sábado, 29 de mayo de 2010

POR QUÉ TENEMOS UN MAL GOBIERNO

Cuando John Locke (1632-1704) inauguró el empirismo moderno al afirmar que el conocimiento deriva de la experiencia y no de unas previas ideas innatas de las que la realidad sería un mero sucedáneo, casi parecía que venía a formular una obviedad: efectivamente, conocemos las cosas del mundo gracias, ante todo, a que las vemos y palpamos. Fue gracias, precisamente, a esta supeditación del conocimiento a los hechos por lo que, entre otras cosas, el método científico y, por tanto, nuestra actual civilización occidental, llegaron a desarrollarse ¿Qué extravagancia filosófica, pues, había sido esa de que conocemos las cosas antes de tomar contacto con ellas, de que venimos al mundo dotados ya de un conocimiento anterior a la experiencia?... Una extravagancia que, sin embargo, había dominado gran parte de nuestra historia intelectual, al menos desde que a aquellos griegos egregios de la época clásica se les ocurrió preguntarse por lo que eran las cosas. ¿Qué ha llevado a los hombres, desde los tiempos de Parménides y de Platón, a pensar que el conocimiento no deriva de la experiencia sino de algo que reside en nuestra mente y que antecede en el tiempo al encuentro con las cosas de cuyo conocimiento se trata?

Es curioso constatarlo: lo que dio origen a aquella extravagancia fue la urgencia, el apremio, la necesidad de contrarrestar la angustia que producía el caos de las cosas con las que el hombre se encuentra, que no hacen más que irrumpir por sorpresa, dispersarse, cambiar, desaparecer y, en suma, desorientarnos. Buscando lo que permanecía a pesar de todo lo que cambiaba, rastreando una esencia de las cosas que fuera capaz de sobrevivir a las cosas mismas, tan efímeras e inconsistentes, la misma necesidad de estabilidad y permanencia llevó a los hombres a pensar que había algo por encima de las cosas que las servía de fundamento; y ese ser que permanecía más allá de la experiencia estaba… dentro de su mente, configurado como idea o concepto. Las ideas son el recurso que los hombres nos buscamos para no naufragar en el caos de las experiencias. “Una de las funciones de los conceptos –decía María Zambrano– es tranquilizar al hombre que logra poseerlos. En la incertidumbre que es la vida, los conceptos son límites en que encerramos las cosas, zonas de seguridad en la sorpresa continua de los acontecimientos”. Y en la medida en que ese orden nos es imprescindible, lo anteponemos al conocimiento empírico mismo: los hechos llegan a nuestra mente no de modo directo y franco, sino tamizados, recompuestos y cocinados en la olla de nuestros conceptos, podríamos decir que de nuestros prejuicios (en suma, de nuestra necesidad de orden). Todo aquello que no podemos recibir en nuestra mente mediado por el filtro ordenador de alguna idea previa, o bien lo ignoramos o bien, si lo admitimos, no hará otra cosa que desordenar e impregnar de caos nuestra manera de estar en el mundo (sobre todo esto aportó muchos argumentos, no siempre certeros, Freud con sus conceptos de "represión" y, en general, de "mecanismos psíquicos de defensa").





En conclusión: a lo más que podemos aspirar (y no muchos llevan a la práctica tal posibilidad) es a ir acomodando nuestros prejuicios, nuestras ideas previas a la realidad empírica, pero no de un modo espontáneo y apriorístico, sino a posteriori y esforzadamente. Aunque resulte paradójico y hasta cierto punto nos coloque del lado de aquellos filósofos extravagantes que precedieron al empirismo, no es del todo inadecuado confirmar que primero son las ideas (los prejuicios); sólo después llega la experiencia.

Habiendo constatado algo intelectualmente tan perturbador, el posmodernismo, la filosofía digamos que hoy vigente, ha dudado incluso de que exista la realidad (lo experimentado). Más aún, afirma que esa realidad es sólo una invención nuestra, puesto que, cuando nos llega de ella alguna clase de dato, éste resulta que no es más que el envoltorio que han construido nuestra mente o nuestro lenguaje, sin contenido propio, un significante sin significado objetivo. De la progresiva impregnación por esta filosofía que nuestra cultura está sufriendo da testimonio la irrupción exitosa en el cine de películas como "Blade Runner" o "Matrix" o, en la literatura, de tantos epígonos de las novelas de Kafka, en donde la realidad no pasa de ser sino el escenario que hemos inventado para dramatizar nuestras propias inquietudes y angustias, ni más ni menos que lo que hacemos en los sueños.


