Norbert Elias (1897-1990) fue sociólogo e historiador, y una
de las mentes más preclaras del siglo XX. De él dice Steven Pinker, a su vez
una de las mentes más lúcidas de lo que llevamos de siglo XXI, que es “el
pensador más importante del que tengamos noticia”. Los dos suponen una
ayuda imprescindible para, a través, sobre todo, de sus dos libros
emblemáticos, respectivamente “El proceso
de la civilización” y “Los ángeles
que llevamos dentro”, entender por dónde va el mundo. Resumiremos los dos
libros (686 páginas el primero y 1.103 el segundo) en una simple frase: el
mundo va a mejor.
Elias investiga los mecanismos sobre los que se fundamenta
el desarrollo de la civilización, tomando especialmente como referencia de
sociedad no civilizada, o escasamente civilizada, la de la Alta Edad Media
europea, de estructura feudal, una sociedad autárquica, en donde
predominantemente regía el principio de que cada cual ha de procurarse su
propio bien, incluso a costa de los demás, y en donde los impulsos más
primarios, singularmente los violentos, carecían de control y buscaban la
satisfacción inmediata. Casi podemos secuenciar el modo en que en una sociedad
así empieza a abrirse paso la civilización: mientras que antes se consumía lo
que cada cual producía, empieza ahora a crecer la actividad comercial y, junto a
ella, la división del trabajo y la vida de las ciudades. Lo cual conlleva el
aumento de la empatía entre los hombres: los demás, en vez de ser una eventual
amenaza para mí y para mi propiedad, pasan a resultarme interesantes, puesto
que disponen de lo que me falta y me lo venden, y me compran y consumen lo que
yo produzco. El estado, el Leviatán de Hobbes, se ha apropiado del monopolio de
la violencia, y eso restringe las peleas como modo de resolver los conflictos.
Las normas de educación y de control de los impulsos se generalizan. Y puesto
que el comercio, al contrario que el modo de producción autárquico, alarga la
cadena que discurre entre la producción y la venta al consumidor final, los
hombres aprenden a aplazar la recogida de frutos de sus esfuerzos; aparece el
crédito (el bancario y el que se refiere a la necesaria confianza mutua) y la
perspectiva del futuro como ámbito sobre el que hacer discurrir nuestro plan de
vida, cuyas posibilidades quedan enormemente ampliadas. En conjunto, la idea
sobre la que se sustenta el proceso civilizador es la de la existencia de una
comunidad asumible como deseable por sus miembros y organizada como estado, es
decir, una comunidad en la que sus componentes aceptan y acatan sus leyes e instituciones.
Steven Pinker se ha provisto de un arsenal de interesantes
estadísticas para demostrar cómo ese proceso civilizador que entre nosotros
tomó fuerza especialmente a partir del Renacimiento, ha traído consigo una
progresiva pacificación del mundo y, sobre todo desde la Ilustración, una
auténtica revolución humanitaria. Así, mientras que en las sociedades sin
estado las muertes violentas afectaban a entre un 15 y un 24% de la población,
hoy, en Europa occidental, se da el índice de homicidios más bajo de la
historia de la humanidad: 1 cada cien mil habitantes por año (0,6 cada cien mil en España).
Pinker va mostrando cómo se ha ido evolucionando desde aquella brutal circunstancia
hasta esta otra mucho más venturosa. Pero esa evolución no solo afecta a la
violencia en la sociedad, sino que se puede apreciar en el conjunto de los
parámetros que definen a la civilización, a algunos de los cuales también se
refiere Pinker, pero que sobre todo extraigo del libro “Progreso. Diez razones para mirar al futuro con optimismo”, de
Johan Norberg. Por ejemplo, el
índice de pobreza extrema en el mundo en 1820 era de que afectaba al 94% de
toda la población. En 1960 aún afectaba al 64%; al 37% en 1990, al poco de caer
el muro de Berlín, y ahí el descenso empieza a ser mucho más rápido; en 2015, a
pesar de que la población ha ido en vertiginoso aumento había bajado al 10%. A
principios de 2019 estamos alrededor del 8%. La esperanza de vida ha ido
aumentando también enormemente: pasó, para la población asimismo mundial, de 30
años en 1820 a 61 años en 1970 y a 75 en 2015. El hambre y la desnutrición
afectaba en 1970 al 28% de la población mundial, y en 2015, al 11%. El
analfabetismo en el mundo pasó del 42% en 1970 al 12% en 2015. Según la Agencia de Protección del
Medio Ambiente de Estados Unidos, las emisiones en el mundo de los seis
principales contaminantes atmosféricos se redujeron en más de un 66 por ciento
entre 1980 y 2014. El trabajo infantil (entre 10 y 17 años) ha pasado del 28%
en 1950 al 10% en 2012. El porcentaje de la población mundial con acceso a
fuentes de agua potable ha pasado del 52 al 91 por ciento entre 1980 y 2015.
Hace sólo unas décadas, ser gay
era ilegal en casi todo el mundo (en el régimen nazi o en los primeros tiempos
de la revolución cubana los homosexuales iban a parar a los campos de
concentración… Y en el siglo XVI, en Europa, los homosexuales eran castrados,
ahorcados o quemados). Ahora
lo raro es encontrar casos como los de los países africanos o las naciones de
Oriente Medio y Asia Meridional que siguen persiguiendo la homosexualidad.
El Índice Global de Desigualdad
de Género, elaborado por el Foro Económico Mundial, constata que en el mundo,
desde 1900, se han reducido en un 96 por ciento las diferencias entre hombres y
mujeres en materia de salud. En el caso de la educación, la brecha se ha
cerrado un 95 por ciento. El número de países que reconocen el sufragio
femenino, que en 1900 eran cero, pasaron a 160 en 1970 y a 185 en 2015. Y
aunque los problemas ecológicos siguen necesitando especial atención, en
conjunto, hemos progresado más en los últimos 100 años que en los anteriores
100.000.
