lo que tiene que ser; que no lleva dentro de sí ningún
horizonte de vida sinceramente suyo que se le imponga con plenitud y sin
reserva (…) Pues bien: yo creo que esto
es lo que acontece a los hombres de Occidente: no saben de verdad qué hacer,
qué ser, ni individual ni colectivamente”. Lo cual se traduce en una
serie de comportamientos característicos: “En todas partes se advierte una protesta,
una urgencia por reformar todo y por reformarlo hasta la raíz, que contrasta
ostensiblemente con la falta de ideas claras sobre la sociedad, sobre el
individuo”. En otro momento, y mientras conducía su reflexión por
derroteros diferentes de los anteriores, el mismo Ortega añadía interesantes
matices al asunto del que tratamos: “El mal humor es estéril –afirmaba entonces–.
Todas las grandes épocas han sabido sostenerse sobre el abismo de miseria que
es la existencia, merced al esfuerzo deportivo de la sonrisa. Por eso los
griegos pensaban que el oficio principal de los dioses era sonreír y hasta
reír. El rumor olímpico es, por excelencia, la carcajada”. Pero,
concluye, “todas las potencias del mal están muy interesadas en instaurar el mal
humor. Saben que un pueblo donde el mal humor se establezca es un pueblo
destruido, aventurado, pulverizado”.
Resultan irrenunciables estas reflexiones de Ortega si
queremos abordar problemas como este del estado de ánimo de los españoles. Pero
no haremos mal en complementarlas con estas otras de su más conspicuo
discípulo, Julián Marías, que extraemos de una conferencia que dio sobre el
tema, “Etapas y discordancias en la
felicidad media de los españoles” (se puede seguir esa conferencia en este
enlace de youtube: https://www.youtube.com/watch?v=yOPiRbQI3pI
). Dice Julián Marías que el español tiene cierta propensión a estar renegado,
que se muestra a lo largo de la historia, y que se puede resumir en la
sensación que suele quedar expresada cuando se dice: “la vida es un asco”. Y sin embargo, esta manera de ser ha sido
tradicionalmente compensada por el hecho evidente de que, también a lo largo de
la historia, el español ha sido bastante feliz. Hace un repaso de las distintas
etapas históricas y va extrayendo esta conclusión de las muestras que aporta la
literatura, el teatro, la pintura y otras expresiones culturales, incluida
también la música. Y todo ello, incluso en el contexto de las dificultades
económicas, de las restricciones impuestas a las ideas y de las guerras en las
que estuvimos implicados. Resulta especialmente llamativo que, ya en el siglo
XIX, después de los seis terribles años de guerra contra Napoleón y de la
represión que Fernando VII llevó a cabo contra los liberales, en la época de
los románticos, tan aparentemente sesgados, como estaban, hacia lo trágico, lo
doloroso, la tristeza… los españoles vivían, sin embargo, impregnados de
pasión, intensidad y alegría de vivir. “Es posible que nunca haya habido tanta
felicidad real en España como en la época romántica”, llega a afirmar
Marías de este período, por otro lado tan atribulado, de la historia de España.
Pero hay un momento, ya bien entrado el siglo XX, en el que
los españoles empiezan a no sentirse bien, a causa de algo terriblemente
peligroso, que es la politización; no la política, que es algo importante,
noble y necesario, sino la politización, que es otra cosa, y que significa que
la política oculta todos los demás planos de la vida social. Esto empieza a
producirse en España, dice Marías, a partir, quizás, de 1917 (en ese año se
llevó a cabo una importante huelga general), en que aparecen los primeros
síntomas, que se van acentuando con los reveses de la Guerra de Marruecos, la
Dictadura de Primo de Rivera… Ya a partir de entonces, en las preocupaciones de
la gente predomina de manera muy especial y exclusiva la política. Empieza a
aparecer la discordia entre los españoles. La discordia no quiere decir que la
gente opine cosas diferentes o incluso que luchen los diferentes bandos por sus
respectivas ideas de cómo deben de ser las cosas. No; la discordia significa
que unas personas no quieren convivir con las otras. Y esto es lo que emerge en
estos años, y acabará de hacer erupción en nuestra Guerra Civil. Fue un proceso
lento, que empezó por afectar solo a algunos sectores de la población, pero que
se fue extendiendo hasta acabar en aquella terrible explosión de odio que fue
la guerra.
Pese a todo, después de aquello, de aquella horrible
experiencia bélica, al acabar la guerra, la reacción de los españoles ante lo mucho que pudiera encontrarse de malo y penoso la resume Marías en tres palabras:
ganas de vivir (y lo dice Marías, que tuvo que sufrir prisión al final de la
guerra por haber militado en el bando republicano). Aconteció, pues, una
explosión de ganas de vivir; se vivía mal, porque fueron tiempos muy difíciles,
pero se tenían ganas de vivir. Se recuperó un sentimiento que había
caracterizado a los españoles desde, al menos, el siglo XVI: la vitalidad.
Consiguientemente, la discordia fue superándose y quedando, al final, más o
menos orillada solamente en los ámbitos que sojuzgó el nacionalismo.
Sin embargo, esa discordia sufrió un rebrote con José Luis
Rodríguez Zapatero, uno de los peores gobernantes que hayamos tenido nunca, que
hizo todo lo necesario para que reverdecieran las atribuladas emociones que
habían predominado durante la guerra civil, lo cual acabó cristalizando
finalmente en su Ley de Memoria Histórica. La oleada de crispación y
exasperación que ahora estamos sufriendo tiene su precedente y su fuente más
inmediata en las actitudes irresponsables de aquel iluminado adolescente
tardío.
Desde luego, hace falta cambiar muchas cosas en España. Algunas
de ellas (solo algunas), coinciden con las que demandan nuestros indignados
vocacionales. Pero si la etapa histórica que ha de venir para proveer esos
cambios está canalizada a través de la discordia, el rencor y la exasperación,
ya es posible prever que iremos de mal en peor.