Se trata de una exageración. El que existamos nosotros no es un argumento en contra de que también exista nuestra circunstancia. Efectivamente, hay alguien ahí afuera, la realidad existe, e incluso es posible aproximarse a ella. No cualquier idea es igualmente válida: hay algunas que están más en sintonía con los hechos que otras, y es posible, como el método científico demostró, adecuar nuestros conceptos a los datos de la experiencia.

Por ejemplo, a muchos nos quedan pocas dudas de que es un hecho que en España estamos mal gobernados. Y afirmar que es un hecho supone que no estaríamos sosteniendo algo sobre lo cual no quepa sino tener prejuicios de la misma calidad intelectual que la de quien sostuviera el prejuicio contrario, el de que tenemos el mejor de los gobiernos posibles. No sólo es indicio de mal gobierno el hecho de que nuestros dirigentes hayan llevado a cabo una política de gasto público desbocado que nos ha situado en un punto próximo a la bancarrota, y de que hubieran seguido gastando si desde instancias internacionales no se hubiera intervenido sobre nuestra economía obligándonos a serios recortes (al parecer, muy insuficientes todavía). También es un hecho, por ejemplo, que Zapatero y sus ministros han removido la estructura territorial del estado hasta hacerla semejante a una zona de desastre después de que por ella haya pasado el huracán: cada región busca el cabo de la cuerda desde el que seguir tensándola sin descanso, sea despilfarrando recursos o agrediendo al idioma común, ofendiendo o desdeñando los símbolos unitarios, adelgazando la administración del estado, impidiendo la vertebración territorial a través de obras públicas suprarregionales como los trasvases, ignorando en los planes de enseñanza la historia común…

Por otro lado, la separación de poderes (legislativo, ejecutivo y judicial) se ha ido arruinando estos años día a día (aunque el mal, ciertamente, venía de antes), hasta convertirlos todos ellos en meras sucursales de los partidos gobernantes. En política exterior, resulta ser prioritaria la amistad de dictadores como Mohamed VI de Marruecos, los Castro o Chávez (no debiera dudarse de que, a estas alturas, Venezuela ya no es una democracia), o nos empeñamos (se empeña nuestro gobierno) en hacer equivalentes civilizaciones que cultivan la democracia y la libertad con otras en las que aún están por descubrirse los derechos humanos. Y en política interior, lo más significativo de estas dos últimas legislaturas ha sido lo que se dio en llamar "proceso de paz" o "diálogo" con los terroristas de ETA (probablemente nunca cerrado del todo), pero que nuestro Código Penal tiene mejor definido como "colaboración con banda armada" o "alta traición al Estado".

En resumen: que es un hecho que estamos mal gobernados. Si muchos no son capaces de verlo es porque el prejuicio, aquella forma de valorar y de ordenar la realidad que precede a los hechos, en su caso es un claro factor de distorsión de esos mismos hechos. Los conceptos con que ordenan la realidad que les circunda están mal escogidos o parten de un principio ordenador falso. Y es que, efectivamente, son los que llamamos "principios" los que están en el origen de nuestra manera de afrontar la realidad: ideas o, en algunos casos, mitos fundamentales o fundacionales desde los que ordenamos (en ocasiones, a costa de falsearla) la realidad.

A pesar de que no me puedo alargar mucho más, aún me atreveré a dejar enunciado sucintamente el "principio" que en muchos ciudadanos distorsiona la visión de la realidad impidiéndoles ver el hecho de que sufrimos un mal gobierno, lo que les lleva una y otra vez a votarle de nuevo: se trata del mito fundacional según el cual, determinada izquierda se considera, desde los tiempos del Frente Popular de la República, la representante de los valores democráticos, mientras que los demás lo son de valores franquistas o asimilables a los franquistas (léase más directamente: fascistas). Mito que, a la hora de votar, no permite elegir entre un gobierno malo o bueno, porque se superpone la necesidad de elegir entre un gobierno "progre" o "facha". Pero para corregir la negativa deriva de la realidad, es preciso empezar por aceptarla, por acercar los prejuicios a los hechos.