Resumen: la forma de
mirar con la que nos confrontamos con el mundo ha ido evolucionando desde el
Renacimiento hacia un punto en el que casi hemos acabado por quedar atrapados
en lo interior. Un interior construido (o arruinado) por fragmentos, en donde
predomina lo inconsistente y efímero, y que busca correlatos en el mundo
exterior que confirmen esos presupuestos desde los que lo percibimos.
En el arte de hoy en día, casi todo empezó con el
Romanticismo. Con él
se trasladó de manera concluyente al campo de la estética una perspectiva que
había ido impregnando la cultura desde el Renacimiento, y en la cual la idea de
totalidad o generalidad pasaba a estar en declive y a ser sustituida por otra
en la que el individuo y lo fragmentario adquirían un papel preponderante.
Podríamos resumir el significado de esa nueva forma de mirar con estas palabras
del crítico Arnold Hauser: “(El romántico) consideraba el mundo
simplemente como materia prima y sustrato de la propia experiencia, y lo
utilizaba como pretexto para hablar de sí mismo”.
Encontraremos un precedente de estos planteamientos, por
ejemplo, en la filosofía de René Descartes, que recelaba de toda idea a la que
no pudiera llegar por la vía de su propio pensamiento. Por otra parte, el
mecanicismo que este filósofo impulsó presuponía que no existe propiamente el
todo, sino solo las partes, cada una de las cuales es independiente de las
demás. El ser, venía a decir, se construye paso a paso; o más bien, no existe
propiamente el ser como globalidad, solo cada parte del mismo. Así, el ser del
cuerpo, que el mecanicismo cartesiano determinará que está hecho de partes u
órganos independientes, lo que, sin ir más lejos, acabará decidiendo el modo de
hacer de la especializada medicina actual.
Una perspectiva, esta de Descartes, a la que no es ajena su
personal modo de estar en la vida, en la cual tampoco había habido una
continuidad entre sus partes que les sirviera de nexo, una posible narración
que permitiera establecer una identidad en su personalidad por encima de cada
concreta situación o experiencia. Huérfano de madre desde los trece meses, mal avenido con su
padre y sus hermanos, sin personas de referencia suficientemente consistentes
en su infancia, en contacto con los cuales pudiera haber construido un
sentimiento de identidad firme, le faltaba a Descartes la
confianza necesaria para asentarse en la idea de que existir en un momento
determinado permite suponer que va a seguir siendo así después. Otra causa,
independiente de la que produjo el momento anterior, habrá de sobrevenir produciendo
el momento siguiente para que sea posible la sensación de que se conserva el
propio ser, de que uno, efectivamente, existe. Como él mismo dice en la tercera
de sus Meditaciones metafísicas: “Todo
el tiempo de mi vida puede ser dividido en una infinidad de partes, cada una de
las cuales no depende de ninguna manera de las demás; y por ello, del hecho de
que un poco antes yo haya sido, no se sigue que deba ser ahora, a no ser que en
este momento alguna causa me produzca y me cree, por así decirlo, de nuevo, es
decir, me conserve”.
La inseguridad personal, pues, que había sido tan
persistente a lo largo de la vida de Descartes, quedaba así transformada en
instrumento filosófico a la hora de construirse una perspectiva desde la que
abordar el conocimiento de las cosas. Esa inseguridad se concretaba en el hecho
de que nada del mundo llega a garantizar que, aunque seamos y tengamos
consistencia en un momento determinado, vayamos necesariamente a seguir siendo
un momento después: “Del hecho de que seamos no se sigue que seamos un momento después”,
dice concretamente Descartes. Al final, sin embargo, el filósofo echa mano
de Dios para contrarrestar esa cuesta abajo hacia la depresión a la que le
abocaba un sentimiento de identidad tan frágil y fragmentario: Él, que es quien
nos produjo, que es la primera causa de que nosotros seamos, continúa
produciéndonos, conservándonos. Si existimos y seguimos existiendo es porque
Dios lo quiere, dado que el mundo y el resto de los congéneres no lo garantizan
en absoluto.
Otro precedente filosófico de esa forma de mirar en la que
está involucrado un frágil sentimiento de identidad, puesto que no caben en él
las ideas rotundas, completas, globales sobre lo que sea yo y lo que sean las cosas, sino una forma de
entender el mundo que se construye a base de coser fragmentos independientes y
deslavazados, la encontramos en el pensamiento de David Hume, figura señera del
empirismo. Ya en plena juventud, con 23 años, y tal y como refleja en su Tratado de la naturaleza humana, su
inquietud y fragilidad personal le llevaron a hacerse este tipo de preguntas y
consideraciones: “¿Dónde estoy o qué soy? ¿A qué causas debo mi existencia y a qué
condición retornaré? ¿Qué favores buscaré y a qué furores debo temer? ¿Qué
seres me rodean; sobre cuál tengo influencia o cuál la tiene sobre mí? Todas
estas preguntas me confunden, y comienzo a verme en la condición más deplorable
que imaginarse pueda”. Como Descartes, Hume había sufrido también en su
tierna infancia duros embates que afectaron seriamente a la construcción de su
propia identidad: su padre murió cuando él tenía dos años de edad, y su
desarbolada afectividad evolucionó desde ahí hasta desembocar en una grave
depresión que sobre todo le aquejó desde los diecinueve hasta los veintitrés
años.