La clave
principal del desarrollo del proceso civilizador estriba, según Elias y Pinker,
en la incorporación activa de la ciudadanía a la sociedad y a su organización
estatal, y, por tanto, al acatamiento de las leyes y de las instituciones,
aspectos que se traducen en lo psicológico en la progresiva capacidad para la
empatía. Lo cual queda indirectamente demostrado por el hecho de que todos esos
parámetros que demuestran que el mundo va a mejor quedaron llamativamente
truncados al inicio de la década de 1960, con, por ejemplo, dramáticos ascensos
del número de homicidios en todos los países de Occidente y alteraciones de ese
cariz en los demás parámetros comentados, hasta que las estadísticas mostraron
que a partir de 1990 se volvió a recuperar la buena dirección. A la fase
descivilizadora que ocurrió a lo largo de esas tres décadas Francis Fukuyama lo
llama la “Gran Ruptura”. Y al tratar
de buscar una explicación, dice que “El cambio más importante de las sociedades
contemporáneas es un aumento del individualismo”, y que “el
aumento del individualismo y la relajación de los controles comunitarios
tuvieron sin duda un impacto enorme en la vida familiar, la conducta sexual y
la disposición de la gente a cumplir las leyes”. Y páginas antes había
explicado que, a lo largo de esas tres décadas, “la gente no solo cuestiona la
autoridad de los tiranos y los sumos sacerdotes, sino también la de los
representantes elegidos democráticamente, científicos y profesores. Le irritan
las limitaciones del matrimonio y las obligaciones familiares, incluso aunque
se contraigan de modo voluntario (…) El individualismo, la virtud en que se
basan las sociedades modernas, empieza a desplazarse desde la autosuficiencia
orgullosa de la gente libre hacia una clase de egoísmo cerrado, en la que
maximizar la libertad personal sin pensar en las responsabilidades hacia los
demás se convierte en un fin en sí mismo”. Las gentes, pues, dejaron de
creer en la colectividad, en sus respectivos estados, en sus leyes e instituciones,
y lo que hicieron fue alimentar los movimientos de rebeldía contra el sistema,
se vistiesen con la ideología marxista, con la anarquista o con cualquier otra
que justificase de algún modo estar en contra de la sociedad en la que se
vivía.
Coincidiendo
con la caída del Muro de Berlín y la debacle del comunismo, el sistema volvió a
resultar creíble y todos los índices expresivos del proceso civilizador
volvieron a recuperarse y a seguir mejorando. Y ello, claro está, discurrió en
correlación con el descrédito de todos los movimientos antisistema que
aparentemente luchaban por mejorar esos parámetros, pero que, cuando han tenido
la oportunidad de poner en práctica sus presupuestos, a lo que han llevado a las
sociedades regidas por ellos ha sido, sin excepción, a la catástrofe. Si el
sistema, aún imperfecto y en trance de seguir evolucionando, se muestra capaz
de mejorar los déficits que venían a denunciar los movimientos antisistema, y
estos lo que hacen es empeorar las cosas, ¿qué papel les queda por cumplir a
esos movimientos? Solo el de ser una rémora, un residuo de un pasado que se
resiste a saber que está muerto. Pero ¿cómo es posible que esta evidencia no
sea perceptible por todos los que siguen oponiéndose a la suficientemente buena
marcha de este mundo, un mundo que, eso sí, fluye a través de cauces tan
desacreditados aún para muchos, como son el capitalismo y la democracia liberal,
pero que está demostrando su capacidad de ir a mejor? ¿Cómo es posible que
sigan tantos adscribiéndose aún a ideologías antisistema que han demostrado su
propensión a la catástrofe?
La culpa la
tiene la épica. Vulnerables a ella –y sé de lo que hablo– son sobre todo los
jóvenes que, casi por definición, adolecen de un mayor o menor despiste vital y
de la ausencia de un plan de vida que le dote a esta de sentido y claridad. La
rebeldía contra el mundo ofrece a quien se alista en ella una panoplia de
objetivos con aparente pero luminosa aura de nobleza, por los que merece la
pena partirse el pecho: justicia social, lucha contra la tiranía y la
explotación, ayuda a los más débiles… a la vez que dota del sentimiento de
estar haciendo algo importante, más el respaldo de un nutrido grupo de personas
con las que, en lo fundamental, se comparten ideales, y el convencimiento de
que se camina por estratos moral e intelectualmente superiores a los de
aquellos que aceptan someterse al sistema… Estupendos ingredientes todos ellos
para apuntalar una personalidad, sobre todo si al margen de ellos no se tiene
mucho más. ¿Cómo aceptar entonces renunciar a esos ideales, aunque se vayan
demostrando espurios? Uno acaba así necesitando que el mundo sea injusto,
porque si no se queda desamparado de todo aquello que, a base de luchar contra
la injusticia, sostenía el sentido de su vida. ¿Cómo admitir el despojo que
supone aceptar que el mundo no necesita de mi fervor revolucionario para ir
bien encaminado? Aceptar que el sistema funciona y que va mejorándose a ojos
vistas sería como quedarse sin escalera y colgado de la brocha.
Cuando murió
Stalin, los de su camarilla disputaban entre sí temblorosamente ante la siguiente
tarea que se les venía encima: “Sí, ya,
pero ahora quién se lo dice”. Aquí estamos libres de ese tipo de prejuicios
a la hora de constatar la evidencia que hoy toca proclamar: la progresía ha
muerto. Y ya están tardando los progres en enterarse.