Este gran descubrimiento que sobre todo Kant puso en manos del hombre moderno, y según el cual cada individuo es responsable en gran medida del mundo en el que vive, de la forma que adquiere en última instancia, y, hasta cierto punto, de lo que nos da y lo que nos exige, produjo una gran conmoción. Hasta entonces (de manera prototípica durante la Edad Media), el mundo nos venía dado a los hombres, y también el diseño de lo que había de ser nuestra vida en él; había un marco rígido en el que inevitablemente habría de encajar el trabajo que iba a tener cada individuo, con quién se habría de casar, qué ideas habría de tener… La verdad estaba ya escrita y decidida. A lo largo de la Edad Moderna, y singularmente a partir de Kant, cada individuo había de descubrir su verdad, no existía ninguna verdad preestablecida. “Cada ser –decía Ortega en sintonía con Kant– posee su paisaje propio, en relación con el cual se comporta”. No venía a decir algo muy distinto María Zambrano: “Al encontrar la realidad nos encontramos a nosotros mismos”.
Los románticos aplicaron esta enseñanza de Kant de una forma maximalista. Del desconcierto que en ellos produjo son muestra estas palabras de Heinrich von Kleist, uno de los más conspicuos entre ellos, escritas, precisamente, después de leer a Kant: “La idea de que no sabemos nada de la verdad, nada en absoluto, que aquello que aquí llamamos verdad, tras la muerte se llamará de otra manera, y que por tanto el afán de conseguir algo propio que nos siga también a la tumba es totalmente vano y estéril, esta idea me ha estremecido en el santuario de mi alma (…) Mi único y máximo objetivo ha caído y ya no tengo ninguno”. Tal fue el impacto que en él produjo esta manera de acoger las ideas de Kant que acabó suicidándose a los 34 años. También Novalis, el romántico por excelencia, se retiró a su manera de ese mundo que de antemano no le ofrecía ninguna certeza, ninguna seguridad: “El mundo me resulta cada vez más extraño. Las cosas que me rodean me resultan indiferentes”. El historiador del arte y de las ideas Arnold Hauser comenta: “El desasosiego y la indecisión románticos se convierten en una epidemia, en la ‘enfermedad del siglo’; el sentimiento de aislamiento, en un culto resentido de la soledad; la pérdida de la fe en altos ideales, en individualismo anárquico; la fatiga cultural y el tedio de la vida, en un coqueteo con la vida y la muerte”.
Bien, pues, en arte (y no sólo en arte) no estamos haciendo hoy todavía otra cosa que recorrer la estela que dejó el Romanticismo. Incluso Edward Hopper, tan poco romántico en principio. De Hopper se suele destacar, tú mismo lo haces en tu comentario, esa marca de soledad y vacío que deja en sus cuadros. “La soledad no es punto de partida, sino de llegada”, decía a este respecto María Zambrano, certificando ese resultado en el que desemboca la mentalidad moderna al constatar que nadie va a venir a decirnos ya qué hemos de hacer, y que somos cada uno de nosotros los que tenemos que descubrir nuestra particular manera de ver la verdad. Cada uno de nosotros confrontado, a solas, con su propia conciencia. Que ese punto de llegada, la soledad, sea a su vez el inicio de un nuevo recorrido psíquico y moral es algo que todavía no ha cuajado suficientemente en la mentalidad del hombre actual.
Y respecto del vacío, ese otro gran referente de la pintura de Hopper que nombras, también María Zambrano decía: “El anhelo es un signo de vacío. El hombre podría definirse –una de tantas posibles definiciones– como el ser que alberga dentro de sí un vacío (…) un vacío que ha de llenarse”. Los personajes y los paisajes de Hopper transmiten esa sensación de vacío, precisamente, en cuanto que anhelo interrumpido. Esperan algo que no acaba de llegar, que no llega a cumplir, pues, con esa instrucción de Zambrano de “ser un vacío que ha de llenarse”.
Decía también, por otra parte, María Zambrano: “La esperanza es la substancia de nuestra vida, su último fondo; por ella somos hijos de nuestros sueños, de lo que no vemos ni podemos comprobar”. Esa esperanza se distribuye en miríadas de esperas concretas a lo largo de nuestra vida cotidiana, depositaria cada una de ellas de una pequeña porción de aquella esperanza global que el cristianismo elevó incluso a virtud teologal. No es preciso, sin embargo, saber con claridad qué es lo que se espera: “La esperanza (…) no siempre sabe lo que pide”, dice también Zambrano; a menudo, queda envuelta esa esperanza en el vaho indefinido de los sueños. Pero la vida discurre precisamente sobre las rutas que va abriendo la esperanza, así que, a la larga, necesitamos darle algún tipo de concreción. En palabras de la misma Zambrano: “Buscamos saber lo que vivimos (…) ‘vigilar el sueño’ ”.
Pero el hombre actual está atravesando ahora mismo el largo y oscuro túnel del nihilismo, que le está conduciendo a aquel mismo estado de ánimo que a von Kleist le hizo desesperar definitivamente de encontrar una verdad sobre la que sostener su vida. Los individuos solitarios y decaídos que Hopper pinta son estos mismos hombres que viven sin saber dónde aterrizar su esperanza, que no consiguen trasladar sus sueños al estado de vigilia, que no llegan a saber para qué viven.
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