Su depresión supuso un filtro que fue determinando su manera
de mirar y de pensar: “Mi enfermedad me puso un enorme obstáculo –escribe
en una carta a su médico anónimo–. Me di cuenta de que era incapaz de seguir
ningún tren de pensamiento de un solo tirón, sino mediante repetidas
interrupciones y dejando que mi vista se recuperase de vez en cuando con otros
objetos”. El hecho de aproximarse a una idea y mantenerla continuamente
ante sus ojos “me pareció impracticable, (no) estaban mis talentos a la altura de tan
denodado esfuerzo”. Así que optó por contemplar las ideas reduciéndolas
previamente a sus “mínimas partes”, de manera similar a como Descartes obró a la
hora de formalizar su método analítico. Esa incapacidad psicológica de unir
fragmentos de pensamiento resultó ir en paralelo, pues, a su doctrina
filosófica, según la cual, precisamente, toda experiencia está hecha de
fragmentos. A esta conclusión llegó después de decidir recelar, como asimismo
había hecho Descartes, de todos los interminables y baldíos debates sobre los
que se había construido la historia de la filosofía, y optar por construirse su
propia cosmovisión.
La idea principal a extraer de la filosofía de Hume es que
el hombre, para empezar, es una tabla rasa y que todo el conocimiento al que
llegue a acceder se deriva de la experiencia. Según él, todas las operaciones
que llegue a realizar la mente (toda reflexión) se llevan a cabo primariamente
a partir del material suministrado por los sentidos, y está compuesto ese
material por los elementos atómicos que constituyen las sensaciones corporales:
cada sonido, cada olor, sabor, percepción de colores… Para Hume, pues, la única
entidad sobre la que se puede sostener la existencia de algo que podamos llamar
humano es la sensación (...lo cual convierte a Hume en un concreto predecesor del impresionismo). Nada hay en los individuos que dé consistencia a la
idea de que en ellos exista algo que permanezca, que les permita tener una
identidad: somos, según esto, el resultado de la acumulación de sensaciones que
van y vienen a lo largo de la vida. El mundo varía a nuestro alrededor y
nosotros no somos sino un reflejo del mundo, lo que de él llega a nosotros a
través de las sensaciones. En suma, no existe el yo. “Tiene que haber una impresión
que dé origen a cada idea real –dice en su “Tratado de la Naturaleza humana”–. Pero el yo o persona no es
ninguna impresión, sino aquello a que se supone que nuestras distintas
impresiones e ideas tienen referencia. Si hay alguna impresión que origine la
idea del yo, esa impresión deberá seguir siendo invariablemente idéntica
durante toda nuestra vida, pues se supone que el yo existe de ese modo. Pero no
existe ninguna impresión que sea constante e invariable. Dolor y placer,
tristeza y alegría, pasiones y sensaciones se suceden una tras otra, y nunca
existen todas al mismo tiempo. Luego la idea del yo no puede derivarse de
ninguna de estas impresiones, ni tampoco de ninguna otra. Y, en consecuencia,
no existe tal idea (…) Nunca puedo atraparme a mí mismo en ningún caso sin una
percepción, y nunca puedo observar otra cosa que la percepción (…) Yo sé con
certeza que en mí no existe (el yo)”.
Son conclusiones, estas a las que Hume llega por la vía de
su pensamiento, que vienen a traducir a lenguaje filosófico aquellas a las que,
de modo similar, hubiera podido llegar por la vía de su depresión: no existe el
yo, no existe un “objeto” con cualidades perdurables que venga a contraponerse
a las percepciones que emite nuestro sistema sensorial, tampoco existe la
relación de causalidad, pues nada de lo que uno haga llevará necesariamente a
producir un determinado efecto… todo eso es algo que de la misma forma percibe
quien sufre de los síndromes de despersonalización, desrealización e impotencia
característicos de la depresión y de otras graves enfermedades mentales. Hume
ni siquiera tuvo la posibilidad de recurrir, como hizo Descartes partiendo de
una cosmovisión igualmente hecha de fragmentos, a la intervención de Dios para
obtener la garantía de que su ser personal tuviera alguna continuidad. La
filosofía de Hume resultó ser directamente depresiva.
Todos estos precedentes que hemos simbolizado en Descartes y
Hume, vinieron a desembocar, como decíamos, en el Romanticismo y, por el cauce
que él abrió, en el arte contemporáneo, en donde lo individual, lo fragmentario
o ruinoso, la pérdida de referencias espaciales o de las valorativas que
jerarquizan entre lo importante y lo accesorio, pasan decididamente al primer
plano. Refiriéndonos a este último ámbito, usaremos para nuestros fines
expositivos el ejemplo que supone la pintura de Luis Fernández López (1900-1973), pintor asturiano que, a partir de
1924, residió en París, donde entró en contacto sucesivamente con el Purismo, un
derivado del Cubismo, y con el Neoplasticismo, a los que siguió más tarde el
Surrealismo. Allí en París entablará amistad con Picasso, con el que colaboró
en diferentes proyectos y que tendrá una gran influencia en una etapa de su
obra.
El pintor Luis Fernández, al que María Zambrano dedicó
instructivas páginas, tuvo (como Descartes, como Hume…) una infancia
desgraciada, asolada por pérdidas irreparables: a los seis años perdió a su
madre; a los nueve, a su padre. Fue entonces a vivir junto con su hermano a
casa de su abuelo, en Madrid, pero este también murió al poco tiempo. Acabó
separándose de su hermano para irse a vivir con un tío materno. Cuando una vida
se inicia de esta manera, privada de permanencias, es difícil construirse un
sentimiento de identidad, así como vincularse al mundo exterior, y resulta
fácil, por el contrario, encerrarse dentro de uno mismo, en los dominios que
acaban señoreando la tristeza y la depresión. Luis Fernández consiguió salir de
su mundo interior, en alguna medida, a través de la expresión artística, pero,
como decía Zambrano, su pintura era, sobre todo en una larga primera etapa, “un
descenso a los infiernos del ser, a las oscuras entrañas”. “Las telas más antiguas –dice
también Zambrano refiriéndose a su obra– ofrecen de modo directo ese mundo oscuro de
las entrañas, de la sangre y sus pesadillas”. Los motivos de su pintura
eran a menudo tétricos: calaveras, trozos de carne, materia en descomposición…
Eso, o investido de esa manera, era el modo en que le llegaba a él la realidad.
El mundo externo tenía evidentemente para él un significado dominado por la
muerte y por la pérdida. Y más allá del contenido, de los temas por él
escogidos para sus cuadros, probablemente el estilo en el que prefirió
insertarse también fuera significativo. Así, el cubismo bajo cuyo amparo se
inscribió, en la medida en que descompone las figuras en fragmentos que solo
parecen sujetarse a ciertos requerimientos geométricos, podría entenderse en el
sentido que propone Cioran cuando dice: “El desapego a la vida engendra un gusto por
la rigidez. Comenzamos a ver un mundo de formas rígidas, líneas precisas,
contornos muertos”. Formas, contornos o líneas que no vienen a
delimitar objetos rotundos y definidos, sino que son el resultado de
sensaciones aisladas (como hubiera dicho Hume) o producto del análisis y
descomposición de las, en realidad inexistentes, totalidades (como hubiera
preferido decir Descartes). Y también apuntando hacia ese amago de solipsismo
del que (de modo evidentemente incompleto o interrumpido) hacían gala Descartes
y Hume cuando recelaban de los criterios u opiniones que pudieran llegarles de
su entorno, dice María Zambrano que en Fernández “el alma y los sentidos se nutren
de su alimento propio” y que “está absorto en una visión sólo perceptible
para él, mientras que los que lo rodean en nada parecen advertirla; está en
otro mundo”. Casi, si sabemos entenderlo, podríamos citar en este mismo
sentido al romántico Beethoven cuando, concentrado en su mundo interior, decía
que “lo
que está en mi corazón debe salir a la superficie”.
“La vida humana –dice asimismo Zambrano, elevando su reflexión desde
la pintura de Fernández hacia una fórmula general– se distingue de las otras por
tener un interior; un interior oscuro, donde hay ya un secreto que no puede
revelarse bajo la luz natural. Las entrañas, el corazón, son la metáfora con
que el lenguaje común designa desde siempre esa oscuridad habitada que aspira a
su propia luz”. Desde aquí podríamos ya transitar hacia la conclusión
de que el arte contemporáneo, y, de su mano, la perspectiva a la que parecemos
abocados como hombres de nuestro tiempo, nos empuja hacia la formulación, hacia
la formalización de nuestro secreto interior. Pero que estamos a medio camino
de esa tarea quedaría demostrado por el hecho de que miramos el mundo aún de
una forma deprimente, incapaces de asentar un sentimiento de identidad que nos
sostenga suficientemente, y extraviados todavía entre fragmentos de nosotros
mismos y fragmentos de cosas… fragmentos o restos, en fin, de lo que parecería
ser un naufragio.
ALGUNOS CUADROS DE LUIS FERNÁNDEZ